DOS
La adhocracia funcionaba bien, la mayor parte del tiempo. Los padres de Lil se habían apoderado del corredor de Liberty Square junto a un grupo de almas interesadas y compatibles. Hicieron un buen trabajo, recolectando montones de Whuffie, y cualquiera que se acercase e intentase retomar el control, sería tan denigrado por los visitantes que no podría ni encontrar un pote donde orinar. O tendrían una aproximación tan radical e infame que desahuciarían a los padres y los amigos de Lil, haciendo un trabajo mejor.
Sin embargo, esto puede estropearse. Había pretendientes al trono —un grupo que trabajó con la adhocracia original, y después se movieron hacia otros objetivos— algunos de ellos volvieron a la facultad, otros realizaron películas, escribieron libros, o se fueron a Disneyland Beijing para ayudar a que las cosas se pusieran en marcha. Y unos pocos estuvieron cabeceando durante un par de décadas.
Habían vuelto a Liberty Square con un mensaje: modernizar las atracciones. Los adhócratas de Liberty Square eran los más recalcitrantes conservadores del Reino Mágico, preservando tecnología agonizante en contra de un Parque que cambiaba prácticamente a diario. Los recién llegados de los viejos tiempos estaban del lado del resto del Parque, tenían su apoyo, y parecía que podrían tener éxito en su empeño.
Así que recaía sobre Lil el asegurar que no había defectos en los sistemas de las pocas atracciones de Liberty Square: la Sala de los Presidentes, el embarcadero de Liberty Belle, y la gloriosa Mansión Encantada, indiscutiblemente la atracción más maravillosa que surgió de las calenturientas mentes de los antiguos Imaginieros de Disney.
La encontré en los bastidores de la Sala de los Presidentes, trasteando en Lincoln II, el animatronic de reserva. Lil intentaba mantener dos de cada personaje funcionando a la perfección, por si acaso. Podía intercambiar un bot muerto por el de reserva en sólo cinco minutos, lo cuál era todo lo que control de masas podía permitir.
Habían pasado dos semanas desde la llegada de Dan y aunque apenas lo había visto en ese tiempo, su presencia, sin embargo, era vívida en nuestras vidas. Nuestra pequeña cabaña, tenía un nuevo aroma, nada desagradable, de rejuvenecimiento, esperanza, nostalgia, algo apenas apreciable por encima de las flores tropicales que dormitaban frente a nuestro porche. Mi teléfono sonaba tres o cuatro veces al día, Dan se inscribía en las rondas por el Parque, buscando algún modo de acumular capital personal. Su apasionamiento y dedicación para el trabajo era inspiradora, arrastrándome hasta su forma de ser al-ataque-sin-miedo-a-los-torpedos.
—Dan acaba de irse —dijo. Tenía su cabeza en el pecho de Lincoln, trabajando con un amplificador óptico y el autosoldador. Verla allí, flexionada, con el pelo rojo anudado en un pulcro moño, el sudor brillando en sus brazos pecosos y fibrados, oliendo a sudor de chica y lubricante industrial, me hizo desear que hubiera una colchoneta en los bastidores. Me conformé con darle unas cariñosas palmaditas en el trasero, que ella acogió favorablemente—. Tiene mucho mejor aspecto.
Su rejuvenecimiento lo había llevado de vuelta a aparentar los 25 años con los que le recordaba. Estaba delgado y robustecido, pero aún tenía el aura de derrota que me había sorprendido tanto cuando lo vi en el Club de los Aventureros.
—¿Qué quería?
—Se está viendo con Debra, quería asegurarse de que yo sabía lo que trama.
Debra era una de los de la vieja guardia, una antigua camarada de los padres de Lil. Había pasado una década en Disneyland Beijing, codificando atracciones de simulación. Si ella conseguía lo que deseaba, tendríamos que destruir cada maravilloso montaje de Rube Goldberg1 en el Parque y reemplazarlo con prístinas cajas blancas de simulación en gigantescos servomecanismos articulados.
