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Hasan Arsenov había encomendado a Zina el cambio de apariencia física de los miembros de la célula, como si ella fuera una estilista. Zina obedeció sus órdenes con la misma seriedad de siempre, aunque no sin una íntima risilla de cinismo. Al igual que un planeta respecto a su sol, en ese momento estaba alineada con el jeque. Y tal como era, se había salido mental y emocionalmente de la órbita de Hasan. Todo había empezado aquella noche en Budapest —aunque, a decir verdad, la semilla debía de haber sido plantada antes— y había dado sus frutos bajo el ardiente sol de Creta. Zina le era fiel al tiempo que habían pasado juntos en la isla del Mediterráneo como si se tratara de su propia leyenda privada, una leyenda que sólo compartía con él. Eran…, ¿cómo se llamaban?… Ah, sí: Teseo y Ariadna. El jeque le había contado el mito de la espantosa vida del Minotauro y de su cruenta muerte. Juntos, ella y el jeque habían entrado en un laberinto real y habían salido victoriosos. En el fervor de aquellos flamantes y preciados recuerdos, en ningún momento se le ocurrió que se había colocado a sí misma en un mito occidental, y que al alinearse con Stepan Spalko se había apartado del Islam, que la había alimentado y criado como una segunda madre, y que había sido su socorro y único consuelo en los oscuros días de la ocupación rusa. En ningún momento se le ocurrió que para abrazar lo uno, tenía que soltar lo otro. E incluso si se le hubiera ocurrido, y dada su naturaleza cínica, puede que hubiera hecho la misma elección.

Gracias a sus conocimientos y diligencia, los hombres de la célula que llegaron al sombrío aeropuerto de Keflavik aparecieron afeitados, peinados a la europea y ataviados con unos oscuros y serios trajes occidentales, tan anodinos que prácticamente se volvieron invisibles. Las mujeres no llevaban su tradicional jiyab, el velo con el que se cubrían la cara. Maquilladas a la europea, llevaban puestos unos elegantes vestidos de alta costura parisina. Todos pasaron el control de inmigración sin ningún incidente, utilizando las identidades falsas y los pasaportes franceses falsos que Spalko les había proporcionado.

A partir de ese momento, y tal como les había ordenado Arsenov, tenían que tener cuidado de hablar sólo en islandés, aun cuando estuvieran solos. En uno de los mostradores de alquiler de coches de la terminal, Arsenov alquiló un coche y tres furgonetas para el equipo, que estaba integrado por seis hombres y cuatro mujeres. Mientras Arsenov y Zina se dirigieron en coche a Reykiavik, el resto de la célula siguió en las furgonetas hacia el sur, hasta la ciudad de Hafnarfjördur, el puerto comercial más antiguo de Islandia, donde Spalko había alquilado una gran casa de madera en un acantilado desde el que se dominaba el puerto. La colorista ciudad de pintorescas casas de madera estaba rodeada por el lado de tierra de corrientes de lava, de las que se desprendía una copiosa neblina y cierta sensación de intemporalidad. Así pues, era posible imaginarse entre los barcos de pesca de vivos colores amarrados uno al lado del otro en el puerto, a los drakars vikingos engalanados con escudos de guerra mientras se preparaban para sus siguientes y sangrientas correrías.

Arsenov y Zina circularon por Reykiavik para familiarizarse con las calles que habían visto anteriormente en los mapas, cogerle el tranquillo al tráfico y establecer las pautas de desplazamientos. La ciudad era pintoresca y se levantaba sobre una península, lo que significaba que, se parase uno donde se parase, podía divisar tanto las montañas recubiertas de nieve como el penetrante negro azulado del Atlántico Norte. La isla se formó a consecuencia de los movimientos de las placas tectónicas cuando las masas terrestres de América y Eurasia se separaron. Dada la relativa juventud de la isla, la corteza terrestre era más delgada que en cualquiera de los continentes que la rodeaban, lo cual explicaba la notable abundancia de actividad geotérmica utilizada para calentar los hogares islandeses. Toda la ciudad estaba conectada a la red de tuberías de agua caliente de la empresa de energía de Reykiavik.

