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New York, New York

 

 

 

Aterricé en el aeropuerto JFK a eso de las siete de la tarde. Recorrí el espacio gris atestado de gente, con mi pasaporte y visado de turista en la mano, hasta que vi al hombre con el letrero de la agencia de viajes esperando. Había contratado el desplazamiento en autobús al hotel en Manhattan. Arrastré la maleta hacia el vehículo y, una vez que comprobé que la cargaban, subí y me senté en un asiento vacío cerca del conductor.

Nada más arrancar, por los altavoces comenzó a sonar la voz de Frank Sinatra cantando New York, New York. Todos mis acompañantes, que iniciaban un verdadero viaje de placer, aplaudieron entusiasmados. Yo me dejé caer contra el respaldo y miré el entresijo de carreteras que daban acceso al centro de la ciudad, con el tráfico de hora punta de una urbe tan inmensa. Cuando finalizó la canción, el conductor nos dio la bienvenida en castellano con acento dominicano:

—¡Bienvenidos a Nueva York! ¡La ciudad donde todos los sueños se cumplen!

«Pero ¿ésa no era Los Ángeles?», me pregunté algo despistada. ¿Y si me había equivocado de destino? Sentí que el corazón me martilleaba en el pecho y mis manos se cubrieron de sudor frío. Pero no me dio tiempo a tener un ataque de ansiedad en condiciones, porque la primera parada fue la mía. Era la única pasajera de aquel hotel. Todos me miraron con cierto grado de pena, ya que la imagen que se ofrecía ante nosotros no era precisamente la de una ciudad en la que todos los sueños se puedan hacer realidad.

Bajé algo tambaleante la escalerita del autobús y me paré, ya con la maleta en la mano y una mochila negra colgada del hombro, frente a un edificio de piedra gris e impersonal, más acorde con una ciudad soviética que con la vibrante y llena de vida Nueva York. En la agencia me habían asegurado que era un hotel sencillo, quizá algo antiguo pero próximo al centro, y que unos pasos más allá de las puertas de cristal con ribetes dorados estaba el Carnegie Hall, con lo que podría aprovechar para asistir a algún concierto.

Entré en el vestíbulo, cubierto con una moqueta con grandes dibujos de flores que ya habían perdido toda su frescura además de casi todo el color, y me dirigí al mostrador, donde enseñé la reserva y comprobaron de nuevo mi documentación. Un botones uniformado, que no tenía aspecto de tal, sino más bien de matón de discoteca, se aproximó con un carrito dorado que hacía juego con los ribetes de su casaca y la borla de su gorra, para subir mi maleta. Ésa fue la primera señal que tuve de que era cierto que estaba a mil años luz de mi vida real. No pude reprimir una sonrisa mientras lo acompañaba hasta el piso quinto y él me abría la habitación. Le di una propina y cerré la puerta.

Me tumbé en la cama todavía vestida y me quedé dormida al instante. Desperté cuando era noche cerrada. El ruido del tráfico exterior y el zumbido de los extractores de aire eran insoportables. Respiré intentando tranquilizarme, y me pregunté por primera vez qué estaba haciendo a miles de kilómetros de mi hogar, tras haberlo abandonado todo y a todos con una simple nota de despedida.

Me encaminé al baño y me encendí un cigarrillo. Curiosamente, aquella estancia pequeña, con accesorios propios de los años cincuenta, era la única que tenía una ventana que se pudiera abrir y me sentí algo más reconfortada. Aspiré el humo y comprobé la hora. Las cinco de la madrugada. Estaba sufriendo los efectos del jet lag. En España debían de ser las once o las doce del mediodía. Me di una larga ducha, me puse unos vaqueros, un jersey de cuello vuelto negro y un anorak de color ciruela oscuro con capucha forrada de piel. Antes de salir, no me olvidé de la dosis diaria de anestesiantes emocionales, como yo había terminado por llamarlos.

Llegué a la calle cuando la ciudad estaba despertándose. Numerosas camionetas de reparto discurrían rápidas por la calzada y la gente, todavía con el sueño impreso en sus rostros, pasaba a mi lado sin mirarme. Me sentí invisible. Y me gustó la sensación. Paseé tranquila hasta la esquina y levanté la vista para comprobar el lugar exacto en que me encontraba. La Séptima Avenida. En la acera de enfrente un deli estaba abriendo sus puertas y percibí que el hambre me volvía. Me encaminé allí decidida, esquivando taxis amarillos, coches con los cristales tintados provenientes del Upper y bicicletas de turistas, hasta llegar a mi destino. Entré y una campanilla anunció mi llegada.

