12

El regalo envenenado

 

 

 

La limusina nos dejó en el edificio de apartamentos sin que pudiéramos apartar las manos el uno del otro. De hecho, cuando el conductor abrió la puerta, se encontró con que el cuerpo de Jay había desaparecido debajo del mío. Me levanté de un salto y recogí la corbata arrojada al suelo en un intento frustrado de desnudarlo. Me subió en volandas hasta el apartamento y abrió la puerta a tientas, mientras yo le mordisqueaba el cuello. Cerró y me dio la vuelta para dejarme empotrada contra ella. Sus dedos recorrieron mi pierna hasta levantar un poco el vestido y se inclinó para besar mi hombro descubierto.

De improviso, se apartó y apoyó una mano extendida sobre la madera, al tiempo que la otra me sujetaba de la cintura con gesto posesivo.

—No puedo —murmuró jadeando.

—¿No? —inquirí yo—. No me digas que has perdido los Lucky Charm de Penny.

—No es eso. —Me miró fijamente y me acarició el óvalo de la cara—. Tengo que coger un avión dentro de dos horas. No hay tiempo.

—Puedo ser muy rápida si me lo propongo —insinué.

Él rio con suavidad.

—Y yo también puedo esperar si me lo propongo —afirmó—, aunque va a ser lo más difícil que he hecho en mi vida —añadió.

Lo que fue un pobre consuelo para mi cuerpo sudoroso y excitado.

—¿Adónde vas?

—A Los Ángeles. Tengo una rueda de castings y no puedo retrasarlo más. Mi agente está que se sube por las paredes.

—Lo entiendo. Tu futuro y tu trabajo están en juego.

—No podré concentrarme ni siquiera en la primera línea del texto contigo en mi mente.

Eso me proporcionó un poco más de consuelo.

Se apartó con dificultad y se metió en la habitación para coger su bolsa de deporte. Salió un momento después, pero su rostro había cambiado. Estaba serio y tenía su acostumbrada mirada torturada, que me temía mucho que derretiría las cámaras. Se acercó a mí con lentitud, pero se detuvo sin llegar a tocarme.

—¿Me esperarás?

—Claro, no pienso ir a ningún sitio.

—¿Y si él viene a buscarte?

—No vendrá —le aseguré.

—Sí vendrá, chica cobarde, de eso estoy seguro.

—¿Por qué estás tan seguro?

—Porque cualquier hombre lo haría, por muy frío y perfeccionista que sea. Tarde o temprano averiguará dónde estás y vendrá. Sólo espero estar aquí para recibirlo.

—Jay —le acaricié la mejilla algo áspera—, aunque tú no estés aquí, sé lo que tengo que hacer.

Me atrajo hacia su pecho y allí descansé unos instantes escuchando el rítmico latido de su corazón.

—Te quiero. Te quiero tanto que no creo que decirlo sea suficiente —murmuró.

—Lo es. —Levanté la cara y dejé me besara por última vez antes de desaparecer en la noche neoyorquina.

 

* * *

 

A la mañana siguiente me desperté con el sonido estruendoso de unos ronquidos que provenían de mi salón. Me levanté y me froté los ojos, cansada y bastante resacosa. Salí y vi a Penny durmiendo a pierna suelta, con la boca abierta, en mi sofá. Me acerqué a ella y la zarandeé con suavidad.

—Penny, ¿qué haces durmiendo en mi apartamento?

Ella se removió y se tendió de costado.

—Oh, sí, nene, sigue así, lo estás haciendo muy... muy bien.

Apreté los labios reprimiendo una carcajada y me dirigí, todavía descalza, a preparar café. La cafetera eléctrica adquirida por Jay borboteó, goteó el líquido oscuro y Penny seguía sin despertar. Me acerqué a ella de nuevo y deslicé la taza humeante bajo su nariz.

—Claro que a Penny le da gustito, mucho... Oh, vaya si es grande, nunca he visto otra igual, campeón.

Esta vez me reí con ganas y ella se incorporó de un salto, mirando a su alrededor. Sus ojos se detuvieron en mí y sonrió con un hilillo de baba colgándole en la barbilla. Se frotó la boca y bostezó.

—¿Eres capaz de hacerlo dormida? —le pregunté sin poder parar de reír.

—Llevo mucho tiempo en esto, niña, soy capaz de hacerlo hasta sin estar presente —contestó, arrebatándome la taza de café.

Me levanté para preparar otra y me quedé mirándola mientras ella se desperezaba.

—¿Qué haces aquí? ¿Tienes a algún inquilino indeseado en tu apartamento?

—No, sólo quería saber qué tal fue todo anoche. Por más que he pegado la oreja al suelo no he conseguido oír nada.

Miré su atuendo festivalero y sonreí de nuevo.

—Es probable que cuando tú llegaras yo ya estuviese dormida.

—¿Sola?

—Sola.

—Pero, niña, ¿no te he enseñado nada?

—Parece ser que no lo suficiente, aunque tuvo gracia lo de los preservativos.

—¿Entonces...?

—Tenía que coger un vuelo a Los Ángeles, se fue de madrugada. No hubo tiempo.

—¿Y de la cena a la madrugada?

