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El comisario Goldiak tenía la expresión que adoptaba su rostro siempre que recibía un voto de confianza de parte de Aaron Franco, el jefe de la policía del distrito de Jerusalén. Como el amor y el odio, nada había más cercano a la confianza que la desconfianza, así que tenía motivos para estar preocupado. No obstante, había sido instruido para resistir la presión que ejercían sobre él sus superiores y el ambiente violento que imperaba en una ciudad como Jerusalén, de modo que estaba preparado para enfrentar cualquier contingencia, máxime cuando ya había cumplido dieciséis años de servicio en «primera línea», como gustaba decir. Para no perder la perspectiva que lo había llevado a ostentar el cargo de comisario de la policía de Jerusalén, había hecho enmarcar dos citas de Golda Meir, a la que había admirado desde su juventud, que descansaban sobre la mesa de su despacho tal que retratos familiares. La una rezaba: «Nunca he sido partidaria de la inflexibilidad, excepto cuando el asunto atañe a Israel. Si se nos critica por qué no nos doblegamos, por qué no somos flexibles en la cuestión de “ser o no ser”, es porque hemos decidido que, sea como fuere, somos y seremos». La otra, más breve, decía: «Siempre dijimos tener un arma secreta en nuestra lucha contra los árabes: el no tener alternativa». Él también disponía de su propia arma secreta: era un hombre exento de remordimientos, jamás le temblaba el pulso, y eso le otorgaba una gran seguridad en sí mismo, además de una gran ventaja. Sin embargo, pese a estar curtido en toda clase de crímenes, alguno de ellos atroces, tenía que reconocer que el informe forense relativo a la joven lapidada en las inmediaciones del Monte de los Olivos que tenía delante de las narices podía revolverle el estómago a cualquiera, incluso al policía de homicidios más curtido: la víctima había sido narcotizada, violada, semienterrada viva, amordazada y maniatada, para luego recibir una lluvia de piedras, entre ochenta y cien, que le habían provocado la muerte. El cráneo presentaba diversas fracturas, de modo que la joven había recibido las últimas pedradas en estado de semiinconsciencia. En su vagina se habían encontrado restos de semen de cinco varones, seguramente los mismos que luego habían tomado parte en la lapidación, según el número de huellas de calzado que los de la científica habían hallado en la escena del crimen.

Por último, revisó las fotografías: una docena de imágenes tomadas desde distintos ángulos que mostraban diferentes partes del cuerpo de la víctima. En una se veía una gran tumefacción a la altura del corazón; otra mostraba el rostro deforme, con los ojos hinchados y amoratados y un sinfín de cortes en los pómulos, en el mentón y en las orejas.

De manera inconsciente, casi natural, hizo una evaluación de los pros y los contras que un caso de lapidación tendría para la policía en particular y el Estado de Israel en general. No en vano, su universo moral se reducía a lo que él mismo llamaba «la salvaguarda del Estado de Israel frente a las agresiones extranjeras». En su opinión, los medios de comunicación «antisionistas» del mundo entero aprovecharían la noticia para equiparar Israel con Irán y denunciar el estado de desatención y también de indefensión al que estaban sometidos los árabes con nacionalidad israelí (más de un millón doscientos mil) por parte de las autoridades locales, y en particular por el departamento de policía de Jerusalén. Claro que, al mismo tiempo, Israel tendría un argumento para demostrar el grado de salvajismo de la comunidad árabe, capaz de lapidar a sus propios miembros al mismo tiempo que exigía un trato más humanitario por parte de las autoridades hebreas. Una contradicción que evidenciaría la influencia de Irán sobre los terroristas de Hamás que gobernaban la Franja de Gaza, quienes habían terminado por contagiar su particular interpretación de la sharía o ley islámica al resto de la población palestina, incluso a los árabes residentes en Jerusalén. Un gesto de radicalidad deshumanizada, en suma, comparable al de los terroristas suicidas que se inmolaban en un café o en un autobús asesinando a civiles inocentes. Palestina mostrando sus dos caras, Jekyll y Hyde. Algo que no ocurría todos los días, por lo que había que aprovecharlo desde el punto de vista propagandístico.

