7

En 1909 me fui a París. El señor Burnell, del Folies Bergère, había contratado a la compañía Karno para trabajar durante el limitado período de un mes. ¡Qué emocionado estaba ante la idea de ir a un país extranjero! La semana anterior a nuestra partida trabajamos en Woolwich, una triste y miserable semana en una ciudad triste, y yo anhelaba ese cambio. Debíamos salir el domingo, por la mañana temprano. Casi perdí el tren, corriendo a lo largo del andén para subir al último vagón de equipajes, en el que viajé durante todo el trayecto hasta Dover. En aquellos días yo tenía una habilidad extraordinaria para perder los trenes.

La lluvia caía a raudales en el canal de la Mancha, pero la primera visión de Francia a través de la niebla me produjo una impresión inolvidable. «No es Inglaterra —me recordaba a mí mismo sin cesar—. ¡Es el continente! ¡Es Francia!» Esa nación siempre había atraído mi imaginación. Mi padre era medio francés; en realidad, la familia Chaplin procedía de Francia. Mis antepasados desembarcaron en Inglaterra en la época de los hugonotes. El tío de mi padre decía con orgullo que un general francés fundó la rama inglesa de la familia Chaplin.

Era a finales de otoño y el viaje de Calais a París fue monótono. Sin embargo, a medida que nos acercábamos a París crecía mi excitación. Habíamos pasado por un paisaje frío y solitario. Luego, gradualmente, vimos cómo surgía del cielo oscuro un gran resplandor. «Eso —dijo un francés que iba en nuestro departamento— es el reflejo de París.»

París era exactamente como esperaba. El recorrido en coche desde la Gare du Nord hasta la rue Geoffroy-Marie me emocionó e impacientó; quería pararme en todos los rincones y paseos. Eran las siete de la tarde; las luces doradas de los cafés brillaban de un modo atractivo, y sus mesas al aire libre eran una muestra elocuente de la alegría de vivir. Excepto por la innovación de unos cuantos automóviles, aquel era todavía el París de Monet, Pissarro y Renoir. Era domingo y todo el mundo parecía entregado al placer. El aire rebosaba alegría y vitalidad. Ni siquiera mi cuarto de la rue Geoffroy-Marie, con su suelo de baldosas, al que llamaba mi Bastilla, podía amortiguar el entusiasmo que sentía, pues se vivía en las mesas al aire libre de las tabernas y cafés.

Teníamos libre la noche del domingo, así que podíamos ver el espectáculo del Folies Bergère, donde debutaríamos el lunes siguiente. En mi opinión, ningún teatro tuvo jamás tal encanto, con sus dorados y terciopelos, sus espejos y sus grandes arañas de luces. En los vestíbulos, cubiertos de gruesas alfombras, se paseaba la gente. Enjoyados príncipes indios, con turbantes color rosa, y oficiales franceses y turcos, con cascos rematados por un penacho de plumas, tomaban coñac en el bar. En el gran vestíbulo exterior sonaba la música, mientras las señoras se despojaban de los chales y los abrigos de piel, dejando al descubierto sus blancos hombros. Eran las cortesanas habituales, que se insinuaban discretamente paseando por los salones. En aquellos días eran bellas y corteses.

El Folies Bergère también tenía intérpretes profesionales que vagaban por el teatro con la palabra «Intérprete» en sus gorras. Me hice amigo del jefe, que hablaba con fluidez varios idiomas.

Después del trabajo yo solía llevar mi esmoquin teatral y mezclarme con los paseantes. Una grácil criatura con un cuello blanco y esbelto como el de un cisne me aceleró el corazón. Era una mujer alta, extraordinariamente bella, con una nariz respingona y largas pestañas oscuras; llevaba un vestido de terciopelo negro y guantes blancos hasta el codo. Cuando subía las escaleras del anfiteatro dejó caer un guante.

Lo recogí rápidamente.

Merci —dijo ella.

—Desearía que se le volviera a caer —dije con picardía.

Pardon?

Entonces me di cuenta de que ella no entendía el inglés y de que yo no hablaba francés. Así que me dirigí a mi amigo el intérprete.

—Hay una dama que me gusta con locura. Parece muy cara…

Él se encogió de hombros.

