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Al amanecer, el DCI ofreció una rueda de prensa con Roberta Alonzo-Ortiz, la consejera de Seguridad Nacional. Estaban reunidos en la sala de crisis del presidente, un espacio circular situado en las entrañas de la Casa Blanca. Muchas plantas por encima de ellos estaban las preciosas habitaciones de molduras denticuladas forradas en madera que la gente asociaba con aquel edificio histórico de varias plantas, aunque allí abajo prevalecía toda la fuerza y el poder de los oligarcas del Pentágono. Al igual que los grandes templos de las antiguas civilizaciones, la sala de crisis había sido construida para que durase siglos. Excavada en los viejos sótanos, sus proporciones eran intimidatorias, como correspondía a semejante monumento a la invencibilidad.

Alonzo-Ortiz, el DCI y sus respectivos Estados Mayores —además de unos cuantos miembros escogidos del Servicio Secreto— estaban repasando por centésima vez los planes de seguridad para la cumbre antiterrorista de Reykiavik. Unos detallados diagramas del hotel Oskjuhlid aparecían sobre una pantalla de proyección junto con unas notas sobre cuestiones de seguridad relacionadas con las entradas, las salidas, los ascensores, el tejado, las ventanas y cosas parecidas. Se había establecido una conexión directa por video con el hotel, así que Jamie Hull, el emisario del DCI destacado al lugar, podía participar en la reunión informativa.

—No se tolerará ningún margen de error —dijo Alonzo-Ortiz. Era una mujer de aspecto imponente, con el pelo de color negro azabache y unos ojos tan brillantes como penetrantes—. Todos los aspectos de esta cumbre deben funcionar como un reloj —prosiguió—. Cualquier fisura en la seguridad, por minúscula que sea, tendría unos efectos desastrosos. Arruinaría todo lo que el presidente ha estado construyendo durante dieciocho meses con los principales países islámicos. No tengo que decirle a ninguno de ustedes que, tras la apariencia de cooperación, acecha una desconfianza innata hacia los valores occidentales y la ética judeocristiana, y todo lo que éstos representan. El menor indicio de que el presidente los ha engañado tendrá de inmediato las consecuencias más funestas. —Miró lentamente alrededor de la mesa. Era uno de sus dones especiales el que, cuando se dirigía a un grupo, consiguiera que todos y cada uno de los presentes creyera que sólo le estaba hablando a él—. No cometan ningún error, caballeros. Lo que nos jugamos aquí es nada menos que una guerra mundial, una yihad masiva como nunca antes hemos visto y que, muy posiblemente, no seamos capaces de imaginar.

Estaba a punto de dar por terminada la reunión informativa para Jamie Hull, cuando un hombre joven y delgado entró en la sala, se acercó silenciosamente al DCI y le entregó un sobre cerrado.

—Mis disculpas, doctora Alonzo-Ortiz —dijo el director mientras rasgaba el sobre.

Leyó el contenido sin inmutarse, aunque su ritmo cardíaco se duplicó. A la consejera de Seguridad Nacional no le gustaba que la interrumpieran en sus reuniones informativas. Consciente de que ella lo miraba con cara de pocos amigos, el director retiró la silla y se levantó.

Alonzo-Ortiz le dirigió una sonrisa tan tensa que sus labios casi desaparecieron.

—Confío en que tenga un motivo justificado para dejarnos de forma tan repentina.

—Por supuesto que lo tengo, doctora Alonzo-Ortiz.

El DCI, aunque ya era veterano y, por consiguiente, contaba con una buena cuota de poder, tenía el suficiente sentido común como para no enfrentarse con la persona en quien más confiaba el presidente. Hizo gala de sus mejores modales, aunque sentía un profundo resentimiento hacia Roberta Alonzo-Ortiz, no sólo porque ella le había usurpado su tradicional papel con el presidente sino por ser mujer. Por todas estas razones hizo uso del poco poder del que disponía, a saber, la ocultación de lo que ella más deseaba conocer en ese momento: la naturaleza de aquella emergencia lo bastante grave como para arrastrarlo fuera de la sala.

La sonrisa de la consejera de Seguridad Nacional se tensó aún más.

—En ese caso, le agradecería un informe completo de la crisis, sea cual fuere ésta, tan pronto como sea viable.

—Por supuesto —dijo el DCI, mientras se batía en una rápida retirada. En cuanto la gruesa puerta de la sala de crisis se cerró tras él añadió ásperamente «Su Alteza», lo que provocó una carcajada en el agente de campo que su oficina había utilizado como mensajero.

El DCI tardó menos de quince minutos en volver a la oficina central, donde lo esperaban para que comenzase una reunión de altos cargos de la Agencia. Asunto: los asesinatos de Alexander Conklin y el doctor Morris Panov. Principal sospechoso: Jason Bourne. Todos los presentes eran hombres de tez pálida, vestidos con trajes tradicionales impecablemente entallados, corbatas de seda de vivos colores y brillantes zapatos de piel. Las camisas a rayas, los cuellos de colores y las modas pasajeras no iban con ellos. Acostumbrados a pasearse por los pasillos del poder de Washington y sus alrededores, eran tan inmutables como sus ropas. Conservadores, salidos de universidades conservadoras, descendían de las familias adecuadas, y desde el principio sus padres los habían encaminado a los despachos, y desde ahí a los secretos, de la gente adecuada; unos líderes con visión y energía que sabían cómo conseguir que se hiciera el trabajo. La red sobre la cual se sentaban en ese momento era un mundo secreto rigurosamente reservado, aunque los tentáculos que se abrían en abanico desde ella se extendían por doquier.

