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Siete días

 

 

 

Día 1:

Trabajaba en una empresa de marketing y publicidad, en un edificio gris igual al resto que adorna el skyline madrileño. Pero yo no pertenecía a la élite de mentes privilegiadas a la espera de esa gran obra maestra convertida en el anuncio del año, o merecedora de los Ame Awards. Yo era contable. Sí, el trabajo más atractivo del mundo si te esforzabas en ver la lógica y no la pasión.

Desde que cogía el ascensor en el tercer sótano del aparcamiento, transcurrían exactamente tres minutos y catorce segundos hasta que llegaba a mi planta. Una vez que se cerraban las puertas grises de metal tras de mí, sólo tenía que dar siete pasos con mis zapatos de tacón de aguja hasta las impresionantes puertas acristaladas, xerografiadas con el nombre de la empresa. Unos pasos que contaba uno a uno, como si esperara que en el segundo, en el tercero... o ya en el séptimo, el suelo se fuese a abrir y yo me cayera en el agujero de Alicia en el País de las Maravillas. Antes luchar contra la Reina de Corazones que enfrentarme un día más a mi interesante trabajo.

De reojo pude observar que, aunque apenas eran las nueve de la mañana de un martes, ya había algún compañero creativo fumándose un porro en la escalera escondida que daba a una pequeña ventana entre piso y piso. Era lo normal y estaba bastante acostumbrada. En ocasiones, las brainstormings las hacían jugando al piedra, papel o tijera en el suelo con una botella de vodka. Era su forma de buscar inspiración mientras la uralita que cubría el tejado del sótano se llenaba de colillas. Y los envidiaba. Sí, no porque su vida fuera considerablemente más divertida que la mía, sino porque tenían vida.

Entré en la inmensa oficina que ocupaba toda la planta y saludé a la recepcionista, que había decidido convertirse en la próxima pin-up española, con tupé y corsés a medida. Caminé hasta mi pequeño cubículo los trece pasos restantes. Trece más siete, eran veinte pasos. Dos más cero, dos. Ésa era mi forma de encarar un lunes, un martes o un miércoles, o incluso un viernes en mi trabajo: contar los minutos y pasos que me separaban del exterior. Me senté con la espalda recta, me alisé la falda y me estiré la americana, todo por ese orden, y sólo después encendí el ordenador. Estaba destinada al espacio reservado para los freaks, como nos denominaban los que verdaderamente tenían ideas brillantes en la multinacional, salvo cuando necesitaban que les calculáramos el temido Impuesto Anual de la Renta de las Personas Físicas; entonces, durante dos meses, nosotros éramos los dioses de su mágico mundo.

Organicé mi mesa ordenada con pulcritud y coloqué de nuevo la fotografía de Toño mirándome. Después de una leve vacilación, le di la vuelta y decidí que prefería que observara a la nueva chica pin-up. Fijé la vista en la fecha que marcaba el ordenador y algo resonó en mi cabeza de forma alarmante. Desvié los ojos hacia el calendario que la empresa nos había regalado en Navidad, con doce fotos de toda la plantilla disfrazados con algo que hiciera referencia al mes, y suspiré con resignación al verme vestida de diosa romana, con una corona de flores sobre la cabeza, haciendo honor a la primavera. Pero no era eso lo que en aquel momento me preocupaba. Era algo mucho más importante, algo que podía hacer que dejara de contar los minutos y los pasos de forma definitiva.

17 de abril. Tenía que haber un error.

—Mar, ¿hoy es diecisiete de abril? —le pregunté a mi compañera, sentada frente a mí, con un tono de voz al que intenté imprimir algo de serenidad.

—Sí —contestó ella sin despegar la mirada de la pantalla, mientras tecleaba de forma furiosa.

Probablemente estuviera discutiendo por el chat con su novio, de ahí su tremenda concentración.

17 de abril. No era un error. La fecha era correcta. Yo estaba equivocada. Y había metido la pata hasta el fondo. Mi estómago se contrajo en un espasmo y mi mano tembló al coger el pliego con el recurso que debería haber sido entregado en el juzgado como fecha límite el 16 de abril.

—¿Qué? —murmuré, al oír mi nombre a lo lejos.

—¡Espabila, Alvarado! Es tu madre, que se ha vuelto a equivocar de extensión —aulló un compañero, tapando el auricular con una mano.

Asentí de manera mecánica con la cabeza y cogí el teléfono, todavía temblando.

—¿Mamá?

—Hija, ¿recuerdas lo que te dije la semana pasada?

—Ehhh... —balbuceé, sin poder prestar atención a la conversación, porque frente a mí seguía el recurso, mostrando la fecha como si tuviera números luminiscentes.

—¡Los zapatos! Necesito que me los recojas y me los acerques a casa cuando salgas de trabajar. Sólo te pilla a cinco minutos de la oficina. —Resopló resignada y con bastante frustración.

—Sí, los zapatos —musité, entornando los ojos y mirando los números, que ahora parecían haberse elevado para danzar en el aire.

—¿Quién es el joven que me ha contestado a tu teléfono?

—Un compañero.