—Me llevó a dar una vuelta en helicóptero para conocer Nueva York desde el cielo.

—Vaya, así que el actor que hace galletas se ha rascado los bolsillos. Eso es que le importas mucho, no creo que tenga demasiado dinero —dijo, entrecerrando los ojos.

—Lo sé.

—¿Y a ti eso te importa? Se ve a la legua que eres una pija.

Enarqué una ceja.

—No, no me importa en absoluto.

—¿Y no hubo... nada... nada?

—No te lo voy a contar.

—Así que sí hubo.

—Penny...

—Está bien, está bien. Total, ya me enteraré de algún modo.

En ese momento nos interrumpieron unos golpes en la puerta. Abrí y me encontré con Lulah y Mara. Entraron sin esperar permiso y me miraron.

—Dejadla, no va a soltar prenda. Ya lo he intentado yo —dijo Penny.

—Sois una panda de chismosas. —Sonreí, dando un sorbo al café.

Penny se levantó con gesto cansado y las empujó hacia la puerta. Las acompañé y, cuando me despedí de ellas, me incliné sobre Penny.

—Tiene una lengua que hace maravillas —le susurré a su oído.

—¡Joder, lo sabía! —exclamó.

—¿El qué? ¿El qué? —Mara y Lulah se volvieron como si fueran una sola persona y aproveché para cerrar la puerta con una sonrisa.

Unas tres horas más tarde, mientras estaba leyendo un libro en mi pequeño sofá, disfrutando de unos momentos de soledad, llamaron por teléfono.

—Hola —saludé al ver el identificador de llamadas.

—Te quiero. —La voz ronca de Jay me hizo estremecer como si lo tuviera a mi lado.

—Es bueno que lo sigas recordando una vez sobrio.

Rio con fuerza.

—Yo estaba sobrio, la que estaba algo mareada eras tú. ¿Te acuerdas de lo que hablamos?

—La parte de las mujeres con las que te has acostado la recuerdo a la perfección, el resto lo tengo algo disperso.

—Bueno, ésa era la parte más importante —aseveró haciéndome reír.

—¿Qué tal te está yendo? —pregunté e intenté no sentir la sensación de desamparo que acompañaba a cada nueva separación.

—Todavía no ha empezado. Intentaré llamarte cada día cuando tenga un descanso. Sólo quería que no te olvidaras de una cosa.

—¿Cuál?

—Que te quiero.

—Lo sé.

Colgué con una sonrisa y me quedé un instante acariciando la pequeña pantalla, preguntándome qué rumbo estaba tomando mi vida. Como si alguien al otro lado del mundo escuchara mis pensamientos, volvió a sonar el teléfono. Contesté de forma mecánica, todavía sonriendo.

—Sí, ya lo sé, me quieres.

—Suponía que lo sabías, aunque nunca me lo habías confirmado.

—¿Vic? —pregunté con extrañeza, y sujeté con fuerza el pequeño teléfono.

—Dime que no te has fugado a Las Vegas y te has casado con ese actor. —Su voz sonó estrangulada y a mí casi me da un infarto al comprobar quién era.

—No me he fugado a Las Vegas y no me he casado con ese actor.

—Dime que vas a volver ya.

—No te puedo decir cuándo voy a volver.

—Pero ¿vas a hacerlo? Eso de que ya empieces con los «te quiero» me da bastante miedo.

—Volveré... dentro de un tiempo. Todavía es pronto.

—Pronto. —La oí coger aire y supe que llegaba el estallido—. ¡¿Pronto para qué?!

—Vic, entiéndelo por favor. Si te llamé a ti fue por algo. Siempre has sido la más cercana a mí.

—Sí, pero ahora hay otro que te quiere. —La oí maldecir en voz baja.

—No es lo que crees. Es un amigo.

—Un amigo con derecho a roce. ¿Es que se te ha olvidado que estás prometida con otro? Porque Toño no lo ha olvidado. El otro día fui a vuestra casa —obvié que nunca había sido realmente mi casa— y está muy preocupado. Nunca lo había visto así. Se puso hecho una furia —obvié que Toño nunca perdía el control— y amenazó con anunciar que se cancelaba la boda.

—Tal vez sea lo mejor.

—Ésa no es la respuesta que espera que le dé.

—Así que era una pregunta trampa.

—Lo era. Y no ha funcionado. —Maldijo en silencio y continuó—: ¿Qué te pasa? ¿No podría solucionarse todo con una noche de borrachera? Me ofrezco voluntaria, sólo puedo beber té con hielo, pero dejaré que tú bebas por ti y por mí.

—No es así de simple. Aquí me siento bien.

—¿Y dónde está ahora ese actor galletero?

—En Los Ángeles, tenía un casting.

—Así que haciéndose coñocido y follastero.

—Vic, no sigas por ese camino.

—Ese tío lo único que quiere es chulearte, sabe que tienes dinero, que Toño tiene mucho más dinero todavía, y te dejará tirada en la cuneta en cuanto se lo des todo. Y con todo me refiero a todo. Vas a volver mucho peor de lo que te fuiste. Y esto me recuerda bastante una situación muy parecida que sucedió hace algunos años.

