23
Se han escrito ya muchos y excelentes libros de viaje sobre Oriente, de modo que no abusaré de la paciencia del lector. Sin embargo, tengo una excusa para escribir algo sobre Japón, motivado por las fantásticas circunstancias en que me vi envuelto. Había leído un libro de Lafcadio Hearn sobre el país, y lo que decía de la cultura y el teatro japonés despertó mi deseo de ir allá.
Nos embarcamos en un barco nipón, dejando los vientos helados de enero para entrar en el clima soleado del canal de Suez. En Alejandría subieron nuevos pasajeros, árabes e indios. ¡En realidad, nos enfrentábamos a un mundo nuevo! A la puesta de sol los árabes solían colocar sus esterillas en cubierta y entonaban sus oraciones orientados hacia La Meca.
A la mañana siguiente entramos en el mar Rojo, de modo que nos despojamos de nuestros atuendos «nórdicos» y nos pusimos pantalones blancos cortos y finas camisas de seda. En Alejandría habíamos hecho provisión de frutas tropicales y cocos, de modo que para desayunar tomábamos mangos y para cenar leche de coco helada. Una noche cenamos sentados en el suelo de la cubierta al estilo japonés. Un oficial del barco me enseñó a verter un poco de té sobre el arroz para realzar el sabor. A medida que el barco se acercaba al siguiente puerto, más al sur, aumentaba nuestra emoción. El capitán japonés anunció tranquilamente que íbamos a llegar a Colombo por la mañana. Aunque Ceilán fuese ya una experiencia exótica, nuestro único deseo era llegar a Bali y Japón.
Nuestra siguiente escala fue Singapur, donde nos sumergimos en el ambiente de un grabado de un jardín chino, con unos banianos que surgían a la orilla del océano. El recuerdo más destacado de mi estancia en Singapur es el de los actores chinos que representaban una obra en el New World Amusement Park; eran niños sumamente dotados y cultos, cuyo repertorio constaba de muchas obras clásicas escritas por los grandes poetas chinos. La representación tenía lugar en una pagoda a la manera tradicional. La obra que vi duró tres noches. El actor principal del conjunto era una muchacha de quince años; hacía el papel de príncipe y cantaba con una voz aguda, algo estridente. La tercera noche fue la verdadera culminación. A veces es mejor no comprender el idioma, pues nada podía haberme afectado más hondo que el último acto, los tonos irónicos de la música, las cuerdas plañideras, el retumbar de los gongs y la voz penetrante y ronca del joven príncipe desterrado, expresando la angustia de un alma perdida en las esferas solitarias, cuando hacía su salida final.
Fue Sydney quien me recomendó que visitara la isla de Bali, diciéndome lo poco influida que estaba por la civilización y describiendo sus bellas mujeres, con los pechos al aire. Aquello despertó mi interés. Nuestra primera visión de la isla la tuvimos por la mañana: blancas nubes hinchadas circundaban las verdes montañas, haciendo que sus cumbres pareciesen islas flotantes. En aquella época no había puerto ni aeropuerto; se desembarcaba en un viejo muelle de madera, al que se llegaba en barcas de remos.
Pasamos por recintos cerrados, con muros bellamente construidos, con imponentes entradas, donde vivían diez o veinte familias. Cuanto más nos adentrábamos, más bello se volvía el paisaje; verdeantes arrozales que se reflejaban en el plateado espejo de un serpenteante arroyo. De repente, Sydney me dio un codazo. A lo largo de la carretera había una fila de mujeres jóvenes que, cubiertas solo por sus batiks atados a la cintura, con los pechos al aire, llevaban sobre la cabeza cestos cargados de frutas. Desde entonces nos fuimos dando codazos continuamente. Algunas eran muy guapas. Nuestro guía, un turco estadounidense que iba sentado junto al chófer, era bastante molesto, pues se volvía con lascivo interés para observar nuestras reacciones, como si hubiera organizado aquel espectáculo para nosotros.
El hotel de Denpasar era de construcción reciente. Cada salón se abría a una galería, separado por tabiques, con los dormitorios al fondo, que eran limpios y cómodos.