—¿Y qué hace en tu mesa?

—Esperar a que tú llames.

—No seas tan... —la oí respirar profundamente—, tan como eres.

—¿Y cómo soy?

Los números habían dejado de bailar frente a mí y simulaban burlarse, agitando manos y pies imaginarios.

—Tan... como no deberías ser —sentenció mi madre y, sin darme tiempo a contestar, cortó la comunicación.

Apunté «zapatos» en un postit y lo pegué en la base de la pantalla del ordenador, que me recordó de nuevo la fecha. El corazón me golpeó en el pecho y sentí que el dolor que eso me producía se había trasladado a mi cuello. Subí una mano hacia él y la fina cadena de oro que llevaba colgando pareció que me ahogaba.

Cogí mi bolso y salí corriendo por el pasillo de moqueta marrón hasta alcanzar el baño, donde me encerré en el primer cubículo que vi libre. Me senté sobre la tapa del inodoro y gemí con fuerza, abrazándome el cuerpo, hasta que me sentí crujir las costillas. No logré que el aire penetrara en mis pulmones y empecé a ver puntitos negros. «Por favor, que pare ya», pensé con desesperación.

Un ataque de ansiedad. Sabía muy bien lo que me sucedía porque llevaba cuatro meses sufriéndolos. Rebusqué en el bolso con torpeza y saqué un botellín de agua y el neceser donde guardaba los ansiolíticos. Cogí uno y me lo tragué con rapidez. Conté despacio hasta diez, pero la desazón no disminuyó, así que seguí contando hasta veinte. Abrí el paquete de tabaco y encendí un cigarrillo. Aspiré el humo como si en eso me fuera la vida. Me retorcí las manos e intenté que mi pierna derecha dejara de marcar un paso militar en el suelo de mármol del aseo, sin conseguirlo.

En ese instante, oí un pitido que me dejó casi sin sentido y una luz roja comenzó a parpadear en el techo, sobre mi cabeza. Me levanté de un salto, abrí la tapa del inodoro y arrojé el cigarro dentro, todavía encendido. Me colgué el bolso del hombro y salí a trompicones del baño.

Una vez en el pasillo, una lluvia de agua helada me caló hasta los huesos, mientras veía cómo mis compañeros trataban de salvar lo insalvable de sus mesas de trabajo. Sus móviles, las fotos de sus cónyuges, hijos y, sobre todo, de sus mascotas.

—¿Quién ha sido el maldito imbécil que ha hecho saltar la alarma de incendios?

El grito de mi jefe saliendo de su despacho, con varios folios agitándose en su mano, hizo que todos nos quedáramos en silencio.

Resopló con indignación y creí que uno de los botones de su americana iba a dar un salto libre de altura. Se pasó la mano con furia por el pelo canoso y recogido en una coleta pequeña en la nuca, como si de un yuppie de los noventa se tratara, lo que, decía, lo hacía parecer más joven y cercano. O más idiota, en realidad; ni él lo tenía claro.

Nos miramos unos a otros encogiéndonos de hombros y negando con la cabeza. Sentí unos ojos fijos en los míos y vi a Mar observándome con una ceja enarcada. Nunca se me había dado bien mentir ni disimular.

—Quesemetraguelatierrarrapiditoysindolor —mascullé, agachando la cabeza.

El agua cesó justo cuando el vigilante entró, extintor en mano, creyéndose James Bond 007 en misión de alto riesgo. Husmeó entre las mesas y se internó en el baño. Salió al cabo de unos minutos con una colilla apagada apresada entre dos dedos y con gesto de triunfo.

—¡Alvarado! ¡A mi despacho! ¡Inmediatamente! —gritó el jefe.

Con la poca dignidad que me restaba, me arrastré hasta su despacho, hecho de cristal del techo al suelo. Me quedé de pie frente a él, esperando sentencia. Lo vi despotricar y gritar con los puños cerrados. Pero en realidad no lo estaba viendo. Me llegaron frases sueltas, como si tuviese los oídos tapados con algodón: «Alvarado, eres un desastre», «Alvarado, no te mereces el trabajo que tienes», «Alvarado, tú y tu inconsciencia... ¿en qué estaría yo pensando cuando te contraté?», «Alvarado, te voy a hacer pagar todos los desperfectos sin importarme una mierda hipotecar hasta a tus nietos».

Permanecí inmóvil y los colores se fueron difuminando a mi alrededor, junto con los rostros de mis compañeros, que se asomaron sin disimulo alguno para observar la bronca. Mi traje de ejecutiva se fue transformando en unos vaqueros gastados y una camiseta holgada con el logo de Van Halen. Mi pelo recogido en un pulcro moño se deshizo hasta caer en guedejas tapándome la cara. Mis zapatos de tacón se hundieron en la moqueta para convertirse en unas Converse usadas... volví a tener dieciséis años y estaba enfrentándome por primera vez a la falsedad que me rodeaba. Ni siquiera reparé en que mi jefe había cesado su diatriba; todo era ya un dibujo en blanco y negro, descolorido y ajado.

—¿Es que no vas a decir nada, Alvarado? —Su tono brusco pareció remitir un instante.

