17
La inspectora y el forense Jacob Roth llegaron a la escena del crimen al mismo tiempo, lo que hizo que Heller pensara que la voz de hombre que había oído a través del teléfono móvil de su superior y el chófer de la que esta había hablado se correspondía con el médico.
¿La inspectora Sarah Toledano tenía un lío con Jacob Roth, a quien todos llamaban el Muerto Viviente? ¡Quién lo hubiera dicho!
—¡Por fin llegan! —exclamó Heller.
—Todos tenemos una vida privada, sargento —le espetó la inspectora.
¿Con el Muerto Viviente?, se preguntó Lautaro. Nunca había oído hablar al forense de otra cosa que no fuera de cadáveres, el mejor tema posible para mantener viva, nunca mejor dicho, una cena romántica a la luz de las velas. Después de todo, el término «velatorio» tenía mucho que ver con las velas. Sí, el doctor Jacob Roth no era una persona que se distinguiera por su capacidad de comunicación más allá de los asuntos relativos a su profesión.
—¿Dónde está el cadáver? —preguntó el forense como si hubiera leído el pensamiento del sargento.
—Entre aquellos arbustos. Síganme.
—¿Lo ha registrado? —inquirió la inspectora.
—No lleva nada encima. Ni documentación, ni llaves, ni dinero. Nada. Tiene aspecto de eslavo.
Desmadejado entre los arbustos y la penumbra yacía un varón de pelo ralo y rubio y gruesa complexión. Su boca estaba tapada por un trozo de cinta americana.
—¿Alguien ha denunciado la desaparición de un turista?
—No. En mi opinión puede tratarse perfectamente de uno de nuestros rusos. Además, si se tratara de un turista, ¿qué necesidad tenía su agresor de taparle la boca con cinta adhesiva?
Desde 1991, cuando se propagó el bulo de que en Rusia los judíos podían ser objeto de pogromos, un millón de ellos pusieron rumbo a Israel, y cuando comprobaron que la Tierra Prometida no cumplía la promesa de garantizarles una vida mejor, muchos volaron de nuevo a lugares como Estados Unidos o Canadá. Después del atentado suicida de la discoteca Delfinario de Tel Aviv, donde fallecieron veintiún adolescentes, hubo funerarias de rígidas convicciones religiosas que se negaron a enterrar en cementerios judíos a las jóvenes rusas fallecidas aduciendo, simplemente, que no eran judías. No obstante, estos judíos que el propio Estado de Israel consideraba de origen dudoso y en cuyos documentos de identidad figuraba «origen étnico y religión inciertas» —puesto que muchos de ellos ni siquiera practicaban el judaísmo y tenían unas costumbres harto extrañas— habían creado un Estado dentro del Estado: hablaban ruso, leían periódicos en ruso, veían la televisión rusa y comían comida rusa, incluidos embutidos de carne de cerdo. Con todo, las autoridades hablaban de «importar» otro millón de judíos de los países del Este de Europa, para lo que habían puesto sus ojos en Ucrania.
—Señores, este hombre ha sido apuñalado en repetidas ocasiones, pero lo que llama la atención es el hecho de que carezca de córneas y que presente una incisión en el costado derecho propia de alguien que ha sido sometido a una intervención de riñón. Esto último tendré que confirmarlo cuando lleve a cabo la autopsia —se pronunció el forense después de realizar un primer examen del cadáver.
—¿Qué significa eso? —se interesó Heller.
—Significa que alguien le ha extraído las córneas y probablemente también un riñón. Lo que todavía no puedo saber con seguridad es si las intervenciones fueron realizadas estando vivo o fueron practicadas después de muerto. Por la cantidad de sangre que hay aquí, me decantaría por la primera opción. Si fuera así, y a tenor de lo reciente que es la incisión del costado, diría que el hombre llegó hasta este lugar convaleciente, y que aquí fue apuñalado.
—De modo que estamos ante un probable caso de trasplante ilegal de órganos, que era lo que, según el director de Israel Digital Star, investigaba Elijah Shapiro —observó el sargento.