En cuanto el DCI entró en la sala de reuniones, se bajaron las luces. Sobre una pantalla aparecieron las fotos de los cuerpos tomadas in situ por la policía científica.

—¡Por el amor de Dios, quiten eso! —gritó el DCI—. Es una obscenidad. No deberíamos ver a esos hombres en ese estado.

Martin Lindros, el director adjunto de la IC (DCI), pulsó un botón, y la pantalla se quedó en blanco.

—Para poner a todo el mundo al corriente, les diré que ayer confirmamos que el coche que habíamos encontrado aparcado en el camino de la casa de Conklin era el de David Webb.

Hizo una pausa cuando el Gran Jefazo carraspeó.

—Llamemos al pan pan, y al vino vino. —El director se echó hacia delante y puso los puños sobre la reluciente mesa—. El mundo en general tal vez conozca a este hombre…, a este hombre como David Webb, pero aquí es conocido como Jason Bourne. Utilizaremos ese nombre.

—Sí, señor —dijo Lindros, decidido a no exacerbar el excesivo mal humor del director. Apenas necesitó consultar sus notas, tan recientes y vívidos estaban aquellos hallazgos en su mente—. We… Bourne fue visto por última vez en el campus de Georgetown aproximadamente una hora antes de los asesinatos. Un testigo presencial lo vio salir corriendo hacia su coche. Suponemos que se dirigió directamente a casa de Alex Conklin. Sin ningún género de dudas Bourne estuvo en la casa a la hora aproximada en que se cometieron los asesinatos. Sus huellas estaban en un vaso de güisqui a medio terminar que se encontró en la sala de la televisión.

—¿Y qué hay del arma? —preguntó el DCI—. ¿Es el arma del crimen?

Lindros asintió con la cabeza.

—Está totalmente confirmado por el informe de balística.

—¿Y está seguro de que era de Bourne, Martin?

Lindros consultó una fotocopia y se la pasó a través de la mesa al DCI, haciéndola girar al mismo tiempo.

—El registro confirma que el arma del crimen pertenece a David Webb. A «nuestro» David Webb.

—¡Hijo de perra! —Al DCI le temblaban las manos—. ¿Están las huellas de ese cabrón en el arma?

—Limpió la pistola —dijo Lindros, consultando otra hoja—. No hay ni la menor huella.

—La marca de un profesional. —El DCI pareció repentinamente agotado. No era fácil perder a un viejo amigo.

—Sí, señor. Sin duda.

—¿Y Bourne? —preguntó el DCI con un gruñido. Parecía que le resultara doloroso incluso pronunciar el nombre.

—A primeras horas de esta mañana recibimos un chivatazo: Bourne se había escondido en un motel de Virginia, cerca de uno de nuestros controles de carretera —dijo Lindros—. Acordonamos la zona de inmediato y enviamos un equipo de asalto al motel. Si realmente estuvo allí, ya había huido y atravesado el cordón sin ser visto. Se desvaneció en el aire.

—¡Maldita sea! —El DCI se puso rojo.

El ayudante de Lindros entró en la sala silenciosamente y le entregó una hoja. Lindros la examinó durante un instante y luego levantó la vista.

—Esta mañana a primera hora envié un equipo a la casa de Webb, por si volvía allí o se ponía en contacto con su esposa. El equipo encontró la casa cerrada con llave y vacía. Ni rastro de la mujer ni de los dos hijos de Bourne. La investigación subsiguiente reveló que ella se presentó en el colegio de los niños y los sacó de clase sin mediar explicación.

—¡Eso lo confirma! —Parecía que al DCI estaba a punto de darle un ataque de apoplejía—. ¡En todos los terrenos va un paso por delante de nosotros porque había planeado esos asesinatos con antelación! —Durante el breve y rápido viaje a Langley, había permitido que sus emociones sacaran lo mejor de él. Entre el asesinato de Alex y las maniobras de Alonzo-Ortiz, había entrado en la reunión de la Agencia hecho una furia. A esas alturas, una vez enfrentado a las pruebas forenses, estaba más que dispuesto a condenar.

—Es evidente que Jason Bourne se ha convertido en un bellaco. —El Gran Jefe, todavía de pie, parecía bastante conmovido—. Alexander Conklin era un viejo y leal amigo. Soy incapaz de recordar o enumerar la de veces que se jugó la reputación, su propia vida incluso, por esta organización y por su patria. Era un auténtico patriota en el sentido más amplio de la palabra, un hombre de quien todos nos sentíamos orgullosos, y con razón.

Por su parte, Lindros pensaba en cuántas veces era capaz de recordar y enumerar en las que el Gran Jefe había despotricado contra las tácticas de vaquero, las misiones deshonestas y los objetivos secretos de Conklin. Todo eso de ensalzar a un muerto estaba muy bien, pensó, pero en aquel negocio era una auténtica idiotez ignorar las peligrosas inclinaciones de los agentes, pasados y presentes. Eso, por supuesto, incluía a Jason Bourne. Éste era una especie de agente durmiente, de la peor especie, por cierto, de los que no son capaces de controlarse del todo. Si lo habían movilizado en el pasado se debía a las circunstancias, no a su propia elección. Lindros sabía muy poco sobre Jason Bourne, un descuido que estaba decidido a corregir en cuanto se levantara aquella reunión.

