30

Lo despertó el ruido de un gatillo amartillándose y la voz de un hombre de baja estatura que, oculto el rostro con un pasamontañas, le dijo apuntándole a la cabeza:

—Desciende del coche con las manos en alto. Si haces un movimiento que no me guste, no dudaré en disparar.

Obedeció. ¿No había descrito la inspectora Toledano a uno de sus agresores como un hombre pequeño?

En la calle aguardaba otro individuo, más grande y corpulento, que se encargó de desarmarlo.

—¡Vaya, la Barak es más ligera de lo que había imaginado! —dijo el grandullón como si hablara consigo mismo.

Se refería al la pistola reglamentaria del sargento, una SP-21 de 9 milímetros también conocida como Barak.

—Camina —le dijo el hombrecillo—. Y ahórrate preguntar en qué dirección. Sabes perfectamente el lugar adonde nos dirigimos.

Puso rumbo a la casa de Levi Sadek. Una vez en la puerta, el tipo corpulento tocó el telefonillo y, tras varios minutos de espera, la voz pegada al paladar del celador preguntó:

—¿Quién es?

—Somos nosotros. Tenemos un problema. Abre la puerta —respondió el tipo que llevaba la voz cantante.

—No sé qué pretendéis, pero no creo que todo esto sea una buena idea… —intervino Heller rompiendo su silencio.

—Nadie te ha pedido tu opinión, así que mantén la boca cerrada —replicó esta vez el grandullón, al tiempo que le hundía el cañón de su propia pistola en el riñón derecho.

Las dos plantas de la casa de piedra, al parecer, habían sido convertidas en sendos apartamentos independientes, a los que se accedía a través de un pequeño patio. Levi Sadek aguardaba bajo el dintel de la puerta de entrada de su casa. Se había vestido a toda prisa y su camisa estaba mal abotonada. Su cara de niño travieso presentaba un semblante más avieso que de costumbre.

—Te ha seguido. ¿Dónde tienes los ojos, Levi? —intervino el hombre pequeño imprimiéndole a su voz un tono de reproche.

—¡Joder! —exclamó el celador—. ¿Y ahora qué hacemos?

—Pégale una buena hostia —ordenó el hombrecillo.

—¿Quieres que le pegue una hostia?

La orden cogió tan de sorpresa al celador como al sargento.

—Sí, una que duela, para que este cabrón aprenda a no meter las narices donde no debe. Luego ya veremos qué hacemos con él —remató el comentario el ordenante.

Sadek Cara de Niño soltó un puñetazo que impactó de lleno en el mentón del sargento Heller, que se tambaleó.

—¡La concha de tu madre, carajo! —exclamó el sargento en castellano.

—Bueno, los árboles no suelen caer a la primera. Propínale otro —indicó el hombrecillo.

En esta ocasión el sargento trató de protegerse colocando los brazos delante del rostro, pero el grandullón le obligó con su pistola a bajar la guardia. El segundo puñetazo, que le alcanzó de lleno el pómulo y el ojo izquierdos, le hizo hincar las rodillas en el suelo.

—¡La puta que te parió, gil de cuarta! —se quejó ahora el sargento.

—Ahora propínale una patada.

—Llevo puestas unas pantuflas. Me habéis sacado de la puta cama. Son casi las dos de la madrugada —se excusó Sadek Cara de Niño.

—Está bien. Es suficiente —contemporizó el hombrecillo.

—¿Y ahora qué? ¿No pensaréis cargarme a mí el muerto? Ya tengo muchos problemas, así que lo liquidáis en otro lugar —volvió a intervenir el celador.

—No, por supuesto. El «muerto» es cosa nuestra. Pero ándate con más ojo la próxima vez, ¿entendido?

—Sí. Tendré más cuidado.

—OK. Todo aclarado, pues. Ya nos podemos ir —indicó el hombrecillo.

Acto seguido el grandullón, realizando un rápido movimiento que pilló por sorpresa a todos, apuntó al pecho del celador con el cañón de la pistola del sargento y disparó a quemarropa hasta vaciar el cargador. Sadek Cara de Niño cayó al suelo como un saco de patatas.

—Asunto resuelto, sargento —volvió a intervenir el hombrecillo.

—¿Qué diablos está pasando aquí? —preguntó Heller aún no repuesto de los golpes y del estruendo de los disparos.

—Eso tendrás que responderlo delante de tus superiores. A todos los efectos, acabas de vaciar tu cargador en el pecho de este hombre después de haberlo seguido durante todo el día y de mantener una pelea con él. ¿Por qué motivo? Supongo que para vengarte por lo que le ha ocurrido a tu superior. Claro que si te dejase con vida, aunque te retirasen del caso hasta que finalizara la investigación, podrías instruir a tu sustituto. De modo que, lamentándolo mucho, tendré que dispararte. No te lo tomes como algo personal.

