26

El final... y también el principio

 

 

 

Volvimos a estar en Central Park, sentados bajo la copa de un árbol que nos cubría con su sombra, escondiéndonos del sol y de la gente. Tú me abrazabas situado detrás de mí y tus manos se internaron bajo mi camiseta, jugando con mi piel desnuda. Enterraste el rostro en mi cuello y me besaste con infinita ternura. De fondo se oía el eco de la risa de varios niños jugando.

—Te quiero, chica cobarde. Te quiero tanto... —susurraste con tu voz, que tenía ese timbre ronco y personal.

Y yo me reí y saboreé el placer que me producía oír ese sonido de tu boca, el deseo que prendías sólo con tus manos y tus labios paseándose por mi cuerpo. Levanté la cara y recibí los rayos de luz que se filtraban entre las hojas que se mecían cadenciosamente, mientras el mundo desaparecía ante mis ojos. Me volví y atrapé tu aliento con la boca y sentí que tu esencia penetraba en mí, que parte de tu ser se quedaría a vivir para siempre en mis labios, porque sólo tú habías sabido tocar mi corazón, sólo tú habías acariciado mi alma herida.

Sólo habíamos estado tú y yo.

Y en ese momento comprendí que habías muerto.

La luz desapareció y la oscuridad se adueñó de mi corazón. La caricia de tu pelo sobre mis mejillas se convirtió en ceniza arrastrada por el viento, la suavidad de tus manos sobre mi piel se tornó en arañazos fríos que desgarraban mi alma, los cálidos rayos de sol deslizándose sobre mi rostro se transformaron en lágrimas ardientes y ásperas.

—Sí, estoy bien, Toño —contesté al final, con la voz rota por el dolor.

—Gracias a Dios —musitó él, y yo, de forma absurda, me pregunté cuántas veces Dios habría sido maldecido, bendecido y solicitado aquel día por voces de todo el mundo.

Permanecí en silencio porque ya no me quedaban palabras, porque ya no tenía nada que decir.

—¿Estás ahí? —preguntó Toño, y, sin esperar respuesta, añadió de forma rápida y cortante—: ¡Escúchame bien! He contactado con un amigo que trabaja en el consulado, tienes que dirigirte allí lo antes posible. Ya lo he puesto al tanto de tu peculiar situación en Nueva York. Ellos se harán cargo de todo. Cuando tengas la fecha del vuelo, llámame y estaré ahí esperándote.

Pero yo no quería que él estuviera allí esperándome, no quería que siguiera dictando órdenes como si nada hubiera sucedido. Deseaba que no hubiera sucedido nada.

—De acuerdo —contesté, y colgué.

No hubo más llamadas. El teléfono siguió en silencio y mi espíritu se acalló con él.

Al amanecer continuaba sentada sobre el balancín, mirando pensativa un punto fijo de la valla blanca de madera, sin voluntad para hacer absolutamente nada más. Pero no estuve sola aquella noche, estuve acompañada por todos los que permanecieron en vela esperando, por los helicópteros que sobrevolaban la ciudad, por las sirenas lejanas, por el sonido de las hojas meciéndose con el viento, por el silencio.

Entré en la casa cuando oí ruido en la cocina, que daba al jardín. Aquella pareja de extraños, de los que no sabía nada pero que sin embargo me habían acogido sin preguntas, estaban sentados a la mesa de madera que constituía el centro de la estancia. Ambos habían pasado la noche despiertos y en sus rostros se percibía con igual intensidad el alivio y la desesperación más absoluta.

—Tengo que irme —murmuré, temiendo deshacerme de nuevo.

—¿Quieres un café primero? —La mujer hizo amago de levantarse.

Levanté una mano deteniéndola y un sollozo se me atoró en la garganta.

—No es necesario —susurré.

—¿Tienes adónde ir? —preguntó ella, mirándome con tristeza.

No contesté. No pude hacerlo. Cada palabra que brotaba de mi boca era como sentir una lija arañando mi garganta sin piedad. Me limité a darme la vuelta y a salir de aquella casa.