Si había aprendido algo en todos estos años de servicio era que la guerra de información, cuyo anhelo máximo era alcanzar la desinformación, resultaba tan importante como la lucha cuerpo a cuerpo; a veces incluso más. Por descontado, para lograr la deslegitimación del enemigo de cara a la opinión pública estaba permitida cualquier artimaña, incluyendo la de forjar el relato de los hechos a base de falsedades. La verdad era algo que carecía de interés; lo importante era conseguir la empatía de los medios de comunicación internacionales, aunque para ello hubiera que instrumentalizar a sus editorialistas.

Era evidente que los palestinos llevaban algún tiempo ganando la guerra de información, gracias al apoyo que recibían de numerosas ONG cuya misión era más política que humanitaria, pese a que proclamaban lo contrario a los cuatro vientos, de modo que la lapidación de la joven de Beit Orot ofrecía muchas posibilidades para revertir ese estado de cosas. Claro que para contarle al mundo los pormenores del caso, lo primero que necesitaban era conocer la identidad de la víctima. Una vez logrado esto, irían surgiendo los detalles: una vida de opresión y malos tratos entre hombres de mentalidad medieval; un matrimonio concertado; el descubrimiento del verdadero amor por parte de la muchacha; y, por último, el trágico desenlace, la violación y su posterior lapidación por haber infringido las atávicas normas de la tribu, por haber cometido el peor y más horrendo de los pecados en una sociedad musulmana: enamorarse contraviniendo los deseos de la familia, rebelarse contra un matrimonio impuesto, motivo más que de sobra para merecer la muerte. El impacto de la noticia en Occidente sería devastador. Incluso imaginó los titulares de la prensa internacional: «Joven palestina lapidada por su gente acusada de haber cometido adulterio. Antes fue violada por los varones de su clan para mostrarle repudio». El resto del artículo se completaría con detalles de una gran carga emocional alusivos a la biografía de la víctima y su entorno familiar, junto con otros escabrosos que saldrían directamente del informe del forense que tenía delante. Incluso contempló la posibilidad de filtrar a la prensa algunas de las fotos que llevaba adjuntas.

Cuando el comisario Goldiak se dio cuenta de que estaba fantaseando más de lo que era razonable, levantó la vista del documento y clavó sus ojos de color azul líquido en los de la inspectora Toledano, que llevaba ya un buen rato esperando órdenes de su superior.

Después de apartar el encendedor Zippo de color dorado que, según su costumbre, había estado abriendo y cerrando mientras reflexionaba, dijo:

—Quiero que descubra la identidad de la joven, y también quiero detenidos. Quiero que escudriñe la vida de la víctima hasta el último detalle. Apriételes las tuercas a los familiares hasta que obtenga resultados —se pronunció al fin.

Como tras aquellas palabras el mechero Zippo volvió al bolsillo del pantalón del comisario, la inspectora interpretó que la reunión había terminado. Siempre era así, aquel encendedor era el indicador de las intenciones de su inmediato superior; una suerte de amuleto del que nunca se desprendía pese a no ser fumador.

—A sus órdenes, comisario. Me pongo manos a la obra de inmediato —dijo la inspectora al tiempo que se disponía a salir del despacho de su superior.

Así funcionaban las cosas. Cohen, el comisionado general, presionaba a Franco, el jefe de la policía del Distrito de Jerusalén, este al comisario Goldiak, y así hasta llegar a ella, quien a su vez apretaba las tuercas a Heller. Algo parecido a una pirámide que funcionaba como una olla a presión.

