CINCO

Habían pasado 36 horas cuando finalmente regresé al Parque, y Lil no había vuelto a casa. Si ella había intentado llamarme, seguramente había ido a mi buzón de voz: no tenía manera de contestar mi teléfono. Aunque sospechaba que no había intentado contactar conmigo en absoluto.

Había pasado el tiempo comiéndome la cabeza, bebiendo y planeando una terrible, irracional venganza contra Debra por asesinarme, destruir mi relación, arrebatarme mi amada (ahora lo sabía, de cualquier manera), la Sala de los Presidentes y amenazar la Mansión. Incluso en mi confuso estado, sabía que eso era bastante improductivo, así que me prometí decir basta, tomar una ducha y algunas pastillas contra la resaca, y dirigirme a trabajar a la Mansión.

Estaba buscando la energía para hacer todo eso justo cuando entró Dan.

—Jesús— dijo, conmocionado. Supongo que debía tener una pinta desastrosa, echado en el sofá, en ropa interior, abotargado, apestoso y con los ojos irritados.

—Hey, Dan. ¿Qué tal va todo?

Me lanzó una de sus patentadas miradas de disgusto, y sentí el mismo extraño cambio de roles que habíamos experimentado en la Universidad de Toronto, cuando él llego a ser el nativo y yo me convertí en el intruso. Él era ahora el que tenía la mirada reprobatoria, y yo el patético egoísta que ha quemado toda su reputación. Sin costumbre, chequeé mi Whuffie, y un momento después me detuve, sobresaltado por su baja puntuación, pero en lugar de eso me conmocionó el hecho de que podía chequearlo todo. ¡Volvía a estar conectado!

—¿Qué sabes acerca de esto? —pregunté, mirando mi menguado Whuffie.

—¿Qué?

Llamé a su cóclea.

—Mis sistemas vuelven a estar conectados —subvocalicé.

—¿Estabas desconectado? —se sorprendió.

Salté del sofá e hice un pequeño y festivo baile en ropa interior.

Estaba, pero no lo estoy ahora —. Hacía días que no me sentía tan bien, listo para golpear al mundo, o al menos, a Debra—. Deja que me de una ducha, entonces iremos a los laboratorios de Imaginiería. He tenido una idea colosal.

La idea, como expliqué en la lancha, era una rehabilitación urgente de la Mansión. Sabotear la Sala había sido una idea estúpida y vil, y había merecido lo que me había pasado. El meollo de la Sociedad Bitchun consistía en ser más respetable que el adhócrata vecino, tener éxito con méritos, no con triquiñuelas, a pesar de los asesinatos y demás.

Así que sería la rehabilitación.

—En los viejos tiempos, en la Mansión de Disneyland, en California —expliqué— Walt tenía a un tipo vestido con una armadura justo al pasar la primera curva de los Carruajes Malditos, saltaba y les daba un susto de muerte conforme llegaban los visitantes. No duró mucho, por supuesto. El pobre bastardo recibía puñetazos de los asustados visitantes, y por otro lado, la armadura no era demasiado confortable para turnos prolongados.

Dan se rió elogiosamente. La Sociedad Bitchun había eliminado casi todos los tipos de tareas aburridas y repetitivas, y las que quedaban: servir en bares, limpiar los inodoros, proporcionaban Whuffie en abundancia y una vida de solaz en tu tiempo libre.

—Pero el tipo de la armadura, podía improvisar. Puedes conseguir un espectáculo ligeramente diferente cada vez. Es como el personal que da un discurso en la Expedición a la Jungla. Cada uno de ellos tiene su propio patrón, sus propias bromas, y aún cuando los animatronics no son tan cálidos, hacen que valga la pena ver el espectáculo.

—¿Vas a llenar la Mansión de gente con armaduras? —preguntó Dan negando con la cabeza.

Descarté sus objeciones con un gesto, causando que el bote diese un viraje brusco, asustando a un grupo de visitantes que daban un paseo en bicis alquiladas por los alrededores.

—No —dije, agitando una mano como disculpa para los asustados visitantes—. De ningún modo. Pero, ¿y si todos los animatronics tuvieran operadores humanos, teleoperadores, trabajando con control remoto? Podríamos dejarlos interactuar con los visitantes, hablar con ellos, asustarlos... Nos desprenderíamos de los animatronics existentes, reemplazándolos con robots de alta movilidad, y entonces hacer un casting de operadores en la Red. ¡Piensa en el Whuffie! Podrías poner, digamos, mil operadores online simultáneamente, diez turnos por día, cada uno de los cuales poniéndose al día en nuestra Mansión... Podríamos dar premios para las representaciones más sobresalientes, los turnos estarían basados en el voto popular. De hecho estaríamos añadiendo otros diez mil visitantes a la producción total de la Mansión cada día, sólo que esos invitados serían miembros honorarios.

—Es una idea bastante buena —dijo Dan—. Muy Bitchun. Debra puede tener IAs y flash-bake, pero tú tienes interacción humana, cortesía de los mayores fans de la Mansión del mundo.

—Y todos esos serán los fans que Debra tendrá que convencer para intentar conquistar la Mansión. Muy elegante, ¿eh?

Lo primero de todo era llamar a Lil, arreglar las cosas con ella, y contarle la idea. El único problema era que mi cóclea estaba de nuevo desconectada. Mi humor empezó a agriarse, así que le pedí a Dan que la llamara.