Como si de un extraño sueño se tratara, caminé de vuelta a Manhattan. Me detuvieron varios controles de policía. Me dejaban pasar en cuanto les intentaba explicar algo que era inexplicable, en cuanto veían mi expresión, idéntica a la de miles de personas que deambulaban perdidas, sin ver en realidad.

Al atardecer anduve de vuelta a Brooklyn, como si me hubiera convertido en una autómata dirigida en una única dirección. No recordaba si había comido o bebido o incluso respirado. Retazos de ese día quedaron envueltos en las tinieblas para siempre. Con el sol cayendo sobre la bahía, me detuve hacia la mitad del puente y observé la Estatua de la Libertad, que parecía haber perdido parte de su desafío y su brillo, bañada en los últimos rayos de luz y que, aun así, seguía siendo hermosa. Cogí el teléfono del bolso y lo arrojé a las aguas turbulentas y oscuras del Hudson. El anillo refulgió un instante y me lo saqué del dedo. Lo balanceé en mi mano y pensé en arrojarlo también a las profundidades.

—No —murmuré cerrando el puño sobre él—. Tú —bajé la vista hacia mi abdomen completamente plano— algún día querrás tener un recuerdo de tu padre. Algo que te muestre que no fue un sueño.

Me volví de forma brusca y seguí caminando. «Algo que me muestre que no fue un sueño», pensé con un grito mudo desgarrando mi mente.

Anochecía cuando llamé a la puerta encalada del hombre que me había salvado la vida. Abrió su mujer y se quedó en silencio, esperando.

—No tengo adónde ir —gemí y rompí a llorar—. No puedo volver al apartamento dónde él... él...

Ella me abrazó y me hizo pasar dentro de la casa. Permanecí con ellos casi diez días y me salvaron la vida de nuevo. Recuerdo haberme quedado dormida agotada y despertar con la extraña sensación de que había olvidado algo muy importante, para, al descubrirlo, ahogar un grito sobre la almohada. No podía creer que no volvería a ver a Jay, que nunca más acariciaría su piel, besaría sus labios, sentiría la intensidad de su mirada ruborizándome. Habría dado media vida por volver a tocar su piel fría e inerte, cubierta por el velo de la muerte, una vez más.

Pero eso no sucedió y el dolor de la pérdida fue doble, porque no pude perderle.

 

* * *

 

El avión aterrizó en Barajas a media tarde. Cuando traspasé las puertas de cristal opaco vi una pequeña multitud esperando a los pasajeros. Algunos llevaban un ramo de flores en las manos, otros un cartel con el nombre y unos pocos incluso cámaras para inmortalizar el momento. Periodistas y curiosos pululaban rodeándonos entre carros de maletas y personal del aeropuerto. Toño no vino a buscarme, tal como había prometido; sin embargo, me encontré frente a mis padres y mi hermano. Me detuve a un paso de ellos sin saber qué decir y ellos se mantuvieron en una tensa espera, hasta que mi padre por fin abrió los brazos y yo corrí, aferrándome con desesperación a su chaqueta de ante marrón con los puños cerrados. Aspiré su loción de afeitar tan familiar y enterré la cara en su pecho mullido y cálido.

—Hija —murmuró él, acariciándome el pelo con cuidado.

—¡Papá! —grité con el corazón desgarrado.

Nos quedamos así varios minutos, hasta que mi hermano me dio unos golpes en la espalda.

—Vamos —dijo con gesto disgustado—. La gente nos está mirando.

Me aparté con brusquedad de los brazos de mi padre y caminé en dirección a las puertas de salida. En cuanto estuve en la calle, mi cuerpo se desestabilizó de nuevo ante la fila de taxis, el sonido del tráfico, la gente corriendo sobre el pequeño trozo de asfalto hasta el aparcamiento. Y en ese momento mi madre por fin se atrevió a tocarme. Cogió con temor mi mano y la apretó con firmeza entre las suyas.

—Ya estás en casa —susurró, y su voz se perdió entre la cacofonía de voces que me rodeaban.