Antes de retirarse, la inspectora tuvo tiempo de recordar los argentinismos que Heller empleaba cada vez que se refería a Goldiak: «el muy boludo se la pasa andando la oreja» y «golpeando trapitos», en alusión a que el comisario estaba siempre pidiendo más y más, a la vez que se pasaba la vida amonestando e impugnando el trabajo de los demás.

Acostumbraba a llamar todos los sábados a su madre, pero llevaba todo el día arrastrando una desazón interior que la impulsó a coger el teléfono y marcar el número de teléfono de la casa familiar.

—Hola, mamá.

—¡Sarah, qué alegría! ¡Y qué sorpresa! No esperaba tu llamada hasta el sábado.

—Lo sé. Pero me siento un poco baja de ánimos. Necesitaba oír una voz amiga —reconoció.

—¿Qué ocurre, hija?

—Se trata del caso que estoy investigando. Una joven ha sido lapidada en Jerusalén. Me siento muy mal… Nunca imaginé que tuviera que enfrentarme a un crimen de esta naturaleza. No puedo dejar de pensar en la imagen de…

Un nudo en la garganta le impidió seguir hablando.

—Es horrible. Pobre criatura. Se acerca la Navidad, hija. Deberías pedir un permiso y tomarte unos días de vacaciones —se pronunció su madre.

—En estas circunstancias eso es imposible. Además, le he prometido a la joven que encontraré a los culpables.

La inspectora cayó al instante en que acababa de reconocer haber hablado con el fantasma de la muchacha lapidada en Beit Orot, lo que era una prueba más de cuánto le estaba afectando aquel caso.

Su madre se tomó unos segundos antes de decir:

—Hija, sabes que puedes volver cuando quieras. Nunca me gustó la idea de que te marcharas dejándome aquí sola. Claro que aún me gusta menos la idea de que vivas sola en un país como Israel. No sé exactamente lo que ocurre allí, pero te puedo asegurar que las noticias que llegan a España procedentes de Israel son todas malas o presagian cosas horribles. Vivo instalada en el temor de que cualquier día de estos pueda pasarte algo aún peor de lo que ya te ocurrió. Te dispararon…, pudiste haber… Sarah, hija mía, ¿por qué no vuelves y buscas un trabajo aquí? Sé que las cosas están difíciles en España, pero no están mejor en Israel, al menos en lo que concierne a la seguridad. Siempre he pensado que te fuiste allí precipitadamente, sin conocer de primera mano la realidad del país…

El tiempo de los reproches y de las rencillas familiares no caducaba; era como disponer de un comodín en la siempre difícil partida de las relaciones humanas, pensó la inspectora. Siempre que mostraba signos de vulnerabilidad, como era el caso, su madre aprovechaba para recordarle que tenía la posibilidad de cambiar de vida, de país, de regresar a España junto a ella. Sin embargo, su situación no era de desamparo; no había llamado a su madre para que se apiadara de ella; ni siquiera lo había hecho buscando su solidaridad, sino para desahogar su malestar, la rabia que se había apoderado de su interior hasta alterarle el carácter. En realidad, su desazón iba aún más allá de cualquier cuita personal; se nutría de una sensación de inseguridad que nunca antes había experimentado y que le resultaba harto difícil expresar a través del teléfono. Era como si aquella lapidación hubiera modificado las reglas de juego y puesto de manifiesto que la situación de la mujer en Israel (y por ende en la mayoría de países del mundo) no había mejorado un ápice, no había experimentado un cambio sustancial. El problema era que la distancia amortiguaba esos sentimientos, los dulcificaba con ese halo de nostalgia que arrastran las conversaciones telefónicas de larga distancia. Para colmo, siendo una niña había visto a su padre levantarle la mano a su madre; una mancha que la prematura muerte de su progenitor y la obstinación de su viuda por restarle importancia al asunto había dejado sin limpiar.