El problema es que ella era realmente buena codificando simuladores. Su Paseo por las Grandes Películas rehabilitado para la MGM era sobrecogedor —la secuencia de la Guerra de las Galaxias ya había inspirado casi un centenar de páginas de fans, que acumulaban millones de visitas
Había cimentado su éxito en los tratos con los adhócratas de Adventureland, para rehabilitar Piratas del Caribe, y sus almacenes fueron llenados hasta los topes con sus aparejos: cofres del tesoro, sables y baupreses. Era aterrador caminar por allí; los Piratas era la última atracción que supervisó personalmente Walt, y pensábamos que era sacrosanta. Pero Debra había construido una simulación de Piratas en Beijing, basada en Chend I Sao, la reina pirata china del siglo XIX, que había rescatado al Parque de la oscuridad y la ruina. La repetición de Florida incorporaba los mejores aspectos de su primo chino: simulaciones de IAs que se comunicaban unas con otras, y con los invitados, saludándolos por su nombre cada vez que montaban y relatando historias de piratas de alta mar para todas las edades; el espectacular vuelo a través de la necrópolis acuática de juncos chinos podridos en la superficie del mar; las emocionantes acrobacias de la simulación, como si estuvieras en una violenta, sobrecogedora, tormenta al aire libre— pero todo ello occidentalizado: olor a salsa de pimienta jamaicana crepitando a través del aire, fluido acento afro-caribeño, y luchas a espada, a la manera de los piratas de aguas azules del Nuevo Mundo. Simuladores idénticos se apilarían como leños en el espacio ahora ocupado por los abultados mecanismos de las atracciones y dioramas, quintuplicando la capacidad y reduciendo a la mitad el tiempo de carga.
—Así que, ¿qué está tramando?
Lil salió del las vísceras mecánicas del Constructor de Raíles2, e hizo una cómica mueca de preocupación.
—Está rehabilitando los Piratas, y haciendo un trabajo increíble. Van muy adelantados al tiempo previsto, han conseguido una buena promoción en la red, los grupos de enfoque están perfeccionándose con rapidez. —La comicidad se ausentó de su expresión, dejando al descubierto la verdadera preocupación.
Se alejó y cerró el Honesto Abe, luego le disparó con un dedo. Lentamente, empezó a aumentar la velocidad de su discurso, silencioso si no fuera por el suave zumbido y gimoteo de sus servos. Lil hizo el gesto de girar una manivela y la banda sonora apareció en voz baja:
—Todos los ejércitos de Europa, Asia y África combinados no podrían, por la fuerza, trazar un sendero en la Cordillera Azul ni tomar un trago del río Ohio. Si la destrucción es nuestro sino, entonces nosotros mismos la habremos engendrado, y esto vale lo mismo... —ella imitó el gesto de bajar el volumen y el silencio se hizo de nuevo.
—Usted lo ha dicho, señor Presidente —dijo, y volvió a dispararle, apagándolo. Se agachó y le ajustó su sobretodo de época cosido a mano, entonces cuidadosamente le dio cuerda y le colocó su reloj de cadena en el bolsillo del chaleco.
La rodeé con los brazos.
—Estás haciendo todo lo que puedes, y es un gran trabajo —dije. Había caído en el modo de hablar facilón de los miembros de personal, articulando insulsas afirmaciones. Oyendo mis palabras sentí cómo me ruborizaba por la vergüenza. La atraje y la abracé largamente y con fuerza para intentar restablecer su confianza. Sin tener las palabras adecuadas que decir, le di un apretón final y la solté.
Me miró de reojo y asintió.
—Estoy bien, en serio —dijo— quiero decir, el peor escenario posible es que Debra haga su trabajo muy, muy bien, y haga que las cosas sean incluso mejores que ahora. Eso no es tan malo.
Era un giro de 180 grados respecto a sus argumentos desde la última vez que hablamos, pero no vives más de un siglo sin aprender cuando hacer notar ese tipo de cosas y cuándo no.
Mi cóclea anunció las doce del mediodía y la pantalla HUD apareció con el recordatorio de mi backup semanal. Lil estaba sacando a Ben Franklin II fuera de su nicho. Me despedí de ella con un gesto a su espalda y caminé en busca de una terminal de enlace. Una vez estuve lo bastante cerca de una frecuencia de banda ancha de comunicaciones segura, estuve listo para el backup. Mi cóclea tañó de nuevo, y respondí.
—¿Sí? —subvocalicé impaciente. Odiaba que me distrajesen del backup; uno de mis miedos más repetitivos consistía en que olvidaba completamente el backup, y me volvía vulnerable durante toda una semana, hasta el siguiente recordatorio. Había perdido la habilidad de mis hábitos de adolescencia, dejándolo por completo en manos de recordatorios automáticos por encima de la elección consciente.
—Soy Dan —escuché el ruido del Parque a todo ritmo de fondo: risas de niños, las brillantes arengas grabadas de los animatronics, las pisadas de miles de pies— ¿te puedes ver conmigo en la Habitación Tiki? Es muy importante.
—¿Puedes esperar quince minutos? —pregunté.
—Claro, nos vemos en quince.
Colgué e inicié el backup. Una barra de estatus cruzó a través de la pantalla HUD, descargando las partes de mi memoria que eran puramente digitales; cuando finalizó, empezó con la memoria orgánica. Los ojos se quedaron en blanco, y mi vida pasó ante mis ojos.