—No, todo lo ha dicho usted —conseguí balbucear, y me alejé del despacho para regresar a mi mesa.

Durante el resto del día me afané en recoger lo imprescindible y ayudar a otros en la misma tarea, sumida en mis pensamientos y en recuerdos desagradables. Abandoné la última la empresa, apagando las luces a mi paso, como si fuera apagando retazos de mi vida que se habían quedado en el camino.

No era consciente de que mi pequeño mundo se estaba resquebrajando hasta convertirse en cenizas, como si de una casa en ruinas se tratara.

No era consciente de que nunca sería lo que mi madre, lo que mi jefe, lo que todos deseaban que yo fuera.

Sentada en el coche, conecté la radio y, al iluminarse el panel, me di cuenta de la hora que era y el corazón volvió a galopar en mi pecho. Arranqué y enfilé la salida con una rapidez desesperada. Había empezado a llover y me interné en el denso y caótico tráfico del centro de Madrid una tarde de lluvia. «No llegaré a tiempo», pensé, desviándome hacia el carril bus. Cierto. No llegué. Dejé el automóvil en doble fila y salí corriendo, sin que me importara empaparme de nuevo por segunda vez en el día. La zapatería de la calle Serrano estaba cerrada a cal y canto. Golpeé con furia la persiana metálica y un hombre que pasaba justo a mi lado me miró con sorpresa. Musité una disculpa a punto de echarme a llorar.

—Es aquella mujer —dijo.

—¿Quién? —pregunté con voz ahogada.

—La dependienta. La busca a ella, ¿no?

Di las gracias y corrí tras el paraguas de color rojo. Sujeté a la joven del brazo y le expliqué de forma atropellada que necesitaba recoger unos zapatos. Después de una leve vacilación, pareció apiadarse de mi aspecto y regresó en silencio hacia la tienda. Abrió la persiana hasta media altura y, sin encender ninguna luz, se internó para salir un momento después con una bolsa de tela cerrada con un lazo de satén.

—Gracias, gracias —murmuré, a punto de hacer una genuflexión.

—No hay de qué, su madre es una de nuestras mejores clientas. —Sonrió por primera vez y desapareció engullida por el mar de paraguas de la acera.

Caminé deprisa hasta el coche y conduje con bastante imprudencia hacia la casa de mis padres. No vi ningún sitio para aparcar y lo dejé en una zona de carga y descarga. Cogí la bolsa y entré en el portal. El ascensor estaba en el último piso, así que subí por la escalera hasta el tercero, que era donde vivían ellos. Llegué resollando y, antes de que me diera tiempo a buscar las llaves, mi madre ya estaba abriendo la puerta. Llevaba un vestido de noche de Carolina Herrera de raso negro y una estola de visón. Iba maquillada y peinada a la perfección, y descalza. Me miró de arriba abajo con desaprobación, mientras me arrancaba la bolsa de las manos y desataba el lazo.

—¿Es que piensas ir así a la entrega de premios? —preguntó, calzándose los zapatos y elevándose hasta mi altura.

—¿Qué entrega? —inquirí, apartándome el pelo mojado de la cara y ahuecándome la americana pegada a la blusa de seda.

—A tu hermano le dan hoy el premio nacional de abogacía en la Cámara de Comercio, ¿o ya no te acuerdas?

—¡¿Cómo?! —exclamé. Pero no podía decir si lo recordaba o no, porque últimamente tendía a olvidar muchas cosas.

Mi padre apareció ataviado con un traje gris oscuro hecho a medida y, sin importarle mi aspecto, me dio unos golpes en el hombro que pretendían ser cariñosos, pero que provocaron que decenas de gotas de agua salpicaran en todas direcciones.

Mi madre meneó la cabeza y suspiró con desidia.

—Nunca cambiarás, ¿verdad? —murmuró con tristeza.

No fui capaz de contestar. Me quedé bloqueada por completo. Seguí bloqueada cuando ellos cogieron el ascensor para bajar al garaje. Y continué bloqueada cuando Mari, la asistenta del piso de al lado, salió de la casa cargada con dos bolsas de basura y me miró como si yo fuera un espectro.

De pronto recordé dónde había dejado el coche y corrí hasta la calle. Ya no estaba, en su lugar había una hermosa pegatina amarilla indicándome que se lo había llevado la grúa. No tenía fuerzas ni para enfadarme. Reprimiendo la congoja, me dirigí al metro y casi hora y media después llegué a casa de Toño, empapada, tiritando y con los dientes castañeteándome. Y de repente, en un momento absurdo, me percaté de que se me había olvidado también comer. A punto de desfallecer, entré en el enorme piso y me descalcé para no herir de muerte la tarima flotante. Cogí el teléfono y llamé a Toño.

—Hola, cariño —me contestó.

—Toño, ¿tú sabías que hoy le daban un premio a mi hermano? —pregunté, dudando de mi retentiva.

—Sí —respondió con toda la calma del mundo—, me envió las invitaciones hace dos semanas. ¿No te lo había dicho?

No recordaba que lo hubiera mencionado.