—No más de un luis.

—Bien —dije, aunque un luis en aquella época era mucho, a mi juicio, y lo era en realidad.

Hice que el intérprete me escribiera unas cuantas phrases d’amour en el reverso de una tarjeta postal: «Je vous adore», «Je vous ai aimée la première fois que je vous ai vue», etc., que yo intentaba utilizar en el momento propicio. Le pedí que arreglara los preliminares y él actuó de correo, yendo del uno al otro. Al cabo de un rato regresó.

—Todo está arreglado —me dijo—: un luis; pero usted tiene que pagar el taxi hasta su apartamento y el regreso.

Me detuve un momento.

—¿Dónde vive? —pregunté.

—No costará más de diez francos.

Diez francos resultaba exagerado y yo no había previsto aquel gasto extraordinario.

—¿No puede andar? —dije en broma.

—Oiga, esta muchacha es de primera categoría; tiene que pagarle el coche.

Así que accedí.

Una vez arreglado el asunto, pasé delante de ella en las escaleras del anfiteatro. Me sonrió y yo me volví a mirarla.

Ce soir!

Enchantée, monsieur!

Como estábamos en el descanso, prometí verla después de mi actuación.

—Búscame un coche de alquiler mientras voy a recoger a la muchacha —le dije a mi amigo—; así no perderás tiempo.

—¿Yo perder el tiempo?

Cuando pasábamos en coche por el boulevard des Italiens, se proyectaban las luces y las sombras sobre su rostro y su largo cuello; estaba encantadora. Miré a escondidas el francés escrito en la postal.

Je vous adore —dije.

Ella se rió, mostrando sus perfectos y blancos dientes.

—Usted habla francés muy bien.

Je vous ai aimeé la première fois que je vous ai vue —continué en tono emocionado.

Se volvió a reír y corrigió mi francés, diciéndome que debería usar el familiar tu. Se quedó un rato pensando y volvió a reírse. Miró su reloj, pero se le había parado. Me indicó que quería saber la hora, añadiendo que a las doce tenía una cita importante.

—No será esta noche —dije tímidamente.

Oui, ce soir.

—Pero usted está comprometida esta noche, toute la nuit!

De repente pareció asustada.

Oh, non, non! Pas toute la nuit!

La conversación se tornó sórdida.

Vingt francs pour le moment?

C’est ça! —replicó ella con énfasis.

—Lo siento —dije—. Será mejor que el taxi se detenga.

Después de pagar al taxista para que la volviera a llevar al Folies Bergère, me apeé muy triste y desilusionado.

Podíamos haber actuado en el Folies Bergère diez semanas, pues cosechamos un gran éxito; pero el señor Karno tenía otros contratos. Mi sueldo era de seis libras esterlinas a la semana, y me gasté hasta el último penique. Un primo de mi hermano, en cierto modo relacionado con el padre de Sydney, se presentó un día. Era rico y pertenecía a la llamada clase alta, y durante su estancia en París dedicó mucho tiempo a enseñarme la ciudad. Era aficionado a las tablas, y llegó hasta el punto de afeitarse el bigote para pasar por miembro de nuestra compañía a fin de que se le permitiera estar entre bastidores. Por desgracia, tuvo que regresar a Inglaterra, donde, según creo, sus augustos padres le leyeron la cartilla y lo enviaron a América del Sur.

Antes de ir a París había oído que la troupe de Hetty trabajaba en el Folies Bergère, de modo que estaba completamente decidido a verla de nuevo. La noche en que llegué fui al teatro y anduve indagando allí; pero me enteré por una de las muchachas del ballet, a quien vi entre bastidores, que la troupe se había marchado la semana anterior a Moscú. Mientras hablaba con la muchacha, una voz ronca exclamó desde lo alto de la escalera:

—¡Ven aquí enseguida! ¡Cómo te atreves a hablar con desconocidos!

Era la madre de la muchacha. Intenté decirle que solo quería obtener información sobre una amiga mía, pero la madre no me hizo caso. «No se te ocurra hablar con ese hombre; sube enseguida.»

