Todavía era de noche a pesar de que estaba amaneciendo cuando se despertó por el frío. Había amontonado maleza muerta y broza para poner el colchón encima y se acostó con los pies hacia las brasas que quedaban de la casa mientras caían copos de nieve del cielo gris. La nieve se derretía sobre su cuerpo y luego en las horas más frías de la mañana bajó tanto la temperatura que se despertó bajo una manta de hielo que se quebró como si fuera cristal cuando Ballard se estiró. Se acercó renqueante y con la fina chaqueta puesta hasta la chimenea para calentarse. Todavía nevaba un poco, pero no sabía qué hora era más o menos.
Cuando paró de tiritar de frío cogió el cazo y lo llenó con nieve y lo puso sobre las brasas. Mientras se calentaba encontró el hacha y cortó dos palos con los que colgar la manta para que ésta se secara.
Estaba sentado sobre maleza amontonada que había puesto junto a la chimenea cuando amaneció por completo y bebía a sorbos café de una taza grande de porcelana que sostenía con ambas manos. Con la llegada de esta luz triste y grisácea sacudió la taza para quitarle las últimas gotas que quedaban y bajó de su posición privilegiada y comenzó a remover las cenizas con un palo. Se pasó la mayor parte de la mañana rebuscando entre los restos hasta que se manchó de negro por culpa de las cenizas las rodillas, las manos y la cara, sobre todo si se había rascado o si había estado reflexionando. No encontró más que un hueso. Era como si la chica nunca hubiera existido. Al final lo dejó. Quitó la nieve que había sobre lo que le quedaba de comida, se hizo dos bocadillos de salchicha ahumada y se puso en cuclillas en un lugar caliente entre las cenizas mientras se los comía, ensuciando de negro el pan blanquecino con los dedos; los ojos negros, inmensos y vacíos.
Con la manta llena de comida y echada al hombro se parecía a un gnomo loco, invernal, que se encaramaba por el bosque cubierto de nieve en la ladera de la montaña. Llegó, pero entre caídas, resbalones y palabrotas. Tardó una hora en llegar a la cueva. La segunda vez que volvió llevaba el hacha y el rifle y un cubo lleno de brasas al rojo vivo del fuego de la casa.
La entrada de la cueva no era más que un camino por el que había que ir a rastras y Ballard se había manchado por delante de barro rojo de tanto entrar y salir. Era una cueva muy amplia con un agujero de luz que ascendía inclinado desde el suelo de arcilla rojiza hasta una abertura del techo como si fuera el tronco de un árbol. Ballard encendió un fuego con carbón a partir de briznas de paja, montó la lámpara, la encendió y pateó los restos que quedaban de un fuego viejo en el centro de la cueva bajo la abertura del techo. Trajo arrastrando trozos de madera noble procedentes de la corteza de árboles muertos de la montaña y muy pronto tuvo una buena lumbre. Cuando bajaba de nuevo de la montaña para recoger el colchón, una gruesa columna de humo blanco salía del agujero que había en la tierra tras él.