Un hombre joven y delgado, de rasgos árabes, asomó la cabeza por detrás del mostrador acristalado situado a la derecha del establecimiento.

—Acabamos de abrir —me informó—; lo que ve en los estantes es de ayer, todavía no han llegado los productos frescos.

—No me importa —dije, con una sonrisa que él me devolvió.

Elegí un sándwich vegetal y un pequeño recipiente transparente que contenía una mezcla de varias frutas troceadas. Cogí también una Coca Cola y pagué. Había llevado unos tres mil dólares, pero no sabía cuánto tiempo me iba a durar ese dinero. Como no estaba familiarizada con el cambio de moneda, titubeé y terminé pagando con un billete de cien.

—Acaba de llegar, ¿no es así? —comentó el dependiente.

—Sí, ayer. Me hospedo en el hotel que está calle abajo.

—Lo conozco —murmuró él y me dejó las vueltas sobre el cristal.

Me senté a una mesa de plástico y empecé a desayunar en silencio. El joven volvió a desaparecer, colocando la mercancía del día. Al poco rato, una puerta se abrió en la parte de atrás y un hombre salió por ella, despotricando en un idioma ininteligible, escupiendo una vez que estuvo fuera, en la calle, y lanzando lo que parecía una maldición al aire.

Miré al dependiente inquisitiva, pero éste sólo se encogió de hombros. Me levanté como un resorte y, con paso vacilante, me dirigí hacia el pasillo que daba al despacho de donde había salido el hombre.

—¡Espere! —me dijo el joven con una suave y melodiosa voz—, es una zona privada. ¡No se puede entrar!

Pero yo seguí caminando como una autómata hasta que vi un pequeño cubículo y a un hombre grueso y calvo sentado tras una mesa de madera. Levantó la vista y se ajustó las gafas metálicas en su pequeña nariz. Me miró con unos penetrantes ojos oscuros.

—¿Ser tú la nueva? —preguntó con voz ronca. Se sacó un pañuelo blanco sucio del bolsillo de su traje arrugado y se lo pasó por la frente, secándose el sudor. Un ventilador en una esquina emitía ráfagas de aire caliente—. ¿Poder empezar tú mañana? —inquirió de nuevo, indicándome una silla de plástico negra frente a su mesa.

—Esto... yo nunca he atendido un autoservicio —contesté como disculpa.

Él rio con carcajadas secas y cortas.

—¿Gustar tú los perros?

—¿Los perros? —Vacilé—. ¡Por Dios! —exclamé, sin entender nada en absoluto.

Él me miró extrañado y comprendí mi error al instante.

—¡Por Alá! —Su gesto se contrajo—. ¿Mahoma? —intenté de nuevo.

—¿Qué decir tú? —exclamó, mirándome desconfiado.

Deje vagar la vista a mi alrededor, buscando una imagen que me fuera familiar.

—¿Buda? —balbuceé.

—¿Qué está mal contigo? —farfulló él.

—Mire, no tengo papeles —le dije, queriendo poner punto final a la conversación. Me levanté, sintiéndome completamente ridícula.

—Papeles, ah, ya. Eso no ser problema. Yo no creer en papeles ni en dioses. Sólo en un dios. —Elevó la voz, que sonó como un trueno en aquel pequeño despacho—. Benjamin Franklin. —Rio con fuerza y me mostró un billete de cien dólares que besó con veneración—. Si tú trabajar bien con perros, yo dar dinero a ti y Dios contento con los dos.

Dudaba bastante de esa afirmación, pero me pudo la intriga, y además necesitaba ganar dinero.

—Me gustan los perros —afirmé, mintiendo como una bellaca, ya que no había tenido perro en toda mi vida y con toda probabilidad confundiría a un rottweiler con un caniche.

—¿Tener casa tú? —preguntó de nuevo, con aquella peculiar adaptación de su idioma al inglés.

—Me alojo en un hotel cercano.

—Eso ser tontería. Yo tener casa aquí. Malik enseñará tú esta tarde. Más barato que hotel. Buena compañía. Tú no poder negar.

¿Me podía negar? Por supuesto, sólo tenía que darme la vuelta y salir corriendo. Pero ya había salido corriendo y me había escondido demasiadas veces.

—No, yo no poder negar —contesté, imitando su forma de hablar.

—Trato hecho —afirmó él, y me tendió la mano—. Estar aquí a las siete. Si no... —Se calló y se pasó el dedo pulgar por la garganta.

Retrocedí un paso y abrí los ojos con miedo.