Nos metimos con dificultad en el BMW serie 5 negro de mi hermano. Mi padre iba en el asiento del copiloto y mi madre y yo compartíamos el pequeño espacio trasero con una enorme silla de bebé. Quedé encajonada entre las dos. A los pocos minutos sentí que empezaba a encontrarme mal de nuevo.

—¿Puedes parar? —le pregunté con voz suave a mi hermano, concentrado en el tráfico.

—Estoy en medio de la M30, ¿dónde coño quieres que pare? —replicó, aferrando el volante.

—Estoy —vacilé, sintiendo que mi estómago daba un vuelco—, estoy algo mareada —dije finalmente.

—¡Joder! —maldijo él, y mi padre se volvió, a la vez que mi madre me apretaba la rodilla con fuerza.

—Para, Eduardo —ordenó mi padre—. Tiene muy mal aspecto.

Mi hermano hizo una brusca maniobra y frenó de repente en el arcén. Atropellé a mi madre en el intento de salir a respirar algo de aire que no estuviera viciado. Me sujeté al áspero quitamiedos y vomité con intensas arcadas.

—Hija —dijo mi madre acariciándome la espalda, pero yo estaba a punto de desmayarme.

Sentí un retortijón que se clavó como un hierro al rojo vivo en mi vientre y me incliné de forma peligrosa hacia el suelo.

—¡Eduardo! —llamó mi madre y noté los brazos de mi hermano sujetándome como si yo fuera una marioneta, mientras sentía deslizarse por mis piernas la vida de mi hijo.

—¡Señor! ¡Estás embarazada! —gritó mi madre, y a continuación vi a cámara lenta cómo se llevaba la mano a la boca y se la tapaba en un mudo gesto de terror.

—Me temo que ya no —musitó mi padre, cogiéndome en lugar de Eduardo—. Al hospital —dijo volviéndose hacia él.

Pero mi hermano no se dirigió hacia el asiento del conductor, sino que fue al maletero.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó mi padre.

Mi madre seguía muda e inmóvil en el arcén, mirándome sin llegar a creerse lo que veía.

—Voy a poner una manta en el asiento, papá; son de cuero color crema. Tendré que cambiar la tapicería si no lo hago, las manchas de sangre no hay producto que las limpie —masculló.

—¡Maldita sea, Eduardo! ¡Es la vida de tu hermana! —lo abroncó mi padre, y, sin esperar a nadie, me llevó hasta el asiento del copiloto y me depositó allí con sumo cuidado.

—¡Vamos! —gritó de nuevo, y corrió a sentarse con mi madre detrás.

—¡Me la pagarás, niñata consentida! —rugió mi hermano, una vez que nos internamos de nuevo en el tráfico.

No contesté. No hacía falta. Ya había comenzado a pagar por mis pecados.

 

* * *

 

Me desperté varias horas después, o quizá fueron un día o dos. No lo sabía, el tiempo se había vuelto relativo desde el 11 de septiembre y, para ser sincera, tampoco me importaba. Giré la vista hacia el sofá de la habitación y vi a Toño. Parecía concentrado en unos papeles que tenía sobre su maletín, que reposaba en sus rodillas. Levantó la vista, puede que alertado por el súbito cambio de mi respiración.

—Estás despierta —musitó, y se pasó una mano por el pelo con cansancio.

Como vio que yo no contestaba, apartó los papeles y, con precisión escrupulosa, los ordenó y los guardó en el impoluto maletín de piel negra, dejándolo en el suelo junto a la mesilla. Se levantó y se estiró la americana del traje gris para después sentarse en el lateral de la cama. Me cogió con suavidad la mano en la que llevaba el suero.

—No tienes buen aspecto —dijo, y pareció arrepentirse al momento—; me refiero a que ha tenido que ser difícil para ti, pero ya mejorarás.

Quise gritarle que nunca podría mejorar, que Jay había muerto, que ya no quedaba nada en mí de él que me impulsara a seguir luchando, que lo había perdido todo, que su sola presencia me incomodaba.

Pero seguí en silencio.

—El médico ha dicho que no tendrá consecuencias irreversibles —continuó sin soltarme la mano—. Podremos tener hijos sanos.

En ese momento busqué sus ojos castaños y lo miré extrañada.