Heller tardó apenas un par de segundos en digerir las palabras del hombrecillo, sabedor de que su vida dependía de su rapidez de reflejos y de su poder de convicción.

—Bueno, caballeros, si encuentran mi cuerpo junto con el del señor Sadek, ambos acribillados a balazos y con tumefacciones, la policía creerá que nos hemos peleado y disparado mutuamente, en efecto, pero de inmediato investigarán al señor Sadek y será cuestión de horas que descubran que, además de en el hospital St. John, trabaja también en la clínica Aurora donde, al parecer, se realizan trasplantes de órganos humanos de manera ilegal —reaccionó el sargento—. De modo que si van a matarme tendrán que llevarse mi cuerpo, aunque me temo que tampoco eso será suficiente. Si encuentran aquí el cadáver del señor Sadek también será cuestión de tiempo que investiguen sus antecedentes y descubran que las balas que hay en su cuerpo pertenecen al arma reglamentaria de un policía. Por no mencionar que hace cuatro horas hablé con mi superior y le dije dónde me encontraba y lo que había hecho a lo largo del día. Me temo que, tomen la decisión que tomen, están jodidos.

—De eso estoy seguro, pero me temo que tú lo estás más que nosotros —expresó el hombrecillo encañonando a su víctima.

—Acaban de efectuar varios disparos y eso es algo que provoca mucho ruido. En Israel todo el mundo sabe distinguir un disparo de bala de un petardo, por ejemplo; todos, hombres y mujeres, hemos pasado por el ejército, todos hemos sido entrenados y hemos disparado con armas de fuego, de modo que con toda seguridad alguien habrá llamado a la policía y esta aparecerá en cuestión de minutos. Olvidan que estamos en el centro de Jerusalén —argumentó el sargento.

—Tiene razón —se atrevió a decir el grandullón.

—Tal vez. Pero me temo que has pasado un detalle por alto —dijo el hombrecillo con delectación.

—¿A qué detalle se refiere?

—¿No te has preguntado cómo hemos dado contigo? ¿Acaso crees que llevamos todo el día siguiendo a Sadek, igual que tú?

—Entonces alguien les ha dicho dónde podían encontrarme —elucubró el sargento en voz alta.

—Saca lo que lleva Sadek en los bolsillos —ordenó el hombrecillo.

—¿Quiere que registre al muerto? —preguntó el sargento sin ocultar su sorpresa.

El movimiento del cañón de la pistola fue suficiente respuesta.

—Unas cuantas monedas, un teléfono móvil y un mechero, eso es todo —dijo Heller una vez cumplido el registro.

—¿De verdad no te suena el mechero? —intervino de nuevo el hombrecillo, al tiempo que sacaba un mechero Zippo de color dorado de su bolsillo, idéntico al que el sargento acababa de extraer del celador e idéntico también al que usaba el comisario Goldiak—. ¿Lo entiendes ahora?

Fue lo mismo que recibir un tercer puñetazo. La única persona que sabía dónde se encontraba era el comisario Goldiak.

—Todos los miembros de la organización disponemos del mismo modelo; de esa forma nos identificamos los unos a los otros. En cuanto al ruido de los disparos, sin duda alguien habrá llamado a la comisaría, donde tienen orden de informar a Goldiak, quien a su vez se personará para comprobar lo ocurrido. No vendrá ninguna patrulla, sino el propio comisario Goldiak para hacerse cargo de la situación. ¿Comprendes ahora? —aclaró el hombrecillo.

—¡Goldiak! —exclamó Heller.

El hombrecillo amartilló de nuevo su pistola, presto para disparar.

—¡Goldiak les ha tendido una trampa! Está esperándoles ahí afuera. No saldrán con vida de aquí —logró balbucir el sargento.

El hombrecillo mantuvo firme el pulso, con la pistola apuntando a su objetivo. Era cuestión de segundos que apretara el gatillo.

—Tal vez tenga razón —volvió a decir el grandullón.

—Es solo un farol para que no dispare —dijo el hombrecillo manteniendo la posición de tiro.

—¡Escuchémosle! —intercedió el grandullón.

