25

En tan solo una semana, Ari había envejecido como un whisky joven en una barrica de Jerez, hasta adquirir los aromas y el sabor de un gran reserva. Jamás había imaginado que el amor, una vez realizada la germinación y fermentación y lograda la infusión de cebada malteada, pudiera dar origen a un destilado tan complejo, tan rico en sabores y tan lleno de matices.

—¿En qué piensas? —preguntó el joven mientras la estrechaba entre sus brazos y la obligaba a sentarse junto a él en el sofá. Hacía varios días que Ari disponía de un juego de llaves de su apartamento que ella misma le había proporcionado, y había comenzado a visitarla con más frecuencia, casi a diario. Incluso se había quedado a dormir en tres ocasiones, lo que evidenciaba lo rápido que se estaba produciendo la «fermentación».

—En ti. Te comparaba con un whisky —reconoció la inspectora.

—¿De veras? Whisky, pistolas… Nuestra relación se parece cada vez más a una película del oeste —bromeó él.

—Tal vez todas las relaciones amorosas tengan un componente salvaje, de aventura.

—¿Y cómo crees que acabará? ¿Con un duelo al sol? ¿Tú y yo frente a frente?

—Tu pistola es más grande que la mía, pero yo también tengo mis armas… —dijo la inspectora al tiempo que posaba su mano izquierda sobre el sexo de su compañero.

—Armas de mujer.

—Bésame. He tenido un día horrible.

—Te haré algo mejor: el amor.

—No vayas a pensar que esto va a ser así toda la vida. Tengo un compañero de trabajo que asegura que la única relación amorosa duradera es la que forman Barbie y Ken, dado que sus corazones son de plástico, que es un material que tarda cuatro mil años en degradarse.

—Muy ingenioso tu compañero. La vida es este momento. La vida de mañana aún no es vida porque no existe y, por tanto, no debe preocuparnos.

—Demasiado romántico. Demasiado poco realista.

—No lo creas. Tengo solo media hora. Esta noche hago guardia en el hospital. Como ves, también soy un hombre práctico.

—Así que lo que pretendes es irte aliviado al trabajo. Hagámoslo entonces mientras nos duchamos. Me siento sucia.

—Yo te limpiaré. Yo lameré tus heridas.

—Para eso necesitarás más de media hora.

—El tiempo hay que medirlo por su intensidad. Un buen beso, aunque dure unos pocos segundos, puede transmitir la sensación de eternidad. Un terremoto dura segundos y en cambio parece eterno. Es la intensidad de las cosas lo que importa, no su duración.

—Solo existe una forma de saber si tu teoría tiene o no fundamento empírico: que me des uno de esos besos que saben a eternidad.

—Antes prométeme que no abrirás el grifo del agua fría como el otro día.

—La promesa eterna. ¿Por qué los hombres sois tan reacios al agua fría? A veces os comportáis como gatos.

—Tal vez se deba a que el agua fría disminuye el calibre de nuestra pistola. La Beretta se convierte de pronto en una pistola de bolsillo del calibre 22.

—El tamaño no importa.

—Tal vez, pero en cambio la autoestima tiene una importancia capital.

—Los eternos problemas masculinos.

—Anda, no nos eternicemos discutiendo.

Estaba en la cama desnuda y en un agradable estado de duermevela, con el olor de Ari aún impreso en el olfato, cuando la puerta de la calle se abrió y volvió a cerrarse. No habían pasado ni diez minutos desde que el joven se marchara, así que pensó que había olvidado algo.

—¿Cariño? —preguntó.

Esta vez oyó pasos, pero de varias personas. Rodó rauda por encima del colchón y alcanzó el revólver que guardaba en una de las mesitas de noche. El mismo movimiento le sirvió para clavar las rodillas en el suelo y parapetarse tras el colchón, con el arma amartillada y apuntando hacia la puerta.

