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«Querido diario... el aroma de mis recuerdos»

 

 

 

¡Madera de sándalo! ¡Por fin lo he logrado averiguar! Jay, hueles a madera de sándalo, mezclada con el olor picante del tabaco y el aroma inconfundible de tu piel. Y como todo en la vida, ha sido por casualidad. Me encontraba esta misma tarde bebiendo un mojito con Vic en una terraza, bajo un sol de justicia. Ella ha llamado de nuevo al camarero, un joven de sonrisa simpática y pelo desgreñado, y nos ha tomado nota. He observado cómo mi mojito —que literalmente tiene el sabor de la hierba—, estaba mediado y ella ya iba por el tercero, aunque al acabar la tarde se ha transformado en el sexto. A veces me pregunto cómo es capaz de volver a su casa, bañar a su hija, prepararle la cena y después comentar con su marido qué tal le ha ido el día, llevando tal cantidad de alcohol en sangre. Estoy segura de que si prendes una cerilla frente a su boca se convertiría en un lanzafuego.

Cuando me he quedado mirando al camarero demasiado tiempo como para que resultara decoroso, Vic ha entornado los ojos con suspicacia y ha levantado un dedo acusador.

—Tiene buen culo, pero no creo que sea como para que lo desnudes con la vista.

—No es eso —he respondido algo distraída—, es su olor, es el mismo aroma que...

—No.

—Sí.

—¿Todavía?

—Todavía. Siempre.

Se ha repantingado en la silla de mimbre y ha cruzado los brazos sobre su voluminoso pecho.

—Cielo, tienes que empezar a curarte, la herida ha supurado, ha gangrenado y ya es hora de que la cautericen.

—Vic, es mi herida y es mi vida. Ya no podría vivirla de otro modo. Sólo —vacilé un momento—, sólo déjame vivirla así. Es lo único que me queda, su recuerdo.

Ella ha negado con la cabeza con tristeza y de pronto se ha erguido, siguiendo con la mirada a una persona que se aproximaba por la acera de enfrente.

—Tu madre a las doce en punto; amartillen sus armas y retírense, camaradas. ¡Lo más rápido posible! —ha susurrado con voz metálica.

Y las dos a una nos hemos encogido en nuestros butacones de mimbre hasta casi desaparecer debajo de la mesa.

—¿Se ha ido? —he preguntado con un jadeo involuntario.

Ella ha emergido lo suficiente como para otear el campo enemigo y ha levantado el dedo gordo en señal afirmativa.

—Menos mal. —He suspirado al recuperar la posición erguida en el asiento.

—¿Todavía seguís sin hablaros?

—Bueno, hablamos, pero no hablamos. Es difícil de explicar.

—Pues esta vez te he entendido perfectamente —ha dicho ella, pidiendo una nueva ronda individual.

No he podido por menos que sonreír ante sus tonterías.

—Deberíamos quedar todas las chicas para una cena, como antes —ha sugerido.

—Sí, eso estaría bien —he musitado yo, desviando la mirada.

—Está claro que no vas a ser el alma de la fiesta, pero seguro que te animas.

—Sí, cuando queráis —he contestado, pero no he concretado nada.

Ante su resoplido, me he centrado en mi mojito, todavía aspirando el aroma del camarero.

—¿Crees que debería apuntar a mi hija a ballet? Tú fuiste muchos años. ¿Qué opinas?

—¿Cómo? —El súbito cambio de conversación me ha dejado bastante más despistada de lo que ya estaba.

—Quiero que se centre en algo, que no se disperse.

—Tiene cuatro años, Vic.

—Tú empezaste a esa edad.

—Sí, pero lo hice porque era lo que querían mis padres, no porque me gustara. Conlleva muchísimo sacrificio y también muchas decepciones si no consigues ser una figura principal. Creo que debes dejar que ella sea libre para elegir.

—¡Ya! Y si me sale como tú, ¡¿qué voy a hacer?! —Ha dejado caer la cabeza y después me ha mirado con tal gesto compungido que he sido incapaz de enfadarme.

—De momento ya le has puesto mi nombre, así que estará marcada de por vida.

—¿En qué estaría yo pensando? Seguro que sois las dos únicas personas en el mundo que se llaman así.

He sonreído y la he mirado con cariño.

—Vic, ella será lo que sea, y nunca se parecerá a mí, porque, ¿sabes una cosa? Tú no te pareces en nada a mi madre.

—Menos mal; si me llegas a decir que me parezco a ella, me hago el haraquiri aquí mismo.

Y ambas nos hemos reído como niñas.

—Ya sé cuál es tu problema —ha determinado Vic, después del quinto mojito.

—¿Cuál?

—Que lo quisiste demasiado.

—¿Demasiado?

—Sí, una puede querer, amar, amar mucho y querer demasiado. Para sobrevivir a una relación, con un querer simple basta. Tú, cariño, diste un salto de pértiga y te saliste de pista.

—¿Ése es el pensamiento filosófico de... —miré mi reloj de pulsera— las siete y catorce minutos de la tarde?

—No, ése es un teorema vital —ha afirmado, bebiéndose la última consumición.

 

* * *

 

En casa, a salvo del calor, con el aire acondicionado recorriendo cada estancia de forma silenciosa, he pensado en ello. ¿Y sabes una cosa, Jay? Mi problema no es haberte querido demasiado, es... que te sigo queriendo demasiado.