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Era evidente que Heller no podía competir con el doctor Ehud Fainblum, al parecer uno de los más destacados oftalmólogos de Israel, cuando se trataba de hablar de ojos; sin embargo, el sargento se consideraba un experto a la hora de valorar la mirada de una persona. Como solía decirse, el rostro es el espejo del alma, y los ojos sus delatores, sobre todo a la hora de mostrar certezas o dudas morales. Solo había que saber provocar una reacción, y nada había mejor para lograrlo que mostrarle a un hombre la fotografía de una persona muerta violentamente. De modo que plantó delante del doctor Fainblum la colección de imágenes truculentas que del cadáver del eslavo del Parque de la Independencia habían tomado tanto los de la científica como el forense Roth. Imágenes explícitas capaces de sacudir la conciencia de una persona que la tuviera.
—A este hombre le fueron extraídas las córneas después de ser asesinado. Estamos tratando de averiguar dónde pudo llevarse a cabo la intervención —expuso Heller al tiempo que ratificaba la opinión que le había causado el doctor Fainblum la vez anterior: que se trataba de un hombre para el que vestirse equivalía a mostrar lo que era como persona o, cuando menos, lo que pensaba de sí mismo. A tenor de su atildado atuendo, era evidente que se tenía en alto concepto.
Cuando al cabo de unos segundos el médico enfrentó sus ojos claros a los del sargento, lo hizo sin mostrar el más mínimo signo de turbación o de titubeo, como alguien acostumbrado a que los demás le pidieran su opinión. Después de todo, tal vez su examen de la mirada funcionase con todo el mundo salvo con los médicos, pensó el sargento, acostumbrados como estaban a abrir, extirpar y coser cuerpos. En el fondo, los doctores eran refinados carniceros que vestían el tutú de las bailarinas de danza clásica. Eran tan hábiles y diestros en la técnica como fríos y calculadores ejecutores.
—No creo que pueda servirle de ayuda, puesto que desconozco en qué lugares de nuestro país se extraen córneas de manera ilegal —se desmarcó el médico—. Si lo supiera, le aseguro que lo hubiera puesto en conocimiento de la policía. En cualquier caso, asesinar a un hombre para extraerle las córneas sin más entraña muchos riesgos. Para empezar, existen numerosas contraindicaciones que se han de tener en consideración, ya que el donante puede padecer algunas enfermedades virales, la rabia, hepatitis, el sida o incluso algunas clases de tumores. Es decir, previamente a la extirpación de las córneas se ha de tener la plena seguridad de que las condiciones de salud del donante son las adecuadas. Si no tiene inconveniente le pondré al tanto de los mecanismos que articulan los trasplantes de órganos en general y los de córnea en particular. Para empezar, existe un órgano oficial regulador. Los donantes son siempre altruistas, y las córneas se encuentran en los llamados bancos de ojos. Es a dichos bancos de ojos adonde los centros oftalmológicos como este recurrimos, pues es en ellos donde se encuentran almacenadas y conservadas convenientemente las córneas para su inmediata o futura utilización. En pocas palabras, el banco de ojos es el organismo que se encarga de obtener, evaluar, almacenar y distribuir tejidos oculares con el fin de que se utilicen para realizar cirugía de trasplantes en pacientes con patologías oculares. Los estándares que se siguen son los del Eye Bank Association of America. Le aseguro que los protocolos que se aplican exigen estrictas medidas de seguridad en el control de calidad. Dicho esto, podemos concluir que quien corre un verdadero riesgo es el receptor de las córneas del difunto que aparece en estas fotografías.
Sin duda, aquel hombre le miraba y le hablaba como si tuviera enfrente a un paciente. O mejor dicho, el discurso del doctor Fainblum había llegado a ese punto en el que la ciencia entra en contacto con la fe, y la figura del médico crece ante los ojos del paciente, pues solo aquel conoce el camino de la salvación, en caso de que esta sea posible.
—¿Quién iba a querer que le trasplantaran las córneas de una persona sin garantías de buena salud? —preguntó el sargento en su afán por sacar algo en claro de aquellas explicaciones.
—Alguien desesperado con un grave problema de visión. Alguien dispuesto a saltarse la lista de espera, sujeta al Registro Nacional de Receptores. Como le he dicho, una córnea puede transmitir el sida, pero también las hepatitis A, B o C, la sífilis o la rubeola. Por mencionar solo algunas enfermedades. De ahí que resulte tan importante que antes de la aceptación del tejido como apto para su trasplante se realicen estudios que descarten enfermedades que pueden poner en grave riesgo la salud del receptor.
—De modo que a quien se le trasplanten esas córneas corre un serio problema de salud.
—Así es. Partiendo de la base de que quien ha obtenido las córneas de este hombre es un criminal, no se puede descartar que el receptor de las mismas desconozca los riesgos que entraña someterse a semejante trasplante. En estos casos, quien ofrece las córneas al donante cuenta con un as en la manga: se trata de una actividad delictiva, con lo que, en caso de que algo se tuerza, el donante no dará parte a la policía, puesto que también él es cómplice de un delito.
—Un verdadero negocio para gente sin escrúpulos —elucubró el sargento.
—Así es, y cuyas víctimas son los sectores más vulnerables de nuestra sociedad: los pobres, los sin voz, los excluidos, quienes no denuncian los abusos porque viven sometidos a toda clase de arbitrariedades y quienes están dispuestos a sacrificar una parte importante de su salud a cambio de medios materiales para sobrevivir.
El sargento pensó que el discurso sin mácula del doctor Fainblum encajaba a la perfección con su aspecto, y acabó preguntándose cómo sería el mundo si todos sus habitantes se vistieran y perfumaran como aquel tipo, si israelíes y palestinos se condujeran con tanta pulcritud y elegancia. Sea como fuere, la disonante figura del médico era la prueba de que otro mundo era posible, pese a que en apariencia pudiese resultar demasiado refinado y elitista.