—¿Podremos? No seguirás pensando que nos vamos a casar, ¿verdad? —Mi voz sonó ronca y desagradable.

—Claro que lo haremos —asintió él con una sonrisa confiada.

—¿Por qué? —pregunté desconcertada.

—Porque te di un mes para pensártelo y has regresado, eso significa que has recuperado el juicio y que me has elegido a mí. —Hizo una pausa y suspiró—. ¿Qué hizo el sinvergüenza ese? No, no lo digas. Déjame que lo adivine. En cuanto supo que te había dejado embarazada se deshizo de ti, ¿no es así?

—Toño, murió en el atentado —dije por primera vez y se volvió completamente cierto con el sonido de esa simple frase—. Ni siquiera sabía que yo estaba embarazada. Te equivocas de nuevo, nunca me hubiera abandonado. Y yo no habría regresado.

Él sufrió un pequeño espasmo y apretó mi mano con fuerza.

—¿Cómo puedes estar tan segura de que no te hubiera abandonado si murió? Esa clase de tíos no saben hacer otra cosa en la vida, no saben lo que es tener responsabilidades.

—Porque lo estoy —murmuré con la voz rota. Cada vez me costaba más hablar y seguir el hilo de la conversación—. Porque me amaba y yo lo amaba a él.

—No sabes lo que es amar, utilizas muy a la ligera esa palabra. Amar es construir un futuro con una persona y vosotros no teníais ningún futuro. Es lo único que vi cuando lo conocí en Nueva York.

—Toño, para ya, por favor —supliqué, sintiendo que los calmantes estaban dejando de tener efecto.

Me dio unos golpes en el dorso de la mano y sonrió con calidez.

—De todas formas, ya no importa. Te perdono —aseguró.

—¿Me perdonas? —exclamé parpadeando.

—Sí, me lo tomaré como una extraña despedida de soltera. Una última locura antes de sentar la cabeza y lo olvidaré del todo. —Me miró con intensidad—. Así como lo harás tú.

—Nunca podré olvidarle, Toño. Eso será imposible.

—Pues deberás aprender a hacerlo o a disimular mejor que hasta ahora, ¿entendido?

Giré la cabeza molesta y apreté los labios.

—¿No puedes odiarme al menos? Sería un consuelo.

Por primera vez su mano soltó la mía y me acarició la mejilla.

—No te mereces consuelo, te mereces un castigo. —Su boca se torció en un rictus amargo—. Aun así, me comprometo a hacer como si esto nunca hubiera sucedido. El día de nuestra boda será el primero de nuestras vidas.

Sollocé sin control, recordando la voz de Jay a través del teléfono: «Hoy va a ser el primer día del resto de tu vida».

Toño se levantó de un salto, poco acostumbrado a las muestras de dolor o de afecto, a mostrar ningún sentimiento o a ver cómo otros lo hacían, y llamó al control de enfermería.

—Creo que la paciente necesita un calmante y además tienen que hacerle otro análisis de sangre —musitó por el interfono, y la enfermera que entró a la habitación colgó una nueva bolsa en el gotero, más pequeña, y procedió a sacarme sangre de nuevo.

—No es necesario, estoy bien —protesté.

—Órdenes del médico —contestó ella, y se fue con la muestra en una probeta.

—No lo entiendo —dije, súbitamente agotada.

—Lo he pedido yo. Quiero saber que estás limpia, que ese tío no te pegó ninguna porquería —explicó Toño, cogiendo su maletín para dirigirse a la puerta.

—No funcionará —murmuré con cansancio—, no funcionará —repetí.

—Yo conseguiré que funcione. Siempre lo he conseguido todo en la vida y tú no vas a ser ninguna excepción —masculló, y desapareció.

Sin una sola palabra más, sin un beso de despedida o cualquier otra muestra de cariño. Me dejó sola con la furia que amenazaba con brotar de mi pecho de un momento a otro. Jay no me había pegado nada, nada más que su amor incondicional, un concepto que para Toño era incomprensible. Me pregunté qué nuevo error iba a cometer uniendo mi vida a la de él.