Me molestó su grosería. Sin embargo, más adelante fuimos buenos amigos. Vivía con sus dos hijas en el mismo hotel que yo; las dos chicas pertenecían al ballet del Folies Bergère. La más joven, de trece años, era la première danseuse, muy bonita e inteligente; pero la mayor, de quince, no tenía talento ni belleza. La madre era francesa, una mujer frescachona, de unos cuarenta años, casada con un escocés que vivía en Inglaterra. Después de nuestro debut en el Folies Bergère vino y se disculpó por haber sido tan brusca. Aquel fue el comienzo de una relación muy amistosa. Me invitaban a menudo a tomar el té en sus habitaciones, que ellas preparaban en el dormitorio.

Cuando lo recuerdo me doy cuenta de que era increíblemente ingenuo. Una tarde en que las niñas habían salido y la madre y yo estábamos solos, ella adoptó una actitud extraña y empezó a temblar al servir el té. Le había hablado de mis sueños y esperanzas, de mis amores y desengaños, y ella se conmovió. Al levantarme para dejar la taza de té en la mesa se acercó a mí.

—Eres encantador —me dijo, cogiéndome la cara entre las manos y mirándome fijamente a los ojos—. Un muchacho tan agradable como tú no debería tener penas. —Su mirada se alteró, extraña, casi hipnótica, y su voz tembló—. ¿Sabes? Te quiero como a un hijo —dijo, cogiéndome todavía la cara entre las manos; después acercó su rostro al mío y me besó.

—Gracias —dije sinceramente, y le devolví el beso con toda inocencia. Siguió traspasándome con su mirada; sus labios temblaban y sus ojos refulgían; después, dominándose de repente, se dispuso a servirme otra taza de té. Su actitud había cambiado, y en las comisuras de su boca se dibujaba cierta ironía.

—Eres muy seductor —dijo—. Me gustas mucho.

Me hizo confidencias sobre sus hijas.

—La pequeña es una niña muy buena —dijo—, pero tengo que vigilar a la mayor; se está convirtiendo en un problema.

Después de la función me invitaba a cenar en su amplio dormitorio, en el que dormían ella y su hija menor, y antes de regresar a mi habitación daba las buenas noches a la madre y a la hija y las besaba; después tenía que atravesar una habitación más pequeña, donde dormía la hija mayor. Una noche, al cruzar esta habitación, ella me hizo una seña con la mano.

—Deja la puerta abierta e iré a tu cuarto, cuando la familia esté dormida —me susurró con cautela.

Aunque no lo crean, la arrojé sobre su cama, indignado, y salí de la habitación. Al terminar su contrato en el Folies Bergère oí que la mayor, que tenía solo quince años, se había fugado con un domador de perros, un alemán gordinflón de sesenta años.

Pero yo no era tan inocente como parecía. Los miembros de la troupe íbamos por la noche de juerga a los burdeles y hacíamos todas las barbaridades a que suelen entregarse los jóvenes. Una noche, después de tomar varias copas de absenta, me peleé con un ex campeón de peso ligero, llamado Ernie Stone. La riña se inició en un restaurante, y después de que la policía y los camareros nos separaran, aquel individuo me dijo: «Nos veremos en el hotel», donde ambos nos alojábamos. Su habitación estaba encima de la mía, y a las cuatro de la mañana entré corriendo en el hotel y llamé a su puerta.

—Pasa —dijo él deprisa— y quítate los zapatos para no hacer ruido.

Nos desnudamos tranquilamente hasta la cintura y luego nos enfrentamos. Nos zurramos y esquivamos durante un rato, que me pareció interminable. Varias veces me acertó en la barbilla, pero sin resultado.

—Creí que peleabas mejor —le dije con desprecio.

Me largó un directo, falló y se dio de cabeza contra la pared, quedando casi fuera de combate. Traté de acabar con él, si bien mis golpes eran muy débiles. Podía pegarle con impunidad, pero mis puños carecían de fuerza. De repente recibí un golpe que me dio de lleno en la boca y me crujió la mandíbula superior. Aquello me calmó.

—Basta —dije—; no quiero perder los dientes.

Se acercó a mí y me abrazó; luego se miró en el espejo. Yo le había rajado la cara. Tenía las manos hinchadas como guantes de boxeo y había sangre en el techo, en las cortinas y en las paredes. No sé cómo llegó a salpicar hasta allí.