—Si Alexander Conklin tenía una debilidad, un punto débil, ése era Jason Bourne —continuó el DCI—. Años antes de que conociera a su actual esposa, Marie, perdió a toda su primera familia, a su esposa tailandesa y sus dos hijos, en un ataque sobre Phnom Penh. El hombre se había vuelto medio loco a causa del dolor y los remordimientos cuando Alex lo recogió de las calles de Saigón y lo adiestró. Años más tarde, incluso después de que Alex consiguiera la ayuda de Morris Panov, surgieron problemas para controlar a su activo… pese a los informes regulares del doctor Panov en sentido contrario. Sea como fuere, cayó bajo la influencia de Jason Bourne.

»Advertí a Alex una y otra vez, le rogué que hiciera evaluar a Bourne por nuestro equipo de psiquiatras forenses, pero se negó siempre. Alex, Dios lo tenga en su gloria, podía ser muy testarudo; creía en Bourne.

La cara del DCI brillaba a causa del sudor mientras miraba por la sala con los ojos muy abiertos.

—¿Y cuál es el resultado de esa fe? Los dos hombres han sido tiroteados como perros por el mismísimo activo al que intentaban controlar. La verdad pura y simple es que Bourne es incontrolable. Y es una víbora venenosa y mortífera. —El DCI dio un puñetazo sobre la mesa de reuniones—. No permitiré que estos abyectos asesinatos a sangre fría queden impunes. Voy a redactar una orden a escala mundial para disponer la aniquilación inmediata de Jason Bourne.

Bourne tuvo un escalofrío. Estaba totalmente helado. Miró hacia arriba y apuntó el haz de su linterna al conducto de ventilación de la refrigeración. Bajó de nuevo al centro del pasillo, trepó a la pila de cajas de la derecha y se arrastró por encima de los montones hasta que llegó a la rejilla. Abrió la navaja automática y utilizó la punta de la hoja para desatornillarla. La suave luz del amanecer inundó el interior del remolque. Parecía haber suficiente espacio para salir por allí. Confió en que así fuera.

Encogió los hombros hacia dentro, se introdujo como pudo en la abertura y empezó a retorcerse de un lado a otro. Durante los primeros centímetros todo fue bien, pero de repente su avance se vio interrumpido. Intentó moverse, pero no pudo. Estaba atascado. Exhaló todo el aire de sus pulmones y consiguió que la parte superior de su cuerpo se relajara. Empujó con las piernas y los pies. Una caja se deslizó y cayó, pero había conseguido avanzar un poquito. Bajó las piernas hasta que consiguió agarrarse con los pies a las cajas que tenía debajo. Apretando los tacones de los zapatos contra la barra superior, volvió a hacer presión y se movió de nuevo. Repitió esa maniobra con lentitud y cuidado hasta que al final consiguió pasar la cabeza y los hombros. Parpadeó al mirar al cielo color rosa, donde se iban acumulando unas nubes esponjosas que fueron cambiando de forma mientras se contoneaba por debajo de ellas. Levantó las manos, se agarró al borde del techo y se impulsó hasta que consiguió salir del remolque y situarse sobre el techo.

En el siguiente semáforo se bajó de un salto, encogiendo el hombro hacia dentro y rodando para amortiguar la caída. Se levantó, llegó a la acera y se sacudió el polvo. La calle estaba desierta. Lanzó un breve saludo al confiado Guy cuando el camión frigorífico se alejó envuelto en la nube azul de los humos del motor diésel.

Estaba en las afueras de Washington, en el barrio pobre del noreste. El cielo empezaba a clarear y las largas sombras del amanecer se retiraban ante el empuje del sol. Se podía oír el zumbido del tráfico en la distancia, además del aullido de una sirena policial. Respiró profundamente. Bajo el hedor de la ciudad percibió algo fresco en el aire: la euforia de la libertad después de una larga noche de esfuerzos por esconderse y seguir libre.

Caminó hasta que vio el revoloteo de unos descoloridos banderines blancos, azules y rojos. El solar de los coches usados estaba cerrado durante la noche. Avanzó por el solar desierto, escogió un coche al azar y le cambió las placas de la matrícula con las del coche que estaba al lado. Hizo saltar la cerradura con una palanqueta, abrió la puerta del lado del conductor e hizo un puente. Instantes después salía del solar y enfilaba la calle.

Aparcó delante de una cafetería con una fachada cromada que era una reliquia de la década de los cincuenta. Había una gigantesca taza de café colocada encima del techo cuyas luces de neón hacía mucho que se habían fundido. Dentro había humedad. El olor a posos de café y a aceite frito estaba incrustado en todas las superficies. A la derecha de Bourne había un largo mostrador de formica y una hilera de taburetes cromados con los asientos de vinilo; a su derecha, contra la hilera de ventanales veteados por el sol, se extendía una fila de reservados, todos con una de aquellas gramolas individuales que tenían las tarjetas de todas las canciones que se podían poner por veinticinco centavos.

La piel blanca de Bourne fue recibida en silencio por las caras oscuras que se volvieron cuando la puerta se cerró tras él con el ligero tintineo de una campana. Nadie le devolvió la sonrisa. Su presencia pareció resultarle indiferente a algunos, pero otros de naturaleza distinta parecieron interpretarla como un maligno augurio de cosas venideras.