La encontramos en el Imaginiarium, un abultado complejo de edificios prefabricados de aluminio, pintados de verde chillón, atestado de inventores locos desde que la Sociedad Bitchun heredase Walt Disney World. Los adhócratas que habían construido el departamento de Imaginiería en Florida y ahora hacían funcionar el objeto con menos política en el Parque eran tipos con las clásicas batas de laboratorio y portafolios, que podían trabajar para cualquiera siempre que las ideas fueran fascinantes. No importaba que el Whuffie indicase que lo acumulaban a manos llenas.

Lil estaba trabajando con Suneep, alias el Milagro del Merchandising. Podía diseñar un prototipo y producir un souvenir más rápido que nadie: camisas, figuras, bolígrafos, juguetes, vajillas... era el rey. Estaban trabajando con las pantallas HUD conectadas, enfrente el uno del otro en una mesa alargada, en medio de un laboratorio tan grande como una cancha de baloncesto, decorado con logotipos y baratijas; parloteaban mientras sus ojos danzaban sobre pantallas invisibles.

De manera automática Dan accedió al espacio de trabajo conforme entramos en el laboratorio, dejándome fuera de la broma. Dan estaba claramente deleitado por lo que veía.

Le di un codazo.

—Hazme una copia —susurré.

En lugar de compadecerse de mí, tecleó en el aire unos cuantos comandos y las páginas empezaron a salir de una impresora en la esquina del laboratorio. Cualquier otro habría hecho una montaña acerca del estar aislado, pero él simplemente me llevó al debate.

Por si necesitaba probar que Lil y yo estábamos hechos el uno para el otro, los diseños que ella y Suneep habían realizado eran más que suficientes. Ella había pensando de la misma manera que yo: souvenirs que enfatizaban la escala humana de la Mansión. Había animatronics en miniatura de los Fantasmas Autoestopistas en una caja de luz negra, sus esqueletos robóticos visibles a través de las capas de ropa de plástico; figuras de acción que se comunicaban por infrarrojos, de modo que poniendo a una cerca de otra podían desbloquear su comportamiento inspirado en la mansión: los cuervos graznaban, la cabeza de Madame Leota se inclinaba, los bustos cantantes cantaban. Ella estaba desarrollando algunos atuendos ceremoniosos basados en los disfraces de los miembros del reparto, diseñados a la moda de este año.

Era buena mercancía, es lo que intento decir. En mi mente veía el relanzamiento de la Mansión en seis meses, llena de avatares robóticos, de entusiastas de la Mansión de todo el mundo; el carro de regalos de Madame Leota lleno de brillantes guirnaldas, músicos humanos paseando e improvisando con los visitantes en el área de espera...

Lil levantó la vista de su estado mediatizado y me miró ferozmente mientras me centraba en las copias, asintiendo entusiastamente.

—¿Es lo suficientemente apasionado para ti? —restalló.

Sentí el rubor avanzar lentamente en mi cara y en mis orejas. Me acercaba a algún lugar entre la ira y la vergüenza, y me recordé a mi mismo que era una siglo mayor que ella, y era mi responsabilidad ser maduro. Además, yo había empezado la pelea.

—Esto es jodidamente fantástico, Lil —dije. Su mirada no se suavizó—. Realmente, una selección estupenda. He tenido una gran idea— me lancé a contársela, los avatares, los robots, la rehabilitación. Dejó de mirarme enfurecidamente, empezó a tomar notas, sonriente, mostrándome sus hoyuelos, las pequeñas arrugas en torno a sus ojos.

—Esto no es fácil —dijo ella al fin. Suneep, quien había estado simulando educadamente no escuchar, asintió involuntariamente. Dan también.

—Lo sé —dije. El rubor se hizo más intenso. Pero esa es la cuestión; para Debra tampoco es fácil. Es arriesgado y peligroso. Eso la hace a ella y a sus adhócratas mejores, más astutos—. Más astutos que nosotros, eso seguro —. Pueden tomar decisiones como ésta rápidamente, y ejecutarla igual de rápido. Tenemos que ser capaces de hacer lo mismo.

¿Estaba diciendo que teníamos que ser como Debra? Las palabras murieron en mi boca, pero sabía que estaba en lo cierto: teníamos que batir a Debra con su propio juego, evolucionar como sus adhócratas.

—Entiendo lo que dices —dijo Lil. Se notaba que estaba contrariada, volvía a ser un portavoz de los miembros de personal—. Es una muy buena idea. Creo que tendríamos una buena oportunidad de lograrlo si interesásemos al grupo y lo pusiéramos a ello, después de hacer la investigación, crear el programa, cotejar el cronograma de operaciones y solicitar privadamente las reacciones de algunos de ellos.

Me sentía como si nadase en melaza. Con la tasa de movimiento de los adhócratas de Liberty Square, estaríamos esperando los requisitos de la revisión mientras la gente de Debra destruía la Mansión a nuestro alrededor. De modo que intenté una táctica diferente.

—Suneep, tu has estado envuelto en algunas rehabilitaciones, ¿no?

Suneep asintió lentamente con expresión cautelosa; un animal no político absorbido hacia una discusión política.

—De acuerdo, así que dime: si te llegásemos con este plan y te requiriésemos para trabajar en un calendario de producción: uno que no tuviese que tener ninguna revisión, sólo coger la idea y ponerla en marcha, y entonces triunfar, ¿cuánto tiempo te llevaría ejecutarlo?

Lil sonrió prudentemente. Ya había tenido tratos previos con los Imaginieros.