—No. —Mastiqué con dureza esa única sílaba.

—Vaya, tiene gracia, ¿no? Creo que tu hermano se va a enfadar bastante.

—No, no tiene gracia —murmuré, porque no conseguí que de mi boca surgiera un grito contundente. Colgué sin esperar su réplica y tecleé de forma temblorosa un mensaje a Eduardo, mi hermano.

 

Lo siento. Acabo de saber lo de tu premio. Perdóname. Asistiré al próximo que seguro que no tardará mucho en llegar.

 

Eduardo me contestó:

 

No te molestes. A ése no te invitaré. De todas formas, no es una sorpresa que no te presentes, viniendo de ti ya me lo esperaba.

 

Sí, ciertamente aquél fue un gran día.

 

 

Día 2:

—¿Me estás escuchando? —Elevé la voz para hacerme oír entre el murmullo de conversaciones al otro lado del teléfono.

—Sí, ya voy. No, a ti no. Ya te llamaré, sí, lo hablamos. De acuerdo. ¿Qué decías? —Toño por fin se centró en su interlocutor, que era yo, y me paseaba en pijama por el dormitorio que habíamos elegido, aconsejados por un decorador, íntimo amigo de sus padres y que yo odiaba, aunque en realidad ni siquiera vivía en esa casa.

—No te oí llegar anoche —comenté de forma escueta.

—Sí, salí tarde, ya estabas dormida cuando regresé y no quise despertarte. —Sabía que estaba sonriendo cuando lo dijo. Pero yo creía haber perdido esa capacidad; para mí todos los días eran iguales—. ¿Qué sucede?

Y me lancé al vacío, sin filtros emocionales.

—Es una tragedia. La debacle de mi contrato en la empresa. —Lloriqueé de modo lastimero, mientras cogía una horrible bombonera de cristal de Bohemia que había en la cómoda y la miraba con algo muy parecido al desprecio. Y proseguí contándole lo sucedido el día anterior.

—Vamos, no será para tanto —dijo él, y por su tono adiviné que no había escuchado nada en absoluto de lo que le había dicho.

Me lo imaginé en su despacho, con el altavoz del teléfono móvil que habría dejado sobre su mesa, conectado. Toño era funcionario, no un funcionario de ventanilla, sino de los que disponen de su propio despacho con su nombre en la puerta. Nos habíamos conocido dos años antes, en una ponencia sobre el impacto fiscal de las nuevas reformas legislativas en la economía del Estado. Resultó tremendamente aburrida y lo único que saqué fueron los dos tequilas, que me tomé después con el ponente, al que había confundido con un compañero de carrera, en un bar, rodeados de humo y conversaciones inacabadas. Veinticuatro meses después comenzaba a preguntarme qué había sido más aburrido, si la ponencia o el ponente, que daba la casualidad de que era Toño.

—¿Es que no has oído nada? ¡Me pillaron fumando en el baño y la maldita alarma saltó, convirtiendo el despacho en el hundimiento del Titanic! —grité, empezando a enfadarme.

—Ya no estás en el instituto, eso le puede pasar a cualquiera, y, además, os han dado un día libre; ¿qué más quieres? —dijo con calma.

—Y se llevaron mi coche. Otra vez —gimoteé.

—Bueno, creo que en el depósito municipal van a poner una placa conmemorativa con tu nombre. ¿Cuántas veces van ya este año? ¿Tres?

—Cuatro —mascullé, y él se carcajeó.

A mí comenzó a bullirme la sangre en las venas.

Mi enfado aumentó y pateé el suelo de tarima flotante con ira. No era una persona que acostumbrara a enfadarse, pero su calma, su «siempre tengo la respuesta correcta para cada momento, cada persona y cada situación», a mí poco a poco me iba sacando más de mis casillas, en cualquier momento, frente a cualquier persona, y me importaba un pimiento la situación.

—¡Me van a despedir! —exploté finalmente.

—Vamos, no exageres.

Ya estaba la palabra mágica, exagerar. Cogí aire con fuerza, sintiendo que los pulmones me iban a estallar en cualquier momento y escuché su argumento.

—Tu jefe no es idiota, sabe que tiene a una de las mejores economistas en plantilla, y trabajas por la mitad del salario que otra persona de tu categoría.

Lo único cierto de toda la frase era que yo trabajaba por la mitad de salario.

—¿No puedes salir hoy antes del trabajo? —pregunté cambiando de táctica, ya que era inútil discutir con alguien que no quería escuchar—. Necesito una noche de sofá, película y donuts de chocolate.

—Lo siento, cariño, pero tengo una reunión a última hora con el jefe de servicio. Será imposible. Mañana, ¿tal vez? —sugirió.

—Sí, mañana —musité, colgando el teléfono.

Mi vida, tal como la conocía, ya había iniciado el camino de descenso en un automóvil sin frenos y con viento de cola hacia el desastre más absoluto. Y yo empezaba a ser plenamente consciente de ello.

Sí, otro día perfecto.