Sea como fuere, le hubiera gustado decirle a su madre que el sueño de la Tierra Prometida se había roto, o cuando menos se había resquebrajado, no por acontecimientos como la lapidación de la joven de Beit Orot, que también, sino mucho antes, gracias en parte a su propio comportamiento cuando fue destinada a la policía de fronteras, del que tan avergonzada se sentía. La ilusión que la había traído a Israel se había convertido al cabo en otra cosa, en una realidad de una crudeza insoportable. Israel no era la epifanía de la que le había oído hablar a su padre cuando era pequeña. Sí: la Tierra Prometida, el lugar que había elegido para redimirse, no era más que un pedazo de tierra donde unos y otros luchaban por la supervivencia, al tiempo que aguardaban con los brazos abiertos el advenimiento del Mesías, la llegada del final de los tiempos, la resurrección de los muertos y cosas de ese jaez. Paradójicamente, nadie en Israel se preocupaba de la vida terrenal, de la vida cotidiana, de hacer más fluida y justa la convivencia.

—Yo también te he dicho cien veces que puedes venirte a vivir conmigo cuando quieras —le dijo a su madre.

—Sabes perfectamente que eso no es posible. No soy judía, hija. No hablo hebreo. A mi edad las personas ya no están preparadas para cambiar de costumbres.

Ahora la voz de su madre sonó seca, con una pizca de resentimiento.

—No es necesario hablar hebreo para vivir en Jerusalén. Aquí viven muchos judíos sefardíes que hablan ladino, y también existe una numerosa colonia de judíos argentinos y de otros países de Sudamérica. Hay emisoras de radio que emiten programas en castellano. Tienes además los lugares santos…

—No olvides que estuve en Jerusalén cuando te dispararon, y que todo me resultó de lo más extraño, empezando por las costumbres. Por no mencionar que no tendría amigos. No conozco a nadie. Según me cuentas, te pasas el día trabajando. Voy a cumplir setenta años, hija, creo que es demasiado tarde para empezar una nueva vida.

Su madre tenía razón, su ofrecimiento no dejaba de ser retórico. Era imposible que a esas alturas de su vida pudiera adaptarse a una ciudad como Jerusalén. A ella misma le había costado un gran esfuerzo. Asimilar que aquella ciudad de mediano tamaño, enclavada entre los áridos peñascos de Judea y el desierto, lejos de las principales rutas comerciales, fuera el centro espiritual del mundo no resultaba fácil. El problema no radicaba en la pétrea fealdad de la urbe, en su deslavazado e irregular urbanismo, en su clima extremo, gélido en invierno y abrasador en verano, en su aire provinciano o en el carácter seco y desabrido de sus moradores, sino en el hecho de que Jerusalén, como había señalado el periodista y escritor Amos Elon, era una ciudad de espejos: sus habitantes vivían rodeados de espejos que solo reflejaban su propia visión del mundo, excluyendo todas las demás, por las que sentían una aversión visceral puesto que las consideraban una amenaza. En ese sentido, Jerusalén era una ciudad de compartimentos estancos, amalgamada, sectaria, donde la integración no tenía cabida. Todo el mundo recelaba del prójimo, de aquel que pertenecía a otra secta o confesión religiosa; todos los jerosolimitanos vivían vueltos exclusivamente hacia lo más recóndito de sí mismos, tal que guardianes altivos de la tradición, y solo admitían relacionarse con sus corifeos. Jerusalén carecía, por tanto, de un proyecto unitario, de una idea común. Las diferentes comunidades que poblaban la ciudad vivían según sus costumbres, como si de tribus hostiles se tratara, sin inmiscuirse, sin rozarse las unas con las otras. «El aire sobre Jerusalén está saturado de oraciones y de sueños / como el aire sobre las ciudades industriales. / Es difícil de respirar», decían unos versos. Era cierto, la atmósfera que se respiraba en la ciudad era pesada y opresiva; demasiado solemne, demasiado proclive a los raptos místicos, a la superchería, a la intolerancia. «Jerusalén es un cáliz lleno de escorpiones», había advertido un viajero extranjero. Definición que, en su opinión, se ajustaba a la realidad. En la mayoría de los casos, los ortodoxos religiosos eran los más peligrosos e intransigentes, pues no veían más allá de su propio canon.