En el centro de la ciudad, Hasan y Zina pasaron junto a la moderna y especialmente inquietante iglesia Hallgrimskirkja, que parecía una nave espacial sacada de una película de ciencia ficción. Era, con diferencia, el edificio más alto de la que por lo demás era una ciudad de poca altura. Encontraron el edificio de los servicios médicos, y desde allí se dirigieron al hotel Oskjuhlid.

—¿Estás seguro de que seguirán este camino? —dijo Zina.

—Completamente. —Arsenov asintió con la cabeza—. Es el camino más corto, y querrán llegar al hotel lo más deprisa posible.

El perímetro del hotel era un hervidero de miembros de los servicios de seguridad estadounidenses, árabes y rusos.

—Lo han convertido en una fortaleza —dijo Zina.

—Tal como nos mostraron las fotos del jeque —contestó Arsenov con una leve sonrisa—. La cantidad de personal que tengan no nos afecta.

Aparcaron y fueron de tienda en tienda, haciendo diversas compras. Arsenov se habría sentido bastante más feliz dentro del caparazón metálico del coche de alquiler. Mezclarse con la multitud le hacía sentirse profundamente consciente de su condición de extraños. ¡Qué diferentes eran aquellas personas delgadas, de piel blanca y ojos azules! La negrura de su pelo y sus ojos, la solidez de su osamenta y su tez morena le hacían sentirse tan tosco como un neandertal entre cromañones. Había descubierto que Zina no tenía tantas dificultades; se adaptaba a los nuevos lugares, a la gente y a las ideas nuevas con un fervor aterrador. Le preocupaba ella, le preocupaba la influencia que pudiera ejercer sobre los hijos que tendrían un día.

Veinte minutos después de la escaramuza de la parte posterior de la Clínica Eurocenter Bio-I, Jan todavía se preguntaba si alguna vez había sentido un impulso más fuerte de tomar represalias contra un enemigo. Aunque lo habían superado en número y potencia de fuego, aunque la parte racional de su mente —que, por lo general, controlaba todas las acciones que llevaba a cabo— comprendía demasiado bien la locura de lanzar un contraataque contra los hombres que Spalko había enviado para atraparlo a él y a Jason Bourne, otra parte de él se había decidido a devolver la agresión. Por extraño que resultara, el aviso de Bourne había despertado en él el irracional deseo de meterse de cabeza en la batalla campal y rajar a los hombres de Spalko de arriba abajo. Era un sentimiento que procedía de lo más profundo de sí mismo, y tan poderoso que había necesitado toda su fuerza de voluntad racional para retirarse y esconderse de los hombres que Annaka había enviado a buscarlo. Podría haberse cargado a aquellos dos, pero ¿de qué habría servido? Annaka se habría limitado a mandar a más hombres tras él.

Estaba sentado en Grendel, un café a poco más de un kilómetro de la clínica, que para entonces estaría abarrotada de policías y, muy probablemente, de agentes de la Interpol. Le dio un sorbo a su expreso doble y pensó en aquel primario sentimiento por el que todavía se sentía atenazado. Una vez más, vio la mirada de preocupación en la cara de Jason Bourne cuando se percató de que Jan estaba a punto de meterse en la trampa en la que él ya había caído. Como si hubiera estado más preocupado por mantener a Jan fuera de peligro que por su propia seguridad. Pero eso era imposible, ¿no?

Jan no tenía costumbre de repasar los escenarios recientes, pero en ese momento se sorprendió haciendo exactamente eso. Cuando Bourne y Annaka se dirigían a la salida, había intentado alertar a Bourne acerca de ella, pero había llegado demasiado tarde. ¿Y qué le había movido a hacer aquello? Por supuesto que no lo había planeado. Había sido una decisión improvisada. ¿O no? Con una intensidad que le resultó inquietante, recordó lo que había sentido al ver el daño que le había hecho a Bourne en las costillas. ¿Había sido remordimiento? ¡Imposible!