—Los llamó para que acabaran conmigo y con Sadek, pero les abatirá en cuanto pongan un pie en la calle. ¿Saben por qué? Porque no puede permitir que encuentren mi cadáver junto al del celador, puesto que eso pondría a la policía, como les he dicho, tras la pista de la clínica Aurora. Me apuesto lo que quieran a que esta casa es de alquiler y pertenece a la Maxi Cohen Real Estate, y que el nombre de Levi Sadek no figura en el contrato de arrendamiento porque se trata de un subarriendo. De modo que Goldiak necesita el cadáver de otra persona para que me haga compañía. Alguien, por ejemplo un matón o un delincuente con antecedentes penales, pero al que nada lo relacione con la clínica Aurora o con los trasplantes de órganos humanos. Creo que ambos encajan perfectamente en ese perfil. ¿Por casualidad no pertenecerán ustedes a una organización del tipo Neturei Karta? Porque, para los fines que persigue el comisario, eso sería lo más conveniente.

Al propio sargento le resultó sorprendente que fuera capaz de mostrarse tan elocuente en aquella situación.

—Somos miembros de la Kahanism —soltó el grandullón.

Se refería al más peligroso grupo de la extrema derecha nacionalista, hasta el punto de que las dos organizaciones que componían esta facción política habían sido incluidas en las listas de grupos terroristas del Estado de Israel, de Estados Unidos y Canadá y de la Unión Europea. Sus postulados abogaban por la acción contra los árabes, y exigían además que todos los ciudadanos del Estado de Israel fueran obligados a aceptar la ley religiosa judía. Es decir, pese a que los Kahanism eran sionistas religiosos, su interpretación de la ortodoxia los situaba en las antípodas de los Neturei Karta, que eran para ellos tan enemigos como podían serlo los partidos progresistas. Su líder, el rabino Meir Kahane, había llegado a formar parte del parlamento, si bien acabó siendo asesinado en Nueva York, de donde era natural. La acción más destacada de los Kahanism había tenido lugar en 1994, cuando uno de sus miembros, un médico llamado Baruch Goldstein, asesinó a veintinueve árabes que oraban en la Tumba de los Patriarcas. Después de que la organización fuese ilegalizada y pasara a engrosar la lista de organizaciones terroristas, se habían dividido en dos facciones que residían indistintamente en las colonias de Kiryat Arba, al este de Hebrón, y en Kfar Tapuach, en la llamada Ribera Oriental.

El hombrecillo hizo girar el cañón de su arma hasta que este quedó apuntando a su compañero. Fue un movimiento tan rápido como el de una veleta que cambiara de dirección por un golpe de viento.

—¡Hablas demasiado! —le imprecó.

—Si no nos ponemos nerviosos, tal vez tengamos una oportunidad de salir de aquí con vida —trató de contemporizar el sargento.

—¿Qué propones? Habla —ordenó el hombrecillo encañonando de nuevo a Heller.

—Primero deje de apuntarme. Tal vez necesite la munición para salvar el pellejo.

El hombrecillo obedeció.

—Subiremos a la terraza y quemaremos colchones y algunos muebles. Acto seguido llamaremos a los bomberos —propuso el sargento.

El grandullón hizo ademán de quitarse el pasamontañas, pero el hombrecillo reaccionó de inmediato.

—¡No descubras tu rostro, idiota! —exclamó—. ¿No te das cuenta de que se trata de nuestro salvoconducto? Subiremos a la terraza y quemaremos esos colchones para que vengan los bomberos, pero, en cuanto oigamos que se acercan las sirenas, nos marcharemos por los tejados de las casas vecinas. Eso es lo que haremos. ¿Entendido?

—Por mí de acuerdo, pero si huyen por los tejados no puedo garantizarles su seguridad —advirtió el sargento—. ¿Y si Goldiak se ha hecho acompañar de un francotirador? Es lo más probable. Lo mejor es salir en grupo, en compañía de los bomberos. Además, en cuanto estos lleguen, la calle se llenará de curiosos. La gente se asomará a ventanas y terrazas y el francotirador, en caso de haberlo, no tendrá más remedio que desistir.

—Pero entonces tendríamos que descubrirnos y nos verías los rostros. Si nos detienes y nos llevas a comisaría seremos igualmente hombres muertos —argumentó el hombrecillo.

—Puedo hablar con alguien de los servicios de inteligencia. Si se avienen a colaborar, si se convierten en testigos protegidos, ellos les garantizarán la seguridad.

—¿Testigos protegidos? ¿Contra quién se supone que hemos de testificar? ¿Quieres que testifiquemos contra los líderes de nuestra organización? ¿Contra tu comisario? No, gracias, no haremos tal cosa. Si quieres que no dispare tendrás que aceptar mis condiciones: nada de quitarnos el pasamontañas, y huiremos por los tejados en cuanto los bomberos estén cerca de aquí. Doy por seguro que tratarás de cazarnos más adelante, pero eso será otra historia —indicó el hombrecillo.