Sí, en efecto, era demasiado tarde para que su madre diera un paso adelante (lo que en su caso hubiera equivalido a dar un salto en el vacío); pero también lo era para que ella diera un paso atrás. Había decidido vivir en Israel con todas sus consecuencias, y no era una persona que se rindiera fácilmente, pese a los numerosos obstáculos que había tenido que sortear y los que pudieran presentársele en el futuro. No en vano seguía siendo una mujer sola viviendo en Oriente Próximo, en medio de dos comunidades, la judía y la árabe, y de otras minorías religiosas, con costumbres ancladas en el pasado, con todo lo que eso implicaba. Por no mencionar que su laicismo no ayudaba. Quienes en Jerusalén creían en un Dios erigían en torno a su figura una realidad que les servía para fortalecer aún más su fe sobre la certidumbre de la «piedra», de la Historia, con independencia de que esta se correspondiera o no con los hechos; en cambio, quienes no basaban su existencia en el consuelo divino, quienes no tenían la necesidad de inventar nada o de apropiarse de tal o cual lugar para convertirlo en solar de su fe (y por tanto en asidero de su esperanza), quedaban huérfanos, al albur de ese mar proceloso que conformaban los peregrinos y creyentes de los distintos credos que habían convertido Jerusalén en una ciudad tres veces santa. Un historiador árabe lo había expresado a la perfección cuando dijo que «si en Jerusalén eliminabas la ficción, no quedaba nada». En cierta forma, su visión de la ciudad se aproximaba cada vez más a la idea de estar viviendo en un lugar que era, por encima de cualquier otra consideración, una gran mentira, un inmenso decorado que había cambiado de manos setenta veces a lo largo de los últimos cuatro o cinco mil años y se había transformado y adecuado a las necesidades de cada uno de sus dueños. De modo que desde hacía ya algunos años, conforme la experiencia la había ido curtiendo, los lazos que acabaron por unirla a aquella tierra eran de índole más personal, y no tanto el mero vínculo con la etnia que la había traído hasta aquí en un primer momento. Por ejemplo, el hecho de haberse trasformado como persona y haber llevado a cabo actos que no reconocía como propios de ella, de su forma de ser. Era como si Israel la hubiera desprovisto de su voluntad y provocado una escisión de sí misma, con el agravante de que ella no podía esgrimir en su defensa el argumento de la religión. No, no podía abandonar Israel hasta que no volviera a ser la de antes, hasta que no recuperara su humanidad o, cuando menos, hasta que no comprendiera su comportamiento inhumano, hasta que no se reencontrase consigo misma. Claro que ni siquiera estaba segura de que a esas alturas eso fuera posible.

—Te echo de menos, mamá —reconoció.

—Y yo a ti, hija.

—Tengo que colgar. Te llamaré en otro momento, ¿de acuerdo?

—Cuídate mucho, hija mía. Te quiero.

—Yo también te quiero.

A las nueve en punto tomó asiento en la barra del Oriental Bar del hotel King David y pidió un Lagavulin dieciséis años. Sabía que los expertos no consideraban que este fuera el mejor malta de Islay, pero a ella le gustaba su sabor complejo a mar, turba y humo, y su final en boca largo, seco y caliente.