—Unos cinco años —respondió Suneep casi instantáneamente.

—¿Cinco años? —grazné— ¿por qué cinco años? ¡La gente de Debra reacondicionó la Sala en un mes!

—Espera —dijo— ¿sin revisarlo para nada?

—Sin revisión. Sólo pensar en la mejor manera en que pudieras hacer ésto, y hacerlo. Podemos proveerte de mano de obra experta e ilimitada, tres turnos, veinticuatro horas al día.

Puso los ojos en blanco y empezó a contar días con los dedos mientras murmuraba en voz baja. Era un hombre alto y delgado, con una melena de oscuro pelo rizado que alisaba inconscientemente con dedos sorprendentemente regordetes mientras pensaba.

—Sobre ocho semanas —respondió—. Sin contar los accidentes, asumiendo piezas inmediatas, mano de obra ilimitada, administración capaz, disponibilidad de materiales... —arrastró la voz de nuevo, y sus cortos dedos se movieron conforme jalaba su pantalla y empezaba a preparar una lista.

—Espera —dijo Lil alarmada—. ¿Cómo vas a pasar de cinco años a ocho semanas?

Ahora era mi turno para sonreír burlonamente. Había visto como trabajaban los Imaginieros cuando estaban a su aire, construyendo prototipos y maquetas conceptuales; sabía que el auténtico cuello de botella era las constantes revisiones y rectificaciones, los siempre fluctuantes consensos del grupo de cerebros de los adhócratas que les encomendaban el trabajo.

Suneep miró avergonzado.

—Bueno, si todo lo que tuviera que hacer es autoconvencerme de que mis planes son buenos y mis edificios no se vendrán abajo, podría hacerlo muy rápido. Por supuesto, mis diseños no son perfectos. Algunas veces, he dejado a medias un proyecto cuando alguien me sugirió una nueva floritura o un enfoque que hiciera todo inmensamente mejor. Entonces hay que volver a la mesa de diseño... De modo que estoy en la mesa de diseño durante mucho tiempo al principio, cogiendo información de otros Imaginieros, de los adhócratas, de los grupos de enfoque y de la Red. Entonces hacemos revisiones en cada etapa de la construcción, comprobando si alguien tiene una gran idea que no hayamos pensado, y la incorporamos, a veces empezando de nuevo el trabajo. Es lento, pero funciona.

Lil estaba confusa.

—Pero si puedes hacer una revisión completa en ocho semanas, ¿por qué no simplemente finalizarlo, entonces proyectar otra revisión, hacer ésa en ocho semanas, y así sucesivamente? ¿Por qué necesitar cinco años antes de que nadie pueda montar en ello?

—Por que así es como se hace —le dije a Lil—. Pero no es como tiene que hacerse. Así es como podemos salvar la Mansión.

Sentía la certidumbre dentro de mí, el indudable conocimiento de que estaba en lo correcto. La adhocracia era una gran cosa, una cosa Bitchun, pero la organización necesitaba un giro de 180 grados: que sería incluso más Bitchun.

—Lil —dije, mirándola fijamente, intentando hacerle ver mi punto de vista—, tenemos que hacer esto. Es nuestra única oportunidad. Reclutaremos cientos que vendrán a Florida y trabajarán en la rehabilitación. Daremos a cada fanático de la Mansión en el mundo la oportunidad de asociarse, entonces los reclutaremos de nuevo para trabajar en ella, para manejar los equipos de telepresencia. Conseguiremos el apoyo de los mayores fans del mundo, y construiremos algo mejor y más rápido que cualquier otro adhócrata, sin abandonar la visión original de los Imaginieros. Será algo inefablemente Bitchun.

Lil bajó los ojos y fue su turno para sonrojarse. Se paseó por el piso, columpiando las manos a su costado. Podría decir que aún estaba enfadada conmigo, pero también excitada y asustada y, sí, apasionada.

—Esto no es cosa mía, ya lo sabes —dijo al cabo, aún paseando. Dan y yo nos miramos perversamente. Estaba dentro.

—Lo sé —dije. Pero eso no era del todo cierto: ella era una auténtica líder de opinión entre los adhócratas de Liberty Square, alguien que sabía los entresijos del sistema, alguien que tomaba decisiones buenas y razonables, que en una crisis mantenía la cabeza en su sitio. No era una fanática. Sin tendencia a realizar maniobras radicales. Este plan podría desgastar la reputación, y el Whuffie consecuente, a corto plazo, pero conforme pasase el tiempo, llegaría un montón de nuevo Whuffie con los miles de nuevos y enérgicos adhócratas.

—Quiero decir, no puedo garantizar nada. Me gustaría estudiar los planes que los Imaginieros ideen, hacer algunas inspecciones preliminares...

Empecé a objetar para recordarle que la velocidad era la esencia, pero se me adelantó.

—Pero no lo haré. Tenemos que movernos con rapidez. Estoy dentro.

No se tiró a mis brazos, no me besó ni me dijo que todo estaba olvidado, pero ella estaba dentro, y eso era suficiente.

Mis sistemas volvieron a conectarse en algún momento de ese día, y apenas me di cuenta; estaba demasiado ocupado con la nueva Mansión. Dios santo, era realmente audaz: desde que la primera Mansión se abrió en California en 1969, nadie había tenido el valor de ponerse seriamente con ello. Oh, bueno, la versión parisina, el Palacio de los Fantasmas, tenía un guión ligeramente diferente, pero era sólo una pequeña variación para satisfacer al mercado europeo. Nadie quería cambiar la leyenda.