Consciente de la hostilidad de las miradas, se metió en un reservado con el asiento lleno de bultos. Una camarera con un pelo naranja lleno de rizos y una cara como la de Eartha Kitt dejó caer un mugriento menú delante de él y le llenó la taza de humeante café. Unos ojos vivarachos y excesivamente maquillados en una cara abrumada por las preocupaciones lo observaron durante un rato con curiosidad y algo más… tal vez compasión.

—No te preocupes por las miradas, cielo —musitó—. Les das miedo.

Se tomó un desayuno mediocre: huevos, beicon y patatas fritas, todo bañado con un astringente café. Pero necesitaba que la proteína y la cafeína hicieran su efecto para recuperarse de su agotamiento, al menos temporalmente.

La camarera le rellenó la taza, y él se bebió el café a sorbos, haciendo tiempo hasta que la Sastrería de Lincoln Fine abriera. Pero no estuvo ocioso. Sacó la libreta que había cogido de la mesa del salón de la televisión de Alex, y examinó una vez más la marca dejada en la hoja superior. NX 2O. Sonaba a algo experimental, algo amenazante, aunque en realidad podía ser cualquier cosa, incluido un nuevo modelo de ordenador.

Levantó la vista y se dedicó a observar a los ciudadanos del barrio que entraban y salían lentamente, mientras hablaban de subsidios de desempleo, deudas por drogas, palizas policiales, muertes repentinas de familiares o la enfermedad de un amigo presidiario. Aquélla era la vida de aquella gente, más extraña para él que la de Asia o Micronesia.

La atmósfera en el interior de la cafetería estaba ensombrecida por la ira y la pena.

En una ocasión, un coche patrulla pasó silencioso junto al bar como un tiburón que bordeara un arrecife. En el interior cesó todo movimiento, como si aquel momento importante fuera una fotografía en la lente de un fotógrafo. Bourne apartó la cara y miró a la camarera. Estaba observando cómo desaparecían las luces traseras del coche mientras éste dejaba atrás el edificio. Un audible suspiro de alivio se extendió por la cafetería. Bourne experimentó su particular sensación de alivio. Al fin y al cabo, parecía que en su viaje por las sombras estaba en compañía de camaradas.

Sus pensamientos volvieron al hombre que lo acechaba. Su cara tenía un aire asiático, aunque no del todo. ¿Había algo familiar en ella, el fuerte perfil de su nariz, que no era asiática en absoluto, o la forma de sus gruesos labios, que lo eran mucho? ¿Era alguien del pasado de Bourne, de Vietnam? Pero no, eso era imposible. A juzgar por su aspecto, frisaba los treinta como mucho, lo que significaba que no podría haber tenido más de cinco o seis años cuando Bourne estuvo allí. ¿Quién era, pues, y qué quería? Aquellas preguntas siguieron hostigándolo. De repente dejó su taza medio vacía; el café estaba empezando a perforarle el estómago.

Volvió a su coche robado poco después, encendió la radio y le dio vueltas al dial hasta que encontró un informativo en el que se hablaba de la cumbre antiterrorista, siguió con un breve resumen de las noticias nacionales y pasó a continuación a los asuntos locales. El primero de la lista fue el asesinato de Alex Conklin y Mo Panov, aunque extrañamente no se dio ninguna nueva información.

—Hay más noticias —dijo el locutor—, pero primero un mensaje importante.

«Un mensaje importante». Entonces el recuerdo de la oficina de París, con su vista desde los Campos Elíseos hasta el Arco del Triunfo, acudió de nuevo rápidamente a su memoria, arramblando con la cafetería y todo lo que le rodeaba. Había un sillón color chocolate al lado del que acababa de levantarse. A su derecha, un vaso de cristal tallado medio lleno de un líquido ambarino. Una voz grave, sonora y melodiosa estaba hablando de algo relacionado con lo que se tardaría en conseguir todo lo que Bourne necesitaba.

—No te preocupes, amigo mío —dijo la voz en un inglés desdibujado por el marcado acento francés—, se supone que tengo que darte un mensaje importante.

En el escenario de sus recuerdos, Bourne se dio la vuelta, y se estiró para ver la cara del hombre que había hablado, pero lo único que vio fue una pared blanca. El recuerdo se había evaporado como si fuera el aroma del güisqui escocés, dejando atrás a Bourne, que miraba sombríamente las mugrientas ventanas de la destartalada cafetería.

Un ataque de ira hizo que Jan cogiera su móvil y llamara a Spalko. Le llevó algún tiempo, y algo de insistencia por su parte, pero al final logró contactar con él.

—¿A qué debo este honor, Jan? —le dijo Spalko al oído. Escuchando con atención, Jan percibió la ligera dificultad al hablar de Spalko, y decidió que había estado bebiendo. El conocimiento que tenía de los hábitos de su empleador ocasional era más profundo de lo que el propio Spalko podría haber sabido, siempre que hubiera tenido algún deseo de considerar la cuestión. Sabía, por ejemplo, que a Spalko le gustaba beber, fumar cigarrillos y las mujeres, aunque no necesariamente por ese orden. Su capacidad para aquellas tres cosas era inmensa. En ese momento pensó que si Spalko era la mitad de borracho de lo que él sospechaba que era, tendría una ventaja sobre él. Por lo que concernía a Spalko, eso era una rareza.