—Si así es como quieren hacer las cosas, allá ustedes. Después de todo, no me gusta discutir con personas armadas.

—En efecto. Nosotros seguimos teniendo las pistolas. De modo que no trates de hacernos una jugarreta. Al menor movimiento sospechoso, abro fuego. No lo olvides.

—Nunca olvido cuando alguien está apuntándome con una pistola. Pero si me dispara, ¿quién les quitará de encima al comisario Goldiak en el futuro? Si me mata, él tendrá de nuevo las manos libres y, créame, entonces de nada habrá servido que huyan de aquí por la terraza. Más temprano que tarde dará con ustedes. Ahora pongámonos manos a la obra. ¡Mierda, mi teléfono móvil se ha quedado en el coche! —dijo Heller.

—¿No pretenderás que llame a los bomberos desde mi terminal para que la llamada quede registrada? No soy tan tonto como para caer en una trampa como esa. Coge el teléfono móvil de Levi Sadek y marca el número de los bomberos. Yo hablaré con ellos —se desmarcó el hombrecillo.

Tardaron cinco minutos en rociar el colchón de la cama del celador con alcohol y en hacer astillas una mesa y varias sillas, que el sargento y el grandullón subieron hasta la terraza bajo la atenta mirada del hombrecillo y de su pistola.

—Si van a marcharse y quieren que les quite de encima a Goldiak, antes deberían aclararme algunos aspectos de este asunto que se me escapan. Necesito reunir pruebas contra el comisario, de lo contrario nada de esto habrá servido. A mí me retirarán del caso y Goldiak dará con ustedes —dijo el sargento.

—¿Qué quieres saber? —preguntó el hombrecillo.

—No alcanzo a comprender qué relación puede existir entre el comisario Goldiak, los grupos que forman los Kahanism y el asunto de los trasplantes.

—Muy sencillo, Maxi Cohen es nuestro mecenas en Estados Unidos, puesto que comparte al cien por cien nuestro ideario político. Desgraciadamente, la crisis inmobiliaria y la caída de ciertos bancos norteamericanos han mermado sus recursos hasta dejarlo al borde de la quiebra. De pronto, los fondos con los que manteníamos el entramado de nuestra organización empezaron a escasear. Vivimos en colonias judías de Judea Samaria por una cuestión de principios, para reivindicar que esa tierra no se llama Cisjordania ni pertenece a los árabes, sino a nuestro pueblo, al pueblo judío, pero semejante reivindicación requiere disponer de muchos medios de seguridad privados, y estos cuestan mucho dinero. De modo que la quiebra económica del señor Cohen ponía en peligro nuestra propia seguridad, nuestras propias vidas. No creo que sea necesario recordarte lo que ocurrió en el año 2000, cuando unos jodidos palestinos asesinaron a uno de nuestros líderes en Kfar Tapuach, que es uno de nuestros bastiones. Así las cosas, le propusimos al señor Cohen redirigir su atención hacia otra clase de negocios más rentables, sin riesgos, al margen de las inestables inversiones inmobiliarias o del mercado de valores: el trasplante de órganos humanos a ciudadanos de Israel, dada la escasez que nuestro país presenta en esa materia. Uno de los nuestros había tenido que someterse a un trasplante de hígado por el que pagó una fortuna. Comprendimos entonces que se trataba de un lucrativo negocio libre de impuestos.

»Cohen y Goldiak habían coincidido en el ejército, eran amigos y compartían la ideología sionista desde la juventud, así que para facilitar las cosas el empresario le propuso a tu superior que colaborara con nosotros. El siguiente paso consistió en involucrar a ciertos cirujanos que trabajaban en la clínica Aurora (cuyo accionista mayoritario es también el señor Cohen), dispuestos a recibir un sobresueldo, si me permites expresarlo con esas palabras. En la mayoría de los casos, las intervenciones se realizan fuera del país, en lugares como Azerbaiyán, Ecuador o Filipinas. Así se minimizan los riesgos. En esos casos nuestra labor es parecida a la de una agencia de viajes para enfermos. Hacemos viajar a los clientes allí donde se encuentra el donante y las autoridades locales no hacen demasiadas preguntas. Pero, en otros casos, las condiciones de salud del recipiente no son las más óptimas, no puede viajar o en caso de que pudiera tendría que hacerlo en un avión preparado especialmente para la ocasión, con los costes que eso supone, por lo que el trasplante ha de realizarse aquí, en Israel. De ahí que nos veamos obligados a importar donantes de países pobres. Más o menos, eso es todo.