 

 

Día 3:

Mi primer ataque de ansiedad lo sufrí en Nochevieja. A Toño y a mí nos había parecido una fantástica idea convocar a ambas familias para contarles que teníamos intención de casarnos aquel año. Nos reunimos en la casa de campo que tenían mis suegros en la sierra madrileña, que en realidad era un minipalacio, ya que el hogar de mis padres resultaba diminuto para la celebración. Nos vestimos de gala y acudimos puntuales a la cita. Y la cena se convirtió en una competición.

—¿Os he dicho ya que mi hija fue la primera de su promoción en la Complutense? —comentó mi madre entre canapé y canapé.

—Pues mi Toñito —rebatió mi futura suegra— sacó la mejor nota de la oposición. Ahí lo tenéis, sólo con treinta años y con despacho propio. Bueno, querida —se volvió hacia mí—, tienes veinticuatro —lo remarcó como si eso le produjera una úlcera gastroduodenal—; todavía tienes tiempo de llegar lejos en tu carrera.

—Y ganó un premio a la mejor iniciativa de negocio cuando estaba en el instituto. Representó a Madrid en una competición europea —siguió mi madre, bebiéndose la tercera copa de Ribera del Duero.

—Es curioso que lo menciones, porque a Toñito el año pasado le propusieron un puesto de suma importancia en Bruselas, una de las empresas más pujantes del panorama español —continuó mi suegra, dando pequeños sorbos a su cóctel de Martini.

Miré a Toño en un interludio y puse los ojos en blanco. Mi hermano mayor, Eduardo, que había acudido con su mujer y su hijo de seis meses, acababa de regresar de una de las habitaciones, donde por fin había conseguido dormir al bebé.

—Sí —afirmó de forma categórica, uniéndose a la conversación—, mi hermana siempre ha sido la primera en todo. De hecho, creo recordar que tuviste la primera borrachera a los siete años, ¿te acuerdas?

Mi futura suegra se atragantó con una aceituna. Mi madre le dio una patada a Eduardo por debajo de la mesa y yo lo fulminé con la mirada. Mi hermano es nueve años mayor que yo y abogado. Tiene su propio despacho y se lo considera el triunfador de la familia, pero me lleva nueve años de ventaja. Aunque siempre he creído que nunca llegaré a alcanzar su luz suprema.

Una hora y media después, llegó el cataclismo.

—¡¿Que os casáis?! —Y esta vez mi futura suegra y mi madre estuvieron totalmente de acuerdo—. ¿No sois demasiado jóvenes? ¿No os conocéis desde hace muy poco tiempo? ¿No es todo muy precipitado? ¿No estarás embarazada?

En ese momento me levanté y, disculpándome, me escondí en el baño. Saqué el paquete de tabaco y me encendí un cigarrillo, abriendo la ventana que daba al jardín para disimular el olor, ya que en la perfecta, impoluta e impersonal casa de campo estaba prohibido fumar, algo que se consideraba asociado a los débiles, a los delincuentes y a la gente de escaso porvenir.

Oí de fondo el sonido de la televisión avisando de que iban a tocar los cuartos. Alguien gritó mi nombre al llamarme, pero yo lo ignoré. Las doce campanadas repicaron y yo seguí unos minutos más escondida en el baño, preguntándome lo mismo que mi futura suegra y mi madre, salvo lo último, ya que no estaba embarazada.

Salí y me enfrenté a todos con una sonrisa falsa.

—Te has perdido las uvas, eso trae mala suerte. Cómetelas ahora —dijo mi madre, negando con la cabeza.

Cogí el pequeño plato decorado con un lazo rojo y me llevé la primera uva a la boca. No llegué ni a olerla.

—No. —Mi futura suegra me apartó el plato y la uva cayó al suelo—. Da mucha más mala suerte comérselas después. ¿Y si al final no se celebra la boda?

—Eso es una tontería —respondió mi madre—. ¡Cómetelas por si acaso! —siseó a mi oído.

Me las comí, sonreí, brindé con cava, repartí besos a todos y después hui de nuevo al baño, donde vomité las uvas, el cava, las sonrisas y los besos. Al salir, oí llorar a mi sobrino y entré en la habitación para cogerlo en brazos. Lo acuné mientras le cantaba una nana y las lágrimas se deslizaban por mis mejillas.

¿Por qué lloraba en uno de los días que se suponía que iba a ser de los más felices de mi vida?

 

 

Día 4:

Esa tarde salí pronto del trabajo. Todavía había técnicos informáticos pululando por doquier, intentando arreglar el desastre producido por el agua. Sin embargo, había recibido varias felicitaciones socarronas por el día libre conseguido de parte de mis compañeros, y mi jefe por fin se había dado cuenta de lo ineficaz que era tener un sistema así en una empresa que trabajaba sobre todo con documentos oficiales y ordenadores.

Tenía la revisión mensual con mi psiquiatra. La revisión mensual de mi cartera, ya que cada consulta me costaba un cuarto de lo que ganaba cada mes. Había comenzado a acudir en enero, cuando me di cuenta, sin que nadie me dijera nada, de que realmente necesitaba ayuda externa para un problema que yo no lograba identificar y que la gente suele denominar «pasar una mala racha».