—Vic —me froté la frente con cansancio—, por favor, déjalo. ¿Cómo están mis padres?

—¡¡¿Cómo crees que están?!! —Esta vez el estallido llegó de improviso—. Tu padre dice que no lo entiende, sólo eso: «No lo entiendo» una y otra vez. Tu madre se ha apuntado a un curso de cocina, ya que cree que te fuiste porque no cocina bien, lo cual es cierto, pero por supuesto no pude decirle los verdaderos motivos, porque entonces habría que ingresarla en un psiquiátrico. Y tu hermano quiere demandarme por no decirle dónde estás. ¿Crees que lo hará?

—Es muy capaz de ello, pero dudo que ningún juez admita a trámite una demanda tan absurda.

—Ah, y el otro día me encontré con tu suegra. Nunca te ha adorado, pero ahora piensa que eres la reencarnación del maligno en la Tierra. Es la más peligrosa. Te hará picadillo cuando vuelvas. Si el chulazo ese te saca dinero, tira de la cuenta de Toño, así por lo menos no te quedarás en la calle.

—Mierda —musité.

—Sí, es la cruda realidad. Vete asumiéndolo y piensa con calma qué estás haciendo ahí cuando toda tu vida está aquí.

—Está bien. Lo pensaré —admití finalmente.

 

* * *

 

Después de colgar, me sentía como Cruella de Vil, pero esta vez con remordimientos. Tenía que tomar una decisión. Habían pasado más de dos meses. Era sencillo: volver a Toño, a una vida planificada, o elegir a Jay sin saber si al día siguiente tendríamos suficiente dinero para comprar comida. La balanza se inclinaba de forma peligrosa hacia Toño. Mi corazón se decantaba por Jay.

Cogí una caja de dónuts de chocolate y bajé la escalera cuando ya anochecía. Llamé a la puerta de Malik, que abrió sonriente, como era habitual.

—¿Noche de película, dónuts de chocolate y cama? —pregunté con una sonrisa compungida.

Tiró de mí hacia dentro y me soltó para abrir el frigorífico.

—Tengo algo mejor. Cerveza —dijo, abriendo una Bud y ofreciéndomela.

—Tú sí que sabes cómo hacer feliz a una chica —murmuré.

—El problema es que quiero hacer feliz a un chico.

—Bueno, empieza con una cerveza, así abrirás camino; ¿no es lo que dicen los rangers de Texas?

—No es exactamente eso, pero puede valer.

Caminé cansada hasta la cama de Malik y me dejé caer con los dónuts apoyados en el pecho, una resaca considerable, una balanza en mi mente que no me dejaba concentrarme, una cerveza fría y un joven mentiroso, embaucador y encantador a mi lado.

 

* * *

 

Aquella semana, una ola de calor azotó la costa y decidió quedarse a vivir con nosotros una temporada. Gruesas nubes plomizas cubrían el cielo neoyorquino, compitiendo con la polución acumulada, lo que hacía que el aire se volviera casi irrespirable.

Mis días transcurrían en una extraña y solitaria monotonía. Me levantaba al amanecer, daba largos paseos con los perros por Central Park, regresaba al apartamento y comía con Lulah o con Mara, y muchas veces se nos unía Penny. Por las tardes le daba clases a Joseph y me entretenía con las historias que contaba de sus infructuosos intentos por conquistar a la joven portorriqueña. Por las noches regresaba cansada y molesta por el largo y pegajoso día. Salía a la escalera de incendios, intentando atrapar algo de aire fresco mientras fumaba y dejaba que mi mente asimilara qué estaba haciendo allí.

No conseguía sentirme del todo culpable, lo que me extrañaba. Era como si estuviera desafiando al mundo, diciéndole que lo había hecho porque quería, y esta vez sin seguir los dictámenes impuestos por los de mi alrededor. Sin embargo, no dejaba de pensar qué estarían haciendo todos en casa. Mi mente se llenaba de escenas cotidianas y me preguntaba una y otra vez cómo iba a solucionarlo cuando llegara el momento. Porque en el fondo sabía que tenía que haber un final. Una ruptura con lo anterior o una disculpa antes de continuar mi vida con un paréntesis en medio.

Intenté varias veces escribir una carta, primero a mis padres, después a mi hermano y por último a Toño, sin poder pasar de la primera frase. Ni yo misma era capaz de explicar por qué había huido y qué era lo que me ataba a Nueva York.

Cuando sentía que flaqueaba, me metía en la habitación y me quedaba dormida abrazada a la chaqueta del traje de Jay, que se había dejado olvidada. Sonreía al ver la marca de la etiqueta, Dolce&Gabbana, imaginando quién se lo habría prestado, o en qué tienda de Chinatown le habrían vendido una imitación tan perfecta. La tela suave olía levemente a su colonia y a él. Seguía sin saber qué olor era ése con exactitud, sólo sabía que era lo que lo definía de alguna forma y que nunca podría olvidarlo.

