8

Un médico de aspecto elegante y un fornido celador aguardaban impacientes en la puerta principal del hospital St. John. Unos pasos atrás, tres enfermeras y otros dos celadores parecían también permanecer a la espera. Semejaban un comité de bienvenida soportando el plantón de un responsable político del departamento de Sanidad, pero a punto de ser vencidos por el relente.

—Yo soy el doctor Ehud Fainblum. Y este el celador Sadek. Él encontró el cuerpo. Justo allí, donde se encuentran sus hombres —dijo el elegante médico sin más preámbulos, al tiempo que extendía la mano derecha para que le fuera estrechada tanto por la inspectora como por el sargento.

El celador imitó el gesto, y una vez hubo comprimido las manos de los dos policías con un apretón excesivamente enérgico y brusco, procedió a presentarse y a explicarse:

—Soy Levi Sadek. Mi turno comenzaba hoy a las seis, pero un compañero tenía que viajar esta mañana temprano al aeropuerto de Ben Gurion para volar al extranjero, así que accedí a venir dos horas antes. Al atravesar el jardín, me encontré el cuerpo.

—¿Se cruzó con alguien en el camino? —Heller tomó la iniciativa.

—No, tengo el coche aparcado dentro del recinto del hospital. Nunca lo dejo en la calle, por lo que pueda pasar. Soy judío practicante, y en este barrio no somos precisamente queridos. No, no he visto a nadie —dijo mientras señalaba la kipá que cubría su coronilla.

Pese a que el celador era un hombre menos musculoso que el sargento, su cuerpo era igualmente sólido y rocoso. Sin embargo, había en su rostro grande y lechoso una expresión infantil, de niño travieso. Semejaba un querubín de una pintura renacentista metido en el cuerpo de un forzudo.

—¿Había visto a la víctima con anterioridad? —intervino la inspectora.

—No. Como acabo de decirles, soy un hombre religioso, no un extremista, pero sí lo suficientemente ortodoxo como para no mantener mucho contacto con los árabes. Y cuando lo hago, por descontado, no suelo fijarme en sus caras.

—Sin embargo, trabaja en un sanatorio que atiende a muchachos árabes —incidió el sargento.

Los rasgos del celador se crisparon de manera súbita, como si el policía hubiera tocado un tema que le incomodaba; entrecerró los ojos, que se convirtieron en una fina línea, exhaló un profundo suspiro y soltó como quien recita un argumento aprendido y repetido mil veces:

—Usted lo ha dicho: se trata de mi trabajo. La situación laboral en Israel no está para hacerle ascos a un trabajo como este. Pero fuera de este recinto, mi interés por el mundo árabe es nulo. En el libro Qabbalah ad Pentateucum (folio 97, 3), se dice: «Dios se muestra en la tierra en las semblanzas del judío: Judío, Judas, Judá, Jevah o Jehová son el mismo y el único ser. El hebreo es el Dios viviente, el Dios encarnado; es el hombre celeste, el Adán Kadmón. Los otros hombres son terrestres, de raza inferior. Solo existen para servir al hebreo; son pequeñas bestias». De modo que únicamente me relaciono con judíos.

—En cambio, esta noche le ha prestado auxilio a un árabe —intervino Heller de nuevo.

Ahora el celador le dedicó al sargento una mirada llena de ira.

—Obviamente, no sabía que se trataba de un árabe —expuso marcando cada palabra—. Vi a un hombre herido a pocos metros del hospital y le presté ayuda por una cuestión humanitaria. Eso es todo. Pero eso no cambia mi manera de pensar. Los árabes no pintan nada en esta tierra, salvo que acepten la supremacía de nuestra raza y, sobre ese principio, estén dispuestos a servirnos, sin más pretensión que esa.

Por un momento, el sargento tuvo la impresión de estar reviviendo la conversación de la tarde anterior con el «hombre piadoso» de Silwan, un discurso cargado de intolerancia y resentimiento que en nada ayudaba a aclarar las cosas. Pero esta vez no estaba dispuesto a pelear de nuevo contra una coraza sin fisuras, así que optó por dar un giro a la conversación.

—¿Dónde está el cadáver? —preguntó.

—Dentro, por supuesto. Hemos avisado al director, pero aún tardará en llegar. Vive en las afueras de la ciudad —intervino el doctor Fainblum en su papel de anfitrión, tratando de rebajar la tensión derrochando amabilidad y buenos modales.