—Pero que sepamos, Elijah Shapiro conservaba las córneas y los riñones —indicó la inspectora.
—Sin ningún género de duda —corroboró el forense.
—Sin embargo, según el director del Israel Digital Star, Shapiro estaba investigando el trasplante ilegal de órganos en Israel —insistió Heller—. De modo que ahora mismo contamos con el cadáver del periodista que investigaba ese asunto, y también con el de un desconocido al que, al parecer, le han extraído las córneas y un riñón después de ser apuñalado. Sin pretender ser universalista, inspectora, creo que ambos casos pueden estar relacionados, salvo que creamos que es el azar el motor que mueve el universo.
—¿Usted qué opina, doctor? —se dirigió Sarah al forense.
—Prefiero no pronunciarme hasta que no estudie con más detenimiento el tipo de heridas. Tal vez pueda encontrar similitudes entre ambos casos, pero es muy prematuro siquiera imaginar ese escenario.
—¿Dónde se suelen llevar a cabo este tipo de intervenciones? —continuó la inspectora con el turno de preguntas.
—¿La extracción de unas córneas? La córnea es la parte delantera clara del ojo, que cubre el iris y la pupila. Para que la persona pueda ver, la luz ha de atravesarla. Si la córnea no presenta un aspecto transparente y, en consecuencia, sano, la luz que ha de atravesarla se dispersará o distorsionará, haciendo que la visión se vuelva borrosa. Se trata de una intervención relativamente sencilla y se puede llevar a cabo en cualquier lugar que disponga de material médico y de unas condiciones higiénicas suficientes. En cuanto al trasplante de riñones, se trata de una intervención mucho más compleja…
—¿Por ejemplo el hospital St. John, doctor Roth? —interrumpió Heller la explicación, empleando el tono de voz del ajedrecista que intuye próximo el jaque mate a su adversario.
—Al tratarse de un centro oftalmológico especializado, sí, allí se llevan a cabo numeroso trasplantes de córneas —respondió el forense.
—¿Cuánto cuestan unas córneas en el mercado negro?
—Depende de algunos factores, pero en torno a los cuarenta mil dólares norteamericanos. La pareja puede alcanzar los ochenta o noventa mil dólares.
—Eso es mucho dinero.
—¿Qué insinúa, sargento? ¿Adónde quiere ir a parar? —intervino la inspectora.
—A una nueva coincidencia. El cuerpo de Elijah Shapiro fue encontrado en el jardín del hospital St. John, donde se practican trasplantes de córneas, mientras que aquí tenemos el cadáver de un hombre al que le han sido extraídas las mismas.
—El hospital St. John es una de las instituciones caritativas más respetadas de Israel. Solo en este año ha atendido a más de treinta mil pacientes por debajo de los dieciocho años. Reciben cientos de miles de dólares de donantes altruistas. No creo que necesiten dedicarse al trasplante ilegal de córneas para sobrevivir, máxime cuando forman parte de un proyecto que persigue erradicar la ceguera provocada precisamente por falta de atención médica. Nadie puede dudar de la honorabilidad y honradez de la institución —expuso el forense.
—No lo hago. Simplemente constato una coincidencia, y, como estamos hablando de crímenes, creo que nuestra obligación pasa por comprobar que sea tal cosa.
—Hable claro, sargento —solicitó la inspectora.
—Verá, inspectora: ayer por la tarde fui al cine a ver una de esas películas de arte y ensayo, un film danés que, además de soporífero, me pareció incomprensible. Créame, regresé a casa con cara de idiota, de modo que para quitarme el mal sabor de boca busqué en Internet alguna crítica especializada que me aclarara algunos extremos de la película que no acababa de entender. Pues bien, las dos o tres críticas que encontré coincidían en señalar que lo más importante de la película era precisamente lo que no se veía, los fotogramas que el director no había filmado o había omitido a la hora de montar el film. Imagine que se pone a leer un libro y descubre que lo más destacado de la obra en cuestión es lo que el autor no ha escrito, lo que podríamos llamar la «trama latente», que se descubre haciendo lo que llamamos leer entre líneas. Según parece, toda manifestación artística se compone de una parte visible y de otra invisible. Pues bien, resulta indudable que el crimen también puede considerarse como una manifestación artística que se rige por este mismo principio…
—No le sigo, Lautaro —reconoció la inspectora.