—Me parece que el expediente que me entregó está equivocado, o al menos es muy deficiente.

—¿Y qué te ha llevado a tan lamentable conclusión?

La voz se endureció al instante, como el agua dentro del hielo. Jan se percató demasiado tarde de que el lenguaje que había utilizado había sido demasiado agresivo. Spalko podría ser un gran pensador —incluso un visionario—, pero en lo más profundo de su ser actuaba por instinto. Así que había salido de aquel medio estupor para repeler la agresión con más de lo mismo. Tenía un carácter violento muy en desacuerdo con la imagen pública que tanto cuidaba. Sin embargo, había una parte de él que se desarrollaba bajo la almibarada fachada de su vida cotidiana.

—El comportamiento de Webb ha sido curioso —dijo Jan en voz baja.

—¡Oh! ¿En qué sentido? —La voz de Spalko había vuelto a la apatía y la dificultad.

—No se ha estado comportando como un profesor de universidad.

—Me pregunto qué importancia tiene eso. ¿Lo has matado?

—Todavía no. —Jan, sentado en su coche, miró a través de la ventanilla cuando un autobús se detuvo al otro lado de la calle. La puerta se abrió con un suspiro, y la gente salió: un anciano, dos muchachos, una madre y su bebé.

—Bueno, eso es un cambio de planes, ¿no?

—Usted sabía que tenía intención de jugar con él primero.

—Sin duda, pero la pregunta es: ¿por cuánto tiempo?

Se estaba desarrollando algo así como una partida de ajedrez verbal, tan delicada como febril, y Jan sólo pudo intuir su naturaleza. ¿A qué venía lo de Webb? ¿Por qué Spalko había decidido utilizarlo como un peón en el doble asesinato de los funcionarios, Conklin y Panov? ¿Cuál era la verdadera razón de que Spalko hubiera ordenado asesinarlos? Jan no tenía ninguna duda de que eso era lo que había ocurrido.

—Hasta que esté preparado. Hasta que entienda quién está yendo a por él.

La mirada de Jan siguió a la madre cuando ésta bajó a su hijo a la acera. El niño se tambaleó un poco mientras caminaba, y ella se rió. El niño echó hacia atrás la cabeza para mirarla y también se rió, imitando la felicidad de su madre. Ésta le cogió de la mano.

—No estarás cambiando de idea, ¿verdad?

Jan creyó detectar cierta tirantez, un temblor de determinación, y de repente se preguntó si Spalko estaría realmente borracho. Sopesó la idea de preguntarle por qué le importaba que matara o no a David Webb, pero se lo pensó mejor y rechazó la idea, pues temía que eso pudiera poner de manifiesto sus propias preocupaciones.

—No, no he cambiado de idea —dijo Jan.

—Porque en el fondo tú y yo somos iguales. Nuestras narices se dilatan al olor de la muerte.

Perdido en sus pensamientos y sin saber bien qué responder, Jan cerró el móvil. Colocó la mano en la parte superior de la ventanilla y observó entre los dedos a la mujer y a su hijo caminar por la calle. Ella daba unos pasos insignificantes, intentando por todos los medios amoldarse al andar poco seguro de su hijo.

Spalko le estaba mintiendo, eso era algo que Jan sí sabía. Igual que él había estado mintiendo a Spalko. Durante un momento desenfocó la vista, y se encontró de nuevo en las selvas de Camboya. Había estado más de un año con los contrabandistas de armas vietnamitas, atado en una choza como si fuera un perro rabioso, medio muerto de hambre y apaleado. A su tercer intento de huida ya había aprendido la lección, y le había hecho papilla la cabeza al contrabandista con la pala que había utilizado para excavar los pozos de las letrinas. Había pasado diez días viviendo de lo que pudo encontrar, antes de que los recogiera un misionero estadounidense llamado Richard Wick. Éste le había dado de comer, ropa, un baño caliente y una cama limpia. A cambio, él correspondió acudiendo a las lecciones de inglés del misionero. En cuanto fue capaz de leer, se le regaló una biblia y se le exigió que se la aprendiera de memoria. De esa manera empezó a comprender que, en opinión de Wick, él estaba en este mundo no para salvarse, sino para civilizarse. Una o dos veces intentó explicarle al misionero la naturaleza del budismo, pero era muy joven, y los conceptos que se le habían enseñado siendo él muy pequeño no parecían tan bien construidos cuando salían de su boca. Y en cualquier caso no es que a Wick le hubiera interesado en absoluto; no mantenía tratos con ninguna religión que no creyera en Dios, que no creyera en Jesucristo Salvador.

Jan volvió a enfocar la mirada de golpe. La madre conducía a su pequeño junto a la fachada cromada de la cafetería que tenía la enorme taza de café en su techo. Más allá, al otro lado de la calle, Jan alcanzó a ver al hombre que él conocía como David Webb a través del cristal veteado de reflejos de la ventanilla de un coche. Tenía que reconocerle el mérito a Webb; le había hecho seguir un intrincado camino desde los confines de la propiedad de Conklin. Jan había visto la figura sobre el camino del promontorio, observándolos. Cuando consiguió subir allí no sin dificultad, después de escapar de la inteligente trampa de Webb, ya era demasiado tarde para abordar al hombre, pero con sus gafas infrarrojas de campaña había podido seguir el avance de Webb hasta llegar a la carretera. Cuando estaba preparado para continuar, alguien recogió a Webb. En ese momento lo observaba, consciente de lo que Spalko ya sabía: que Webb era un hombre muy peligroso. A un hombre así seguramente no le había preocupado ser el único caucásico de la cafetería. Parecía sentirse solo, aunque Jan no podía estar seguro, puesto que la soledad era algo que le resultaba del todo extraño.