Desnudo de cuerpo para arriba, el cadáver yacía sobre una camilla en una improvisada sala de reanimación. El rostro, aguzado y rígido, reflejaba un rictus de dolor, que parecía natural a tenor del elevado número de heridas punzantes que presentaba tanto el tórax como el abdomen. Este y el vientre estaban metidos hacia adentro y semejaban un odre vacío. Debajo de aquellos rasgos que habían surgido como compañeros de la muerte, se escondía un joven de entre treinta y treinta y cinco años, de cabello oscuro que comenzaba a ralear y facciones regulares. Llamaba la atención la boca, que el difunto parecía haber cerrado con rabia justo antes de morir. La camisa de la víctima había sido desgarrada y arrojada al suelo, en tanto que el jersey y la chaqueta descansaban en una mesita auxiliar junto con un desfibrilador cubierto de guantes de látex usados. Había restos de sangre por todas partes.

—Ha recibido catorce puñaladas. Estaba ya muerto cuando lo trajo Sadek —indicó el doctor Fainblum.

—Al principio, pensé que se trataba de un mendigo durmiendo al raso, pero al acercarme… —intervino el celador—. Mi primera reacción al ver tanta sangre fue cargar el cuerpo en brazos y traerlo al interior del sanatorio. Aunque de manera muy débil, creo que aún respiraba…

—Tal vez exhalara su último aliento en los brazos de Sadek —sugirió el doctor Fainblum.

El aludido agachó la cabeza en señal de compungimiento, como si semejante posibilidad le supusiera una gran carga.

—Que nadie más toque nada de lo que hay en esta habitación —ordenó la inspectora—. Tengo entendido que llevaba documentación.

—Un carné de «Jerusalén» y una llave. Están debajo de la ropa que hay en esa mesita —indicó el médico.

Heller se dirigió al lugar indicado, se enfundó uno de los guantes de látex que alguien del equipo sanitario había utilizado durante la reanimación después de comprobar que no contuvieran restos de sangre, levantó la ropa con cuidado y tomó tanto el documento de identidad como la llave, unida a un llavero de pasta con el número 12 grabado. Pese a las precauciones que acababa de tomar, lo normal era que las huellas del personal sanitario hubieran alterado otras de mayor interés para la investigación.

—Se llama Abdel Hadi Said. Reside en Derech Shchem, es decir, en Nablus Road —leyó en voz alta—. La llave lleva grabado un número, como las de los hoteles.

—Si tiene su residencia en la calle Nablus, ¿por qué lleva encima la llave de un hotel? ¿Dónde están las llaves de su domicilio? —preguntó la inspectora.

Heller volvió a examinar el carné del difunto, esta vez con más detenimiento.

—Tal vez la respuesta esté en el hecho de que portara una cédula de identificación falsa.

—¿Una cédula falsa? ¿Está seguro, Lautaro?

Heller analizó el documento al trasluz por tercera vez, como si se tratara de un billete falso.

—Completamente. Pasaremos primero por el domicilio del difunto y luego por el hotel Ambassador, que está en la misma calle Nablus. Tal vez la llave abra la puerta de una habitación de ese hotel.

—Quizá se trate de un palestino de los Territorios en Disputa que ha logrado hacerse con una cédula falsa de residencia en Jerusalén. Cabe que, al temer ser descubierto en el domicilio que figura en su cédula, contara con un escondrijo en cualquier hotel o pensión de Jerusalén Este. O al revés —elucubró la inspectora.

Siempre que se encontraba rodeada de gente, llamaba a los Territorios Ocupados «Territorios en Disputa», que era el término políticamente correcto. No en vano, el estatus final de los territorios en litigio, así como sus fronteras definitivas, estaba aún por definir en un acuerdo que deberían firmar ambas partes, según diversas resoluciones de la ONU y de la Hoja de Ruta. Claro que los israelíes más extremistas se referían a estos territorios como «Territorios Liberados». Una discusión semántica que era fiel reflejo de las diferencias que separaban a las partes.

Heller revisó la ropa antes de decir:

—El saco es de muy mala calidad, y está bien ajado. Yo diría que se trata de alguien que se dedicaba a galguear.