Me llamaba con extrema puntualidad dos veces al día, al amanecer y al anochecer, como si intentara evitar que me deshiciera de su recuerdo. No parecía entender que yo seguiría allí cuando regresara, como si no terminara de creérselo. Por las noches, mientras daba mil vueltas entre las sábanas empapadas, reconocí por primera vez que a él le costaba tanto asimilarlo porque yo no llegaba a creer que fuera cierto. Por el tono de mi voz Jay adivinaba lo que yo pensaba y eso me extrañaba y me desconcertaba al mismo tiempo. No paraba de rememorar una y otra vez todos los momentos vividos juntos, su sonrisa, sus frases cortas y certeras, sus ojos implacables y melancólicos sobre mí, como si temiera que me fuera a desvanecer ante él, a comprobar que todo había sido un sueño desde el principio.

Aquel viernes por la tarde salí a comprar provisiones, vestida con unos shorts vaqueros y una camiseta holgada, y acabé en la tienda de licores. Con una idea rondándome la cabeza y sujetando de forma precaria las bolsas de papel marrón entre los brazos, al tiempo que resoplaba apartando mi pelo sudoroso de la frente, me detuve frente a la puerta de Malik.

—¿Noche de chicas? —propuse cuando él abrió la puerta y una ráfaga del ventilador me llegó justo a la cara—. Hasta puedo intentar cocinar algo. Incluso he comprado cervezas y whisky.

Él sonrió y se asomó por una de las bolsas.

—No es whisky, es bourbon.

—¿No es lo mismo? —pregunté, esperando una respuesta.

—No. —Negó con la cabeza como si lo mío no tuviera solución—. Nunca podrás ser una espía del MI6: no sabes cocinar e incluso se te olvida la mayoría de las veces comprar comida. El otro día subí a buscar leche y tu frigorífico me devolvió el eco de mi voz.

—Jamás he dicho que lo fuera —repliqué algo indignada—. ¿Desde cuándo subes a robarme comida?

—Sólo lo hice esa vez. No volveré, es una misión imposible —aseguró riéndose de su propio chiste y fue mi turno de negar con la cabeza.

—No te pareces nada a Tom Cruise.

—No, pero tiene un polvazo —murmuró él, con la mirada perdida.

—¿Te está afectando el calor?

—Como a todos. ¿A ti no? Dime que no piensas en tu actor de las galletas muy muy a menudo.

—Sí, pero no en esos términos —contesté.

—Mientes fatal, aspirante a espía —afirmó, y yo enrojecí, fruto del calor, con toda probabilidad.

—Bueno, ¿qué me dices? —cambié de tema, agitando las bolsas.

—Tengo una idea mejor. —Se volvió para buscar algo en el cajón de un pequeño mueble del salón, se lo metió en el pantalón vaquero y me cogió la bolsa más pesada al salir—. Iremos a casa de Lulah, hoy tiene alitas de pollo fritas con patatas asadas.

Llamamos a la puerta de Lulah y, antes de que ésta abriera, le pregunté a Malik:

—¿Qué es lo que has cogido?

Lulah abrió y se nos quedó mirando intrigada.

—Tú pones el alcohol, Lulah la comida y yo la diversión. —Sacó una baraja de cartas y la mostró—: Póquer.

—¡Y yo el tabaco! —Sonó por la escalera la inconfundible voz de Penny.

—Aquí no hay secretos, ¿verdad? —inquirí, mientras esperábamos a que Lulah fuera por la fuente de comida.

—Somos como una pequeña familia —asintió Malik.

—Una desesperante familia. —Resoplé de nuevo sonriendo.

Dos horas más tarde, mi salón olía como un casino barato de Atlantic City. Había abierto todas las ventanas y puertas de las habitaciones, esperando que en algún momento soplara algo de brisa y se llevara las nubes de humo que producía Penny, que parecía Al Capone vestido de fiesta. Se había sentado en el suelo, apoyada en el sofá con mi almohada en la espalda, resollando y maldiciendo con un pitillo perenne en los labios, a la vez que sus grandes pendientes con piedras imitación de diamantes refulgían a cada movimiento. Malik, sentado frente a mí, se había autoproclamado crupier y lo dominaba todo con la energía que lo caracterizaba. Lulah, que había dado cuenta de casi toda la fuente de alitas de pollo y bebido más de media botella de bourbon, se esforzaba en explicarme las reglas del póquer. En tanto que yo, de cara a la puerta y sentada con las piernas cruzadas en el suelo, me esforzaba por no olvidar ninguna de sus advertencias, sin conseguirlo.

—¡Cinco dólares! —aposté, extendiendo el billete sobre el pequeño montón en el centro del suelo—. ¡Tengo la mano ganadora! —añadí, y le guiñé un ojo a Lulah.

—¡Din, din, dong! ¡Toquen la campana, señores, la chica tonta cree que va a ganar esta mano! —farfulló Penny sin quitarse el cigarrillo de los labios.

—¡Escalera de color! —proclamé, extendiendo mis cartas y enarcando una ceja en dirección a todos—. ¿Qué? —pregunté, cuando se inclinaron en silencio sobre ellas.

Malik fue el primero en levantar la cabeza y la movió de un lado a otro con cierta pena. Penny bufó y se recostó de nuevo sobre mi almohada. Lulah me miró con bastante desesperación en sus ojos castaños.

—Niña, eso no es una escalera de color —dijo mi profesora de póquer.

—¿Ah, no? —inquirí, del todo confusa.