Hirschfeld, el acuarelista estadounidense, y su esposa estaban pasando en Bali dos meses y nos invitaron a su casa, donde Miguel Covarrubias, el artista mexicano, se había alojado antes que ellos. Se la habían alquilado a un noble balinés y vivían allí como terratenientes aristócratas por quince dólares a la semana. Después de cenar, los Hirschfeld, Sydney y yo salimos a dar un paseo. La noche era oscura y sofocante. No corría ni una pizca de aire; luego, de repente, un enjambre de luciérnagas se extendió sobre los arrozales en oleadas ondulantes de luz azulada. Viniendo de otra dirección, se oyeron tintineos de panderetas y el retumbar de los gongs, que tañían con sones rítmicos. «Va a comenzar una danza en alguna parte —dijo Hirschfeld—. Vamos allá.»
A unas doscientas yardas de distancia divisamos a un grupo de nativos, acuclillados en corro, y unas doncellas sentadas con las piernas cruzadas, con cestas y antorchas pequeñas, que vendían delicadas golosinas. Nos abrimos camino entre la multitud y vimos a dos chicas de unos diez años envueltas en túnicas bordadas, con tocados complicados cuajados de oro, que centelleaban a la luz de la lámpara, mientras bailaban al son de las notas agudas, acompañadas por los tonos bajos y profundos que producían los grandes gongs; sus cabezas se balanceaban, sus ojos centelleaban, sus dedos se retorcían al compás de la música diabólica, que ascendía hasta un crescendo como un torrente enfurecido, y que luego se calmaba, hasta no ser más que un apacible río. El final resultó antimelódico; las bailarinas se detuvieron bruscamente y se mezclaron con la multitud. No hubo aplausos; los balineses nunca aplauden, de igual modo que carecen de una palabra para decir amor o gracias.
El músico y pintor Walter Spies nos visitó y comió con nosotros en el hotel. Vivía en Bali desde hacía quince años y hablaba balinés. Había transcrito al piano parte de su música, que ejecutó para nosotros; el efecto era semejante a un concierto de Bach, tocado a un ritmo dos veces más rápido. Nos dijo que el gusto musical de los nativos era muy refinado; no les agradaba nuestro jazz moderno, pues lo encontraban aburrido y demasiado lento. A Mozart lo consideraban sentimental, y solo les interesaba Bach porque sus ritmos y melodías eran similares a los suyos. Su música me pareció fría, destemplada y ligeramente desagradable; incluso los pasajes lastimeros eran como el grito siniestro de un minotauro hambriento.
Después de comer Spies nos llevó a la selva, donde se llevaría a cabo una ceremonia de flagelación. Nos vimos obligados a caminar cuatro millas por un sendero de la jungla para llegar al sitio. Al llegar allí nos encontramos con una gran multitud que rodeaba un altar de unos doce pies de largo. Jóvenes doncellas con bellos sarongs y los pechos al aire formaban cola con cestos cargados de frutas y otras ofrendas, que un sacerdote, con aspecto parecido a un derviche, cabello largo hasta la cintura y vestido con una túnica blanca, bendecía y depositaba ante el altar. Después de que los sacerdotes entonaran sus plegarias, aparecieron unos jóvenes riendo convulsivamente y saquearon el altar, cogiendo cuanto podían, mientras los sacerdotes los flagelaban con violencia utilizando látigos. Algunos se vieron obligados a tirar el botín por la fuerza de los latigazos, que se suponía los liberaban de los espíritus malignos que les habían inducido a robar.
Entramos y salimos de los templos y recintos cercados a nuestro antojo, vimos peleas de gallos y asistimos a festejos y ceremonias religiosas que se celebraban a todas las horas del día y de la noche. De una de ellas me retiré a las cinco de la mañana. Sus dioses eran amantes del placer y los balineses los adoraban no con temor, sino con afecto.
A altas horas de la noche Spies y yo llegamos a un sitio donde había una alta amazona bailando a la luz de una antorcha; su hijo la imitaba un poco más lejos. De vez en cuando, un hombre de aspecto muy joven le daba consejos. Más adelante supimos que era el padre de la muchacha. Spies le preguntó su edad.
—¿Cuándo se produjo el terremoto? —preguntó.
—Hace doce años —le contestó Spies.