—Yo tampoco —corroboró el forense.
—Digo que a veces la solución de un crimen pasa por saber interpretar de manera correcta lo que no es evidente, lo que no está a la vista. Me refiero a que muchas veces detrás de estas omisiones hay un efecto calculado. Pero creo que deberíamos proseguir esta conversación en la comisaría. Cuando le eche un vistazo a los informes que le esperan encima de su mesa, comprenderá a qué me refiero.
—Yo seguiré con lo mío —se desmarcó el forense.
El número de informes que se acumulaban encima de la mesa del despacho de la inspectora Toledano no había dejado de crecer en las últimas horas. En uno figuraba el listado de llamadas efectuadas y recibidas en el teléfono de Aicha Uazir. Otro hablaba del material encontrado en los ordenadores de ambas víctimas, que habían sido analizados por los especialistas en informática de la policía. Un tercero hacía referencia a la empresa propietaria del inmueble donde Shapiro había alquilado el apartamento con nombre falso en calidad de subarrendador. En otra hoja aparecía el nombre del oficial del Shabak con el que habrían de contactar para que les ayudara a localizar a la madre del marido de Aicha Uazir, un tipo llamado Abu Massur, terrorista palestino abatido por el ejército israelí en una de sus operaciones selectivas.
—Iré a por un par de cafés mientras echa un vistazo a esos informes —se pronunció el sargento.
La inspectora colocó los papeles en fila, como si fueran las piezas de un rompecabezas. Mientras decidía qué informe leer en primer lugar, estuvo jugando con los clips que mantenían unidos los distintos documentos, hasta que descubrió que en uno de los extremos de la mesa descansaba el cuaderno de notas de Aicha Uazir.
Después de echarle un rápido vistazo, llegó a la conclusión que contenía material para un libro, notas y apuntes que hablaban sobre su experiencia vital y sobre su visión de determinadas cuestiones. También había una colección de cartas dirigidas a varias mujeres lapidadas. La primera misiva, titulada «Aisha Ibrahim Duhulow», decía:
Querida Aisha: Te escribo estas palabras embargada por la rabia y la impotencia. Tu muerte a manos de unos salvajes ha de hacernos sentir tristes y avergonzadas a todas las mujeres musulmanas. Ninguna de nosotras, sin excepción, se atrevió a levantar la voz cuando tuvimos conocimiento de tu caso. Ninguna de nosotras salió en tu defensa. Ninguna de nosotras se rebeló cuando se descubrió que en el momento de ser lapidada por una turba de hombres brutales y crueles —según ellos buenos practicantes de la religión islámica— no tenías veintitrés años como se nos hizo creer en un primer momento, sino trece. ¡Eras tan solo una niña! Hoy sabemos que es mentira que hubieses cometido adulterio, que fuiste violada por tres milicianos y que tus problemas comenzaron precisamente cuando lo pusiste en conocimiento de las autoridades de la caótica ciudad de Kismayo (Somalia). ¡Se te exigió demostrar tu inocencia con el testimonio de hombres que, naturalmente, no aparecieron! ¡Cuando ni siquiera habías cumplido la edad legal para poder casarte! ¿Acaso puede una niña de trece años que ni siquiera está casada cometer adulterio? Es ilegal bajo la ley islámica condenar a una niña de trece años por adulterio. Sin embargo, fuiste acusada de ese delito después de ser violada, y ninguno de tus violadores recibió siquiera una amonestación. Tú, en cambio, fuiste condenada a morir lapidada y trasladada al estadio de la localidad, junto a un camión cargado de piedras y varios más transportando a tus verdugos. ¡Cincuenta hombres tomaron parte en tu lapidación y otros mil acudieron como espectadores después de que una camioneta Toyota equipada con un altavoz voceara tu lapidación tal que un espectáculo circense! Luego, avanzada ya la ejecución, esta se detuvo para que un médico comprobara si habías muerto. Como seguías con vida, fuiste de nuevo enterrada hasta las axilas y rematada hasta la muerte. Dicen que hubo quien se rebeló e intentó salvarte la vida, y que por ello perdió también la suya, pues recibió disparos de parte de los «valientes» hombres armados encargados de que la ejecución se llevara a término. Yo maldigo a estos hombres, yo maldigo a los hombres que cometen esta clase de atrocidades, que abusan de las mujeres y de sus semejantes amparándose en no sé qué ley divina, y me avergüenzo de mí misma y de todas las mujeres musulmanas por haber permitido tu muerte y la de otras niñas como tú.
