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La inspectora se sentó en una de las cafeterías de la Ben Yehuda para digerir las palabras del director del Israel Digital Star. El recuerdo del incidente del sargento Yehuda con el padre y el pequeño Mohamed era ahora más vívido, y temía que sus cadáveres hubieran acabado en manos de los traficantes de órganos de los que, al parecer, abundaban en Israel con la connivencia de ciertas instituciones públicas. Un músico callejero, pero con una sólida formación académica a tenor de su virtuosismo con el violonchelo, interpretaba una pieza de Offenbach; y un guapo camarero le dedicó varias sonrisas capaces de endulzar el café sin necesidad de azúcar. Jugar a seducir y a dejarse seducir la sacó de su ensimismamiento. Comenzó a devolver las sonrisas con forzada naturalidad, y trató de centrar su atención en los atributos del joven camarero, cuyo atractivo era innegable. Por un instante, deseó haberlo conocido en el bar Oriental del hotel King David, pues temía que, en caso de dejarse seducir, la relación exigiera poner de su parte más de lo que estaba dispuesta a dar. Claro que quizá había llegado el momento de modificar su conducta emocional, cuyos principios podían resumirse con una frase que Heller había pronunciado uno de sus días de inspiración cáustica: «La única relación amorosa duradera y fiable que conozco es la que mantienen Barbie y Ken. Es indestructible como el plástico que da forma a sus componentes, que tardará cuatro mil años en degradarse. El resto de relaciones son a la larga demasiado orgánicas». Sí, Heller tenía razón, el amor era demasiado orgánico y a la larga siempre se deterioraba, se anquilosaba, se oxidaba, se volvía conformista y acomodaticio, convertía al uno en el otro, o mejor dicho, al uno en remedo del otro, y viceversa. Con el transcurrir de los años, los enamorados se transformaban en una suerte de mascotas de sus respectivas parejas. Incluso experimentaban un proceso de mimetización física, como ocurría muchas veces con amo y mascota. Acababan pareciéndose.

Volvió a mirar al camarero, cuyo único defecto era, en su opinión, ser demasiado guapo para sus pretensiones, apuró el café y apuntó su nombre y número de teléfono móvil en una servilleta de papel que dejó doblada junto a la taza vacía y el importe de la consumición. Lo que pasara a continuación iba a depender exclusivamente de él.

No había dado el quinto paso por la Ben Yehuda, que a esa hora estaba llena de transeúntes, cuando sonó su móvil. Pensó en el efecto inmediato que había provocado su decisión de dejar su nombre y número de teléfono escritos en una servilleta de papel al alcance de un desconocido, y el corazón le dio un vuelco. Tal vez se había precipitado.

El sobresalto desapareció cuando comprobó que quien llamaba era Heller.

—En usted estaba pensando, Lautaro —dijo tras descolgar, sin ocultar cierto alivio en su tono de voz.

—¿He de tomármelo como un halago o como un motivo de preocupación? —respondió el sargento con otra pregunta.

—¿Por qué sus lápices tienen siempre dos puntas, Heller? ¿Por qué todo en usted tiene un camino de ida y otro de vuelta?

—¿Va todo bien, inspectora?

—Todo va perfectamente, Lautaro. He hablado con Moisés Stein, el director del Israel Digital Star. Shapiro andaba investigando el tráfico de órganos en Israel.

—Un asunto de los grandes, ya lo creo. Pero me temo que estamos ante un caso más complejo de lo que pueda parecer a simple vista. He encontrado la habitación número doce. Se corresponde con un cuarto del hotel Hashimi, en el 73 de Souq Khan El Zeit. A pocos metros de la Vía Dolorosa. Shapiro se había inscrito en el hotel con su verdadero nombre. A falta de revisar el abundante material que hay en la estancia, he encontrado algo que, me temo, va a complicarnos mucho la vida.

—¿A qué se refiere, Lautaro? ¡Hable, se lo ruego!

—A una fotografía. Una foto donde aparece el periodista en compañía de la joven lapidada en Beit Orot. Una foto de pareja. Dos jóvenes sonrientes tomados de la cintura precisamente en la terraza del hotel Hashimi, con la cúpula de la mezquita de la roca de fondo.

—¿Está seguro, Heller?

—Después de ver las fotografías del forense, reconocería el rostro de esa joven hasta en el infierno. Es ella. Estoy completamente seguro. La única diferencia con respecto a la muchacha que encontramos en Beit Orot es que la de la fotografía no viste como una monjita, sino con camiseta ceñida y jeans. Hay algo más: vestida de esa guisa, ahora es a mí a quien le suena haber visto el rostro de la joven; aunque no soy capaz de ubicarlo en ninguna persona o ambiente concreto.

—¡Joder! Perdone el exabrupto, Lautaro.

—Está más que justificado, inspectora.

—Voy para allá. Deme un cuarto de hora.

Dos minutos más tarde volvió a sonar el móvil de la inspectora. Esta vez se trataba de un número desconocido. El corazón volvió a darle un vuelco.

Shalom!

Shalom! ¿Sarah? Soy… He encontrado una servilleta de papel…

Reconoció la voz del camarero, que hablaba con un acento del norte, tal vez de Haifa o de alguna localidad cercana.

—Sí, soy Sarah. No has tardado mucho en atreverte a llamar. Pensé que tal vez ni siquiera te percatarías al retirar el servicio. ¿Cómo te llamas? —dijo tomando la iniciativa.

—Me llamo… Ariel, aunque todo el mundo me llama Ari. ¿Tu hebreo? No pareces una sabra.