¿Pero qué diantres hacía a la Mansión tan atractiva? Algunas veces había estado en Disney World como visitante antes de que me estableciese aquí, y, la verdad sea dicha, nunca había sido mi favorita.

Pero cuando retorné a Disney World, en vivo y en persona, aún aburrido y confuso por el vuelo en tiempo real de tres horas desde Toronto, me encontré a mí mismo entre el gentío dirigiéndome a ella.

Soy una persona realmente terrible con la que visitar parques temáticos. Desde que era un chaval punk, arrastrándome a través de andenes de metro atestados, aprisionado en los asientos de un coche abarrotado, había estado obsesionado con Vencer a la Muchedumbre.

En los primeros días de la Sociedad Bitchun, había conocido a un jugador de blackjack, un contador compulsivo de cartas, un idiot savant de las probabilidades. Era un ingeniero modesto y gordinflón, el moderadamente exitoso fundador de una moderadamente exitosa empresa de alta tecnología que había hecho algo extraño con factores informáticos. Mientras tenía sólo un éxito moderado, era fabulosamente rico: nunca gastó un centavo en financiación para su compañía y la poseía por completo cuando finalmente la vendió por una bañera llena de dinero. Su secreto era el fieltro verde de Las Vegas, dónde peregrinaba cada vez que su balance bancario mermaba, allí contaba las cartas, calculaba las probabilidades y hacía saltar la Banca.

Mucho tiempo después de vender su compañía de software, mucho tiempo después de que se realizase su locura, se disfrazaba de palurdo, acechando en las mesas, adivinando mano tras mano de veintiuno, por la simple satisfacción de hacer Saltar la Banca. Para él, el premio era puramente mental, un chute del zumo de la felicidad cada vez que el crupier se declaraba en bancarrota o cada vez que doblaba una mano de cartas descubiertas.

Sin embargo, yo, que nunca había comprado nada más allá de un billete de lotería, al instante tuve esa pasión: para mí, era Vencer a la Muchedumbre, encontrar el camino de menor resistencia, llenar los recovecos, adivinar la cola más corta, esquivar el tráfico, cambiar de camino con un siseo para economizar, moviéndome con precisión y gracia, y, sobre todo, conveniencia.

En ese desafortunado retorno, me detuve en el camping de Fort Wilderness, monté mi tienda de campaña e inmediatamente corrí al muelle del ferry para coger una barcaza hacia la Entrada Principal.

El gentío era escaso hasta que conseguí llegar hasta la Puerta Principal y a las colas para las entradas. Suprimiendo un instinto inicial de ir directamente hasta la más lejana, o de unirme a mis compañeros de ferry adivinando a ojo de buen cubero cuál era la espera más corta; volví hacia atrás y eché un rápido vistazo a los veinte quioscos y evalué las colas que se amontonaban frente a cada uno. Antes de la era Bitchun, había estado en primer lugar interesado en sus edades, pero eso era cada vez menos una medida de otra cosa que no fuera simple apariencia, de modo que en lugar de eso examinaba cuidadosamente su manera de hacer cola, sus ropas, y sobre todo, sus fardos.

Puedes decir más acerca de la habilidad de una persona para avanzar eficientemente a través de la complejidad de una cola, lo que acarrea, que cualquier otra cosa: ojalá más gente se diera cuenta de ello. El clásico, por supuesto, es el ciudadano sin carga, una persona desnuda de incluso un modesto bolso o una mochila. Para los no iniciados, se puede pensar que tales especimenes son una apuesta segura para una rápida transacción, pero yo había hecho un estudio informal y había llegado a la conclusión de que esos bravos iconoclastas eran a menudo los más ligeros del grupo, salían sonriendo con satisfacción bovina, hurgando en sus bolsillos en una infructuosa búsqueda de algo para escribir, un carné de identidad, una tarjeta, una pata de conejo, un rosario o un sándwich de atún.

No, en mi opinión, podía coger lo que yo llamaba el Camino de los Amargados en cualquier momento. Hasta cierto punto, tales personas se pueden agrupar en hasta cuatro o cinco tipos de porteadores distintos: desde lo que llevan los bolsillos llenos hasta los topes, hasta los que acarrean bolsas militares inteligentes con cierre de clave biométrica. El tema a tener en cuenta es la consideración ergonómica con la que las llevaban: ¿las llevaban en equilibrio con una mínima interferencia y una máxima facilidad para el acceso? Alguien que le esté dando tanta consideración a su equipaje probablemente está gastando el tiempo en la fila determinando la clase de objetos que necesitarán cuando alcancen la cabecera, y las cogen, preparados para un procesamiento lo más rápido posible.

Ésta era una invitación tramposa, desde allí había candidatos parecidos, tozudos que empaquetaban todo por que carecían de la organización para entender qué es lo que debían empaquetar; solamente eran aptos para ser cargados con bolsas, sacos y mochilas, pero el delator es la eficiencia en su forma de llevarlos. Estas mulas de carga se doblaban bajo sus fardos, balanceándolos de un lado para otro mientras ajustaban las correas sobre sus hombros.

Espié una cola que estaba constituida por un grupo de Amargados, una cola que era ligeramente más larga que otras, pero me uní a ella y anduve nerviosamente conforme veía el progreso relativo respecto a los otros puntos que podría haber escogido. Me inundó un presentimiento positivo de un mundo sin esperas, y estaba paseando por Main Street, USA, mucho antes que mis compañeros de ferry.