Volvió a mirar a la madre y al niño. Hasta él llegaron sus risas arrastradas por el aire, insustanciales como un sueño.

Bourne llegó a la Sastrería de Lincoln Fine en Alexandría a las nueve y cinco. La tienda era como cualquier otro de los negocios independientes de la parte vieja de la ciudad; esto es, tenía una fachada que recordaba vagamente el estilo colonial. Cruzó la acera de ladrillo rojo, empujó la puerta y entró. La zona del público de la tienda estaba dividida en dos partes por una barrera a la altura de la cintura formada por un mostrador a la izquierda y unas mesas de sastre a la derecha. Las máquinas de coser, a medio camino entre la parte trasera y el mostrador, eran manejadas por tres latinas que ni siquiera levantaron la vista cuando él entró. Tras el mostrador había un hombre flaco en mangas de camisa y con un chaleco a rayas sin abotonar. Miraba algo con cara de concentración. Tenía una frente alta y abombada sobre la que caía un mechón de pelo castaño claro, y una cara de mejillas flácidas y ojos turbios. Se había subido las gafas hasta dejarlas en el centro del cuero cabelludo. Se pellizcaba la nariz aguileña. No prestó atención cuando la puerta se abrió, pero levantó la vista cuando Bourne se acercó al mostrador.

—¿Sí? —preguntó con aire expectante—. ¿En qué puedo ayudarlo?

—¿Es usted Leonard Fine? Vi su nombre fuera, en el escaparate.

—Sí, lo soy —respondió Fine.

—Me envía Alex.

El sastre parpadeó.

—¿Quién?

—Alex Conklin —repitió Bourne—. Me llamo Jason Bourne.

Echó una mirada por la tienda. Nadie les estaba prestando la más mínima atención. El ruido de las máquinas de coser llenaba el aire de zumbidos y animación.

Con mucha parsimonia Fine se bajó las gafas sobre el estrecho puente de la nariz. Escudriñó a Bourne con decidida intensidad.

—Soy amigo suyo —dijo Bourne, sintiendo la necesidad de animar a aquel sujeto.

—Aquí no hay ninguna prenda de vestir para el señor Conklin.

—No creo que dejara ninguna —dijo Bourne.

Fine se pellizcó la nariz como si le doliera.

—¿Un amigo, dice?

—Desde hace muchos años.

Sin mediar más palabras, Fine se estiró y abrió una trampilla en el mostrador para que Bourne pasara.

—Quizá deberíamos hablar de esto en mi despacho.

Condujo a Bourne a través de una puerta y por un polvoriento pasillo que apestaba a apresto y almidón.

El despacho en cuestión no era gran cosa: un pequeño cubículo con el suelo cubierto de un linóleo raspado y picado, unas tuberías desnudas que discurrían desde el suelo hasta el techo, una maltrecha mesa de metal verde con una silla giratoria, dos columnas de archivadores de metal baratos y unos montones de cajas de cartón. El olor a moho ascendía como si fuera vapor del contenido del despacho. Detrás de la silla había una pequeña ventana cuadrada, tan mugrienta que se hacía imposible ver el callejón que había detrás.

Fine se dirigió detrás de la mesa y abrió un cajón.

—¿Quiere algo de beber?

—¿No le parece que es algo temprano para eso? —dijo Bourne.

—Sí —masculló Fine—. Ahora que lo menciona. —Sacó una pistola del cajón y apuntó a Bourne al estómago—. La bala no lo matará de inmediato, pero mientras agoniza desangrándose, deseará que lo hubiera hecho.

—No hay razón para ponerse nervioso —dijo Bourne con tranquilidad.

—Pero resulta que hay «muchas» razones para hacerlo —dijo el sastre. Tenía los ojos tan juntos que parecía algo bizco—. Conklin ha muerto, y he oído que lo hizo usted.

—Yo no lo hice —dijo Bourne.

—Eso es lo que dicen todos ustedes. Negar, negar y negar. Es el estilo del gobierno, ¿no es así? —Una sonrisa astuta le cruzó el rostro—. Siéntese, señor Webb… o Bourne… o como quiera que se haga llamar hoy.

Bourne levantó la vista.

—Es usted de la Agencia.

—En absoluto. Soy un agente independiente. A menos que Alex lo haya dicho, dudo que alguien de dentro de la Agencia sepa siquiera que existo. —La sonrisa del sastre se hizo más expansiva—. Por ese motivo, Alex acudió a mí en primer lugar.

Bourne asintió con la cabeza.

—Me gustaría saber de qué va todo esto.

—Oh, no me cabe la menor duda. —Fine alargó la mano para coger el teléfono de su mesa—. Por otro lado, cuando su propia gente lo localice, estará usted demasiado ocupado respondiendo a sus preguntas para preocuparse de nada más.

—No haga eso —dijo Bourne con dureza.

Fine detuvo el auricular en el aire.

—Deme una razón.

—Yo no maté a Alex. Estoy intentando averiguar quién lo hizo.

—Pero sí lo mató. Según el comunicado que leí, estaba en su casa a la hora en que le dispararon. ¿Vio a alguien más allí?