Pensar que Aicha Uazir había tenido el mismo final que la pequeña Aisha Ibrahim Duhulow, a quien iba dedicada aquella carta de protesta llena de rabia, le provocó un escalofrío. Ambas jóvenes compartían el mismo nombre de pila, puesto que Aicha se podía escribir también como Aisha, Ayesha o incluso Ayisha, apelativos todos con los que se conocía a la tercera esposa del profeta Mahoma.
Para comprobar la veracidad de la historia que contaba aquella carta, escribió el nombre de Aisha Ibrahim Duhulow en el buscador de Internet. Encontró una nota de prensa de Amnistía Internacional que rezaba:
Somalia (31-10-2008)
LA NIÑA LAPIDADA TENÍA TRECE AÑOS
Londres. Desmintiendo las informaciones aparecidas anteriormente en los medios de comunicación, Amnistía Internacional ha revelado que la niña lapidada hasta la muerte en Somalia esta semana tenía trece años, no veintitrés.
Aisha Ibrahim Duhulow murió el lunes 27 de octubre a manos de un grupo de cincuenta hombres que la lapidaron hasta la muerte en el puerto meridional de Kismayo, ante un millar de espectadores.
Varios de los periodistas somalíes que habían informado que tenía veintitrés años han dicho a Amnistía Internacional que calcularon su edad por su aspecto físico.
Aisha estaba acusada de adulterio según la ley islámica, pero su padre y otras fuentes han dicho a Amnistía Internacional que de hecho había sido violada por tres hombres y que, al intentar denunciar la violación a la milicia Al Shabab que controla Kismayo, fue acusada de adulterio y detenida. Ninguno de los hombres a los que acusó de la violación fue detenido.
«No fue un acto de justicia ni una ejecución. Esa niña sufrió una muerte horrible a instancias de los grupos armados de oposición que actualmente controlan Kismayo», ha dicho David Coperman, adjunto de investigación y acción sobre Somalia de Amnistía Internacional.
Según ha sabido Amnistía Internacional:
El padre de Aisha declaró que la niña estaba en Kismayo desde hacía solo tres meses, y que había venido del campo de refugiados de Hagardeer, en el nordeste de Kenia.
Aisha fue detenida por la milicia de las autoridades de Kismayo, una coalición de la milicia de Al Shabab y milicias del clan local. Según informes, durante el tiempo que permaneció detenida sufrió una gran angustia, y hay personas que afirman que llegó a desvariar.
Para la lapidación llevaron al estadio un camión cargado de piedras.
En un momento de la lapidación, según han confirmado a Amnistía Internacional numerosos testigos, se ordenó al personal sanitario que comprobara que Aisha Ibrahim Duhulow, que estaba enterrada, seguía con vida. La desenterraron, declararon que aún vivía y volvieron a colocarla en el agujero para continuar con la lapidación.
Según Radio Shabelle, una persona que dijo llamarse Sheik Hayakalah afirmó: «Ella misma aportó las pruebas y confirmó oficialmente que era culpable, diciéndonos que le alegraba recibir el castigo que impone la ley islámica». Frente a esta afirmación, varios testigos han dicho a Amnistía Internacional que la muchacha forcejeó con sus captores y tuvo que ser llevada al estadio por la fuerza.