—Bueno, pues entonces tenía tres hijos casados. —No satisfecho, al parecer, con esta contestación, añadió—: Tengo dos mil dólares de edad. —Lo que significaba que durante su vida había gastado esa suma.
En muchos recintos cercados vi coches nuevos, utilizados como gallineros. Le pregunté la razón a Spies. Y me explicó: «Una aldea se rige con arreglo a normas comunistas, y el dinero que obtienen exportando algunas reses lo depositan en una especie de caja de ahorros, que con los años alcanza una suma considerable. Cierto día un vendedor de automóviles los convenció de que compraran coches Cadillac. Durante los dos primeros días fueron en coche de un lado a otro, divirtiéndose mucho, hasta que se quedaron sin gasolina. Después descubrieron que lo que les costaba ir en coche durante un día equivalía a lo que ganaban en un mes; de modo que dejaron los coches en las aldeas para que las aves de corral durmieran dentro».
El humor balinés es parecido al nuestro y abunda en chistes verdes, perogrulladas y juegos de palabras. Comprobé el humor de nuestro joven camarero del hotel.
—¿Por qué cruza un pollo la carretera? —le pregunté.
—Ese chiste lo sabe todo el mundo —le dijo al intérprete con desdén.
—Muy bien; entonces, dime: ¿qué existió antes, la gallina o el huevo?
Esto lo dejó perplejo.
—La gallina…, no… —Meneó la cabeza—; el huevo…, no. —Se echó hacia atrás el turbante y se quedó pensando un rato; luego afirmó con seguridad definitiva—: El huevo.
—Pero ¿quién puso el huevo?
—La tortuga, porque la tortuga es la soberana y pone todos los huevos.
Bali era entonces un paraíso. Los nativos trabajaban durante cuatro meses en los arrozales y dedicaban los ocho restantes a su arte y a su cultura. La diversión era gratuita a lo largo de la isla; un pueblo organizaba representaciones para los otros. Pero hoy día ese paraíso está en trance de desaparecer. La educación les ha enseñado a cubrirse los pechos y a reemplazar sus dioses amantes del placer por los occidentales.
Antes de partir hacia Japón, mi secretario japonés, Kono, quiso adelantarse para preparar nuestra llegada. Seríamos invitados del gobierno. En el puerto de Kobe fuimos saludados por aviones que volaban en círculo sobre nuestro barco arrojando octavillas de bienvenida, mientras que miles de personas aplaudían en los muelles. La visión de numerosos quimonos de vivos colores contra el fondo de las chimeneas y de los grisáceos muelles era paradójicamente hermosa. En aquella demostración japonesa había muy poco de ese legendario misterio y de la cohibición que se les atribuyen. Era una multitud tan excitada y emotiva como la que había visto en cualquier otra parte.
El gobierno puso a nuestra disposición un tren especial para que nos condujera a Tokio. En cada estación aumentaban las multitudes y la estación y los andenes estaban atestados de una pléyade de lindas muchachas, que nos colmaron de regalos. El efecto que hacían mientras estaban en pie, ataviadas con sus quimonos, era como el de una exposición de flores. En Tokio una muchedumbre de cuarenta mil personas esperaba en la estación para saludarnos. En medio del tropel, Sydney tropezó, cayó y estuvo a punto de ser pisoteado.
El misterio de Oriente es legendario. Siempre había creído que los europeos lo exagerábamos. Pero flotaba en el aire desde el momento en que desembarcamos en Kobe, y ahora, en Tokio, comenzó a envolvernos. Camino del hotel, pasamos por un barrio tranquilo de la ciudad. De repente el coche disminuyó la velocidad, hasta que se paró cerca del palacio del emperador. Kono miró hacia atrás, ansiosamente, por la ventanilla posterior; luego se volvió hacia mí y me hizo una extraña petición: ¿me importaría apearme del coche y hacer una reverencia hacia el palacio?
—¿Es la costumbre? —le pregunté.
—Sí —dijo, sin dar importancia a la respuesta—. No es necesario que haga la reverencia; basta con que se apee del coche.