Durante las primeras sesiones, me sentaba y hablaba y hablaba y ella me escuchaba. Y yo me preguntaba si eso serviría de algo, aunque tenía que ser un trabajo bonito: el otro habla y tú sólo escuchas. Después, le entregaba la tarjeta de crédito, la guardaba aullando desconsolada en mi bolso y me disponía a oír el veredicto, que no se modificó ningún día. Sufría depresión (esa palabra maldita). Y yo me preguntaba de nuevo cómo era posible que necesitara examinarme cada semana, cada quince días y a continuación cada mes, para obtener un diagnóstico tan simple. Siempre abandonaba la consulta con un millón de recetas de pastillas milagrosas que harían que mi vida transcurriera en un arco iris perfecto. Su premisa era: «Debes dejarlo todo atrás y enfrentarte a los problemas con la ayuda de la medicación y una sonrisa perenne». Una sonrisa que nunca llegué a conseguir que apareciera en mis labios.

Cuando entré en la consulta ese día, decorada de forma cálida, la doctora me saludó con un leve gesto de la cabeza al que yo respondí con una mueca.

—¿Cómo va el tratamiento? Te veo más delgada —dijo, al tiempo que me indicaba que me acomodara en el sofá, que me engulló en un instante, dejándome sin margen de maniobra.

—El tratamiento bien. Yo mal. No creo que funcione —contesté.

—Y ¿eso por qué? —Noté un rictus mal disimulado de defensa.

—Los ataques de ansiedad continúan, cada vez son más frecuentes. Me cuesta concentrarme y seguir el hilo de conversaciones, películas, noticias, música... absolutamente todo. Se me olvidan las cosas. No duermo bien, estoy todo el día cansada y, sin embargo, no consigo cerrar los ojos cuando me acuesto —enumeré de forma mecánica, como llevaba un tiempo haciéndolo todo—. Y además se me cae el pelo —añadí como si ésa fuera la información definitiva.

—Te aumentaré la dosis. Dos antidepresivos por la mañana más el ansiolítico y, por la noche, un somnífero. Creo que será suficiente. Sólo hay que dar tiempo.

—¿Cuánto tiempo?

—Cada cuerpo es diferente, cada mente un nuevo misterio.

Y ese día descubrí tres cosas: mi cuerpo se estaba consumiendo, mi mente era una traidora y mi cuenta bancaria me pediría cuentas algún día no muy lejano.

 

 

Día 5:

—Hola, Vic, ¿has pedido ya? —le pregunté con una sonrisa a mi conciencia.

Porque Vic no sólo era mi amiga desde la infancia, también era mi conciencia, aquella a la que se lo confiesas todo y con la que vives cada instante sin avergonzarte, porque acumulábamos tantos secretos juntas que si algún día nos separáramos y nos enfrentáramos en una vendetta, podríamos desencadenar la tercera guerra mundial. Vic era una mujer que hablaba con franqueza y sin esperar respuesta. Sabía qué decir en cada momento sin importarle lo más mínimo molestar a los demás, por eso precisamente la quería tanto. Porque de todos los que me rodeaban, era la única sincera.

—Sí. —Me señaló una infusión que había sobre la mesa de mármol—. ¿Has adelgazado?

Le hice una seña al camarero pidiéndole una cerveza, olvidándome de que no podía mezclar alcohol con la medicación, y me senté mientras dejaba el bolso en otra silla. La cafetería estaba bastante concurrida y la música de fondo apenas se oía con las conversaciones de la gente.

—Sí, es que intento conseguir una talla treinta y seis para meterme en el vestido de Rosa Clará que ha elegido mi suegra —mascullé.

La realidad era que no había hecho dieta en mi vida; sin embargo, parecía que mi cuerpo se encogía al mismo ritmo que mi alma.

—¿Todavía sigues con los preparativos de la boda? —Sonrió con condescendencia.

—Yo no. Lo hace ella. Todo. Ha pasado de no querer que Toño y yo nos casáramos a concertarme cita en las siete mejores tiendas de vestidos de novia de Madrid, pedir fecha en Los Jerónimos y decidir el restaurante —solté, bebiendo un largo trago de cerveza fría—. Creo que va a ser en alguna finca privada de esas de sus amistades. —La última palabra la pronuncié con un tremendo desagrado que esta vez pareció pasarle desapercibido a Vic.

—No sabes la suerte que tienes. Todo te lo va a dar hecho y supongo que pagado también. —Me guiñó un ojo—. Tú sólo tienes que dedicarte a disfrutar del momento.

Y justo entonces, me pregunté en qué momento había dejado de disfrutar del momento.

—¿A ti te gusto? —pregunté de repente.

Ella me miró de forma extraña.

—Cielo, no eres mi tipo, pero si consultamos a alguno de los que están por aquí, seguro que te dicen que tienes un buen polvo.

Sonreí de medio lado.

—No me refiero a eso, creo que... que no le gusto a nadie, que todos esperan algo de mí que no van a conseguir. Me siento fracasada —expresé con cautela, y ella enarcó una ceja mirándome.

y fracasada son dos conceptos antónimos. ¡Cuántos quisieran llorar por tus ojos!