Volver a Disney World fue como regresar a casa. Mis padres me habían traído por primera vez cuando tenía diez años, justo cuándo los primeros indicios de la sociedad Bitchun empezaban a calar lentamente en la conciencia colectiva: la muerte de la pobreza, la muerte de la muerte, la lucha por reenfocar una economía que se había desarrollado enfocada en nada menos que en la pobreza y la muerte. Mis recuerdos del viaje son tenues pero cálidos: el apacible clima de Florida y el mar de caras sonrientes subrayados por los mágicos, oscuros momentos, montando en los Omnimóviles pasando diorama tras diorama.

Volví de nuevo cuando me gradué en el instituto, y me quedé maravillado por la riqueza de detalles, la grandiosidad y el esplendor de todo aquello. Pasé allí una semana pasmado como una vaca, sonriendo y deambulando de esquina a esquina. Supe que algún día viviría allí.

El Parque se convirtió en mi punto de apoyo, una constante en un mundo en el que todo cambiaba. Una y otra vez volvía al Parque, para poner los pies en el suelo, para entrar en comunión con la persona que había sido.

Aquel día me moví de un lado a otro, de atracción en atracción, buscando las filas más cortas, el ojo del huracán que abarrotaba el Parque al máximo de su capacidad. Cogía cierta perspectiva subiéndome a un banco o encaramándome a un muro, e hice un reconocimiento de todas las colas a la vista, intentando divisar corrientes predominantes en el flujo de la muchedumbre. Para ser sincero, probablemente pasé mucho más tiempo buscando caminantes que el que pasé contándolos como si fueran corderitos, pero me divertí más e hice más ejercicio.

La Mansión Encantada era una experiencia trascendental en un turno vacío: el espectacular Desfile Snow Crash acababa de pasar rápidamente a través de Liberty Square en camino hacia Fantasyland, arrastrando hordas de visitantes tras él, bailando al ritmo del JapRap del cómico Sushi-K e imitando los movimientos del audaz Hiro Protagonista. Cuando las voces se apagaron, Liberty Square era un pueblo fantasma, y aproveché la oportunidad para montar cinco veces seguidas en la Mansión, caminando todo el tiempo.

De la manera en que se lo conté a Lil, primero me fijé en ella, y después me fijé en la Mansión, pero para ser sinceros fue justo al contrario.

El primer par de paseos, estaba simplemente feliz por el agresivo aire acondicionado y la deliciosa sensación del sudor secándose en mi piel. Pero al tercer pase empecé a darme cuenta de lo endemoniadamente especial que era. No había allí ni un pedacito de tecnología más avanzada que un proyector de cine en todo el lugar, pero estaba todo tan astutamente fraguado que la ilusión de una casa encantada era perfecta: los fantasmas que se arremolinaban a través de la sala de baile eran fantasmas, tridimensionales, etéreos y espectrales. Los fantasmas que cantaban en números cómicos en el cementerio eran igualmente convincentes, genuinamente ingeniosos y simultáneamente escalofriantes.

En mi cuarto pase me fijé en los detalles, los ojos hostiles introducidos en los dibujos de la pared, los motivos repetidos en las molduras, los candelabros, la galería de fotos. Empecé a percibir la letra de “Fantasmas de la Sonrisa Torva”, la canción que se repetía en cada paseo, sin saber si eran siniestros órganos repitiendo el tema principal troppo troppo o el espiritual cantar de los cuatro bustos musicales del cementerio.

Era una melodía pegadiza, y la iba tarareando en mi quinto viaje; esa vez me percaté de que el súper-agresivo aire acondicionado eran, en realidad, misteriosas ráfagas de aire helado que soplaban a través de las habitaciones cuando los espíritus errantes hacían notar su presencia. Mientras terminaba el quinto viaje, silbaba la melodía improvisándola como si fuera jazz con un ritmo variado.

Ahí fue cuando Lil y yo nos topamos. Estaba recogiendo un envoltorio de helado del suelo: había visto una docena de miembros de personal recogiendo basura aquel día; lo había visto tan frecuentemente que había empezado a hacerlo yo mismo. Me sonrió furtivamente conforme me acercaba con el perfume a desinfectante y fritangas del Parque, las manos en lo bolsillos y profundamente complacido conmigo mismo por haber experimentado completamente un verdadero trozo de arte.

Le sonreí a mi vez, por que era completamente natural que uno de los reyes del Whuffie que tenían el privilegio de atender esta pizca de entretenimiento celestial debía percatarse de cuánto estaba disfrutando de su trabajo.

—Es real, realmente Bitchun —le dije, admirando las titánicas montañas de Whuffie que mi pantalla HUD le atribuía.

Estaba caracterizada, y supuse que no sería jovial, pero el personal de su generación no podía evitar ser amistoso. Se mantuvo a medio camino entre su comportamiento cadavérico y su natural espíritu dulce, me miró de soslayo y sonrió abiertamente, caminó pesadamente e hizo una zombi-reverencia.

—Gracias —dijo entre lamentos— intentamos mantenerlo espirituoso.

Gemí elogiosamente, y empecé a darme cuenta de lo linda que era, una pequeña chica con su putrefacto uniforme de camarera y su plumero desprovisto de plumas. Era exactamente así, limpia, aseada y feliz por todo, irradiaba todo eso y me entraron ganas de pellizcarle los cachetes: cualquiera de los dos.