—No, pero Alex y Mo Panov ya estaban muertos cuando llegué.

—Gilipolleces. Me pregunto por qué lo mató. —Fine entrecerró los ojos—. Me imagino que fue a causa del doctor Schiffer.

—Nunca he oído hablar del doctor Schiffer.

El sastre soltó una áspera risotada.

—Más gilipolleces. Y supongo que nunca ha oído hablar de la DARPA.

—Por supuesto que sí —dijo Bourne—. Son las siglas de la Agencia para los Proyectos Avanzados de la Defensa. ¿Es ahí donde trabaja el doctor Schiffer?

Fine soltó un resoplido de indignación, y dijo:

—Ya he oído suficiente.

Cuando desvió la mirada de Bourne un instante para marcar el número, éste arremetió contra él.

El DCI estaba en su amplio despacho de dos fachadas hablando por teléfono con Jamie Hull. Un sol radiante entraba a raudales por la ventana, avivando los tonos rubíes de la alfombra. El espléndido juego de colores no tenía ningún efecto sobre el DCI; éste continuaba de un humor de perros. Miró sombríamente las fotos en las que aparecía él con los presidentes en el Despacho Oval, con algunos líderes extranjeros en París, Bonn y Dakar, con unos cuantos artistas en Los Ángeles y Las Vegas, con predicadores evangélicos en Atlanta y Salt Lake City, e incluso, por absurdo que pareciera, con el Dalai Lama, con su perpetua sonrisa y hábitos color azafrán, en una visita de éste a la ciudad de Nueva York. Aquellas fotos no sólo no lo sacaban de su melancolía, sino que hacían que los años se le echaran encima como si fueran capas y más capas de cotas de malla que lo abrumaran.

—Es una pesadilla de mierda, señor —le decía Hull desde la remota Reykiavik—. Para empezar, establecer las medidas de seguridad con los rusos y los árabes es como intentar cogerte la cola. En fin, la mitad de las veces no sé qué demonios están diciendo, y la otra mitad no me fío de que los intérpretes, los nuestros o los suyos, me traduzcan correctamente lo que están diciendo.

—Debería haber estudiado idiomas extranjeros en primaria, Jamie. Siga adelante con ello, nada más. Si quiere, le enviaré a otros intérpretes.

—¿En serio? ¿Y de dónde los íbamos a sacar? Suprimimos a todos los arabistas, ¿no lo recuerda?

El DCI suspiró. Eso era un problema, por supuesto. A casi todos los funcionarios que hablaban árabe y estaban en nómina de los servicios de inteligencia se los consideró simpatizantes de la causa islámica, ya que no paraban de pregonar a los cuatro vientos lo amante de la paz que era en realidad el islam. Que se lo dijeran a los israelíes.

—Tenemos toda una nueva hornada que llegará aquí pasado mañana procedente del Centro de Estudios de la Inteligencia. Haré que escojan a dos para enviárselos lo antes posible.

—Eso no es todo, señor.

El DCI puso cara de pocos amigos, irritado por no detectar ni el más leve atisbo de gratitud en la voz de su subordinado.

—¿De qué se trata ahora? —soltó. ¿Y si quitara todas las fotos? ¿Mejoraría eso la lúgubre atmósfera que se respiraba allí dentro?

—No es una queja, señor, pero estoy haciendo todo lo que puedo por implantar las medidas de seguridad adecuadas en un país extranjero sin ninguna lealtad especial hacia Estados Unidos. No les proporcionamos ninguna ayuda, así que no están en deuda con nosotros. Invoco el nombre del presidente ¿y qué obtengo? Miradas de perplejidad. Eso hace que mi trabajo sea el triple de difícil. Soy un miembro del país más poderoso del planeta. Y sé más sobre seguridad que todos los islandeses juntos. ¿Dónde está el respeto que se supone que me…?

El interfono empezó a zumbar y, no sin cierta satisfacción, el Gran Jefe puso a Hull en espera.

—¿Qué pasa? —espetó por el interfono.

—Lamento molestarlo, señor —dijo el oficial de servicio—, pero acaba de entrar una llamada por la línea de emergencia del señor Conklin.

—¿Qué dice? Alex está muerto. ¿Está seguro?

—Por supuesto, señor. Esa línea todavía no se ha vuelto a asignar.

—De acuerdo. Siga.

—Oí el ruido de una pequeña pelea y a alguien que decía un nombre… Bourne, creo.

El DCI irguió la espalda en su asiento, y su mal humor se esfumó tan rápidamente como había aparecido.

—Bourne. ¿Es ése el nombre que oíste, hijo?

—Estoy seguro de que sonaba a algo así. Y la misma voz dijo algo parecido a «lo mataré».

—¿De dónde procedía la llamada? —preguntó el Gran Jefazo.

—Se cortó, pero rastreé la llamada. El número pertenece a una tienda de Alexandría. Sastrería de Lincoln Fine.

—¡Hombre de Dios! —El DCI ya estaba de pie. La mano con que sujetaba el teléfono le temblaba ligeramente—. Envíe allí dos equipos de agentes inmediatamente. ¡Dígales que Bourne ha aparecido! ¡Dígales que acaben con él en el acto!