 

* * *

 

Aquella noche fue mi padre el que se quedó acompañándome. Me temía que habría sido el único voluntario, aunque lo intimidaban los ambientes cerrados, y mucho más los hospitales. Conociéndolo como lo conocía, supuse que a los cinco minutos de sentarse en el sofá estaría roncando como un auténtico jabalí. Sin embargo, me equivoqué. Me ayudó a incorporarme y me instó a cenar, aunque no tenía hambre.

—Te he traído una cosa —dijo, buscando entre los bolsillos de su chaqueta de ante. Sacó un Kit Kat y me lo ofreció.

No pude reprimir una sonrisa.

—Te has acordado —musité.

—Sí, te pasaste toda la carrera comiendo esto. Que no es nada sano, pero por lo menos lleva chocolate. Sé que a mi niña le pirra el chocolate.

Y otro recuerdo furtivo asaltó mi mente: Jay sentado en el restaurante en nuestra primera cita, enumerando las cosas que sabía de mí: «Sé que te gusta todo lo que lleve chocolate».

La congoja se instaló en mi garganta y fui incapaz de seguir hablando.

—Eh, pequeña. —Mi padre se sentó en el borde de la cama y me acarició el pelo con torpeza—. ¿Qué pasó en realidad? El chico ése del que hablabas murió, ¿verdad?

Asentí levemente.

—Yo... lo siento mucho, hija. Sé que ha tenido que ser muy duro para ti. —Me pasó un dedo áspero sobre la pequeña costra de mi frente—. ¿Estuviste allí?

—Sí, y él también estaba allí. No logré llegar hasta él —murmuré con voz ronca.

—¿Te fuiste por algo que hicimos mamá o yo? —preguntó con valentía. Con la valentía de los hombres que no han sido educados para tratar ciertos temas con sus hijas. Que no las han acunado en su infancia ni las han llevado a los parques ni acudido a las funciones del colegio, porque siempre tenían trabajo que hacer... y para eso estaban las madres.

—No. Fue... por todo —resumí al final.

—Pero, hija, si nosotros nos hemos matado toda la vida para darte lo mejor, para que pudieras estudiar en el extranjero, para que entraras en una buena universidad, para que tuvieras todos los años por lo menos una semana en la playa. Te lo dimos todo.

—Papá. —Le cogí la mano con fuerza—. A veces los objetos, el dinero, no tienen sentido. A veces, lo único que uno quiere es escuchar una voz amiga, alguien que te diga que todo va a ir bien, aunque tu vida se esté desmoronando.

—Los médicos han hablado con mamá y conmigo, nos han dicho que seguías un tratamiento para una depresión profunda. ¿Fue eso lo que hizo que te marcharas? ¿Esas pastillas?

Que mi padre preguntara algo semejante de por sí era extraordinario, ya que él entendía que si tenías un catarro, se curaba con leche y miel, y que si te rompías una pierna, al día siguiente debías estar saltando a la pata coja. Cualquier mención de una enfermedad mental o que afectara a algo que no fuera material, que él no pudiera sujetar con las manos, le parecía un cuento de viejas.

—No, papá. O quizá sí me impulsaron en un primer momento, porque no conseguía sentir nada, abotargaban mis sentidos hasta convertirme en otra persona. Quizá no debería haber seguir ningún tratamiento.

—El médico nos ha dicho que debes continuar tomándolas, que dejarlas ahora supondría... —vaciló un instante—, una caída en el infierno y que eso tendría un efecto rebote que te llevaría casi a la locura.

Noté el miedo impregnando sus palabras y sonreí.

—Él me obligó a dejarlas en cuanto supo que las tomaba —le expliqué.

—Pero, cariño, si estás triste, sólo tienes que buscar cosas que te hagan feliz. Sal con tus amigas, ve al cine, a alguna fiesta..., ya sabes, ese tipo de cosas.

Me di cuenta de que en su fuero interno no creía que algo tan poderoso como la mente, y a la vez tan frágil, en ocasiones te puede jugar muy malas pasadas y volverse contra ti mismo.

—No es tan sencillo. Supongo que una boda estará bien para empezar, ¿no? —pregunté, enarcando una ceja con tristeza.