Como muchas de las costumbres que había adquirido, su gusto por el whisky tenía que ver con su padre, un gran bebedor de Scotch. Uno de los recuerdos que había permanecido indeleble en su memoria era el de su progenitor sentado en un viejo sillón de cuero color tabaco con un vaso de whiksy en la mano; un líquido de aroma intenso y desagradable de dorada tonalidad que se volvía de color ámbar cuando la luz incidía sobre él. Siempre le había fascinado la forma que tenía su padre de tomar aquella bebida, a base de tragos muy cortos y espaciados; entre sorbo y sorbo, hacía oscilar el vaso, en cuyo interior tintineaban los cubitos de hielo tal que cascabeles, mientras el cristal exterior de facetas se perlaba, exudaba como un ser humano después de un gran esfuerzo. El hecho de que su padre le dijera que no podría beber aquella bebida hasta que no fuera adulta, unido a sus ganas de serlo, aumentaron su interés por probarla. Un día en que su padre se dirigió al baño después de haberse servido el acostumbrado whisky con hielo, ella aprovechó para robarle un sorbo. Tenía nueve años y aquel brebaje le supo a rayos, como si se estuviera tragando un trozo de papel recién salido del congelador. Pero ya en aquella época era una niña perseverante, así que se propuso seguir probando aquella bebida hasta que su paladar consiguiera «domarla» (la expresión se la había oído a su padre en una conversación con su madre). Con el tiempo, aquella imagen de su padre como Santo Bebedor que se repetía a diario acabó transformándose en la representación del «descanso del guerrero». El whisky se convirtió entonces en la pócima que permitía reencontrase con uno mismo y olvidarse de las vicisitudes padecidas durante el día; una necesidad acuciante para ella desde hacía algunos años. Claro que, como había experimentado en carne propia en más de una ocasión, su abuso transformaba a las personas, las arrojaba al abismo de la autocompasión o de la violencia. Entonces la puerta que pretendía ser de escape se convertía en un muro infranqueable. Comprobar, pues, que el efecto catártico del destilado era tan efímero como un sueño nocturno le hizo comprender que el verdadero valor del whisky era el de complemento, y nunca el de remedio. No obstante, con el tiempo había hecho otro valioso descubrimiento que tenía que ver con la costumbre de beber: el carácter desinhibidor del alcohol, del que se aprovechaba a la hora de relacionarse con el sexo masculino.

Tras el primer trago, renunció a la idea que la había llevado hasta allí: encontrar un hombre con el que mantener una relación sexual esporádica. No estaba de humor. Lo cierto era que en aquel instante odiaba a todos los hombres, y eso incluía a quienes bebían a su alrededor. En su opinión, también ellos eran responsables de la muerte por lapidación de la joven de Beit Orot por su mera condición de varones. Los hombres eran demasiado complacientes con sus iguales; siempre encontraban la oportunidad para mirar a otro lado, y en caso de no hacerlo tenían la excusa perfecta: hormonas, testosterona, ellas eran las culpables de todo. Sí, de buena gana se habría levantado y gritado a aquellos cabrones que la indiferencia no los eximía de ser cómplices de los maltratadores y criminales que a diario y en todos los rincones del planeta agredían o asesinaban a decenas de mujeres. En su opinión, los hombres eran demasiado permisivos, existía entre ellos un corporativismo implícito, nunca reconocido, por lo que podía colegirse que eran tan culpables de los delitos cometidos por sus semejantes como lo había sido el pueblo alemán con respecto al exterminio sistemático de judíos por parte de los nazis.

En aquellas circunstancias, con el regusto de la impotencia y la indignación mezclándose con el Lagavulin, en el supuesto de que se quedase con un hombre a solas existía una alta probabilidad de que, en un arrebato de furia, le diera por amputarle el miembro viril como venganza, en nombre de todas las mujeres que eran maltratadas o asesinadas por el simple hecho de serlo. Pero había algo más que le impedía ponerse en evidencia. Los medios de comunicación aún no conocían la noticia de la lapidación de la joven de Beit Orot, gracias a que el comisario Goldiak había decidido no difundirla hasta que no estuvieran seguros de la identidad de la muchacha, por lo que estaba obligada a guardar silencio. Si se dejaba llevar por la rabia del momento podía poner en peligro la investigación, y de ocurrir eso la primera damnificada sería la propia víctima.