Era exasperante. La idea no le dejaba en paz: el momento en que Bourne había elegido entre quedarse a salvo detrás de la mortífera criatura en que se había convertido McColl o exponerse a resultar herido para proteger a Annaka. Hasta ese momento había estado intentando reconciliar la idea de que David Webb, un profesor de universidad, era Jason Bourne, un asesino internacional, alguien con su misma ocupación. Pero no era capaz de recordar a ningún asesino que se hubiera puesto en peligro para proteger a Annaka.

¿Quién era, pues, Jason Bourne?

Meneó la cabeza, enojado consigo mismo. Aquélla era una pregunta que, aunque exasperante, necesitaba dejar a un lado por el momento. Al fin comprendió la razón de que Spalko le hubiera llamado cuando estaba en París. Se le había puesto a prueba y, de acuerdo con la manera de pensar de Spalko, no la había superado. En ese momento, Spalko consideraba a Jan una amenaza inminente para él, de la misma manera que pensaba que lo era Bourne. Por lo que hacía a Jan, Spalko se había convertido en el enemigo. Y durante toda su vida Jan sólo había tenido una manera de tratar a sus enemigos: los eliminaba. Era más que consciente del peligro; lo asumió como un reto. Spalko estaba seguro de que podía derrotar a Jan. ¿Cómo iba a saber Spalko que tanta arrogancia sólo le haría arder mucho mejor?

Jan vació su pequeña taza y, abriendo el móvil, marcó un número.

—Estaba a punto de llamarte, pero quería esperar a salir del edificio —dijo Ethan Hearn—. Sucede algo.

Jan consultó su reloj. Todavía no eran las cinco.

—¿El qué, exactamente?

—Hace unos dos minutos vi que se acercaba un camión de transporte de mercancías peligrosas y bajé al sótano a tiempo de ver a dos hombres y a una mujer que transportaban a un sujeto en una camilla.

—La mujer sería Annaka Vadas —dijo Jan.

—Pues está como un tren.

—Escúchame, Ethan —dijo Jan con energía—. Si te tropiezas con ella, ten mucho cuidado. Es tan peligrosa como dicen.

—¡Qué lástima! —masculló Hearn.

—¿Te vio alguien? —Jan quería desviarlo del tema de Annaka Vadas.

—No —dijo Hearn—. Fui muy cuidadoso a ese respecto.

—Bien. —Jan se quedó pensando durante un rato—. ¿Puedes averiguar adónde han llevado a ese hombre? Me refiero al sitio exacto.

—Ya lo sé. Me quedé observando el ascensor cuando lo subieron. En alguna parte del cuarto piso. Ésa es la planta privada de Spalko; sólo se puede acceder con una llave magnética.

—¿La puedes conseguir? —preguntó Jan.

—Imposible. La lleva siempre encima.

—Tendré que encontrar otra manera —dijo Jan.

—Creía que las llaves magnéticas eran infalibles.

Jan soltó una breve risilla.

—Sólo un tonto se cree eso. Siempre hay una manera de entrar en una habitación cerrada con llave, Ethan, de la misma manera que siempre la hay de salir de ella.

Jan se levantó, arrojó unas monedas sobre la mesa y salió del café. En ese momento se resistía a permanecer mucho tiempo en un mismo sitio.

—A propósito de lo cual, necesito una manera de entrar en Humanistas.

—Hay múltiples…

—Tengo razones para creer que Spalko me está esperando.

Jan cruzó la calle, atenta la mirada en busca de cualquiera que pudiera estar vigilándolo.

—Ésa es una historia completamente diferente —dijo Hearn. Se produjo una pausa mientras pensaba en el problema, y luego—: Espera un momento, no cuelgues. Deja que consulte mi PDA. Podría tener algo.

—Muy bien, ya estoy de vuelta. —Hearn soltó una pequeña risilla—. Sí que tengo algo, y creo que te va a gustar.

