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«Querido diario... si pudiera te pediría de nuevo»

 

 

 

Sábado de chicas. A Malik le habría encantado. Bueno, y a Penny, a Mara y también a Lulah. Pero quien lo hubiera disfrutado de veras habría sido Malik.

He pasado toda la tarde con Vic y su hija, que ya tiene cuatro años. Se ha vestido de princesa, hemos aprendido a hacer trenzas francesas y después se las ha deshecho asegurando que lo que quería era tener el pelo rizado, así que hemos utilizado las planchas para hacerle unos bonitos tirabuzones. Nos ha maquillado y ha insistido en que la maquillásemos a ella. Es un pequeño demonio rubio y de ojos claros iguales a los de su madre, con una sonrisa pícara que desarma corazones. Al terminar la tarde, nos hemos acurrucado en la enorme cama de sus padres con un bol de palomitas, osos de gominola y regalices de sabores, mientras veíamos tres veces La Sirenita, que en la actualidad, es su película favorita.

—Me gusta Erick —ha suspirado la pequeña, volviéndose hacia mí con seriedad—. He decidido que me casaré con él cuando sea mayor. Es el hombre adecuado a mi rango de princesa.

He contenido la risa a duras penas, mientras su madre ponía los ojos en blanco.

—Mami, quiero que me lo pidas para los Reyes Magos, ¿entendido? —ha solicitado con voz extremadamente aguda.

Esta vez no he podido evitar reírme ante el gesto de reproche y mudo asombro de Vic. Al final, sin dar tiempo a que acabara el último pase, la pequeña se ha quedado dormida sobre mi estómago, acunada por mis dedos que acariciaban su cabello.

—¡Ni hablar! —ha siseado Vic.

—¿El qué? —he preguntado bastante desconcertada.

—No pienso pedirte un Jay para Navidad —ha murmurado, y al instante se ha dado cuenta del efecto que esas palabras habían producido en mí, en concreto una sola palabra, un solo nombre.

Las lágrimas han mojado mis pestañas y ella ha chasqueado la lengua con gesto avergonzado. Le he ofrecido una sonrisa triste y ella ha cogido mi mano, haciendo un esfuerzo por reconducir la conversación.

—¡Joder cuánto daño han hecho al mundo las películas de Disney!

Yo la he mirado sin dejar de acariciar la cabeza de la pequeña, que no ha llegado a despertarse.

—Y eso ¿por qué? —he preguntado, soportando el nudo de mi garganta.

—¡Fíjate bien en La Sirenita! —ha continuado Vic—; esa tía es una pava de las gordas. Sólo sabe cantar y tiene como amigos un pelícano y una caracola, lo que quiere decir que se dopa con algas alucinógenas por lo menos.

—Creo que es una langosta, no una caracola, pero no estoy muy segura de...

—¡No me interrumpas! —ha chistado ella—. Además, es imposible que un tupé como el suyo aguante bajo el agua, increíble —ha añadido, alargando la «I» hasta el infinito—. Además, entre el rey y el cocinero seguro que hay tema, porque esos dos pierden más aceite que todas las almazaras andaluzas. —Ha respirado hondo y ha finalizado su diatriba con una conclusión bastante extraña—: Y por si eso fuera poco, va y se enamora del pobre marinero, cuando todo el mundo sabe que si tienes que enamorarte de alguien es del príncipe.

—Yo me enamoré del vagabundo —he dicho ya más serena.

—Bla... bla... y ahora me dirás que hiciste lo mismo que en la peli La Dama y el Vagabundo, comer un mismo espagueti hasta que, pringados de tomate, os dais un morreo.

He sonreído con cierta tristeza.

—Lo hicimos —he confesado con la mirada perdida, recordando dónde habían acabado el resto de los espaguetis.

—¿Lo ves? Yo tenía razón, las películas de Disney han hecho mucho daño a las débiles mentes femeninas —ha asegurado—. Creo que me volveré loca. Llevo cuatro años viendo lo mismo una y otra vez, como en un bucle. Menos mal que Shrek ha venido a salvarnos.

—Sí, Fiona es la caña.

—Debería conseguir que mi hija fuera como Fiona —ha musitado ella, posando la mano sobre la delgada espalda de la pequeña, que seguía dormida—, pero me mata, me mató el mismo día que le di la vida. Creo que entonces ya perdí toda mi voluntad y mi biblioteca cinéfila.

—La recuperarás —he afirmado consolándola.

—¿Tú crees?

—Sí, hay cosas que sí puedes conseguir que vuelvan —he dicho, y ella me ha apretado la mano con más fuerza.

Al llegar a casa he cogido una cerveza y me he asomado a la ventana, observando el anochecer invernal de Madrid. Me ha sonado el móvil, un mensaje. Lo he abierto, sabiendo de antemano quién me lo había enviado.

 

Si pudiera, ten por seguro que te pediría a Jay a los Reyes Magos; hasta me aseguraría de que la carta llega a Oriente con mensajero urgente.

 

He sonreído y he apagado el teléfono. Me he dado la vuelta de nuevo hacia las luces que iluminaban la oscuridad exterior y le he hablado a mi propio reflejo del cristal de la ventana:

—Sé que lo harías, Vic, pero eso es imposible.