—No si supieran cuánto lloran mis ojos —repliqué.

—¿Qué te sucede? —Su tono se tornó serio.

—Nada, déjalo. Supongo que es la presión del trabajo, la boda... intentar llegar a todo y no conseguir terminar nada.

—Cielo, tienes que frenar, que te conozco y me recuerdas mucho a cuando tenías dieciséis años y... ya sabes... —Se calló con gesto avergonzado.

—Sí, ya sé —contesté, y volví a verme como era antes, como siempre quise ser. Observé su rostro preocupado y sonreí de una manera ensayada mil veces—. Bueno, ¿y tú qué tal? Hace varias semanas que no hablamos. Tenemos que planear un fin de semana como los de antes, escaparnos a cualquier sitio los cuatro —propuse, cambiando de tema.

—Me temo que va a ser imposible —dijo, mostrando el rostro que debe de tener la felicidad hecha persona—, al menos hasta dentro de, no sé, veinte años por lo menos.

—¿Y eso por qué? —le pregunté extrañada.

—¡Estoy embarazada!

—Pero ¡si sólo tienes veinticuatro años! —exclamé.

Vaya, me había convertido en mi futura suegra.

—No quiero ser una madre vieja —rebatió ella con algo de disgusto.

—No lo hubieras sido tampoco dentro de tres o cuatro años. Apenas hace unos meses que os casasteis —aduje.

—¿Es que tú no quieres tener hijos? —soltó ella indignada.

«¿Quiero tenerlos?», me pregunté. Sinceramente, era en lo último que estaba pensando en ese momento. De hecho, sería canonizada por la Iglesia si con la actividad sexual que mantenía con Toño se producía el milagro.

—Pues la verdad es que creo que por ahora esperaremos un tiempo. Ya sabes, para disfrutar un poco como pareja. —No era una defensa, pero sonó como tal.

—Haz lo que quieras. Pero luego no te arrepientas. —No era una amenaza, pero sonó como tal.

Cuando llegué a casa de Toño aquella noche, intenté contarle mi conversación con Vic, mientras él corregía un informe que le había solicitado in extremis su jefe directo. Quizá no elegí el momento adecuado.

—¿Tú quieres tener hijos? —le pregunté.

—Mmm... supongo que sí, ¿tú no?

—Mmm... supongo que no, ¿tú sí?

—Dime, cariño, ¿qué decías? —Levantó un instante la vista de los gráficos impresos y me miró parpadeando, con gesto cansado.

—Nada importante. Déjalo.

Mientras daba vueltas en la cama sin conseguir dormir, me pregunté si me estaba haciendo la pregunta correcta: «¿Quiero tener hijos?» o «¿Quiero tenerlos con él?».

 

 

Día 6:

Ese día se cumplía un año de mi contrato. Ahora venía la conversión en indefinido o el despido. Tenía claro que se iba a producir lo segundo. No obstante, me vestí con mi mejor traje de oficina. Falda lápiz gris, americana gris y blusa de seda blanca. Zapatos de tacón de aguja negros y bolso a juego. La perfecta oficinista. La perfecta oficinista gris. Me miré al espejo de cuerpo entero, la única buena idea del decorador, y me vi... gris. Hasta mi rostro parecía haberse apagado en aquellos últimos meses.

Toño se acercó por detrás, me dio un beso en la coronilla y se ajustó la corbata, gris, frente al espejo, embutido en su chaleco gris, su americana gris y su pantalón gris. Éramos la perfecta pareja gris.

Llegué al trabajo y lo primero que vi fue una nota en mi mesa avisándome de que mi jefe me esperaba en el despacho. Suspiré hondo y traspasé las puertas acristaladas.

—Siéntese —ordenó, y ni siquiera esperó a que yo estuviese acomodada en una de sus lujosas sillas de piel gris para empezar a hablar—. Como ya sabe, hoy es su último día en su puesto.

—Sí, me lo temía —farfullé, deseando empequeñecer hasta acabar desapareciendo.

—A partir de ahora será la directora financiera y tendrá a su cargo a cinco personas.

—¡¿Qué?! —exclamé.

—Por supuesto, el salario será acorde con sus nuevas responsabilidades. Y le voy a ser franco: tendrá mucha responsabilidad, pero también mucho más dinero —dijo él, interpretando mi pregunta de forma incorrecta.

—Pero ¿sabe que no presenté el recurso de Reciclados Ochoa el pasado dieciséis de abril? Han perdido toda probabilidad de recuperar el dinero invertido —confesé.

—¡Bah! —dijo él, sonriendo con una mueca de suficiencia que se me hizo imposible de digerir—. Eso fue una pequeña trampa que le puse para ver su reacción. En realidad, el plazo expira el próximo día veintisiete.

—¿Y qué le ha hecho cambiar de idea? —pregunté, sintiendo que deseaba estrangularlo con su propia corbata gris.

—El modo que tuvo de solucionarlo. Hacer saltar la alarma de incendios destruyó el recurso. Necesito gente como usted en la empresa.