Durante la noche un hilillo de sangre me corrió por el cuello desde la boca. La pequeña première danseuse, que solía traerme una taza de té por la mañana, empezó a gritar, pensando que me había suicidado. Desde entonces no me he peleado con nadie.

Una noche se acercó a mí el intérprete diciendo que un célebre músico deseaba verme. ¿Querría ir a su palco? La invitación era bastante interesante, porque estaba con él una dama exótica, bellísima, perteneciente al Ballet Ruso. El intérprete me presentó. El caballero dijo que había disfrutado mucho con mi trabajo y se quedó sorprendido de lo joven que era. Me incliné cortésmente al oír esos cumplidos, lanzando con disimulo una mirada a su amiga.

—Eres un músico y un bailarín nato —dijo él.

Me pareció que no había más réplica posible a este elogio que sonreír con amabilidad, así que miré al intérprete y me incliné con finura. El músico se levantó, me tendió la mano y yo también me puse en pie.

—Sí —dijo, estrechándome la mano—, eres un verdadero artista.

Una vez fuera del palco, pregunté al intérprete:

—¿Quién es la mujer que estaba con él?

—Es una bailarina rusa de ballet, la señorita… —Era un nombre largo y muy difícil.

—¿Y cómo se llama el caballero? —pregunté.

—Debussy —me contestó—, el célebre compositor.

—Nunca he oído hablar de él —dije.

Aquel fue el año del famoso escándalo y del proceso de la señora Steinheil, juzgada y declarada inocente del asesinato de su marido; el año de la sensacional danza del «pom-pom», que mostraba a las parejas rotando juntas en una exhibición libidinosa; el año en que se aprobaron las increíbles leyes tributarias que obligaban a pagar seis peniques por cada libra esterlina de ingresos personales; el año en que Debussy presentó Preludio a la siesta de un fauno en Inglaterra, obra que fue abucheada mientras el público abandonaba la sala.

Regresé con tristeza a Inglaterra y comencé una gira por provincias. ¡Qué contraste con París! Aquellas lúgubres tardes del domingo en las ciudades del norte; todo estaba cerrado y el doloroso tañer de las severas campanas, que acompañaban a los jóvenes juerguistas y a las sonrientes muchachas, que se exhibían por las oscuras calles y por los callejones. Era su única diversión vespertina y dominical.

Pasaron seis meses en Inglaterra y ya estaba acostumbrado a mi habitual rutina cuando llegaron noticias de la oficina de Londres que animaron un poco mi vida. El señor Karno me comunicaba que yo ocuparía el puesto de Harry Weldon en la segunda temporada de The Football Match. De pronto sentí que mi estrella ascendía. Aquella era mi oportunidad. Aunque había cosechado un notable éxito con Mumming Birds y con otros sketches de nuestro repertorio, apenas tenían importancia comparados con el hecho de interpretar el papel principal en The Football Match. Además, debutaríamos en el Oxford, el music-hall más importante de Londres. Seríamos la principal atracción, y yo vería por primera vez mi nombre en letras grandes en la cabecera del cartel. Suponía un notable ascenso. Si tenía éxito en el Oxford lograría una fama que me permitiría exigir un sueldo mayor y con el tiempo acabar representando mis propios sketches. En realidad, aquello haría factible toda clase de planes maravillosos. Como prácticamente figuraban contratados los mismos para The Football Match, tan solo necesitábamos una semana de ensayo. Había reflexionado mucho acerca de la forma en que debía representar mi papel. Harry Weldon tenía acento de Lancashire. Yo decidí hacer el papel como un londinense de los barrios bajos.

Pero en el primer ensayo sufrí un ataque de laringitis. Hice todo lo posible por salvar la voz; hablaba susurrando, hice inhalaciones y utilicé un espray para la garganta, hasta que la angustia me quitó toda la gracia y comicidad que pensaba poner en el papel.