—Hable en hebreo, Lautaro. No entiendo sus argentinismos.

—Un mendigo. Digo que la ropa del tipo parece la de un mendigo, y ni siquiera llevaba un abrigo con el frío que hace —aclaró el sargento recobrando el hebreo.

—Mírele las manos. No son las de un mendigo. Ni siquiera parecen las de una persona que se gane la vida trabajando con ellas. No están encallecidas —observó la inspectora.

—¿Algún líder político palestino de los Territorios en Disputa que haya venido a Jerusalén Este con algún propósito oculto? —sugirió Heller—. Aunque eso se me antoja improbable. Deberíamos avisar al Shabak.

—No nos precipitemos. Lo más probable es que se trate de un delincuente de poca monta al que hayan ajustado las cuentas. Quizá un contrabandista. Iremos a la calle Nablus, al domicilio que figura en la cédula de identificación, lo registraremos y luego ya veremos si es o no necesario avisar a los servicios de inteligencia. Pida refuerzos. Y que traigan un ariete para derribar puertas.

La inspectora Toledano y el sargento Heller no se atrevieron a allanar el edificio de la calle Nablus hasta que no contaran con una veintena de hombres de refuerzo. Acostumbrados como estaban a esa clase de operaciones, conocían el protocolo a la perfección. Sheihk Jarrah era una área especialmente sensible dentro de Jerusalén Este, de modo que el factor sorpresa y la rapidez resultaban fundamentales. Mientras aguardaban la llegada de efectivos, el sargento quiso averiguar a través de la radio si sobre el inmueble al que iban a entrar pendía alguna orden de demolición o presentaba alguna irregularidad urbanística, pero a las seis de la mañana las oficinas municipales aún estaban cerradas. A vuela pluma, se trataba de un viejo edificio de cuatro plantas, cuyas desconchadas y rugosas paredes de piedra habían sido decoradas por los grafiteros con varias pintadas, una de las cuales decía: «Jerusalén es más fuerte que el muro», en alusión al muro de seguridad que Israel estaba levantando por todos los Territorios Ocupados, incluida Jerusalén Este. Por el gran número de pequeñas ventanas que miraban hacia el exterior, daba la impresión de ser un inmueble de diminutos apartamentos. Al portar la víctima una cédula de identidad falsa, la vivienda que ocupaba tenía que ser de alquiler, puesto que los controles a los que eran sometidos los compradores árabes de inmuebles eran férreos. Lo más probable era que se tratara de un subarriendo, una componenda inmobiliaria común entre la población árabe de Jerusalén. Claro que cabía también que el edificio estuviese habitado por numerosos «internacionales». De ser así, lo mejor era evitar una escaramuza que luego tuviera repercusión en la prensa internacional.

Desde el coche, Heller volvió a examinar todo el frente del edificio, y en especial la segunda planta, que era donde vivía el difunto según constaba en la cédula de identidad falsa. Como en varios balcones del primer piso había ropa tendida, pensó en la conveniencia de dejar a tres o cuatro hombres fuera, por si en el transcurso del registro alguien decidía descolgarse por el balcón haciendo uso de la ropa tendida.

—De nuevo tenemos que entrar en una madriguera, aunque en esta ocasión la rata está muerta —elucubró el sargento aludiendo a los peligros que corrían siempre que tenían que allanar una vivienda en Sheihk Jarrah.

Cuando el cielo comenzó a clarear, fue la inspectora la que descendió del vehículo para realizar un examen visual más exhaustivo del entorno. Después de todo, de los pequeños detalles dependía el éxito o el fracaso de cualquier operación. Al acercarse a uno de los flancos del inmueble con vuelta a un desierto callejón sin salida, leyó una pintada distinta de las demás que, escrita con primorosos caracteres, reproducía unos versos que había aprendido cuando se vio obligada a tomar clases de árabe: «El olivar era en otro tiempo verde / y el cielo / un bosque azul, amor mío, / ¿quién lo ha cambiado esta noche?» Acto seguido le vino a la memoria la última estrofa de aquel poema escrito por el poeta Mahmoud Darwish: «El olivar estaba siempre verde, amor mío, / cincuenta víctimas, al caer el sol / lo han convertido en un pantano rojo. / Cincuenta víctimas, amor mío, no me riñas. / Me mataron. / Me mataron. / Me mataron».