Una vez allí, miembros de la milicia abrieron fuego cuando algunos de los testigos del homicidio intentaron salvarle la vida, y mataron a disparos a un niño que presenciaba los hechos. Más tarde, y según los mismos informes, un portavoz de Al Shabab se disculpó por la muerte del chico y afirmó que el miliciano que había disparado sería castigado.
Salvando el incidente del chico que murió por interceder a favor de la pequeña que estaba siendo lapidada, las muertes de ambas jóvenes presentaban muchas similitudes, por lo que acabó imaginando lo que pudo haber ocurrido en Beit Orot en el transcurso de la lapidación de Aicha Uazir.
—Aicha, Aicha, Aicha —repitió el nombre tres veces en voz alta.
Acto seguido, recordó una canción compuesta por el cantautor francés de origen judío Jean-Jacques Goldman que el cantante musulmán Cheb Khaled había puesto de moda a finales de los años noventa, y cuyo título era precisamente Aicha. La letra rezaba:
Aicha Como si yo no existiera Pasó a mi lado Sin una mirada, reina de Saba Dije, Aicha, toma, todo es para ti Aquí las perlas, las joyas También el oro alrededor de tu cuello Los frutos maduros con sabor a miel Mi vida, Aicha, si me quieres Iré donde tu aliento nos lleve A los países de marfil y de ébano Borraré tus lágrimas, tus penas Nadie es demasiado bello para una tan bella Aicha, Aicha, escúchame Aicha, Aicha, no te vayas Aicha, Aicha, mírame Aicha, Aicha, respóndeme… Ella dijo: Conserva tus tesoros Yo merezco algo mejor Que una jaula, aunque sea de oro Quiero tener los mismos derechos que tú Y que siempre me respetes El amor es lo único que quiero… |
—Aicha, Aicha, escúchame, respóndeme —canturreó ahora la inspectora.
—¿Cómo dice? —preguntó Heller, quien acababa de regresar con sendas tazas de café en ambas manos.
—Estaba recordando la letra de una vieja canción —reconoció Sarah.
—¿Qué le parece? —se interesó el sargento señalando el cuaderno que su superior tenía junto a ella.
—¿El cuaderno de Aicha Uazir? Tendremos que estudiarlo con más detenimiento. Acabo de leer un relato terrible que puede darnos una idea de cómo pudo ser su ejecución, y de lo mucho que tuvo que sufrir la pobre muchacha.
—¿Le ha echado un vistazo al resto de papeles?
—Todavía no, sargento. Hágame un resumen.
—El listado telefónico demuestra que Aicha Uazir recibió dos llamadas que se efectuaron desde una cabina próxima al hotel Ambassador y, en consecuencia, también cercana al apartamento de Elijah Shapiro de la calle Nablus. Por su parte, Eljah Shapiro solo utilizó el móvil en las tres últimas semanas para ponerse en contacto con la joven, siempre a primera hora de la mañana y a última hora de la noche, como suelen hacer los tórtolos que no tienen ocasión de verse a diario. Imagino que en una de esas llamadas concertaron la cita que dio lugar a la fotografía de la terraza del hotel Hashimi. Desconocemos qué ha sido del terminal. El dossier de los informáticos asegura que la carpeta titulada «Neturei Karta» que existe en el ordenador de Shapiro fue creada el mismo día de su muerte, y que ese mismo día fueron borrados del disco duro un buen número de archivos. Pero hay otro dato cuando menos desconcertante. ¿Recuerda la ropa que encontramos en el apartamento de la calle Nablus? Pues bien, hay prendas de vestir de distintas tallas. ¿Para qué podía querer Elijah Shapiro ropa que no era de su talla? Confieso que ese detalle me desconcierta sobremanera. En cuanto al nombre del propietario del inmueble de la calle Nablus, adivine de quién se trata.