—¿Vas a seguir adelante con la boda? —inquirió él a su vez. Y pareció molesto por algo.

—¿No es eso lo que siempre habíais querido? —repliqué.

—Hija, cuando te fuiste, mamá y yo no paramos de culparnos por ello; luego nos fijamos en Toño y empezamos a pensar que quizá no era el hombre que parecía ser y, sobre todo, que tú te comportabas de forma diferente cuando él estaba presente. Si me dejas darte un consejo, creo que te equivocas —concluyó.

Y ése fue el discurso más largo que le había escuchado a mi padre dirigiéndose a mí en toda mi vida.

—¿Cómo puedes saber que me equivoco?

—Porque soy el que mejor te conoce. Que no haya pasado mucho tiempo contigo desde que naciste no me convierte en un extraño. Siempre he visto que eras diferente, que tenías una sensibilidad especial, que eras una soñadora y que creías en la humanidad. Demasiado intensa, en una palabra. Eso es muy difícil de encontrar. Cuando te regalé el coche, aquellas siglas estúpidas eran lo que mejor te definían: «Joven Aunque Sobradamente Preparada».

—Papá, está claro que te equivocaste.

—Hija, no lo creí ni por un instante. Ni aun cuando intentaste atropellarme nada más sacar el coche del concesionario, algo que todavía no entiendo cómo sucedió.

—Arranqué en tercera, no en primera —expliqué, y él sonrió asintiendo.

—Ni me arrepentí cuando llegaron en un mismo mes tres multas por exceso de velocidad, ni cuando supe que habías abollado la puerta con la columna del garaje, ni cuando encontré dos botellas de ron vacías debajo de los asientos traseros.

—Papá —a mi pesar estaba sonriendo sinceramente—, soy un desastre.

—No, no lo eres. Intentas alcanzar a los demás y eso no te permite mostrarte cómo eres tú en realidad. Tienes miedo de que la gente te vea y no les gustes, cuando es al contrario.

—Él lo vio —musité—, sólo él fue capaz de ver más allá que lo que mis ojos mostraban o lo que mis palabras decían. Él me salvó.

Mi padre suspiró hondo.

—Pero ya no está y tienes que asumirlo —dijo, y esas palabras me produjeron un intenso dolor—, y casarte con Toño sólo empeorará las cosas.

—Si quiero recuperar mi vida tengo que hacerlo.

—Ése no es un buen motivo para comenzar un matrimonio. Y además debes preguntarte: «¿Quiero yo recuperar mi vida anterior?».

—¿A qué te refieres?

—Hija, eres fuerte, mucho más de lo que la gente cree, y ese joven lo vio. Lucha por lo que él quería que tú fueras, porque por lo que cuentas él no te dominaba como lo hace Toño, te valoraba como eres y tú lo elegiste. Él te hizo ver que tenías libertad para escoger tu propio futuro. Si ya no lo tienes a tu lado, lucha por lo menos por su recuerdo y, en honor a él, haz lo que habría deseado para ti.

Ése fue el segundo discurso más largo que recibí de mi padre en toda mi vida. Y el más sincero. Y sin duda alguna, el único que me dio fuerzas para continuar.

—¿No has pensado que quizá él apareció en el momento oportuno para ayudarte a descubrir quién eres en realidad?

No pude contestar a eso. Tenía razón. Me recosté sobre la almohada y mi padre suspiró, dirigiéndose hacia el sofá.

—¿Necesitas algo más, mi pequeña? —preguntó.

—No, papá —murmuré.

En menos de cinco minutos estuvo roncando cual jabalí. Me levanté torpemente y, arrastrando el gotero, le acerqué una manta, con la que lo arropé. Le di un suave beso en la frente surcada de arrugas y me tendí de nuevo en la cama. En el fondo, tampoco me había equivocado del todo.

 

* * *

 

Al día siguiente llegó la última visita. Vic entró como una tromba en la pequeña habitación y se plantó en medio, como una enorme ballena varada en una playa.