Arsenov y Zina llegaron a la casa noventa minutos después que los otros. Para entonces, los miembros del equipo habían cambiado sus ropas por unos vaqueros y unas camisas de trabajo y habían metido la furgoneta en el gran garaje. Mientras las mujeres se encargaban de las bolsas de comida que Arsenov y Zina habían llevado, los hombres abrieron la caja de las armas cortas que estaban esperando y ayudaron a preparar las pistolas de pintura.

Arsenov sacó las fotos que le había dado Spalko, y empezaron a pintar la furgoneta con el color adecuado de un vehículo oficial. Mientras se secaba la furgoneta, metieron la segunda furgoneta en el garaje. Utilizando una plantilla, pintaron la siguiente leyenda en ambos lados del vehículo: «Frutas y verduras de primera calidad Hafnarfjördur».

Luego, entraron en la casa, en la que ya flotaba el aroma de la comida que las mujeres habían preparado. Antes de sentarse a comer, realizaron sus oraciones. Zina, con una excitación que le corría por el cuerpo como una corriente eléctrica, apenas estuvo presente, y rezó sus oraciones a Alá mecánicamente, mientras pensaba en el jeque y en el papel que ella desempeñaría en la victoria de la que sólo la separaba un día.

Durante la cena, la conversación fue amena, producto de la tensión y las expectativas que los animaban. Arsenov, que normalmente mostraba su repulsa ante semejante relajación, se permitió aquella válvula de escape para sus nervios, aunque sólo durante un tiempo limitado. Tras dejar a las mujeres para que limpiaran, condujo de nuevo a sus hombres al garaje, donde colocaron las calcomanías y marcas oficiales en ambos costados y en la parte delantera de la furgoneta. Después de sacarla afuera, metieron la tercera y la pintaron con los colores de la compañía de energía de Reykiavik.

Al acabar, todos estaban agotados y dispuestos a irse a dormir, pues al día siguiente se levantarían muy temprano. Sin embargo, Arsenov los obligó a repasar sus respectivos cometidos en el plan, insistiéndoles en que tenían que hablar en islandés. Quería ver qué efecto tendría sobre ellos la fatiga mental. No es que dudara de ellos; hacía mucho tiempo que sus nueve compatriotas le habían demostrado su valía. Eran físicamente fuertes, mentalmente resistentes y, lo que quizá era más importante de todo, ninguno sabía lo que era el remordimiento ni el arrepentimiento. Sin embargo, tampoco habían estado implicados antes en una operación de aquel calibre, alcance o repercusión internacional. Sin el NX 20 jamás habrían tenido los medios. Así que fue especialmente gratificante verlos sacar las reservas de energía y resistencia necesarias para repasar sus papeles con una precisión intachable.

Los felicitó, y luego, como si fueran sus hijos, les dijo con todo el amor y afecto de su corazón:

La Illaha ill Allah.

La Illaha ill Allah —corearon todos, con tal amor ardiendo en sus miradas que Arsenov estuvo a punto de echarse a llorar.

En aquel momento, mientras se buscaban la cara los unos a los otros, se les hizo patente la enormidad de la tarea que estaban a punto de acometer. Por lo que hacía a Arsenov, los veía a todos —a su familia— reunidos en una tierra extraña e imponente en la inminencia del momento más glorioso que su gente hubiera presenciado jamás. Nunca había ardido con una llama tan viva su sentido del futuro, nunca el sentido de la utilidad —de la rectitud— de su causa se le había manifestado de forma tan clara. Dio gracias por la presencia de todos ellos.

Cuando Zina se disponía a ir arriba, él le puso una mano en el brazo, pero mientras los demás pasaban por su lado, mirándolos a ambos, ella meneó la cabeza.

—Tengo que ayudarlos con el agua oxigenada —dijo, y él la soltó.

»Que Alá te conceda un sueño apacible —dijo Zina en voz baja, subiendo las escaleras.

