Era primavera cuando Ballard observó a dos halcones apareándose con las alas desplegadas, silenciosas, a espaldas del sol, para estallar y resurgir sobre los árboles y volver a buscarse con delicados cantos. No les quitó ojo de encima, observando si alguno resultaba herido. No tenía ni idea de cómo se apareaban los halcones, pero sabía que todo acto acarreaba una lucha. Abandonó la vieja carretera de los carromatos justo por el claro en el que se había internado, siguió por el camino que él mismo iba trazando y cruzó la falda de la montaña para escrutar de nuevo el lugar en el que había vivido un tiempo. Se sentó con la espalda apoyada en una roca y se empapó del calor que ésta desprendía; el todavía viento frío azotaba los escasos helechos de la alta montaña, helechos grisáceos y quebradizos. Vio cómo un carromato vacío subía por el valle que había a sus pies, traqueteo distante; cómo la mula se detenía en el vado y el inmóvil carromato continuaba rodando produciendo un traqueteo constante, como si el sonido creara la sustancia, hasta que ésta alcanzaba por completo sus oídos. Vio beber a la mula y, a continuación, el hombre sentado en el carromato levantó el brazo y retomaron la marcha carretera arriba, mudos ahora, dejando atrás el riachuelo, hasta que el ruido sordo de madera, lejano y silencioso, podía percibirse de nuevo.

Observó el diminuto progreso de todos los elementos del valle, el oscurecimiento y los surcos de los campos grises después de haber sido arados; la lenta y verde oclusión que los árboles expandían. Mientras estaba allí en cuclillas, dejó caer la cabeza entre las rodillas y empezó a llorar.

Mientras yacía despierto en medio de la oscuridad de la cueva le pareció oír un silbido como cuando era niño y estaba en la cama a oscuras y oía a su padre volver por la carretera silbando, un gaitero solitario; pero el único sonido era el del riachuelo que fluía a través de la cueva para ir a desembocar, quizá, a mares desconocidos del centro de la tierra.

Aquella noche soñó que cabalgaba por el bosque de una pequeña colina. Debajo de él vio una manada de ciervos en una pradera donde el sol descansaba sobre la hierba. La hierba todavía estaba húmeda y los ciervos permanecían apoyados sobre sus codillos en ella. Sentía cómo la espina dorsal de la mula se movía debajo de él y se asió fuertemente con las piernas a la panza de la mula. Cada hoja que le rozaba la cara ahondaba su tristeza y pánico. Cada hoja que sobrepasaba ya no la volvería a sobrepasar. Le acariciaban la cara como si de velos se tratara, algunas ya amarillas, cuyas venas se asemejaban a finos huesos que los rayos del sol atravesaban. Decidió continuar cabalgando, pues no podía volver atrás, y aquel día el mundo era tan maravilloso como el mejor de los días y cabalgaba hacia su propia muerte.