—Ni siquiera es una escalera —confirmó Malik—. Has vuelto a confundir los corazones con los rombos.

Me acerqué las cartas hasta la nariz y lo comprobé.

—Vaya. Será que soy muy romántica —dije enrojeciendo.

—¡Bah! —exclamaron los tres a la vez, haciendo el mismo gesto con la mano.

En ese momento, la puerta se abrió y apareció Jay con la bolsa de deporte negra colgada del hombro, unos vaqueros Levi’s azul oscuro y una camiseta negra de manga corta. Me quedé sin respiración cuando su mirada se encontró con la mía.

Él sonrió casi con alivio y se pasó una mano por el pelo, a la vez que dejaba la bolsa en el suelo. Parecía cansado y se lo veía un poco bronceado, lo que hacía que el color verde oscuro de sus ojos pareciera más claro. Una imagen fugaz brotó en mi cerebro y me lo imaginé en alguna piscina de Los Ángeles, rodeado de jóvenes aspirantes a actriz y modelos, y eso provocó que frunciera el cejo.

—Tu chica es un desastre jugando al póquer —le informó Lulah, como si lo acabara de ver hacía sólo un momento.

—Todos sus movimientos van precedidos por un gesto de la cara —explicó Penny.

—Lo sé, lo estoy viendo —contestó Jay, sonriéndome abiertamente.

—Estoy segura de que Penny hace trampas —rebatí.

—¡No me insultes, niña! ¡Claro que hago trampas, pero tú no te has dado cuenta ninguna de las veces! —barbotó Penny.

—¿Haces trampas? —Lulah abrió mucho los ojos.

—Sí y tú también. Te he visto esconderte el as de picas debajo del trasero. —Malik las miró a ambas como si estuviese reprendiendo a un par de díscolos alumnos.

Los tres se enzarzaron en una discusión inútil sobre la dignidad del juego, mientras Jay y yo permanecíamos inmóviles, sin apartar la vista el uno del otro. Al final, Penny se levantó, estirándose su ajustadísimo top a lunares amarillos, y le tendió una mano a Lulah.

—Vamos, sigamos la fiesta en mi apartamento, que éstos seguro que tienen que ponerse al día. —Le guiñó un ojo a Jay—. Y no precisamente hablando del tiempo —añadió.

Cuando pasó a su lado, le dio tal empujón con la cadera que él trastabilló un paso, riéndose.

—¡Mambo! —gritó ella, desapareciendo con Malik, Lulah y su perpetuo cigarrillo en la boca.

Me levanté despacio y di unos pasos. Me froté las manos en las piernas desnudas y miré a Jay con timidez.

—Hace calor, ¿no crees? —murmuré.

Y en mi mente apareció una imagen de Penny riéndose a mandíbula batiente.

—Joder, ven aquí, chica cobarde. —Alargó una mano y tiró de mí hasta atraerme contra su pecho.

Lo abracé por la cintura y él me recorrió la espalda poco a poco con las manos. Me dio un beso en la coronilla y después apoyó la barbilla sobre ella.

—Te he echado de menos. Mucho —murmuró con voz ronca.

—Yo a ti también —asentí en un susurro. Y me pregunté cómo no era capaz de añorar a mi prometido y sí a él cuando desaparecía de mi vista más de unas horas.

—Te he traído un regalo.

—¿Ah, sí? —Levanté la cabeza y lo miré con entusiasmo—. ¿El qué?

—Unas pequeñas vacaciones.

—Tengo que trabajar —dije algo apesadumbrada.

—Sólo el fin de semana.

Empecé a imaginarme destinos paradisíacos con él semidesnudo en una playa.

—¿Hawái?

—No, algo más cerca.

—¿Las cataratas del Niágara? —probé, cambiando mi visión de él en una habitación de hotel pequeña y húmeda.

—No.

—¿No hay arena, palmeras, un océano azul extendiéndose frente a nosotros?

—Si quieres te llevo algún día a Coney Island.

—¿Al parque de atracciones?

—Joder, chica cobarde, ni siquiera sabes que Nueva York tiene playa, ¿no?

—Bueno... —Traté de disimular—. No, no lo sabía. ¿Adónde entonces?

—Al Upper West Side. Mi agente es amigo de un productor que vive allí y nos presta el apartamento el fin de semana.

—Ah, vaya. —Esta vez intenté no mostrar mi desilusión.

—Tiene aire acondicionado —añadió él, enarcando una ceja.

—Haber empezado por ahí. —Mi entusiasmo creció de nuevo—. Voy a ducharme. Dame cinco minutos.

Cuando salí del baño, con el pelo todavía húmedo y con un vestido corto de lino negro de tirantes, Jay estaba apoyado en el marco de la ventana, fumando. Arrojó el cigarrillo con un certero golpe de dos dedos y se volvió, mostrándome una sonrisa iluminada por el sol del atardecer.

—¿Lista?

—Ajá —murmuré, deseando que aquella imagen se quedara grabada en mi mente, para poder recrearme en ella cuando se fuera de nuevo.

Caminamos de la mano, sin prisa, hasta la dirección indicada, mientras él cargaba con su bolsa de deporte y mi pequeña mochila con una muda y otro vestido.