Más tarde, Arsenov yacía tendido en la cama, incapaz de dormir, como siempre. Enfrente de él, en la otra estrecha cama, los ronquidos de Ahmed recordaban el ruido de una sierra circular. Una leve brisa agitó las cortinas de la ventana abierta; Arsenov se había acostumbrado al frío desde que era joven; al final había acabado por gustarle. Miraba al techo fijamente, pensando, como siempre hacía en las horas de oscuridad, en Jalid Murat, en la traición a su mentor y amigo. A pesar de la necesidad del asesinato, su deslealtad personal seguía corroyéndolo por dentro. Y además estaba la herida de su pierna, un dolor que, con independencia de lo bien que estuviera cicatrizando la herida, actuaba como un aguijón. Al final le había fallado a Jalid Murat, y nada de lo que pudiera hacer cambiaría aquel hecho.

Se levantó, salió al pasillo y bajó las escaleras sin hacer ruido. Se había acostado vestido, como hacía siempre. Salió al frío aire de la noche, sacó un cigarrillo y lo encendió. En el horizonte, por un cielo tachonado de estrellas, navegaba baja una luna henchida. No había árboles; no se oía ningún insecto.

Mientras se alejaba de la casa, el hervidero que era su cabeza empezó a aclararse, sosegándose. Acaso después de que terminara el cigarrillo sería capaz incluso de dormir unas pocas horas, antes del encuentro con el barco de Spalko a las tres y media.

Casi había terminado el cigarrillo y estaba a punto de darse la vuelta cuando oyó un cuchicheo. Las voces, que flotaban en el aire de la noche, procedían de detrás de un par de enormes rocas que se alzaban como los cuernos de un monstruo más allá de la cima de aquella cara del acantilado.

Tirando el cigarrillo y aplastando la colilla contra la tierra, se dirigió hacia aquella formación rocosa. Aunque solía ser cauto, estaba absolutamente preparado para vaciar su arma en los corazones de quienquiera que los estuviera espiando.

Pero cuando atisbó por la curvilínea cara de la roca, no vio a unos infieles, sino a Zina. Ella estaba hablando en voz baja con otra figura más grande, aunque, desde su posición, Arsenov no pudo distinguir quién era. Se movió ligeramente para acercarse. No podía oír sus palabras, pero, incluso antes de que reparara en la mano que Zina apoyaba en el brazo de la otra persona, había reconocido el tono de voz que ella utilizaba cuando se proponía seducirlo.

Arsenov apretó el puño contra su sien, como si quisiera detener el repentino latido que sintió en la cabeza. Quiso gritar cuando los dedos de Zina adoptaron la forma de lo que se le antojaron las patas de una araña y sus uñas surcaron el antebrazo de… ¿A quién estaba intentando seducir? Los celos le aguijonearon, y lo impulsaron a actuar. Aun a riesgo de que lo vieran, se movió un poco más, y una parte de él penetró en el claro de luna, hasta que la cara de Magomet se hizo visible.

Una ira ciega se apoderó de él; estaba temblando de pies a cabeza. Se acordó de su mentor. ¿Qué habría hecho Jalid Murat? Sin duda se habría enfrentado a la pareja, y les habría dado ocasión de que explicaran por separado qué estaban haciendo, tras lo cual habría emitido su veredicto en consecuencia.

Arsenov se irguió completamente y, mientras avanzaba hacia la pareja, estiró el brazo derecho por delante de él. Magomet, que estaba más o menos vuelto hacia él, lo vio, retrocedió de golpe, y se soltó de la mano de Zina. El hombre abrió la boca de par en par, pero, atenazado por la impresión y el terror, fue incapaz de articular sonido alguno.

—Magomet, ¿qué pasa? —dijo Zina y, mientras se volvía, vio a Arsenov, que avanzaba hacia ellos.

—¡Hasan, no! —gritó, en el preciso instante en que Arsenov apretaba el gatillo.

La bala entró por la boca abierta de Magomet y le reventó la parte posterior de la cabeza. El hombre cayó de espaldas sobre un amasijo de sangre y sesos.