La petición me sorprendió un poco, porque no había nadie por los alrededores, salvo los dos o tres coches que nos seguían. Si era la costumbre, la gente lo sabría y estaría allí, aunque fuera poca. Sin embargo, descendí e hice una reverencia. Cuando volví al coche, Kono pareció aliviado. A Sydney le pareció que era una petición rara y opinó que Kono había obrado de un modo extraño. Tenía aspecto preocupado desde que llegamos a Kobe. Descarté este pensamiento y me dije que tal vez había trabajado demasiado.
Aquella noche no ocurrió nada; pero a la mañana siguiente Sydney entró en la sala de estar muy alterado. «No me gusta esto —dijo—. ¡Han registrado mis maletas, revolviendo todos mis papeles!» Le dije que, aunque fuera cierto, no tenía importancia. Pero nada pudo calmar el recelo de Sydney. «¡Aquí pasa algo raro!», me dijo. Sin embargo, me reí y le taché de ser demasiado suspicaz.
Aquella mañana designaron a un agente del gobierno para que cuidara de nosotros; nos comentó que si queríamos ir a alguna parte se lo hiciéramos saber por mediación de Kono. Sydney insistió en que nos estaban vigilando y que Kono ocultaba algo. Tuve que reconocer que Kono parecía cada vez más preocupado e inquieto.
Las sospechas de Sydney no eran infundadas, porque aquel día nos sucedió algo raro. Kono dijo que un vendedor tenía unas pinturas pornográficas pintadas sobre seda y que le gustaría que yo fuera a verlas a su casa. Le encargué a Kono que le respondiera a aquel hombre que no me interesaban. Kono pareció contrariado.
—¿Y si le digo que las traiga al hotel? —sugirió.
—De ninguna manera —le contesté—. Dígale, simplemente, que no pierda el tiempo.
—Esta gente no admite un no por respuesta —vaciló Kono.
—¿De qué habla? —le pregunté.
—Me están amenazando hace varios días; existen algunos elementos muy agresivos aquí, en Tokio.
—¡Qué tontería! —le contesté—. Pondremos a la policía sobre su pista.
Pero Kono negó con la cabeza.
A la noche siguiente, mientras mi hermano, Kono y yo cenábamos en el reservado de un restaurante, entraron seis jóvenes. Uno se sentó junto a Kono y cruzó los brazos, mientras los demás dieron un paso atrás y se quedaron en pie. El que estaba sentado empezó a hablar a Kono en japonés con creciente ira. Algo que dijo hizo que Kono se palideciera de repente.
Yo no llevaba armas. Sin embargo, metí la mano en el bolsillo de mi chaqueta como si tuviera un revólver.
—¿Qué significa esto? —grité.
—Dice que usted está insultando a sus antepasados al negarse a ver sus pinturas —murmuró Kono, sin levantar la vista del plato.
Me puse en pie de un salto, con la mano en el bolsillo, y miré resuelto al joven.
—¿Qué es todo esto? —luego le dije a Sydney—: Salgamos de aquí. Y tú, Kono, llama un taxi.
Una vez a salvo en la calle, todos respiramos, aliviados. El taxi nos estaba esperando y nos fuimos a toda prisa de allí.
El misterio llegó al punto álgido al día siguiente, cuando el hijo del primer ministro nos invitó a ir con él para presenciar las luchas de sumo. Cuando estábamos viendo el espectáculo, un empleado agarró por el hombro al señor Ken Inukai y le susurró algo al oído. Se volvió hacia nosotros y se disculpó diciendo que había surgido una cuestión urgente y tenía que marcharse, pero que volvería después. Hacia el final de la lucha volvió, blanco y tembloroso. Le pregunté si se encontraba mal. Negó con la cabeza y luego se cubrió de repente la cara con las manos. «Mi padre ha sido asesinado», me dijo.