Me di cuenta enseguida, de modo que pregunté:

—¿Cuándo dejas de ser una necrófaga? Me encantaría invitarte a un Zombie o a un Bloody Mary.

Lo cual me llevó a más bromas horribles, y a llevármela a tomar un par de copas en el Club de los Aventureros, enterándome de su edad en el proceso y a perder los nervios, diciéndome a mi mismo que no había ninguna posibilidad de poder tener una conversación con un abismo de casi un siglo.

Mientras, le conté a Lil que me había fijado primero en ella y después en la Mansión, justo al contrario de como había sido. Pero también era cierto —y nunca se lo dije— que la cosa que más amo de la Mansión es que:

Allí fue donde la conocí.

Dan y yo pasamos el día montando en la Mansión, haciendo bocetos para los actores de telepresencia que esperábamos traer a bordo. Estábamos en un proceso absolutamente creativo, los diálogos corrían tan aprisa como él podía transcribirlos. Improvisar ideas con Dan era casi tan estupendo como podía serlo un pasatiempo.

Inmediatamente ya estaba filtrando el plan en la Red, consiguiendo actividad entusiasta para nuestra audiencia central, pero Lil lo aplazó.

Pasó el siguiente par de días politiqueando sin hacer ruido entre el resto de adhócratas, consiguiendo algunos apoyos para la idea, no quería la apariencia de improcedencia que podría acarrear el contar con extraños traídos de fuera antes que con los propios adhócratas.

Hablar con los adhócratas, traerlos a tu terreno: era una habilidad que en realidad yo nunca había dominado. Dan era bueno en eso, Lil era buena en eso, pero yo, creo que era demasiado egoísta para desarrollar nunca buenas aptitudes como conciliador. Cuando era un muchacho daba por sentado que sucedía por que era más listo que los demás, sin paciencia para explicar las cosas con concisión para alelados que simplemente no entenderían nada.

Lo esencial de la cuestión es que soy un chico bastante brillante, pero a duras penas un genio. Especialmente cuando se trataba de gente. Probablemente se debía a Vencer a la Muchedumbre: nunca veía individuos, solo la multitud, el enemigo de la conveniencia.

Nunca habría podido lograr introducirme en los adhócratas de Liberty Square por mí mismo. Lil lo hizo por mí, mucho antes de que empezásemos a dormir juntos. Supuse que sus padres serían mis mejores aliados en el proceso de incorporación, pero estaban demasiado cansados, demasiado dispuestos a coger un largo sueño como para prestar mucha atención a un recién llegado como yo.

Lil me acogió bajo su protección, invitándome a fiestas después del trabajo, hablándome de sus camaradas, pasándoles silenciosamente copias de mi tesis. E hizo lo mismo a la inversa, exaltando sinceramente las virtudes de los que conocía, a fin de que aprendiese a respetarlos y los tratase como individuos.

En los años posteriores, perdería ese respeto. En su mayor parte, andaba siempre con Lil, y, una vez que llegó, con Dan, y mantenía amigos en la Red a través del mundo. Los adhócratas con los que trabajaba todo el día, me trataban con cortesía elemental, pero no con demasiada simpatía.

Supongo que los trataba de la misma manera. Cuando los imaginaba en mi mente, eran una masa pasivo-agresiva sin rostro, demasiado apresada a un mundo rígido y establecido como para hacer demasiado de nada.

Dan y yo nos lanzamos de cabeza, troleando la Red para dirigirnos a los otakus de la Mansión de todos los rincones del globo, clasificándolos según sus franjas horarias, disposición, y por supuesto, su Whuffie.

—Esto es extraño —dije, levantando la vista del anticuado terminal que estaba usando: mis sistemas volvían a estar desconectados. Habían estado crepitando desde hacía un par de días, y seguía teniendo la intención de ir al doctor, pero nunca tenía tiempo. De vez en cuando me daba un arrebato de urgencia al recordar que esto significaba que la fecha de mi backup estaba anticuada, pero la Mansión siempre tenía prioridad.

—¿Uh?

Golpeé la pantalla.

—¿Ves esto? —era una página de fans, desplegando una colección de mallas tridimensionales animadas de varios elementos de la Mansión; parte de un gigantesco proyecto cooperativo que llevaba décadas en marcha, para construir una recreación tridimensional y exacta de cada pulgada del Parque. Había usado esas mallas para construir mi propio test a vista de pájaro.

—Esto es fantástico —dijo Dan— este tipo deber de ser un auténtico diablo —. El autor de las mallas había modelado minuciosamente, engarzado y animado cada fantasma en la escena del salón de baile, completándolo con la cinemática necesaria para un movimiento total. Donde un fan-artista “normal” quizá habría usado unas rutinas de cinemática humana estándar para las figuras, éste, de hecho, había escrito la suya propia empezando desde cero, de modo que los fantasmas se movían con una fluidez espectral que era completamente inhumana.

—¿Quién es el autor? —preguntó Dan—. ¿Ya lo tenemos en nuestra lista?

Desplegué la pantalla de créditos.

—Maldita sea —resopló Dan.

El autor era Tim, el compinche elfo de Debra. Había mandado los diseños una semana antes de mi asesinato.

—¿Qué crees que significa? —le pregunté a Dan, aunque tenía un par de ideas al respecto.

—Tim es un fanático de la Mansión —dijo Dan— ya sabía eso.

—¿Lo sabías?

Parecía a la defensiva.