Él rio de nuevo con fuerza y se secó los ojos con el pañuelo.

—Ser broma. Italianos no entender bromas de nosotros —aclaró.

—Quizá sea porque soy española.

—¿No ser lo mismo?

—No.

—Da igual. Aquí a las siete. Malik esperar tú —dijo, y con eso dejó zanjada la nueva negociación de mi contrato ilegal, según el cual por lo visto iba a cuidar perros. Me pregunté qué pensaría mi suegra si me viera en ese momento. Y no pude reprimir una carcajada.

Salí y me detuve frente al joven.

—Tú debes de ser Malik.

—Yo soy Malik.

—Te veo a las siete.

—Llega puntual.

—Lo haré.

Me dirigí hacia la puerta y en el reflejo del cristal pude ver cómo él meneaba la cabeza y suspiraba. Percibí también cierto grado de lástima y me pregunté de nuevo dónde me estaba metiendo. Pero la verdad era que me daba exactamente igual. En Nueva York era invisible. Podía ser quien yo quisiera.

 

* * *

 

Tenía todo el día por delante sólo para mí. No recordaba la última vez que eso había sucedido. Desde el jardín de infancia, mi vida había sido dirigida de modo escrupuloso en una sola dirección: triunfar en la vida. Me sentí libre y empecé a caminar sin rumbo fijo bajando la Séptima Avenida. Miraba los rascacielos maravillándome de la impresión de vértigo que me producían desde el suelo, donde unos tímidos rayos de sol se filtraban entre las nubes oscuras. El aire estaba cargado de humedad y de contaminación; sin embargo, mi respiración era ligera y no agitada y jadeante, como solía ser en España.

Me detuve varias manzanas más adelante, frente al Madison Square Garden. Estaba claro que allí nada podía ser pequeño. Cientos de puestos callejeros me ofrecían perritos calientes, baggels y helados. Los olores de los restaurantes, las cafeterías y los pubs que abrían se mezclaron los unos con los otros, mientras yo caminaba sobre el suelo de cemento gris, con la misma emoción que Dorothy en el camino de baldosas amarillas de El Mago de Oz. Pero esta vez la malvada bruja del Oeste se había quedado en España.

Me detuve en un Starbucks y pedí un café largo con nata y canela. Elegí una enorme magdalena de arándanos y me la comí sentada junto al cristal que daba al exterior, donde se mezclaban ejecutivos con maletín, ejecutivas con zapatillas deportivas y traje de diseño, turistas con la cámara colgada del cuello y trabajadores de la escala más baja, por lo general de otras nacionalidades. Yo me acababa de convertir en uno de ellos. Y sentí un extraño orgullo al pertenecer a esa parte, que solía ser ignorada, de la sociedad.

Salí de nuevo a la calle y comenzó a llover. Me puse la capucha y caminé más deprisa. Me di cuenta de que no importaba si había estado antes en Nueva York, las calles me acogieron como a un visitante anónimo, sin entender de razas, nacionalidades ni religión. Era una ciudad que no tenía prejuicios ni juzgaba. Me arropó como a uno más de los millones de habitantes. Siempre a la vanguardia, me mostró orgullosa el pasado reciente que impregnaba edificios y rincones. Llegué a Broadway y me maravillé con los teatros y espectáculos que anunciaban. Las luces todavía apagadas no supusieron ninguna desilusión. Bajé un poco más hasta Times Square y admiré el parque de atracciones en forma de anuncios que se modificaban y variaban cada poco tiempo. Sonreí al comprender qué era lo que hacía tan sumamente especial Nueva York, donde el presente era tan intenso que hacía que olvidaras el pasado, donde la realidad se mezclaba con la fantasía: el ansia que impregnaba cada pedazo de acera con el persistente deseo de no querer abandonarla nunca.

Giré hacia la izquierda y, al pasar un edificio de oficinas, lo vi por primera vez. El Empire State. Esa imagen se fijó en mi retina como si fuera la carta de presentación de una ciudad que, sin conocer, ya había empezado a amar. Me empapé con la lluvia y observé la larga cola para conseguir una entrada. Guardé en mi memoria unos instantes más la imagen y me di la vuelta. Tenía toda la vida para subir al que había sido escenario y protagonista de numerosas películas.

Con una pizca de ilusión y un nerviosismo del todo desconocido en mí, caminé con rapidez para volver al hotel y recoger la maleta apenas deshecha. A las siete en punto estaba en la puerta del deli esperando a Malik.

Él me saludó con un cordial:

—¿Tienes dinero para pagar el taxi?