La noche del debut todas las venas de mi garganta, todas mis cuerdas vocales se tensaron al máximo en mi afán por triunfar. Pero no conseguí que me oyesen. Karno se acercó a mí luego con una expresión entre el desencanto y el desdén. «No te ha podido oír nadie», me dijo en tono de reproche. Le aseguré que tendría la voz mejor para la noche siguiente, pero no fue así. En realidad, estaba peor, pues la había forzado de tal modo que estuve a punto de perderla por completo. En efecto, la noche siguiente actuó mi sustituto. Como consecuencia de ello, el contrato terminó al finalizar la primera semana. Todas las esperanzas y los sueños de aquel contrato en el Oxford se habían hundido, y el desencanto me postró en cama con gripe.

No veía a Hetty desde hacía más de un año. Invadido por la melancolía y muy débil después de aquella gripe, me acordé de ella otra vez, y una noche, ya tarde, me encaminé hacia su casa de Camberwell. Pero la vivienda estaba vacía, con un letrero que decía: «Se alquila».

Continué deambulando por las calles sin un objetivo concreto. De repente surgió en la noche una figura que, cruzando la calzada, se dirigió hacia mí:

—¡Charlie! ¿Qué haces por aquí?

Era Hetty; llevaba un abrigo y un sombrerito negros de piel de foca.

—He venido a encontrarme contigo —le dije en broma.

Sonrió.

—Estás muy delgado.

Le dije que acababa de recuperarme de una gripe. Tenía diecisiete años, estaba muy guapa y vestía con elegancia.

—Y tú, ¿qué haces por aquí? —le pregunté.

—He venido a visitar a una amiga y ahora voy a casa de mi hermano. ¿Quieres venir? —dijo.

Por el camino me contó que su hermana se había casado con un millonario estadounidense, Frank J. Gould; que vivían en Niza, y que ella se iba de Londres a la mañana siguiente para reunirse con ellos.

Aquella tarde vi cómo bailaba coquetamente con su hermano. Se portaba con él de una manera ligera y seductora, y a pesar de mí mismo, no pude evitar la sensación de que mi pasión por ella había disminuido un poco. ¿Se había convertido en una de tantas? Este pensamiento me entristeció, y noté que ahora la miraba de manera objetiva.

Su cuerpo se había desarrollado; me fijé en el contorno de sus senos y pensé que eran pequeños y no muy atractivos. «¿Te casarías con ella si pudieras permitírtelo?» No, no quería casarme con nadie.

Mientras la acompañaba a su casa aquella noche fría y brillante, debí mostrarme tristemente objetivo al hablar de la posibilidad de que su vida fuera maravillosa y muy feliz. «Lo dices de una manera que casi me haces llorar», murmuró.

Llegué a casa con una sensación de triunfo, porque la había conmovido con mi tristeza, logrando que apreciara mi personalidad.

Karno me colocó de nuevo en Mumming Birds, e, ironías del destino, no había transcurrido un mes cuando recobré por completo la voz. A pesar de haber sido muy grande el desencanto que sufrí con The Football Match, procuré no pensar más en ello. Pero me perseguía la idea de que quizá no era lo bastante bueno para ocupar el puesto de Weldon. Y tras esa idea se alzaba el fantasma de mi fracaso en el Forester. Como todavía no había recuperado por completo la confianza en mí, cada nueva obra en que desempeñaba el papel principal era un castigo divino. Y llegó el día alarmante y decisivo en que tenía que notificar al señor Karno que mi contrato había expirado y deseaba un aumento de sueldo.

Karno podía ser cínico y cruel con quien no le gustaba. Como no era mi caso, desconocía aquel aspecto de su carácter; si bien podía llegar a ser demoledor de una manera grosera. Durante la representación de una de sus comedias, si no le gustaba un cómico, se colocaba entre bastidores, se cogía la nariz y emitía un sonido estridente. Pero eso lo repitió demasiadas veces y uno de los participantes abandonó el escenario y se abalanzó sobre él. Aquella fue la última vez que recurrió a una burla tan vulgar. Y ahora yo lo tenía delante, hablando de un nuevo contrato.

—Bien —dijo, sonriendo con cinismo—; de manera que quieres aumento de sueldo cuando las giras teatrales se tienen que reducir. —Se encogió de hombros—. Desde el fracaso del Oxford Music Hall solo hemos tenido quejas. Dicen que la compañía no se halla a la debida altura, que es una compañía ratonera.[3]

—Bueno, no creo que se me pueda culpar de ello —dije.