—¿Y qué me dice de Aicha Uazir y de su novio? —inquirió el sargento.

—Todo fue idea de Goldiak —aseguró el hombrecillo—. Nos limitamos a ejecutar el plan que había pergeñado, a cumplir sus órdenes. Ese tipo, Shapiro, nos engañó haciéndose pasar por un donante palestino, pero cometió un error: reveló su identidad a unos donantes que acaban de llegar a Israel desde Ucrania, sin saber que uno de ellos era nuestro proveedor en aquel país. Se convirtió en un problema que había que resolver. El comisario sabía que, en cuanto apareciera el cadáver del periodista, el director del periódico para el que trabajaba pondría a la policía sobre la pista del tráfico de órganos humanos en Israel. Sin embargo, existía una manera de darle un enfoque nuevo al caso. Shapiro mantenía una relación sentimental con una apóstata del islam que se había hecho muy famosa y que, además, había rechazado una y otra vez la protección de la policía. ¿Por qué no convertir entonces el asesinato de Shapiro en un crimen pasional, lapidando a su vez a la joven árabe de forma que todo el mundo pensara que quienes estaban detrás era su propia gente, a la que había traicionado? Era una ocasión única de asestarle un golpe a la credibilidad internacional de los palestinos. Pero incluso un plan maestro como este era susceptible de ser mejorado. Manipulando el ordenador de Shapiro podíamos implicar también a los Neturei Karta, una sarta de bastardos que quieren regalar Israel a los jodidos árabes. El resto correría a cargo del comisario Goldiak, quien habría de dirigir la investigación, la orquesta, según conviniera en cada momento. ¿Todo aclarado? Ahora prende fuego a esos cachivaches para que podamos irnos.

—Llamemos primero a los bomberos. Ganaremos tiempo.

—De acuerdo.

El sargento marcó y el hombrecillo habló, tal y como habían acordado.

—Estarán aquí en ocho minutos —comunicó.

—Después de escuchar su historia, me sorprende que Goldiak haya dejado un cabo sin atar —dijo el sargento al tiempo que prendía fuego a una de las esquinas del colchón.

—¿A qué cabo suelto te refieres? —se interesó el hombrecillo.

—Uno de los ucranianos sigue vivo. El tipo que colabora con ustedes en Ucrania, Andriy Timoshenko, sigue vivo.

—Es cierto, pero no durará mucho tiempo vivo en cuanto pise una de nuestras cárceles. Tú lo sabes tan bien como yo. Fui yo quien le enseñó lo que tenía que decir en el interrogatorio y también quien le proporcionó los nombres de los comisionados de la policía por recomendación del propio comisario. Cada vez que viajaba a Kiev me convertía en Dudi Cohen. Cuando decidimos que los tres ucranianos viajaran hasta Israel, Goldiak quiso incorporar su nombre a los que ya conocía nuestro hombre, de forma que en cuanto cantara quedara desacreditado. Créeme, ese tipo jamás sospechó que le estuviéramos contando la verdad, que detrás de todo estuviera la figura de un policía. Ni siquiera pisó Ma’alot Tarshina. Se tragó el anzuelo, sin más, preocupado como estaba por convertirse en un hombre nuevo.

—¡Yo también me tragué el anzuelo! ¡Todos en comisaría nos lo tragamos! Por lo que me cuenta, Goldiak ha pensado hasta el último detalle, de manera que la única posibilidad de salir con vida de aquí pasa por armar mucho ruido y hacerlo en compañía de los bomberos —insistió el sargento.

—Ya te hemos dicho que no nos vamos a quedar aquí para que nos obliguen a testificar contra quienes no queremos hacerlo. Tú no puedes protegernos, así que tendremos que ponernos a salvo por nuestra cuenta. Creí que eso había quedado claro —volvió a desmarcarse el hombrecillo.

—¿Y usted qué opina? —preguntó Heller al grandullón.

Este respondió encogiéndose de hombros.

El aumento de las llamas coincidió con el lejano ulular de las sirenas de un coche de bomberos.

—Dentro de cuatro minutos estarán aquí. Es hora de dejarnos de charla. Ahora siéntate en el suelo y no trates de seguirnos —concluyó el hombrecillo después de consultar su reloj de pulsera.

Dos minutos después de que la noche y los tejados de las casa vecinas se hubieran tragado a los dos encapuchados, sonaron dos detonaciones. Al instante el sargento supo que no había equivocado el guión.

Parapetado tras el pretil de la terraza comenzó a gritar:

—¡Fuego! ¡Fuego! ¡Fuego!