—Creo que deberíamos esperar con el motor en marcha —sugirió la inspectora cuando hubo regresado al interior del coche y la actividad en la calle comenzaba a hacerse más intensa.

—En mi opinión, levanta más sospechas tener el motor en marcha que parado —replicó el sargento al tiempo que apoyaba la nuca en el reposacabezas, lo que provocó que todo el asiento se convulsionara. Luego, para dar una mayor sensación de tranquilidad, extrajo un par de sándwiches de una bolsa de papel que había depositada en el asiento trasero—. ¿Gusta? Son de pepinillo.

—¿Y si nos vemos en un aprieto y tenemos que salir de aquí volando? Puede que su coche vuelva a dejarnos en la estacada —insistió la inspectora pasando por alto el ofrecimiento.

—El auto tiene achaques de viejo, pero ningún abuelo abandona a su nietecito. ¿Acaso no nos trajo hasta acá? Además, siempre me queda el recurso del tanguito. Ya ve que le gustó. ¿Y a vos, le funcionó?

—¿A qué se refiere, Lautaro?

—Lo de hablarles a sus plantas.

—¿Lo de hablarles a mis plantas? Supongo que sí; sí, funcionó, a su manera, claro está. Terminé dándome cuenta de que, en caso de seguir por ese camino, iba a volverme loca. Que es lo que le pasará a usted, Lautaro, si se empeña en seguir hablando con su coche.

—No hablo con mi coche, le hablo a mi coche. Son cosas completamente diferentes. ¿Qué hizo entonces, cuando dejó de hablarles a sus plantas?

—Aficionarme al whisky. De esa forma al menos me limitaba a hablar conmigo misma. Ahora soy toda una experta en whisky.

—¿De veras? ¡Qué bárbaro!

—Un día que tengamos libre nos vamos de cata. ¿Sabía que en Jerusalén hay un bar con la mejor carta de whiskys de Oriente Próximo?

—¿Yo catar el whisky? Soy un tipo de vaso de leche espolvoreada con un poco de canela; el alcohol me hace estornudar y perder la cabeza. ¿Y qué pasó con sus plantas cuando dejó de hablarles? ¿Se pusieron mustias? —se interesó el sargento.

—No dejé de hablarles del todo. Les expliqué la situación y han acabado bebiendo whisky conmigo.

—Lo que cuenta es extraordinario, inspectora. Seguro que hasta brindan.

—Como siempre, ya está usted fantaseando más de la cuenta, Lautaro. Cuando digo que mis plantas beben whisky me refiero a que, de vez en cuando, incorporo una o dos gotas de malta en el agua de riego. He comprobado que les activa la clorofila.

—¡Qué bárbaro, inspectora!

—A usted todo le parece bárbaro, Lautaro.

—Es porque me entusiasman las cosas que quedan fuera de lo convencional. Yo tengo mis libritos. Leo de todo, porque si los dietistas aseguran que la alimentación sana pasa por comer de todo, para que el espíritu de uno tenga un aspecto saludable se ha de leer variado. Lo que menos leo son periódicos. En mi opinión, la prensa avisa de las heridas que se producen en eso que llamamos el «cuerpo social»; el libro, en cambio, muestra la cicatriz de esa herida, las consecuencias, los resultados. Es más reflexivo y profundo. En los libros es donde se hace el diagnóstico de las enfermedades que una sociedad padece. Por eso deploro que cada religión tenga sus libros sagrados. Uno, dos, tres o diez. Me da igual el número. Para mí, todos los libros son sagrados, con independencia de lo que traten o de cómo estén escritos, porque todos son fruto de la singular evolución que ha experimentado nuestra especie. En mi opinión, los seres humanos somos dioses por cuanto que, en lo que respecta a nuestra evolución, hemos roto la barrera que separa lo natural de lo artificial y, en consecuencia, todos nuestros libros son sagrados. Si la gente religiosa partiera de este principio, de que todos los seres humanos estamos tocados por la divinidad en igual medida, entonces tal vez acá en Israel no tendríamos los problemas que tenemos con los palestinos en particular y con los árabes en general. ¿Y vos qué leés?

—¿Yo? Mi libro de cabecera es Los hombres son de Marte, las mujeres son de Venus. Es una broma, naturalmente. Me gusta mucho la poesía.