Arsenov volvió la pistola hacia Zina. Sí, pensó, a buen seguro Jalid Murat habría manejado la situación de manera diferente, pero Jalid Murat estaba muerto, y él, Hasan Arsenov, el artífice de la desaparición de Murat, estaba vivo y al mando, y ésa era la razón. Había un mundo nuevo.

—Ahora, tú —dijo Hasan.

Al mirarlo fijamente a los ojos negros, Zina supo que lo que él quería era humillarla, que se postrara de rodillas y suplicara clemencia. A Hasan no podía importarle menos cualquier explicación que pudiera darle. Zina sabía que sería incapaz de razonar; en ese momento no distinguiría la verdad de una hábil invención. También sabía que darle lo que quería en ese momento era una trampa, una pendiente hacia la perdición que una vez en ella no podría abandonar. Sólo había una manera de pararlo en seco.

Los ojos de Zina centellearon.

—¡Detente! —le ordenó—. ¡Ahora!

Mientras alargaba la mano, cerró los dedos alrededor del cañón de la pistola y la levantó para que no siguiera apuntándole a la cabeza. Se arriesgó a echar un vistazo al difunto Magomet. No cometería dos veces aquel error.

—¿Qué te pasa? —dijo ella—. ¿Has perdido la razón, estando tan cerca como estamos de nuestro objetivo común?

Fue inteligente por su parte recordarle a Arsenov el motivo de que estuvieran en Reykiavik. Por el momento, la devoción de Arsenov hacia ella le había impedido fijarse en el objetivo principal. Lo único que lo había hecho reaccionar había sido oír su voz y ver su mano en el brazo de Magomet.

Con un movimiento deslavazado, Hasan apartó el arma.

—¿Y ahora qué vamos a hacer? —dijo ella—. ¿Quién se va a ocupar del cometido de Magomet?

—Tú provocaste esto —dijo él con asco—. Resuélvelo tú.

—Hasan. —Zina no era tan tonta como para intentar tocarle en ese momento o acercarse siquiera más de lo que ya estaba—. Tú eres el jefe. La decisión es tuya y nada más que tuya.

Hasan miró a un lado y a otro, como si acabara de salir de un trance.

—Me imagino que nuestros vecinos asumirán que la detonación del disparo se debió simplemente al petardeo de un camión. —La miró fijamente—. ¿Por qué estabas con él aquí fuera?

—Intentaba disuadirlo para que abandonara el camino que había tomado —dijo Zina con prudencia—. Le ocurrió algo mientras le afeitaba la barba en el avión. Se me insinuó varias veces.

Los ojos de Hasan centellearon de nuevo.

—¿Y cómo reaccionaste tú?

—¿Cómo crees que lo hice, Hasan? —dijo Zina, igualándole en la dureza de la voz—. ¿Me estás diciendo que no confías en mí?

—Vi cómo le ponías la mano encima, y tus dedos… —No pudo continuar.

—Hasan, mírame. —Ella alargó la mano—. Por favor, mírame.

Él se volvió lentamente, a regañadientes, y Zina sintió la euforia crecer dentro de ella. Lo tenía; a pesar de su error de cálculo, lo seguía teniendo atrapado.

Soltando un inaudible suspiro de alivio, dijo:

—La situación exigía cierta dosis de tacto. Seguro que eres capaz de entenderlo. Si lo rechazaba de plano, si me mostraba fría con él, si lo enfadaba, tenía miedo de que tomara represalias. Tenía miedo de que su enfado afectara a su utilidad para nuestro objetivo. —Le sostuvo la mirada—. Hasan, antepuse los motivos por los que estamos aquí. Ése es ahora mi único centro de atención, como debería ser el tuyo.

Hasan permaneció inmóvil durante un buen rato, asimilando sus palabras. El silbido y la succión de las olas que morían muy abajo contra el acantilado parecían anormalmente ruidosos. Entonces, de repente asintió con la cabeza y se olvidó del incidente. Así era él.

—Sólo queda deshacerse de Magomet.