—Sí. Te lo dije después de que me hicieras salir con la pandilla de Debra.

¿Le había rogado que saliera con Debra? Que yo recordase, había sido idea suya. Había demasiado sobre lo que pensar.

—¿Pero qué quiere decir, Dan? ¿Es un aliado? ¿Podríamos intentar reclutarlo? ¿O es uno de los convencidos por Debra de que ella necesita hacerse cargo de la Mansión?

Dan agitó la cabeza.

—No estoy del todo seguro de que ella quiera apropiarse de la Mansión. Conozco a Debra, todo lo que ella quiere hacer es convertir ideas en hechos tan rápida y cuantiosamente como sea posible. Escoge sus proyectos con cuidado. Es acaparadora, eso seguro, pero cautelosa. Tuvo una gran idea para los Presidentes, de modo que se encargó de ellos. Nunca la escuché hablar de la Mansión.

—Por supuesto que no la escuchaste. Es cautelosa. ¿La escuchaste hablar acerca de la Sala de los Presidentes?

Dan titubeó.

—En realidad no... quiero decir, no con esas palabras, pero...

—Pero nada —dije—. Ella va tras la Mansión, tras el Reino Mágico, tras el Parque. Está tomando el control, maldita sea, y soy el único que parece darse cuenta.

Le confesé a Lil lo de mis sistemas esa noche, mientras nos estábamos peleando. Discutir se había convertido en nuestro pasatiempo nocturno habitual, y Dan había optado por dormir en uno de los hoteles cercanos antes que padecernos.

Había empezado yo, por supuesto.

—Vamos a ser asesinados si no movemos el culo y empezamos la rehabilitación —dije, echándome bruscamente en el sofá y pateando la arañada mesa de café. Oí la histeria y la sinrazón en mi voz y eso solo logró desquiciarme más. Estaba frustrado por no ser capaz de comunicarme con Suneep ni con Dan, y, como siempre, eran horas intempestivas para llamar a nadie y hacer algo al respecto. Por la mañana lo habría olvidado de nuevo.

—Estoy haciendo lo que puedo, Jules —ladró Lil desde la cocina—. Si tienes una manera mejor, me encantaría escucharla.

—Oh, tonterías. Estoy haciendo lo que puedo, diseñando todo el asunto. Estoy listo para empezar. Tu trabajo es conseguir que los adhócratas estén listos para lo mismo, pero sigues diciéndome que no lo están. ¿Cuándo lo estarán?

—Jesús, eres un jamelgo.

—No sería un jamelgo si solamente lograses que la jodida cosa empezase. ¿Qué estás haciendo todo el día? ¿Haciendo turnos en la Mansión? ¿Reparando tumbonas en la Gran Aventura del Titanic?

—Estoy trabajando para mover mi jodido culo. He hablado sobre ello con cada maldita persona al menos dos veces esta semana.

—Claro —vociferé hacia la cocina— seguro que lo has hecho.

—No confías en mis palabras, entonces. Chequea mis jodidos archivos telefónicos—. Esperó—. ¿Y bien? ¡Chequéalos!

—Los comprobaré después —dije, asustado por el cariz que estaba tomando esto.

—Oh, no, no lo harás —dijo, entrando de pronto en la habitación, echando humo—. No puedes llamarme mentirosa y después rehusar comprobar la evidencia—. Plantó sus manos en sus delgadas y pequeñas caderas y me miro con furia. Se había tornado pálida y podría contar cada peca de su cara, su cuello, sus clavículas, de su escote metido en la vieja camiseta que le había regalado en un viaje relámpago a Nassau—. ¿Y bien? —preguntó. Parecía a punto de retorcerme el cuello.

—No puedo —admití sin mirarla a los ojos.

—Sí puedes: lo descargaré en tu directorio público—. Su expresión cambió a la perplejidad cuando no pudo localizarme en su red—. ¿Qué está pasando aquí?

De modo que se lo conté. Desconectado, marginado, defectuoso.

—¿Y por qué no has ido al doctor? Han pasado semanas. Lo llamaré ahora mismo.

—Olvídalo —dije— lo veré mañana. No merece la pena levantarlo de la cama.

Pero no lo vi al siguiente, ni al otro. Había demasiado que hacer, y las únicas veces que me acordaba de llamar a alguien estaba demasiado lejos de un terminal público, o era demasiado tarde o demasiado temprano. Mis sistemas volvieron a conectarse un par de veces, y estuve demasiado ocupado con los planes para la Mansión. Lil se fue acostumbrando a deambular entre las copias impresas que ensuciaban la casa, a imprimir sus comentarios sobre mis diseños y dejarlos en mi silla favorita; vivir como un cavernícola de la era de la información me había rodeado de árboles muertos y relojes con alarma. Estar desconectado me ayudaba a centrarme. Centrarme es una palabra demasiado suave: estaba obsesionado. Me sentaba frente al terminal que había traído a casa, cada día, a todas horas, masticando planes, dictando correos vocales. La gente que quería encontrarme tenía que arrastrar su culo a la casa y hablar conmigo.

Mi obsesión con las peleas había aumentado demasiado; Dan volvió y fue mi turno de coger una habitación de hotel para que el tableteo de mi teclado no le mantuviera despierto por las noches. Él y Lil trabajaban a tiempo completo en la campaña para reclutar adhócratas a nuestra causa, y empecé a sentir que por fin estábamos en armonía, cerca de alcanzar nuestro objetivo.