—¿Qué tal te ha ido? ¿Has conseguido algún papel? —inquirí.

—No lo sé, se lo dirán a mi agente al final del verano.

Parecía extrañamente molesto, como si temiera decirme que había fracasado de nuevo.

—Estoy segura de que serán buenas noticias —lo animé.

—¿Lo serían? —preguntó deteniéndose de súbito.

—Claro. Es lo que quieres, ¿no?

—Sí, pero ¿es lo que quieres tú?

—¿A qué te refieres?

—¿Te haces una idea de lo complicado que puede ser compartir tu vida con un actor? Tendría que hacer muchos viajes, atender a la prensa durante la promoción, evitarlos cuando nos acosaran en nuestra vida privada. Toda tu vida y la mía serían examinadas con lupa por gente que no sabría nada de nosotros.

—Jay, me estás dando un poco de miedo. Hablas como si fueras a ser el próximo Brad Pitt.

—¿Te gustaría que lo fuera?

Lo pensé un momento mientras él permanecía en silencio, apretando los dientes y conteniendo la respiración. Ya tenía veintisiete años; si no lo conseguía pronto, no lo haría nunca. Era su sueño, como el mío había sido ser profesora de infantil. Si yo no lo había logrado, debía apoyarlo para que él sí lo hiciera. Aun así, ¿compartirlo con el mundo? No sabía si estaba preparada. Sin embargo, Jay tenía algo especial. Una voz me susurraba que lo acabaría consiguiendo; no sabría cómo definirlo, carisma, un don. Llegaría a triunfar tarde o temprano.

—Si es lo que tú quieres, sí —respondí.

—Chica cobarde... —su tono se tiñó de melancolía—, vuelves a las andadas. No es lo que yo quiero, sino lo que tú quieres. Sé sincera: ¿podrías compartir ese tipo de vida conmigo?

—No lo sé, Jay, nunca me lo había planteado hasta ahora. Me estás hablando de cosas que son del todo extrañas para mí. Supongo que lo que tenga que suceder, sucederá.

No contestó, sólo me cogió de la mano y tiró de mí hasta que nos detuvimos unos metros más adelante.

«¿Qué es lo que le molesta?», me pregunté, observando con bastante asombro el edificio de piedra oscurecida que se cernía sobre mí, cuyo portal tenía un toldo semicircular azul que cubría parte de la acera.

—¡Vaya! —exclamé silbando—. ¿Cuánto puede costar un apartamento en este edificio?

—Unos cuantos millones de dólares.

—Dime que si rompo algo no tendré que reponerlo.

—No, no tendrás que hacerlo. —Y sonrió por primera vez con algo de alegría.

Entramos en el fresco vestíbulo y el portero, semiescondido tras el mostrador de mármol veneciano, levantó la vista del periódico que estaba leyendo e hizo un gesto de saludo.

—Señor, señorita.

Le respondí con la mano, empezando a sentirme bastante intimidada por el lujo que me rodeaba. Cogimos el ascensor forrado de espejos de arriba abajo y Jay introdujo un código que nos llevó al último piso.

—Te ha llamado señor —dije.

—Es un hombre educado. —Sonrió y me dejó paso cuando las puertas se abrieron directamente dentro del apartamento.

Silbé de nuevo, preguntándome si no me estaba convirtiendo en una macarra.

Miré a mi alrededor y vi todo lo que podía comprar el dinero. Sobre todo un decorador mejor que el amigo de mis suegros. La decoración era minimalista e impersonal, pero a la vez íntima, como si cada pequeño detalle hubiera sido examinado con minuciosidad por un grupo de personas. El salón tenía una amplitud considerable y, aparte de contar con una pared acristalada desde la que se podía ver la noche cayendo sobre Central Park, disponía de una estimable biblioteca. Esquivé el sofá de piel negra y me acerqué a la estantería que cubría el extremo oriental del suelo al techo. Me detuve junto a ella, disfrutando del frescor del aire acondicionado que circulaba en silencio por toda la estancia. En el estante superior, el que rozaba el techo artesonado, con focos ocultos por un friso de escayola, vi dos Oscar. Me empiné para leer el nombre de la placa dorada, sin conseguirlo.

—¿Quién es el dueño? —Giré sobre mis talones para mirar a Jay, que se había detenido junto al televisor.

—Un productor, ya te lo he dicho.

—Tiene dos Oscar, ¿lo has visto?

—Es normal, también tiene tres exesposas. Con la nueva es con la que se ha ido a los Hamptons, y su amante lo espera a su regreso, el domingo por la tarde.

—¿Una vieja gloria de Hollywood? —Y esta vez me contuve para no silbar de nuevo—. Tampoco creo que le importen mucho los premios, porque los tiene bastante abandonados. Yo más bien diría que los utiliza de sujeta libros.

Jay rio y me tendió una mano.

—Te enseñaré el resto.

—¿Habías estado aquí antes?

—Sí.

—¿En una fiesta privada?

—Algo parecido.

—¿Lo conoces en persona?

—Sí. Es un anciano gruñón, pero también tremendamente inteligente.

—Y con mucho éxito con las mujeres.