Lo llevamos a nuestras habitaciones y le ofrecimos un poco de coñac. Entonces nos contó qué había ocurrido: seis cadetes navales habían matado a los centinelas de guardia ante el palacio del primer ministro y habían irrumpido en sus habitaciones privadas, donde lo encontraron con su mujer y su hija. Su madre le contó el resto de la historia; los asesinos estuvieron ante su padre durante veinte minutos apuntándole con sus pistolas, mientras el primer ministro trataba de razonar con ellos, pero sin ningún resultado. Sin decir palabra, seguían apuntándole. Pero el primer ministro les rogó que no le matasen en presencia de su familia. Le permitieron entonces que saliera de la habitación donde estaban su mujer y su hija. Con toda calma se puso de pie y condujo a los asesinos a otra habitación, donde debió de intentar razonar con ellos de nuevo, porque la familia esperó, angustiada, hasta que oyeron los disparos que aniquilaron a su padre.
El asesinato se produjo mientras su hijo estaba viendo las luchas. De no haber estado con nosotros, nos dijo, le habrían matado junto con su padre.
Lo acompañé a su casa y vi la habitación donde dos horas antes había sido asesinado su padre. La huella de un gran charco de sangre en la esterilla todavía estaba húmeda. Había un ejército de fotógrafos y periodistas, pero tuvieron la delicadeza de no tomar fotografías. Sin embargo, me rogaron que hiciera algunas declaraciones. Dije tan solo que era una enorme tragedia para la familia y para la nación.
El día después de la tragedia iba a entrevistarme con el finado primer ministro en una recepción oficial, que, naturalmente, fue suspendida.
Sydney declaró que el crimen formaba parte del misterio en el que de alguna manera estábamos envueltos nosotros. Me dijo: «Es algo más que una simple coincidencia el que seis asesinos mataran al primer ministro y otros seis individuos entraran en el restaurante aquella noche cuando estábamos cenando».
Hasta que Hugh Byas escribió su interesante e informativo libro Government by Assassination, publicado por Alfred A. Knopf, no quedó aclarado el misterio en que me vi mezclado. Según parece, la sociedad secreta denominada El Dragón Negro estaba por entonces en plena actividad, y fueron sus miembros los que exigieron que me inclinara ante el palacio. Citaré del libro de Hugh Byas la siguiente reseña de la vista en que comparecieron los que asesinaron al primer ministro:
El teniente de marina Seishi Koga, cabecilla de la conspiración, dijo después ante el consejo de guerra que los conspiradores habían trazado un plan para implantar la ley marcial bombardeando la Cámara de Representantes. Unos cuantos civiles que podían obtener fácilmente pases arrojarían bombas desde la tribuna pública, mientras que en la puerta esperarían jóvenes oficiales para dar muerte a sus miembros a medida que fueran saliendo. Otro plan, que podría parecer demasiado grotesco para ser creíble de no haber sido expuesto ante el tribunal, proponía el asesinato de Charles Chaplin, que estaba entonces visitando Japón. El primer ministro había invitado al señor Chaplin a tomar el té, y los jóvenes oficiales tenían pensado asaltar la residencia oficial durante la recepción.
JUEZ: ¿Qué finalidad perseguían matando a Chaplin?
KOGA: Chaplin es una figura popular en Estados Unidos y el favorito de la clase capitalista. Creímos que su muerte provocaría una guerra con Estados Unidos, y así mataríamos dos pájaros de un tiro.
JUEZ: Entonces, ¿por qué desistieron de su espléndido plan?
KOGA: Porque los periódicos dijeron después que la recepción proyectada no era todavía una cosa segura.
JUEZ: ¿Qué los llevó a planear el ataque contra la residencia oficial del primer ministro?
KOGA: Derrocar al primer ministro, que era también el jefe de un partido político; en otras palabras, derrocar el centro mismo del gobierno.
JUEZ: ¿Era su intención matar al premier?
KOGA: Sí, lo era. Sin embargo, no tenía nada personal contra él.
Este mismo acusado declaró que abandonaron el plan para aniquilar a Chaplin porque se discutió si era aconsejable matar al actor, ya que había escasas probabilidades de que su asesinato provocara una guerra con Estados Unidos y aumentara el poderío del ejército.
Me imagino a los asesinos urdiendo su plan y descubriendo luego que yo no era estadounidense, sino inglés: «¡Oh, disculpe!».