Dejó que la aterciopelada voz de Caetano Veloso la envolviera y calmara. Luego apuró el whisky, depositó el importe exacto de la consumición sobre la barra y abandonó el local sin siquiera despedirse de los camareros.

Ya en la calle, la garita que servía para controlar el acceso al hotel King David le recordó al puesto de fronteras en el área de Hebrón. De inmediato volvió a invadir su cabeza la letra de aquella estúpida cancioncilla que, como un mantra que se repitiera ad infinitum, había terminado por desquiciarla. «Un hummus, una habichuela, amo a la guardia de fronteras».

Después del incidente con el pequeño Mohamed, el sargento Yehuda los obligó a cambiar de táctica: se convirtieron en «cazadores de niños». Salían a hacer batidas por las noches, siguiendo la costumbre; entraban de improviso en una vivienda y despertaban a todos sus moradores, pero en vez de llevarse detenidos solo a los hombres, arrestaban también a los niños, a los que esposaban y amordazaban. Una vez en el centro de interrogatorios, el propio sargento y la soldado Dana, con quien este había trabado una estrecha camaradería, empleaban agujas y queso fundido para torturar a los pequeños. Aunque ahora la finalidad no era destrozarles las extremidades para que no pudieran volver a lanzar piedras, sino ganarlos para la causa obligándolos a convertirse en delatores de su propia gente. Tres, cuatro o cinco pinchazos de aguja, un par de bofetadas bien dadas y verter un poco de queso recién fundido en la palma de la mano solía ser suficiente estímulo para quebrar la voluntad de los detenidos, cuyas edades oscilaban entre los diez y los catorce años. En caso de que este despliegue de castigos no bastara, se amenazaba a los muchachos con abusar de ellos sexualmente o con someterlos a electrochoques en los párpados o en los genitales en el supuesto de que se negaran a colaborar. Otra opción era amenazarlos con llevar a cabo represalias entre los miembros de sus familias. Los muchachos irreductibles eran enviados al departamento número 2 del Juzgado Militar, el departamento Infantil del Campamento Offer, un bastión de cemento armado sito en mitad de la carretera 443 que une Tel Aviv y Jerusalén, en régimen de «detención administrativa»; una figura legal sinuosa e imprecisa que permitía retener a los arrestados por un tiempo indefinido sin ninguna clase de derecho. Lo que allí les esperaba era un futuro aún más incierto.

Aquella madrugada, después de un fructífero interrogatorio, le correspondió a ella hacerse cargo de uno de los muchachos que, tras ser torturado, había aceptado convertirse en delator. Un Mohamed al que el sargento Yehuda y la soldado Dana habían pinchado el cuerpo con una aguja y obligado a introducir las manos en una marmita de queso fundido, por lo que había perdido el conocimiento y se había defecado encima. Tuvo que arrastrar al pequeño hasta la calle, donde aguardaba su padre en otra fila de detenidos, a la espera de ser también interrogado. Cuando al recuperar la conciencia el muchacho vio que su padre se encontraba cerca de él, le preguntó, aturdido pero con voz preocupada: «Papá, ¿cuándo nos matarán?» Sintió que el estómago se le encogía, pues ella misma había empezado a formularse la misma pregunta cada vez que, como miembro de los «cazadores de niños», llevaba a cabo nuevas detenciones. En cualquier momento podía saltar la chispa. Como casi siempre, el sargento Yehuda se encargó de disipar cualquier duda al respecto. Después de interrogar al padre (al que amenazó con inyectarle una dosis de sangre de cerdo), y de dejar que ambos reemprendieran el camino de regreso a casa renqueantes por los golpes recibidos, abatió a la pareja con dos certeros disparos de fusil. «El padre de Mohamed nos odiaba demasiado para que este pudiera haber sido un buen informante. Nos habría mentido y traicionado a la menor ocasión. Así aprenderán los demás», se justificó delante del resto de compañeros del checkpoint.