—Sí, el verde nunca pasa de moda —corroboró él.

Cuando subimos al piso de arriba y vimos las habitaciones, todo mi pequeño mundo se vino abajo de forma inexplicable.

—¿Crees que alguna vez lo han querido? —murmuré, haciendo una mueca.

—Supongo que cuando tienes tanto dinero como él es difícil saberlo —contestó Jay.

La habitación principal estaba decorada en blanco y negro. Los oscuros y pesados muebles de caoba contrastaban con la luminosidad del ventanal, que daba a una inmensa terraza con jacuzzi y una pérgola de madera con sillones de piel. Allí descubrí qué era lo que me sonaba raro al mirar de nuevo a mi alrededor. No había ni un solo detalle personal, ni una foto, ni un recuerdo tonto de esos que por mucho que busques no les encuentras un sitio adecuado en la casa y acabas escondiendo detrás del regalo que te dieron en la última comunión a la que fuiste. Aquella casa carecía de vida.

—Por lo menos su decorador es mejor que el mío —musité, sin llegar a sentirme cómoda en aquel frío mausoleo.

—¿Tenías decorador? —preguntó Jay, dejando su bolsa de deporte y la mochila sobre la cama.

Las miré con algo de reparo; seguro que manchaban, rozaban o dejaban una marca sobre el impoluto nórdico blanco.

—Sí, lo tenía él, era un amigo de sus padres. Se empeñó en decorar nuestra casa como si del mismísimo Museo Egipcio se tratara. Al final todo me parecía recargado, amontonado, dorado y acartonado.

—¿No dijiste nada? —inquirió él, mirándome con tanta intensidad que sentí que empezaba a temblar.

—No me dejaron —musité.

Se acercó a mí y sus manos cálidas se posaron en mi piel. Noté el contraste de temperatura y cerré los ojos.

—No, te equivocas, chica cobarde, era tu casa y otros decidieron por ti, como siempre. No te impusiste.

Sus palabras certeras se clavaron en mi interior, que comenzó a arder de furia por los recuerdos, por los intentos perdidos y los fracasos.

Me aparté y me dirigí hacia el ventanal, apoyando una mano en el cristal y temiendo dejar huella. Incliné la cabeza, vencida.

—No lo entiendes. Ni siquiera era mi casa. Todos decían que era perfecta, que tenía mucha suerte de vivir donde vivía, pero a mí me parecía una cárcel. Cuando intentaba insinuar que una estatua griega era excesiva para un recibidor, me apabullaban con explicaciones de todo tipo, haciéndome ver que en realidad no importaba mi opinión, que no tenía ninguna opinión que dar.

Sentí que el corazón me empezaba a latir con fuerza en el pecho y que me faltaba la respiración. Mis pulmones se cerraron y me incliné más sobre el cristal. Un sollozo brotó de mi garganta.

Jay se acercó a mí y me acarició la espalda, pero no trató de abrazarme ni de besarme.

—Sólo tienes que seguir respirando, ¿lo recuerdas? Sólo eso.

—Joder, no puedo. Ahora no. Déjame sola, por favor.

Él se apartó y pude notar su tensión detrás de mí, y después oí el sonido de sus Doc Martens en la madera pulida y encerada de la escalera.

—¿Qué coño estoy haciendo aquí? —me pregunté en voz alta, mirando a mi alrededor y recordando las palabras de Vic.

Aquella casa era una cárcel igual que la que había dejado en España, con la única diferencia de que era mucho más lujosa y, además, prestada. Me sentía fuera de lugar. Al entrar y recorrer cada estancia, lo único que había conseguido era remarcar más la diferencia de mi vida con la de Jay.

En ese momento, a través de las paredes me llegó el dulce sonido de las teclas de un piano. La voz rasgada de Jay resonó traspasando el aire y también mi alma, haciéndola pedazos. Con su voz conseguía eso. Con ella me llevaba hasta el cielo y también me hundía en el infierno. Con su inconfundible sonido me decía que mirando en mi interior podía ver un amor contenido y que yo, en mi inconsciencia, no sabía que él sentía lo mismo.

Bajé la escalera despacio, sin hacer ruido; no quería que mis pasos interrumpieran su voz cantando, ronca, con tanto sentimiento que hacía que las notas vibraran sobre mi piel, arañándola. Suplicaba que hiciéramos lo posible por matar el dolor que ambos sentíamos.

Me detuve junto a la puerta del salón y me asomé con timidez a la derecha: era una especie de estudio de grabación, con un piano negro de cola en el centro. Jay estaba sentado de espaldas a mí y cantaba una canción dirigida a mí, instándome a que no me alejara.

No pude soportarlo más; di media vuelta y, derramando lágrimas ardientes, cogí el ascensor que me llevaba a la calle. Una vez allí, corrí sin rumbo fijo y acabé sentada en el banco en el que había conocido a Jay meses atrás. Había anochecido, pero todavía quedaba gente en el parque: algunos deportistas, turistas y otros simplemente paseando. Y yo misma, que sentía que se derrumbaba todo mi mundo.

Al cabo de unos minutos, Jay se sentó a mi lado en silencio y se encendió un cigarrillo. El humo se disipó con un golpe de aire que presagiaba una tormenta de verano.