—¿Como yo? —inquirí totalmente desconcertada.

—Sí. Despiadada.

 

 

Día 7:

Era despiadada.

No lo sabía. Yo más bien me habría calificado como normalita tirando a insulsa. Y ahora resulta que iba a ser directora financiera de la empresa, con cinco personas a mi cargo y mucho más dinero en la cuenta.

Y una estupenda vida gris.

Acababa de firmar el contrato y necesitaba tomar el aire. Llegué a la calle, tres minutos y diecisiete segundos más veinte pasos después, y me detuve delante de un par de escaparates mirando cómo la gente deambulaba a mi alrededor riéndose, hablando y viviendo.

¿Cuándo había dejado yo de vivir mi vida para vivir la de los demás?

Me senté en una terraza y pedí un café, a la vez que cogía el teléfono. Necesitaba contárselo a alguien, así que empecé por mi madre.

—¿Mamá? Soy yo, tengo que contarte algo que...

—Hija, apenas te oigo, estoy en la peluquería, debajo del secador. Hablamos después, ¿de acuerdo?

—Sí, de acuerdo —murmuré, y colgué.

Lo intenté con Toño.

—Toño, tengo que contarte algo que...

—Cariño, ahora tengo que salir a una reunión urgente. Lo hablamos luego, ¿vale?

—Sí, vale —asentí, y colgué.

Lo intenté con mi padre.

El teléfono estaba apagado o fuera de cobertura, lo que no me sorprendió en absoluto, porque solía ser lo habitual con él.

Lo intenté con mi hermano, que llevaba sin coger mis llamadas una semana.

—¿Sí?

—Eduardo. —Jadeé de forma involuntaria.

—¿Qué quieres? —contestó él de malas maneras.

—Tengo que contarte algo que creo que va a cambiar mi...

—Te aseguro que ahora no tengo ganas de escuchar ninguna de tus estúpidas historias. Si no es algo urgente, no vuelvas a llamarme.

—Oh, está bien —respondí, y colgué con una mueca triste.

Lo intenté con Vic.

—¿Vic? ¿A que no sabes lo que me ha pasado en el trabajo?

—Has descubierto que tu jefe es un cíborg que ha regresado del futuro para acabar con toda la humanidad.

—No, acabo de firmar un contrato que...

—Eh, espera, espera. —Noté que tapaba el teléfono con una mano y cuando oí su voz de nuevo había cambiado el tono a uno de completa seriedad—. Perdona, hablamos otro día, que ahora tengo que acompañar a un cliente a una firma.

No me dio tiempo a decir nada más; ella ya había colgado.

Me levanté con gesto cansado y vagabundeé un poco hasta tropezarme con una pareja que salía sonriendo de una agencia de viajes. Me disculpé y ellos no le dieron importancia, sumidos en el aura de felicidad que los rodeaba. Y su felicidad me hizo daño. Se me clavó como astillas ardiendo en el pecho. Entré en la agencia sin pensarlo demasiado. Había una mesa vacía al fondo y tomé asiento frente a una joven que me recibió con gesto amable.

—Dígame, ¿adónde le gustaría viajar?

Mi mente se quedó en blanco. Vacilé unos instantes dejando vagar la vista por toda la estancia, recorriendo carteles y fotografías de lugares paradisíacos, inolvidables, cercanos, urbanos, campestres. Cruceros y trenes. Aviones y rutas en todoterreno. Y una sola imagen llamó mi atención: el Empire State Building de Nueva York recortado por la bruma e iluminado en una noche de invierno. El pie de foto decía: «Nueva York, la ciudad que cambiará tu vida».

—Nueva York.

—¿Cuándo?

—Lo antes posible.

—¿Cuántas personas?

—Una.

—Me imagino que tendrá el pasaporte en regla.

—Lo tengo.

—¿Cuánto tiempo permanecerá allí?

—Unas tres semanas.

—¿Viaje de negocios?

—No, viaje de huida.

—¿Cómo?

—Es una broma. Viaje de placer.

—¿Qué tipo de hotel está buscando?

—Uno cualquiera.

—Bien, déjeme sus datos y pasado mañana puede pasarse a recoger la documentación y los papeles del visado.

—Gracias.

Dos semanas después había preparado la maleta y dejado una nota de despedida en casa de Toño; con la mente embotada por las pastillas, acobardada por una vida que yo no había elegido y, sin embargo, tenía la obligación que vivir, decidí hacer lo más estúpido que se me ocurrió: huir a una ciudad desconocida donde sabía que nadie me iba a encontrar nunca. La única ciudad en la que se podía desaparecer y volverse invisible para todos. Así que, además de despiadada, se me podía calificar de idiota adicta a los psicotrópicos.

Conduje hasta uno de los aparcamientos exteriores de Barajas y dejé allí mi coche, un Clío JASP, regalo de mi padre por sacarme el carné de conducir a los dieciocho años, a la primera y sin ningún fallo; él consideraba que las siglas de la marca eran un identificativo de mi persona, «Joven Aunque Sobradamente Preparada».

Estaba claro que mi padre se equivocó.