Con ese término se conocía a los judíos nacidos en Israel. Una palabra que aludía a un cactus, y que simbolizaba la tenacidad para sobrevivir en el desierto, para sobreponerse a la adversidad. En realidad, los habitantes de Israel nunca se describían a sí mismos como judíos, sino como eidah, palabra hebrea que se refería a la comunidad, pues israelíes eran solo los hijos de los colonos de preguerra nacidos en el país. Incluso los hijos de los inmigrantes judíos que habían nacido en suelo israelí seguían siendo judíos marroquíes, judíos kurdos, judíos iraquíes, judíos yemeníes, etc.

—No lo soy. He nacido en España.

—Española. Me encanta España.

Antes de que la conversación derivara definitivamente hacia algún tópico que diera paso a otro y a otro más, la inspectora dijo:

—Ari, me pillas en un mal momento. ¿A qué hora terminas de trabajar?

—A las seis de la tarde.

—Demasiado pronto para mí. Si quieres una propina, pásate a eso de las ocho y media por el bar Oriental del hotel King David.

El joven guardó unos segundos de silencio, lo que llevó a la inspectora a pensar que ofrecerse como una propina era propio de una buscona desconocedora de los más elementales rudimentos del arte de la seducción.

—Ari, ¿sigues ahí? Lamento ser tan directa, pero forma parte de mi carácter —volvió a intervenir la inspectora.

—Sí, sigo aquí. ¿Puedo preguntarte por qué quieres quedar en un lugar tan sofisticado?

—Ahora estoy muy ocupada y no puedo darte explicaciones. Lo tomas o lo dejas, Ari.

—Sí que eres directa. Lo tomo, Sarah.

—A las ocho y media. Sé puntual. Si hay un cambio de planes, te lo haré saber con antelación. Guardo tu número de móvil en la memoria del mío, ¿de acuerdo?

—¿Un cambio de planes?

—Acabo de decirte que soy una mujer ocupada, Ari. Trabajo en la policía.

—¿Me estás tomando el pelo? ¿Quieres jugar conmigo?

—¿Y tú, quieres esa propina? ¿Quieres jugar a mi juego?

—Estoy…

—¿Desconcertado?

—Sí, eso es, desconcertado.

—Es lógico. Te he escrito mi nombre y mi número de teléfono en una servilleta de papel. Eso debería ser suficiente para que confiaras en mí. Soy policía, formo parte de los buenos.

—Tienes razón. OK, Sarah, estaré a las ocho treinta en el bar Oriental del King David. Ahora tengo que volver al trabajo.

Ciao, Ari.

¿Cuándo había comenzado a comportarse así? ¿Después de la experiencia traumática vivida en el checkpoint?, se preguntó. Ella misma había recibido un disparo en el hombro, y a menudo pensaba que había descuidado su seguridad de manera voluntaria, buscando convertirse en blanco, buscando la manera de huir de allí. Al final logró su objetivo. Incluso obtuvo una recompensa que no esperaba, pues, a los cinco meses del incidente, el propio ministro de Defensa colgó una medalla de su pecho y su reputación se elevó a la categoría de heroína, lo que a su vez le facilitó la entrada en la academia de policía. Dos años y medio después, en el transcurso de su primera investigación oficial, había tomado parte en una pesquisa que tenía que ver precisamente con la participación de mujeres en atentados suicidas, las cuales habían comenzado a proliferar desde que Wafa Idris, una joven conductora de ambulancias, se inmolara en un centro comercial de Jerusalén. Tirando de aquella madeja descubrieron que los terroristas palestinos habían sistematizado un procedimiento que buscaba captar mártires empleando una despreciable artimaña. El primer paso consistía en violar o, en su defecto, provocar relaciones sexuales consentidas entre jóvenes experimentados y muchachas vírgenes que eran seducidas con promesas de amor eterno que luego no se cumplían, y a las que luego una dama conocida como «la madre de los creyentes» convencía para que se convirtieran en mártires, asegurándoles que solo así podrían lavar la vergüenza de haber mancillado su honra y el honor de sus familias. Es decir, los terroristas palestinos, en connivencia con una siniestra mujer, habían planeado la violación sistemática de jóvenes y de niñas que, una vez engañadas, eran inducidas al martirio, pues al parecer este constituía la única salida digna para la dolorosa pérdida del honor. Otro tanto ocurría con las viudas, las cuales recibían una gran presión por parte de los varones de la comunidad a la que pertenecieran, a las que esta «madre de los creyentes» persuadía para que sacrificaran sus vidas en pos de la causa palestina, pues convirtiéndose en mártires dejaban de ser una carga económica para sus familiares. Teniendo en cuenta que la familia de una mujer suicida recibía un estipendio, lo normal era que a la presión ejercida por los terroristas y por «la madre de los creyentes» se sumara la de su propia parentela.

Tomar parte en la detención de «la madre de los creyentes» y de algunos de sus secuaces, por tanto, le produjo una gran satisfacción profesional y personal; si bien su carácter cambió como consecuencia de aquella investigación, se endureció sobremanera ante las evidencias, y empezó a sentir una suerte de aversión hacia las relaciones humanas demasiado profundas, por temor a lo que pudiera descubrir. Algo que no le costó demasiado esfuerzo habida cuenta que había sufrido una decepción amorosa en otra época, cuando vivía en España, de la que no se había repuesto del todo. Es decir, la aspereza que la vida cotidiana de Jerusalén le brindaba en su condición de policía (sin olvidar el bagaje adquirido en el checkpoint durante su servicio militar obligatorio) le había servido para asentar ciertos prejuicios con los que había viajado desde España. Una clase de impedimenta cuyo peso no había hecho sino aumentar en Israel.