—Sí —le dije.

—Bien.

Se acercó al borde de la acera y llamó al más próximo, que frenó a sólo unos centímetros de sus pies.

—Vamos.

—¿Y adónde vamos? —pregunté, una vez dentro del vehículo conducido por un hindú.

—Al otro lado de Central Park —me contestó Malik, tan pronto como le hubo dado una dirección desconocida para mí al taxista.

—¿Qué hay al otro lado del parque?

Él rio con suavidad.

—¿Parque? Central Park es un universo en sí mismo, pequeña. —Sonrió y me miró fijamente—. Harlem.

Sujeté con fuerza la manija de la puerta y estuve a punto de saltar.

—¡¿Qué?! —exclamé.

Para mí Harlem significaba oscuridad, peligro, bandas callejeras, peleas, robos y asesinatos. Me retorcí las manos con desesperación y observé a mi acompañante, que, tranquilo, miraba por el cristal.

Enfilamos Central Park West y giramos en la 75 para tomar la avenida Columbus. Cogimos la 110 de nuevo y el taxi paró a la entrada de la avenida Malcolm X. Pagué la carrera y me bajé con las piernas temblando.

Malik se ofreció a llevar mi maleta y yo lo seguí mientras miraba temerosa a mi alrededor. La gente, el ambiente, los edificios, todo había cambiado, como si estuviéramos en una ciudad desconocida. Una ciudad regida por leyes diferentes a las que yo estaba acostumbrada. O quizá ya sin ley alguna.

—Aquí es —dijo él, deteniéndose frente a un edificio de ladrillo oscuro de cuatro plantas, en una callejuela no muy ancha ni muy limpia, pero para mí sí muy aterradora.

—¿Estás seguro? —pregunté, deseando que me dijera que todo había sido una broma y que íbamos a coger otro taxi para dirigirnos a Brooklyn, a Queens o incluso a Nueva Jersey.

—Sí, yo vivo aquí. —Y por primera vez me observó con seriedad.

Abrió la puerta de madera y nos encontramos en una oscura entrada.

—¿No hay luz?

—Destrozaron la instalación eléctrica en la última redada buscando drogas.

—Ah, ya.

Subimos a tientas hasta el tercer piso, donde sólo había dos puertas. Una frente a otra. Malik abrió la de la izquierda y me indicó que entrara.

—Aquí lo tienes. Tu nuevo hogar. —Extendió la mano para mostrarme el escenario de La matanza de Texas.

—¡Joder! —grité—. ¿Eso de ahí es sangre? —pregunté, señalando la pared frontal, algo desconchada.

—Sí, al último inquilino lo tirotearon. Un ajuste de cuentas.

—¿Y no intentarán volver a ajustar cuentas con la nueva inquilina? —exclamé, sujetando con fuerza mi mochila.

—No. Estas cosas suceden, no muy a menudo, pero pasan. Yo no me preocuparía, aunque tampoco dejaría la puerta sin el cerrojo puesto.

Miré hacia la puerta y vi cinco cerrojos. Sin embargo, dudaba mucho que un disparo no pudiera atravesar la endeble madera y de paso a mí si me encontraba en medio.

Sentí cómo su brazo delgado se deslizaba por mis hombros y me daba un pequeño apretón.

—Tranquila, es peor de lo que parece. Sólo hace falta adecentarlo un poco; además, es muy barato. Hassan te pagará cada semana y descontará el alquiler. Espera aquí, tengo un juego de sábanas limpias y toallas que te serán de utilidad para tu primera noche.

Desapareció rápidamente y, cuando regresó a los pocos minutos, yo seguía de pie, mirando en derredor sin reaccionar. La estancia consistía en un pequeño salón con un sofá de terciopelo verde bastante ajado y una mesa baja de madera frente a él, donde debía de haber habido una tele, ahora desaparecida. Una cocina de gas a mi derecha y dos puertas cerradas. No quise, o no pude, investigar más porque entonces Malik volvió.

Me ignoró y abrió la primera puerta, que daba a una habitación con una pequeña ventana sobre el cabezal de la cama. Dejó las sábanas encima del colchón y salió para mostrarme el baño, con una bañera, un inodoro y un diminuto lavabo con el espejo cuarteado. Me estremecí sin querer.

—¿Hay ratas? —pregunté, retrocediendo hasta el salón.

—Si las matas, no.

—¡Ay, Dios mío! —farfullé en castellano, y me dejé caer en el sofá, que se hundió demasiado bajo mi peso.

»¿Y cucarachas?