—¿De quién?
—De Maxi Cohen.
—¡Vaya! —exclamó la inspectora sin ocultar su sorpresa.
Los israelíes tenían dos formas a la hora de «judaizar» Jerusalén Este: por las buenas o por las malas. La colonización por las malas era la más común, y provocaba tanto escándalo que movilizaba a numerosas organizaciones internacionales y locales contrarias a esta forma de actuar. Una parte esgrimía el incumplimiento de las resoluciones de la ONU sobre el asunto de los asentamientos ilegales y se movilizaba en la calle, la otra hacía oídos sordos y todo terminaba con la intervención de los antidisturbios y un número indeterminado de detenidos que incluía a judíos, árabes y miembros de las distintas organizaciones humanitarias presentes en suelo israelí. La colonización por las buenas, por el contrario, consistía en que una empresa de capital judío compraba un inmueble en Jerusalén Este y en un principio respetaba los contratos que los inquilinos árabes tuvieran hasta la extinción de los mismos. Una vez concluida la relación contractual, los arrendatarios eran expulsados y la vivienda era reformada en su totalidad o demolida para dar lugar a hogares exclusivos para judíos. Maxi Cohen, un multimillonario judío de ascendencia norteamericana, era uno de los mayores propietarios de inmuebles de Jerusalén Este. El negocio era bien sencillo: comprar barato a los árabes y vender caro a los judíos. Como de cara a las autoridades, tanto municipales como nacionales, el resultado de esta política empresarial coincidía con la política gubernamental de colonizar Jerusalén Este con judíos, la Maxi Cohen Real Estate contaba con la protección y el beneplácito de las más altas esferas del estado israelí.
—En resumidas cuentas: Aicha Uazir recibió dos llamadas desde una cabina cercana al apartamento de Shapiro, con el que sabemos que mantenía una relación sentimental, horas antes de ser lapidada —recapituló la inspectora—. Por otra parte, en la habitación de hotel que el periodista utilizaba como cuartel general han aparecido numerosos recortes de prensa que tienen como protagonistas a los Neturei Karta, una organización judía partidaria de que sean los palestinos quienes gobiernen Israel. Para colmo, en el ordenador de Shapiro existe una carpeta con el nombre «Neturei Karta» que fue creada, según los informáticos, el día de su muerte. La mencionada carpeta no contiene ningún archivo, de la misma manera que los recortes de prensa carecen de huellas dactilares. Por si todo esto no bastara tenemos el testimonio del director del Israel Morning Star, quien asegura que Shapiro estaba investigando el tráfico ilegal de órganos humanos en Israel. Y para ponerle la guinda al pastel, contamos también con el cadáver de un europeo del Este cuyo cuerpo carece, al parecer, de córneas…
—Olvida que el cadáver de Shapiro fue encontrado en un hospital oftalmológico donde se realizan trasplantes de córneas —apuntó el sargento.
—¿Qué diablos está pasando, Lautaro? —preguntó la inspectora.
—Que alguien se está tomando muchas molestias para confundirnos. Si como el comisario cree detrás de estos crímenes está la mano de la familia del marido de Aicha Uazir, carece de toda lógica que manipularan las pruebas para dirigir nuestra atención hacia Neturei Karta, puesto que esta organización es propalestina.
—Salvo que lo que hiciera la familia política de Aicha Uazir fuera encargar el crimen a una organización propalestina como Neturei Karta, puesto que sus miembros cuentan con libertad de movimiento y están amparados por nuestra Constitución. Una célula de terroristas integristas tendría muy difícil poder actuar en Jerusalén sin ser detectada; en cambio los Neturei Karta viven entre nosotros, tienen los mismos derechos… No olvide que, después de todo, Aicha Uazir era una apóstata miembro de la organización Arabs For Israel, que defiende precisamente la adhesión de los árabes a la causa israelí; es decir, lo contrario a los postulados de cualquier grupo integrista islámico y también de Neturei Karta.