—Era un regalo envenenado —murmuré—. Lo sabías. Has estado toda la semana preguntándome si te esperaría, lo he visto en tus ojos esta tarde cuando has llegado: el alivio al ver que no me había ido. Has planeado con detenimiento llevarme a un sitio lo más parecido posible al lugar donde yo vivía. —Hice una pausa y respiré hondo—. Pero te has excedido, mi casa cabría entera en el salón. Sin embargo, aun así querías ver mi reacción. Bueno, pues ya la has visto. —Lo miré con fijeza—. Sigo siendo una chica cobarde, he huido.

—No, te equivocas. Quería darte lo que no puedo darte normalmente. Quería que disfrutaras sin tener que contar el dinero cada vez que nos tomamos un café. No puedo hacerlo de otra forma. No puedo amarte de otra manera.

—Sé sincero: ¿crees que puedes amarme tal como soy y sin apenas conocerme?

—Te amo por lo que eres, no por lo perfecta que quieras llegar a ser. Te amo por ser tú y te he amado desde el primer día sin poder evitarlo.

—¿Intentaste evitarlo?

—No, no lo hice. —Y al confesarlo, me ofreció una media sonrisa.

—Mi amiga Vic piensa que eres un chulo que me sacará todo el dinero y me dejará tirada, con toda probabilidad embarazada de gemelos.

No pareció molesto, pero su sonrisa se tornó triste.

—Durante años he sido un perdedor, un adicto. Quizá deberías hacerle caso a tu amiga.

—Yo también he sido una perdedora. Todos los que me rodean ahora lo son y, sin embargo, se han convertido en mi familia. También fui una adicta y una persona que ha ocultado su pasado por miedo a ser juzgada de nuevo.

—Pero...

—Me he planteado regresar. Lo he hecho. No sé adónde nos conduce esto, no sé si una vez que pase el verano y sigamos juntos nos daremos cuenta de que no tenemos nada en común, de que nuestro pasado se ha convertido en una condena hasta separarnos.

—Pero...

—Ya no puedo respirar si tú no estás a mi lado. Simplemente eso.

—Joder, chica cobarde, ¿estás intentando decirme que sí que crees en un futuro conmigo?

—Creo que el futuro no existe si tú no estás. Lo siento, Jay, tampoco yo sé querer de otra forma.

—Con que me quieras es suficiente, y si no me amas, yo lo haré por ti, por los dos, si es necesario.

Permanecí en silencio unos instantes mientras trataba de asimilar todas las emociones que se agolpaban en mi pecho. Jay me pasó un brazo por los hombros y me atrajo hacia él.

—La idea de los gemelos tampoco me parece tan mala —dijo al final, dándole una calada al cigarrillo.

—No tenemos nada —murmuré con tristeza—, dudo que pudiéramos mantener a dos niños.

—Nos tenemos a nosotros; ¿no crees que es suficiente?

—¿Lo es?

—Para mí sí. Ya no concibo mi vida sin ti a mi lado. Sin tu sonrisa, sin tus expresiones de desconcierto, sin tu escasa habilidad con el póquer, sin tus ojos brillantes de deseo...

—Sin mis ojos llorando sin cesar...

—No permitiré que vuelvas a llorar, chica cobarde.

—¿Por qué?

—Porque ya nunca más volverás a necesitar hacerlo. Te lo prometo.

Me recosté en su hombro y aspiré su olor, dejando que éste me llenara, que sus palabras me convencieran.

—¿Sabes? Hace unos años me escapé para ir a ver a los Guns N’ Roses. November Rain[3] es una de mis canciones favoritas —añadí, recordando la melodía con la que me Jay me acababa de obsequiar.

—También una de las mías. —Me sonrió de medio lado—. ¿No coincidirá con la fecha en la que supuestamente perdiste la virginidad sin perderla?

—¿Por qué lo preguntas?

—Porque he estado en más de un concierto de los Guns.

—Nunca me gustó Axel Rose, el mío era Slash.

—El tuyo y el de muchas.

—¿Tú crees? —Entrecerré los ojos con falsa malicia—. Quizá pueda vender la exclusiva a News of the World.

—¿Sabes que soy bastante celoso?

—No, no lo sabía —contesté con sinceridad.

—Bueno, pues ahora ya lo sabes.

—Entonces tienes un problema, actor que hace galletas, porque estoy prometida a otro hombre.

—No, ya no lo tengo.

—Y eso ¿por qué?

—Porque esta mano y esta partida la he ganado yo.

—Pero ¿qué...?

—Ya eres capaz de bromear sobre ello, cuando antes eras incapaz incluso de mencionarlo.

Me quedé con la boca abierta, mirándolo. Como siempre, tenía razón.

—Volvamos, va a empezar a llover de un momento a otro —dijo mirando el cielo.

—No quiero regresar al apartamento del productor.

—Ya lo sé, he traído nuestras bolsas. —Me regaló una amplia sonrisa al levantarse y las cogió del suelo detrás del banco.

—Siempre vas un paso por delante —mascullé siguiéndolo y entornando la vista.

—Soy un chico listo. —Me guiñó un ojo y me cogió la mano.