—Bueno, la poesía es la sublimación de la literatura, la esencia, la materia primordial. ¡Gente desnuda y lectora, eso es lo que necesita esta tierra! —exclamó el sargento.

—Lautaro, si el comisario escuchara nuestras confesiones, nos mandaría de cabeza a un frenopático. ¡Ande, cómase ese sándwich!

No hubo Heller engullido el primero de los sándwiches cuando se vieron rodeados por media docena de jeeps de la policía de fronteras.

—Ya están acá los muchachos —indicó el sargento.

La toma de aquella pequeña fortaleza resultó una exhibición de energía y precisión, y duró apenas unos instantes. En menos de dos minutos habían derribado la puerta principal del edificio y la del apartamento de la víctima, al tiempo que tres hombres fuertemente armados vigilaban los pasillos en cada una de la plantas. Y cuando alguien, alertado por el estruendo de la madera al reventar y de la goma de las botas corriendo de aquí para allá, asomaba la cabeza por una puerta, se le conminaba a cerrarla de nuevo y a permanecer en el interior de su domicilio hasta que el registro hubiese finalizado.

Como siempre que allanaban una vivienda, el sargento entró por delante de la inspectora, con los hombros vencidos, como un felino agazapado preparado para la acción. En cuanto comprobó que el apartamento, de unos treinta y cinco metros cuadrados divididos en dos estancias y un diminuto aseo, estaba vacío, recobró la compostura. Desde la atalaya que le brindaba su altura, y tras escrutar con minuciosidad cada palmo de la casa, dijo:

—Más que un departamento parece un zulo. ¿Quién vive sin sillas y sin una mesa? Acá solo hay un camastro cubierto de ropa ¿Vos qué pensás?

—Que a la víctima no le gustaba doblar la ropa ni tampoco guardarla en el armario —ironizó la inspectora—. Al menos obtendremos huellas.

—El tipo no vivía acá —observó el sargento—. De eso no hay duda. Pero ¡si el muy boludo ni siquiera tenía heladera!

—Estoy de acuerdo, Lautaro, no parece que la víctima viviera aquí —corroboró la inspectora.

—Tiene toda la pinta de ser un piso franco, donde el tipo venía a asearse y ¿a cambiarse de ropa? —dijo ahora Heller señalando hacia el montón de ropa que se amontonaba sobre el colchón.

—Lo primero que tendremos que hacer es comprobar si toda esa ropa es de la talla de la víctima —apuntó la inspectora.

—Mire las prendas, es ropa propia de un menesteroso. ¿Qué mendigo se preocupa de cambiarse de saco? Es todo muy extraño.

—Salvo que el indigente no sea tal —se descolgó la inspectora.

Heller la miró con curiosidad antes de decir:

—De modo que el tipo se hacía pasar por mendigo. ¿Eso cree? ¿Con qué propósito? ¿Para qué necesitaba esta casa? ¿Por qué no llevaba encima las llaves del portal y de la vivienda y, en cambio, portaba la llave de una habitación de hotel?

—Creo que las respuestas a esas preguntas las encontraremos detrás de la puerta que abra la llave que la víctima llevaba encima —dijo la inspectora.

—Como los de la científica tardarán todavía un buen rato en devolvernos la llave, deberíamos visitar unos cuantos establecimientos hoteleros, empezando por el Ambassador, hasta que encontremos uno con el mismo tipo de llave. Luego solo tendremos que pedirle al recepcionista que nos abra la habitación número doce.

—A tenor del aspecto de este apartamento, el hotel Ambassador se me antoja un lugar demasiado lujoso para nuestro hombre —apuntó la inspectora.

—Lo sé, pero por algún sitio hemos de comenzar la búsqueda. Tal vez el recepcionista del Ambassador reconozca el llavín, o pueda echarnos una mano acotando la categoría del establecimiento al que puede pertenecer la llave, o qué sé yo.

—Lo que haremos será comprobar si alguien se ha registrado en un hotel de la ciudad en los últimos días bajo el nombre de Abdel Hadi Said. Pida también a los de la científica que aclaren cuanto antes el asunto de las huellas dactilares de la víctima. Si se trata de un delincuente reincidente, lo más probable es que esté fichado.

—Lo hago al grito, inspectora.

—Heller, su hebreo. Ya no vive en Buenos Aires.