—A ésas nada las mata, así que no lo intentes. Te acostumbrarás a convivir con ellas.

—Lo dudo —mascullé.

Él se acercó por detrás y me puso ambas manos sobre los hombros.

—Me imagino que será parecido al lugar de donde vienes.

Me reí de forma histérica.

—Acababa de firmar un contrato por una cantidad obscena de dinero y vivía en una casa de más de trescientos metros cuadrados, con dos personas a mi servicio, en pleno centro de Madrid —expliqué, sintiéndome demasiado superada por los acontecimientos.

Él se sentó a mi lado y rio.

—¿Sabes? Yo era un magnate del petróleo, tenía cinco esposas preciosas que atendían todos mis deseos y estaba podrido de dinero. Pero vivía en una jaula de oro y decidí que un cambio me vendría bien.

—Oh, vaya; ¿y te ha venido bien el cambio?

—No.

—Es un consuelo —mascullé.

—¡Celebremos nuestra nueva vida, chica desconocida! —exclamó él con alegría, sin percibir o sin querer percibir mi turbación, y sacó dos cervezas de litro de una bolsa de papel marrón. Abrió una con un golpe certero y me la ofreció—. Todavía está fría, aprovecha.

Bebí un largo trago y lo miré con detenimiento. Sin embargo, él permaneció unos instantes en silencio. No debía de ser mucho mayor que yo, su rostro redondeado y dulce todavía mostraba algún rasgo infantil. Me pareció buena persona, sus ojos no mentían. Porque no tenían por qué mentir. Nada podía ser peor que aquello.

—Yo vivo en el primero. Sólo hay dos apartamentos por piso. En el segundo, justo debajo de ti, vive Lulah con su hijo Joseph. La abandonó su marido hace varios años y ella sola ha sacado adelante a Joseph, que estudia en un instituto cercano. Encima de ti vive Penny, una prostituta colombiana, pero pocas veces se trae clientes, así que es un apartamento bastante tranquilo. Frente a ti vive un tipo, bueno, en realidad no sé ni quién es, pero mantente alejada de él, es adicto al crack y, cuando tiene el mono, puede ser peligroso —explicó con voz pausada.

Me atraganté con la cerveza y tosí.

—Ah, vaya, ya me quedo mucho más tranquila —dije con todo el sarcasmo de que fui capaz.

—¿Cuál es tu sueño? —inquirió, observándome igual que yo había hecho momentos antes.

—¿Mi sueño? No tengo sueños —contesté algo desconcertada por el cambio brusco de conversación.

—Entonces estás huyendo de algo.

Me quedé en silencio apretando los labios.

—Todos los que llegan aquí tienen sueños o huyen de algo. No hay término medio. Éste es el basurero de Manhattan, la mancha de la isla.

—Es difícil empezar un sueño en este sitio. —Dirigí la mirada a mi alrededor.

—Sí, pero peor es no tener sueños. —Sonrió—. Bien, me voy a acostar. Madrugo mucho y mañana tendré que hacer el camino andando, porque mi bicicleta se ha quedado en la tienda.

—Toma —le dije levantándome, y le ofrecí dinero para el taxi de vuelta.

—No tienes por qué hacerlo, pero gracias. Todo lo que ahorro es para mi familia, quizá dentro de un año o dos pueda traer aquí a mi hermano pequeño.

Se acercó a la puerta y se volvió, al tiempo que sacaba un papel del bolsillo de su vaquero.

—Aquí tienes las direcciones de los dueños de los perros. Están todas en el Upper East Side, las encontrarás con facilidad. En total son siete, dos veces al día y paseo de dos horas cada vez. Espero que te vaya bien. Pasaré mañana por la noche y me cuentas qué tal. Buenas noches.

—Buenas noches —le contesté, cogiendo el papel con las direcciones.

—No te olvides de cerrar por dentro y al salir asegúrate de que no está el tipo de enfrente. Si es así, vete por la escalera de incendios.

—De acuerdo.

Me quedé mirando la puerta cerrada durante unos minutos, que transcurrieron lentamente. Podía volver al hotel, todavía tenía pagada la estancia tres semanas. Incluso podía volver a España y olvidarlo todo. Recordarlo luego en alguna cena con los aburridos y pomposos amigos de Toño, exagerando mis aventuras en el Harlem de las películas. Pero no lo hice. Y nunca supe por qué. Me di la vuelta y fui trastabillando hasta la pequeña habitación, donde me tomé el somnífero y me quedé dormida al instante.

Me olvidé por completo de echar los cinco cerrojos de la puerta.