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«Querido diario... hoy he creído ver a Malik»

 

 

 

¿Sabes, Jay? Hoy me he acordado de Malik. He entrado en una pequeña frutería del centro de Madrid al salir del trabajo y un joven muy parecido a él me ha atendido, con esa sonrisa que sólo tienen los que verdaderamente creen en algo.

—¿Qué es lo que desea, señora?

Por un momento he estado a punto de contestar:

—¿Todavía no lo sabes, Malik?

Esperando que él respondiera:

—No vendo milagros, sólo vendo comida.

Sin embargo, me he quedado en silencio y el chico ha enarcado una ceja en mi dirección.

—¿Señora? —he balbuceado al fin.

Me he alisado de forma mecánica la falda negra y he notado cómo mis manos se cubrían de sudor, dándome cuenta de que nunca volvería a ver a Malik, de que me había convertido en lo que nunca quise ser. Avergonzada por completo, me he dado la vuelta y he salido corriendo sin resuello hasta la calle. Y no he parado de correr hasta llegar a casa, donde me he sentado en el sofá de piel de color caramelo, esperando recuperar el aliento.

Sintiéndome más cansada de lo habitual, me he levantado y he cogido una cerveza del frigorífico. He lanzado los zapatos de tacón a una esquina de la cocina y, descalza, me he dirigido de nuevo al salón, donde me he dejado caer otra vez en el impoluto sofá y he puesto los pies cruzados sobre la mesa de mármol veneciano del centro, en un acto irreverente e infantil. Y por un solo instante he vuelto a ser aquella joven que cruzó el mundo huyendo.

Me he preguntado si yo también buscaba un sueño, como afirmaba Malik, y si él por fin lo consiguió. Y ahora sé que todo tuvo sentido desde el principio. Porque yo no llegué a Nueva York buscando un sueño o huyendo. Llegué porque tenía que encontrarme contigo.

No volveré a entrar en esa frutería del centro, atendida por el joven que se parece tanto al que llegó a ser un hermano para mí.

Lo siento, resulta demasiado doloroso.