Sin embargo, no todo fueron misterios y contrariedades en Japón. En general, mi estancia resultó muy interesante. El teatro kabuki constituyó para mí un placer, que superó mis esperanzas. El kabuki no es un teatro puramente formal, sino una mezcla de lo antiguo y lo moderno. El virtuosismo de un actor es el factor más importante, y la obra es simplemente el material sobre el cual actúa. Con arreglo a nuestras normas occidentales, su técnica tiene grandes limitaciones. El realismo se ignora allí donde no podría lograrse eficazmente. Por ejemplo, los occidentales no podemos representar en escena un combate a espada sin que parezca un poco falso, pues por feroz que sea ese combate se descubren ciertas precauciones. Por el contrario, los japoneses no pretenden dar la impresión de realismo. Combaten a distancia, separados el uno del otro, haciendo floridos ademanes con sus espadas, intentando uno de ellos cortar la cabeza de su adversario y el otro dando mandobles a las piernas de su contrincante. Cada uno en su propio espacio da saltos, baila y hace piruetas. Es como un ballet. El combate es impresionista y termina en una postura del vencedor y el vencido. Durante la escena de la muerte los actores consiguen este impresionismo con cierto realismo.
La ironía es el tema de muchas de sus obras. Vi una que era el equivalente de Romeo y Julieta, el drama de dos jóvenes amantes cuyos padres se oponen a su matrimonio. Fue representada en un escenario giratorio, que los japoneses utilizan desde hace trescientos años. La escena primera era el interior de la cámara nupcial, en la que aparecía la joven pareja de recién casados. A lo largo del acto interceden emisarios con los padres para que den su consentimiento a los jóvenes amantes, que esperan que se produzca una reconciliación. Pero la tradición es demasiado fuerte. Los padres son duros como el diamante. De modo que los amantes deciden suicidarse a la manera tradicional japonesa, cada uno de ellos esparciendo una alfombra de pétalos de flores para morir sobre ella; el novio mata primero a la novia y luego se clava la espada.
Los comentarios de los enamorados mientras esparcen los pétalos de flores por el suelo, preparándose para la muerte, produjeron risas entre el público. Mi intérprete me dijo que el humor y la ironía animaban réplicas como esta: «Vivir después de esta noche de amor sería decepcionante». Durante diez minutos continúan intercambiando estas bromas. Luego la novia se arrodilla sobre su lecho de flores, que está a cierta distancia del de su amante, y ofrece su garganta, y cuando el novio desenvaina la espada y se dirige lentamente hacia ella, el escenario giratorio empieza a moverse, y antes de que la punta de la espada toque la garganta de su joven esposa, la escena se aleja del público, para dejar paso al exterior de la casa bañada por la luz de la luna. El público permanece sentado durante lo que parece un silencio interminable. Por fin se oyen voces que se acercan. Son amigos de la pareja muerta que acuden a comunicarles la feliz noticia de que sus padres los han perdonado. Están borrachos y discuten acerca de quién les dará la noticia. Luego comienzan una serenata, y al no obtener respuesta golpean en la puerta.
«No les molestemos —dice uno de ellos—; estarán dormidos o demasiado ocupados.»
Así que se marchan y continúan su serenata, acompañada por un toc-toc, como si golpeasen en una caja de madera, que indica el final de la obra mientras el telón cae poco a poco.
Cuánto tiempo sobrevivirá Japón al virus de la civilización occidental es una cuestión discutible. La manera que tienen sus habitantes de apreciar esos sencillos momentos de la vida tan característicos de su cultura —una larga mirada a un rayo de luna, una peregrinación para ver los cerezos en flor, la tranquila meditación de la ceremonia del té—, todo esto parece destinado a desaparecer entre la bruma del sentido de empresa occidental.
Mis vacaciones llegaban a su fin, y aunque había disfrutado de muchos espectáculos en ellas, algunos habían sido deprimentes. Vi pudrirse alimentos y mercancías formando altos montones, mientras que la gente vagabundeaba hambrienta a su alrededor; vi millones de desempleados cuyos servicios se desaprovechaban.
Oí decir a un hombre durante una cena que nada podría salvar la situación a no ser que se encontrase más oro. Cuando discutí el problema de la automatización y afirmé que terminaría con la mano de obra, alguien replicó que el problema se resolvería por sí solo, porque el trabajo terminaría siendo tan barato que podría competir con la automatización. La crisis era sumamente dura.