Volví a casa una tarde aferrando un fajo de copias e irrumpí en el comedor, parloteando incoherentemente acerca de desarrollar mi plan original, al que se podría añadir un tercer segmento preliminar a la atracción, incrementando el número de equipos de telepresencia que podríamos usar sin disminuir el rendimiento.

Estaba en mitad de mi charla cuando mis sistemas volvieron a estar conectados. La charla pública de la habitación brotó en mi pantalla HUD.

Entonces voy a desgarrar cada puntada de tu ropa y saltaré sobre ti.

¿Y entonces qué?

Voy a azotarte hasta que cojees.

Jesús, Lil, eres toda una vaquera.

Cerré los ojos, impidiendo la entrada a otra cosa que no fueran las letras incandescentes. Se desvanecieron con rapidez. Abrí los ojos de nuevo, mirando a Lil que estaba ruborizada y perturbada. Dan parecía asustado.

—¿Qué pasa aquí, Dan? —pregunté con tranquilidad. El corazón martilleaba en mi pecho, pero me sentía calmado y distante.

—Jules —empezó, pero se dio por vencido y miró a Lil.

Lil ya se había figurado, en ese tiempo, que yo volvía a estar conectado, que sus mensajes secretos habían sido descubiertos.

—¿Te diviertes, Lil? —pregunté.

Negó con la cabeza y me miró con frialdad.

—Vete, Julius. Te mandaré tus cosas al hotel.

—¿Quieres que me vaya, ¿eh? ¿De modo que vas a azotarle hasta que cojee?

—Esta es mi casa, Julius. Te estoy pidiendo que salgas de ella. Te veré mañana en el trabajo: tenemos una reunión general de adhócratas para votar la rehabilitación.

Era su casa.

—Lil, Julius... —empezó a decir Dan.

—Esto es entre él y yo —dijo Lil— mantente al margen.

Dejé caer mis papeles; hubiera querido arrojárselos, pero los dejé caer, plump, giré sobre mis talones y caminé afuera, sin molestarme en cerrar la puerta tras de mí.

Dan asomó por el hotel diez minutos después, golpeteando la puerta. Estaba completamente insensibilizado cuando la abrí. Tenía una botella de tequila, mi tequila, traído desde la casa que compartía con Lil.

Se sentó en el borde de la cama y fijó la vista en el papel de pared lleno de logos. Cogí la botella y un par de vasos del baño y los llené.

—Es mi culpa —dijo.

—Estoy seguro de que lo es.

—Fuimos a tomar unas copas hace un par de noches. Estaba realmente molesta. No te había visto en días, y cuando te veía, la volvías frenética. Le contestabas de malos modos, discutiendo, insultándola.

—Así que os acostasteis —dije.

Negó con la cabeza, pero después asintió, tomando un trago.

—Lo hicimos. Habían pasado siglos desde que yo...

—Has tenido sexo con mi novia, en mi casa, mientras yo estaba fuera, trabajando.

—Jules, lo siento. Lo hice, y no puedo hacer nada. Soy más amigo tuyo que de ella. Es tan encantadoramente maliciosa. Quería que saliera de allí y te dijera que todo era un error, que simplemente estabas siendo paranoico.

Estuvimos sentados en silencio durante un largo rato. Rellené su vaso, y después el mío.

—No puedo hacer eso —dijo— estoy preocupado por ti. No has estado bien, no en los últimos meses. No sé de que se trata, pero deberías ir al médico.

—No necesito un médico —estallé. El licor había disuelto el entumecimiento, y dejaba salir a mis constantes compañeros: la ira y la bilis—. Lo que necesito es un amigo que no se folle a mi novia cuando le doy la espalda.

Arrojé el vaso a la pared. Rebotó, dejando manchas de tequila en todo el empapelado, y rodó debajo de la cama. Dan hizo amago de levantarse, pero se quedó sentado. Si se hubiera puesto en pie, le habría golpeado. Dan era bueno en las crisis.

—Por si te sirve de consuelo, espero estar muerto dentro de muy poco —dijo. Me lanzó una sonrisa deformada—. Mi Whuffie está yendo bien. Esta rehabilitación debería llevarlo al límite. Estaré listo para irme.

Eso me detuvo. De algún modo había logrado olvidar que Dan, mi gran amigo Dan, tenía la intención de suicidarse.

—Vas a hacerlo —dije, sentándome a su lado. Me dolía pensar en eso. En realidad quería a ese bastardo. Había sido quizá mi mejor amigo.

Sonó un golpe en la puerta. La abrí sin mirar por la mirilla. Era Lil.

Parecía más joven que nunca. Más joven, pequeña y miserable. Un comentario de desprecio murió en mi garganta. Quería abrazarla.

Pasó rozándome y fue hasta Dan, quién se zafó de su abrazo.

—No— dijo, levantándose y sentándose en el quicio de la ventana, mirando al Lago de los Siete Mares.

—Dan acaba de explicarme que planea estar muerto en un par de meses —dije—. Eso pone fin a los planes a largo plazo, ¿no es así, Lil?

Las lágrimas empezaron a correr por su cara y pareció plegarse sobre sí misma.

—Cogeré lo que he venido a buscar —dijo.

La miseria formó un nudo en mi garganta, y me di cuenta de que era Dan, y no Lil, quién más me preocupaba perder.

Lil cogió la mano de Dan y lo llevó fuera de la habitación.

Creo que también cogeré lo que tengo que coger, pensé.