—Lo cubriremos y nos los llevaremos al encuentro. La tripulación del barco puede deshacerse de él en alta mar.

Arsenov se echó a reír.

—De verdad, Zina, eres la mujer más pragmática que conozco.

Bourne se despertó y se encontró atado con unas correas a lo que parecía ser el sillón de un dentista. Miró por la habitación de hormigón blanco, y vio el gran sumidero en el centro del suelo de baldosas blancas, la manguera enrollada en la pared y, junto al sillón, el carrito con baldas donde se exhibía toda una variedad de relucientes instrumentos de acero inoxidable. Todos ellos parecían diseñados para infligir un daño atroz en el cuerpo humano, y su visión no resultó tranquilizadora. Intentó mover las muñecas y los tobillos, pero, como pudo comprobar, las anchas correas de cuero estaban bien aseguradas con el mismo tipo de hebillas utilizadas en las camisas de fuerza.

—No podrás soltarte —dijo Annaka, mientras aparecía desde detrás de él—. Es inútil que lo intentes.

Bourne la miró de hito en hito durante un rato, como si se esforzara en enfocarla. Annaka llevaba puestos unos pantalones blancos de piel y una blusa negra sin mangas muy escotada, un atuendo que jamás se habría puesto mientras interpretaba a la inocente pianista de música clásica y devota hija. Bourne se maldijo por haberse dejado embaucar por la antipatía que ella le había prodigado en un principio. Debería haber tenido más sentido común. Annaka había sido demasiado asequible. Asimismo, sus conocimientos del edificio de Molnar también habían resultado demasiado oportunos. Sin embargo, era inútil lamentarse a toro pasado, así que dejó a un lado la decepción que se había causado a sí mismo y se concentró en la difícil situación que tenía entre manos.

—Menuda actriz has resultado ser —dijo.

Una sonrisa estiró lentamente los labios de Annaka y, cuando los separó, Bourne pudo ver sus dientes blancos y uniformes.

—No sólo contigo, sino también con Jan. —Acercó la única silla de la habitación, y se sentó a su lado—. ¿Sabes? Conozco bien a tu hijo. Oh, sí, claro que lo sé, Jason. Sé más de lo que crees, y mucho más que lo que sabes tú. —Se rió por lo bajinis con un tintineante y alegre sonido mientras permanecía atenta a la expresión de Bourne—. Jan no supo durante mucho tiempo si estabas vivo o muerto. Es más, intentó encontrarte en multitud de ocasiones, pero siempre infructuosamente (tu CIA había hecho un excelente trabajo para ocultarte), hasta que Stepan le echó una mano. Pero incluso antes de que supiera que efectivamente estabas vivo, se pasaba las horas muertas buscando la manera de vengarse de ti. —Asintió—. Sí, Jason, el odio que sentía hacia ti era total. —Apoyó los codos en las rodillas y se inclinó hacia él—. ¿Cómo te hace sentir eso?

—Aplaudo tus interpretaciones.

A pesar de los sentimientos encontrados que ella había suscitado en él, estaba decidido a no entrar en su juego.

Annaka hizo un mohín.

—Soy una mujer de muchos talentos.

—Y de muchas lealtades, según parece. —Bourne sacudió la cabeza—. ¿El que nos salváramos las vidas el uno al otro no significa nada para ti?

Ella se recostó en la silla, con energía, casi con eficiencia.

—Al menos podríamos estar de acuerdo en eso. A menudo la vida y la muerte son las únicas cosas que importan.

—Entonces, libérame.

—Sí, estoy perdidamente enamorada de ti, Jason. —Se echó a reír—. Las cosas no funcionan así en la vida real. Yo te salvé por una única razón: Stepan.

Bourne arrugó la frente con concentración.

—¿Cómo puedes dejar que ocurra esto?

—¿Y cómo no voy a poder? Stepan y yo tenemos un pasado común. Durante algún tiempo fue el único amigo que tuvo mi madre.

Bourne se sorprendió.

—¿Spalko y tu madre se conocían?