—¿Qué pasa? Todo lo tienes que hacer a lo grande, ¿no? —preguntó, cruzando los brazos, algo que ya le costaba, dado su voluminoso tamaño—. Tal como llegaste, si fueras un dibujo animado estarías cubierta de basura y con un millar de moscas sobrevolando tu cabeza. Suerte que por lo menos aquí te han lavado.

Sonreí con extrañeza, sin entender su comentario, y ella se acercó balanceándose como si fuera un elefante torpe.

—¡Joder! Lo siento —murmuró—, no me había dado cuenta de que tú has perdido...

—No pasa nada, Vic. Tú no tienes la culpa de estar embarazada.

Se sentó haciendo que la cama se desnivelara un poco y cogió mi mano. De forma absurda, fui consciente de que nunca en toda mi vida me habían acariciado la mano tantas veces.

—¿Por qué no está Jay aquí? No me digas que...

—Sí.

—Pero si vivíais en Harlem.

—Aquel día me citó en la Torre Norte. Dijo que tenía algo muy importante que contarme, y yo también a él.

—Nunca supiste lo que él te iba a contar y él nunca supo que estabas embarazada.

—Chica lista —mascullé.

—Lo superaremos juntas. Siempre me tendrás. Para cualquier cosa, ¿lo sabes?

—Lo sé. —Asentí con la cabeza.

—Tus ojos vuelven a estar tristes —murmuró.

—Mis ojos nunca volverán a recuperar la alegría —aseguré.

—¡Joder! —maldijo de nuevo, y resopló—. ¿Es que nada puede salir como se espera?

—En mi vida parece ser que no. Lo único que no cambia y siempre permanece es Toño —admití con tristeza.

—Ya me ha informado. Por lo visto la boda sigue en pie.

—Es lo único que sigue en pie de toda mi vida.

—¿No crees que es un error? Quizá deberías esperar un tiempo.

—¿Y perder la fecha en Los Jerónimos con lo que le ha costado conseguirla a mi suegra? Sólo por eso me mataría, aunque, bien mirado, igual me estaba haciendo un favor.

—No lo digas ni en broma.

—Lo digo en broma —mentí, porque en realidad lo decía en serio.

—Cuando todo vuelva a la normalidad, empezarás a sentirte mejor.

—Nunca me sentiré mejor, Vic, pero gracias por intentarlo.

—Te equivocas; eres tú la que lo tiene que intentar. Es tan sencillo y tan complicado como seguir respirando.

Se me encogió el corazón y, de forma involuntaria, sollocé de nuevo.

«Sólo tienes que seguir respirando, chica cobarde, sólo eso.»

—Oh, joder, he vuelto a meter la pata —masculló Vic, abrazándome.

—Lo siento, lo siento —gemí, aferrada a su cuello.

—Conmigo no tienes que sentir nada. Cuando veas que su recuerdo te absorbe hasta ahogarte, llámame y estaré ahí contigo con una botella de tequila.

—No puedes beber —susurré.

—Dame tiempo, un mes y medio más o menos y tu ahijada estará aquí.

—¿Quieres que sea su madrina? —pregunté sin dar crédito.

—No podría encontrar otra mejor. Imagínate la de historias que le podrás contar cuando sea mayor.

—Como la de aquella vez que nos enrollamos en la universidad y...

—¡Chis! ¡Ni una sola palabra! Juramos que eso no se lo diríamos a nadie.

—Prometido. —Sonreí entre lágrimas—. Intentaré ser una buena madrina.

—No tendrás que esforzarte, siempre has sido buena en todo.

—Deja de hacerme la pelota, que te conozco.

—¿No sirve?

—No. ¿Qué es lo que quieres de regalo, que te veo venir?

—El caso es que hay un cochecito que llevan todas las famosas, que tiene...

Y me perdí en su charla incesante y en mis nuevos proyectos de madrina de un bebé que, estuve segura, Vic me había endosado para que empezara a pensar en alguien más y me olvidara de Jay. Pero nada ni nadie iban a conseguir eso, porque aunque estuve rodeada de gente los siguientes días, siempre noté su ausencia.

Y siempre sentí su presencia junto a mí, aunque nadie más que yo pudiera verlo.

Porque siempre fuimos él y yo.