—Pues te culpan —contestó, mirándome fijamente.

—¿De qué se quejan? —le pregunté.

Carraspeó y miró al suelo.

—Dicen que no eres competente.

Esa respuesta me hirió en lo más vivo, pero también me enfureció.

—Bueno —contesté con calma—; hay otros que no piensan así y están dispuestos a pagarme más de lo que me dan aquí.

No era cierto, pues no tenía ninguna otra oferta.

—Dicen que el espectáculo es horrible y que los cómicos no son buenos —dijo, cogiendo el teléfono—. Voy a llamar a Bermondsey, el del Star, y tú mismo podrás oírlo… Creo que la semana pasada hizo usted un mal negocio —dijo al teléfono.

—¡Ruinoso! —chilló una voz.

Karno rió con malicia.

—¿Qué opina de la obra?

—Una mamarrachada…

—¿Y qué me dice de Chaplin, el actor principal? ¿No estuvo bien?

—Apesta —dijo la voz.

Karno me ofreció el auricular y volvió a sonreír burlonamente.

—Anda, escucha tú mismo.

Cogí el auricular.

—Quizá apeste, ¡pero ni la mitad que su asqueroso teatro! —dije.

El intento de Karno por acobardarme no tuvo éxito. Le dije que si él opinaba lo mismo, no había necesidad de renovar mi contrato. Karno era en muchos aspectos un hombre astuto, pero no un psicólogo. Aunque yo «apestara», no era muy hábil por su parte mantener a un hombre al otro lado de la línea telefónica para que me lo dijera. Entonces cobraba cinco libras esterlinas, y aunque con escasa esperanza, pedí seis. Para mi gran sorpresa Karno accedió y me congracié de nuevo con él.

Alf Reeves, gerente de la compañía estadounidense de Karno, regresó a Inglaterra, y se rumoreó que buscaba un primer actor para llevárselo a Estados Unidos.

Desde mi gran fracaso en el Oxford Music Hall, me obsesionaba la idea de ir a Estados Unidos, no solo por la emoción de la aventura, sino porque aquello significaría una nueva esperanza, un nuevo comienzo en un nuevo mundo. Por fortuna, Patinaje, uno de nuestros nuevos scketches, en que era yo el primer actor, se representaba con gran éxito en Birmingham, y cuando el señor Reeves se unió allí a nuestra compañía desplegué todo el encanto que pude, de tal modo que Reeves telegrafió a Karno diciéndole que había encontrado su actor para Estados Unidos. Pero Karno tenía otros proyectos para mí. Esa maldita decisión me tuvo en vilo durante varias semanas, hasta que él se interesó por una obra titulada The Wow-wows. Era una parodia burlesca de la iniciación de un miembro en una sociedad secreta. Reeves y yo consideramos la obra estúpida, fatua y sin mérito. Pero Karno estaba obsesionado con su idea e insistió en que Estados Unidos estaba lleno de sociedades secretas y que una parodia de ellas sería un gran éxito allí. Así que, para mi feliz alivio y emoción, Karno me eligió para representar el papel principal de The Wow-wows en Estados Unidos.

Esa oportunidad de viajar a Estados Unidos era lo que yo necesitaba. En Inglaterra había llegado al límite de mis oportunidades, que eran además muy limitadas. Con una formación tan pobre, si fracasaba como cómico de music-hall no hubiera quedado más remedio que trabajar como criado. En Estados Unidos las perspectivas eran más esperanzadoras.

La noche antes de zarpar anduve por el West End londinense, parándome en Leicester Square, en Coventry Street, en el Mall y en Piccadilly, con la afanosa sensación de que aquella sería la última vez que vería Londres, pues había decidido establecerme de modo permanente en Estados Unidos. Caminé hasta las dos de la mañana, sumiéndome en la poesía de las calles desiertas y en mi propia tristeza.

Detestaba tener que decir adiós. Sea lo que sea lo que uno siente por ellos, acudir a despedirse de parientes y amigos solo sirve para agravarlo. Me levanté a las seis de la mañana. Por ello no me molesté en despertar a Sydney, sino que le dejé una nota sobre la mesa, que decía: «Me voy a Estados Unidos. Te escribiré. Abrazos. Charlie».