Cinco segundos más tarde un sujeto con el rostro cubierto por un pasamontañas y tocado con una kufiyya entró en el dormitorio seguido de otros cuatro o cinco individuos vestidos de la misma guisa. Inmediatamente supo que no podría hacerles frente. Disparó repetidas veces, tratando de impactar en el mayor número de blancos posibles, pero tras alcanzar dos veces al hombre que abría la comitiva, el resto se parapetó detrás de él, con lo que a la postre fue este quien recibió todos los disparos. Al cabo, como el tronco de un árbol recién talado, el cuerpo del herido le sobrevino encima después de rodar por la cama tal y como ella había hecho unos instantes antes, hasta hacerla desequilibrar y aprisionarla contra el suelo. Era un tipo verdaderamente pesado.

Desnuda y sin pistola, pensó que había llegado su final.

Consciente de su aturdimiento y de la respiración jadeante y excitada de los cuatro hombres que habían allanado su dormitorio (el quinto yacía inerte a su lado, en una posición parecida a la que adoptaba Ari después de hacer el amor, con la pierna derecha sobre la de ella y su brazo derecho cubriéndole el pecho), fue arrastrada por los tobillos unos cuantos metros por el suelo, y sus muñecas y piernas atadas a la espalada con cinta americana.

Una vez inmovilizada, con los brazos doblados y los talones encajados en las corvas, sintió el duro y caliente acero de su pistola entrar y salir de su vagina. Fue lo mismo que si le estuvieran marcando las entrañas con un hierro incandescente. Acababa de disparar varias veces y el cañón aún seguía caliente. Una sensación tan desagradable como humillante.

—¿Te gusta, puta? —le susurró uno de los hombres en árabe antes de propinarle una patada en la sien.

Su cuerpo quedó desmadejado sobre el suelo. Sin solución de continuidad, notó cómo el puño de otro de los hombres comenzaba a reptar por su ano hasta desgarrarlo por completo. Jamás había experimentado un dolor tan lacerante. Luego percibió cómo aquellos dedos gruesos hacían por abrirse paso en dirección a sus entrañas, en un intento por atraparlas. Cuando creía que iba a desmayarse por el dolor, la mano se retiró como lo hubiera hecho el tapón de una botella de una bebida gaseosa, liberándola de aquella presión. La sensación de vacío que la embargó por dentro fue tan dolorosa como la propia agresión.

—Si no dejas de meter las narices en nuestros asuntos, te lapidaremos como a esa puta. ¿Entendido, zorra judía? —dijo un segundo hombre también en árabe.

—¿Entendido? —repitió un tercero esta vez en hebreo.

—Ya lo has oído. Un paso más en falso y te jodemos a ti y a tu principito —intervino de nuevo el primer hombre, también empleando la lengua hebrea.

Movió la cabeza, si bien no estaba segura de haberlo hecho con la suficiente energía como para que su gesto pudiese interpretarse como un signo de asentimiento.

Esta vez no pudo contar el número de patadas que recibió por todo el cuerpo, aunque fue consciente de que le habían roto una costilla que, a su vez, se clavó en algún lugar de su pecho, tal vez en el pulmón derecho, lo que le impidió moverse o respirar con normalidad.

Por último, uno de los hombres profirió un insulto en árabe y le escupió en la cara.

No se percató de que los agresores se habían marchado hasta que no cayó en la cuenta de que el hombre que yacía a su lado estaba muerto (la brutal agresión le había hecho olvidar lo que había ocurrido tan solo unos instantes antes), y de que en la habitación, en definitiva, no había nadie más que ellos dos.

Había disparado al menos en seis ocasiones, y eso había tenido que alarmar a los vecinos, quienes a su vez habrían llamado a la policía. Tal vez por ese motivo sus agresores no se habían ensañado más con ella. No había terminado de preguntarse por qué aquellos tipos no se habían llevado el cadáver de su compinche con ellos cuando cayó en la cuenta de que lo más importante era rescatar los restos del salivazo que resbalaba por su mejilla, por si los de la científica pudieran obtener trazas de ADN.

Se arrastró como pudo hasta el baño, y tras cortar las ataduras con unas pequeñas tijeras que usaba para la manicura, rasuró los restos de saliva de su agresor con el mango del cortaúñas, se refrescó la cara con agua fría, se enjuagó repetidas veces la boca ensangrentada, se cubrió el cuerpo con el albornoz y por último buscó el teléfono móvil.