—Su hipótesis sería plausible si no fuera porque tanto los recortes de prensa como la carpeta vacía encontrada en el ordenador de Shapiro apuntan a Neturei Karta. No tiene sentido que los propios criminales se hubieran tomado la molestia de borrar los archivos de la carpeta y dejado en cambio los artículos de prensa. No, hay algo que no encaja, que se nos escapa.
—Imaginemos otro escenario, sargento. Supongamos que Aicha Uazir había sido amenazada y que Shapiro, alertado por su compañera, decidió tomar cartas en el asunto e investigar a los Neturei Karta como principales sospechosos. Lo que ocurrió luego ya lo sabemos: ambos jóvenes fueron asesinados; la una por apóstata por encargo de su propia familia política; el otro por haber llegado demasiado lejos en sus pesquisas. Si las cosas se hubieran producido así, entonces los recortes de prensa y la creación de un archivo con el nombre de Neturei Karta estarían justificados. Tal vez Shapiro fue quien creó la carpeta el mismo día de su muerte. Quizá reutilizó una antigua carpeta, de ahí que borrara los documentos que contenía. Yo mismo hago esa clase de cosas.
—Olvida la falta de huellas. Y su teoría tampoco tiene en cuenta la tercera pata de este banco: el cadáver sin córneas encontrado en el parque de la Independencia, y el hecho de que Shapiro estuviera llevando a cabo una investigación sobre el trasplante de órganos en Israel, según asegura el director de su periódico. Por no mencionar que si Shapiro hubiera sido consciente del peligro que corría su novia, lo más lógico hubiera sido denunciar el caso a la policía. Algo que no hizo.
—Tiene razón, sargento. Estamos en un callejón sin salida. ¿Qué propone?
—Seguir dándole vueltas a este asunto hasta que logremos desenredar la madeja, como le gusta decir al comisario.
La inspectora tomó una de las hojas que tenía sobre la mesa:
—Tengo aquí el nombre del miembro del Shabak que ha de decirme dónde puedo encontrar a la suegra de Aicha Uazir, que según tengo entendido se encuentra presa en una de nuestras cárceles de máxima seguridad. Creo que ha llegado el momento de que me entreviste con ella para valorar su posible implicación en el caso. Usted, entre tanto, trate de averiguar dónde se realizan trasplantes de córnea en Israel de manera ilegal.
La propuesta fue recibida por Heller con una amplia sonrisa.
—Creo que visitaré de nuevo el hospital St. John —dijo.
—Pórtese como si fuera a tomar el té en casa de una damisela, Lautaro. Si alguien del hospital St. John se queja de sus preguntas o de su comportamiento, ni siquiera yo podré salvarle de la quema.
—Soy consciente de que Goldiak está esperando que meta la pata para desterrarme a un agujero negro en los confines del universo. Aguardaré a tener las fotografías que Roth le haya hecho al cadáver del parque para hacer una visita a la clínica.
—«Aicha, Aicha, escúchame / Aicha, Aicha, no te vayas / Aicha, Aicha, mírame / Aicha, Aicha, respóndeme…» —volvió a canturrear la inspectora una vez Heller se hubo marchado.
Cuando Sarah recibió los periódicos de la mañana, comprobó que todos incluían la noticia de los crímenes de Elijah Shapiro y de Aicha Uazir en primera plana. «Los nuevos Romeo y Julieta», coincidían casi todos. Goldiak había lanzado su bomba informativa y todos los diarios hablaban de la lapidación de la joven apóstata palestina, un ejemplo de valor y de libertad de pensamiento, y de la intensa búsqueda de los culpables que estaba llevando a cabo el departamento de policía de Jerusalén. Estaba claro que la prensa de derechas no tardaría en convertir a Aicha Uazir en una mártir de la causa israelí, después de que en vida la hubieran tratado como a una heroína. De seguir así las cosas, no se podía descartar que todo acabara en una conferencia de prensa que, a su vez, despertaría el interés de los políticos de turno. En ese supuesto, las cosas solo podían complicarse aún más.