Bourne, después de arrancarle la pistola a Leonard Fine sin disparar ningún tiro, lo empujó en ese momento con tanta fuerza contra la mugrienta pared que un calendario que allí colgaba se salió de su clavo y cayó al suelo. Bourne tenía el teléfono en la mano; acababa de cortar la comunicación. Se detuvo a escuchar si se había producido algún alboroto en la parte delantera, algún indicio de que las mujeres hubieran oído el ruido de su breve aunque violenta pelea.

—Vienen hacia aquí —dijo Fine—. Está usted acabado.

—No lo creo. —Bourne estaba pensando frenéticamente—. La llamada se recibió en una centralita general. Nadie sabría qué hacer con ella.

Fine negó con la cabeza con una sonrisita de suficiencia en los labios.

—La llamada eludió la centralita normal de la Agencia; pasó directamente a través del oficial de servicio del DCI. Conklin me insistió en que me aprendiera el número de memoria, para que lo utilizara sólo en caso de emergencia.

Bourne sacudió a Fine hasta que a éste le castañetearon los dientes.

—¡Idiota! ¿Qué ha hecho?

—Pagarle mi última deuda a Alex Conklin.

—Pero ya se lo dije. Yo no lo maté. —Y entonces a Bourne se le ocurrió algo, un último y desesperado intento de ganarse a Fine para su causa, de conseguir que se sincerara y le contara qué se traía Conklin entre manos, de que le diera una pista sobre la posible causa de su asesinato—. Le demostraré que Alex me envió.

—Más gilipolleces —dijo Fine—. Es demasiado tarde.

—Sé lo del NX 20.

Fine se quedó inmóvil. La expresión de su rostro se relajó; abrió los ojos como platos por la sorpresa.

—¡No! —dijo—. ¡No, no, no!

—Me lo contó —dijo Bourne—. Alex me lo contó. Por eso me envió a verlo.

—Alex jamás podría haber sido coaccionado para hablar del NX 20. ¡Jamás! —La expresión de sorpresa se fue desvaneciendo de su cara, sustituida lentamente por la constancia de que había cometido un gravísimo error.

Bourne asintió con la cabeza.

—Soy amigo. Alex y yo volvimos juntos de Vietnam. Es lo que intentaba decirle.

—¡Santo cielo! Estaba hablando por teléfono con él cuando…, cuando ocurrió. —Fine se puso una mano en la frente—. ¡Oí el disparo!

Bourne cogió al sastre por el chaleco.

—Leonard, contrólese. No tenemos tiempo para repeticiones.

Fine le miró fijamente a la cara. Como suele hacer la mayoría de la gente, había reaccionado al oír su nombre de pila.

—Sí. —Asintió y se humedeció los labios. Era un hombre que salía de un sueño—. Sí, entiendo.

—La Agencia estará aquí dentro de unos minutos. Para entonces tengo que haberme ido.

—Sí, sí. Por supuesto. —Fine meneó la cabeza con pesar—. Ahora suélteme. Por favor.

Libre de Bourne, se arrodilló debajo de la ventana del fondo y extrajo la rejilla del radiador, tras la cual había una moderna caja fuerte empotrada en la pared de yeso y listones de madera. Hizo girar el dial y luego la llave, abrió la pesada puerta y sacó un pequeño sobre marrón. Después de cerrar la caja fuerte, volvió a colocar la rejilla y se levantó, entregando el sobre a Bourne.

—La otra noche a última hora llegó esto para Alex. Él me llamó ayer por la mañana para comprobar que había llegado. Me dijo que vendría a recogerlo.

—¿Quién lo envió?

En ese momento oyeron alzarse unas voces dando órdenes imperiosas procedentes de la parte delantera de la tienda.

—Ya están aquí —dijo Bourne.

—¡Dios mío! —Fine palideció.

—Debe de haber otra salida.

El sastre asintió, y le dio unas rápidas instrucciones a Bourne.

—Váyase ya —dijo con urgencia—. Los mantendré ocupados.

—Límpiese la cara —le dijo Bourne, y cuando se quitó el brillo del sudor de la cara, asintió.

Mientras el sastre se dirigía a toda prisa a la tienda para enfrentarse a los agentes, Bourne corrió en silencio por el mugriento pasillo. Esperaba que Fine pudiera retrasarlos con el interrogatorio al que le iban a someter; de lo contrario estaría acabado. El baño era más grande de lo que había supuesto. A la izquierda había un viejo lavabo de porcelana, debajo del cual se apilaban unos viejos botes de pintura con las tapas oxidadas puestas. El retrete estaba colocado contra la pared posterior, y a la izquierda había una ducha. Siguiendo las instrucciones de Fine, se metió en la ducha, localizó el panel en la pared de azulejos y lo abrió. Se metió a través de la abertura y volvió a colocar el panel de azulejos en su sitio.

Levantó la mano y tiró del anticuado cordón de la luz. Se encontró en un estrecho pasadizo que parecía estar en el edifìcio colindante. El lugar apestaba; unas bolsas negras de basura habían sido metidas entre los toscos listones de madera, posiblemente en lugar de aislamiento. Aquí y allá las ratas se habían abierto camino a través del plástico a arañazos y se habían atiborrado de su putrefacto contenido, esparciendo los restos por el suelo.

Por la escasa iluminación que proporcionaba la desnuda bombilla vio una puerta de metal pintada que daba al callejón que discurría por detrás de las tiendas. Cuando se dirigió hacia ella, la puerta se abrió de golpe y dos agentes uniformados de la Agencia entraron corriendo, pistola en ristre, con la mirada fija en él.