Annaka asintió. En ese momento, mientras él estaba atado y no representaba ningún peligro para Annaka, ella parecía querer hablar. Bourne desconfió de aquello con razón.

—Se conocieron después de que mi padre la echara.

—¿La echara adónde? —Muy a su pesar, Bourne se sintió intrigado. Annaka era capaz de encantar a una serpiente venenosa.

—A una clínica de reposo. —La mirada de Annaka se ensombreció, dejando entrever un fugaz destello de auténtico sentimiento—. Él la obligó. No fue difícil. Era una mujer físicamente frágil, incapaz de enfrentarse a él. En aquellos días… Sí, todavía era posible.

—¿Y por qué habría de hacer tu padre semejante cosa? No te creo —dijo Bourne cansinamente.

—Me trae sin cuidado que me creas o no. —Se quedó contemplándolo durante un rato con la inquietante mirada de un reptil. Luego, posiblemente porque lo necesitaba, continuó—. Mi madre se había convertido en una molestia. La amante de mi padre se lo exigió; a ese respecto, era un hombre abominablemente débil. —El desahogo de aquel odio descarnado le convirtió el rostro en una horrible máscara, y Bourne al fin comprendió que Annaka había dado rienda suelta a la verdad sobre su pasado—. Él nunca supo que yo había descubierto la verdad, y jamás se lo dije. ¡Jamás! —Sacudió la cabeza—. Bueno, el caso es que en aquella época Stepan iba de vez en cuando de visita a aquel mismo psiquiátrico. Iba a ver a su hermano… El hermano que había intentado matarlo.

Bourne la miró de hito en hito, atónito. Fue consciente de que no sabía si mentía o le estaba contando la verdad. Al menos había algo en lo que no se había equivocado al juzgarla; Annaka estaba en pie de guerra. Los papeles que interpretaba con tanta maestría eran sus ofensivas, sus razias en territorio enemigo. La miró a sus ojos implacables, y se dio cuenta de que había algo monstruoso en la forma en que elegía manipular a aquellos a quienes atraía hacia ella.

Annaka se inclinó y se puso la barbilla entre el pulgar y los demás dedos.

—No has visto a Stepan, ¿verdad? Lleva un buen trabajo de cirugía plástica en el lado derecho de la cara y el cuello. Lo que le cuenta a la gente al respecto suele variar, pero la verdad es que su hermano le arrojó gasolina y le puso un mechero en la cara.

Bourne no pudo evitar una reacción.

—¡Dios mío! ¿Y por qué?

Ella se encogió de hombros.

—¿Quién sabe? El hermano era un loco peligroso. Stepan lo sabía, así que en realidad se hizo pasar por su padre, aunque se negó a reconocer la verdad hasta que fue demasiado tarde. E incluso después siguió defendiendo al chico, insistiendo en que había sido un trágico accidente.

—Todo esto podría ser cierto —dijo Bourne—. Pero aunque lo fuera, no justifica que conspiraras contra tu padre.

Annaka soltó una carcajada.

—¿Cómo es posible que precisamente tú te atrevas a decir eso, cuando Jan y tú habéis intentado mataros mutuamente? ¡Cuánta furia contenida en dos hombres, Dios mío!

—Fue él quien vino a por mí. Yo sólo me defendí.

—Pero él te odia, Jason, y con una pasión que pocas veces he visto. Te odia tanto como yo odiaba a mi padre. ¿Y sabes por qué? Porque lo abandonaste, igual que mi padre abandonó a mi madre.

—Hablas como si realmente fuera mi hijo —soltó Bourne.

—Ah, sí, es verdad, has logrado convencerte a ti mismo de que no lo es. Muy conveniente, ¿verdad? De esa manera no tienes que pensar en cómo lo abandonaste para que muriera en la selva.

—¡Pero yo no lo abandoné! —Bourne sabía que no debía dejarse arrastrar a aquel tema tan cargado sentimentalmente, pero no pudo evitarlo—. Me dijeron que había muerto. No tenía ni idea de que podría haber sobrevivido. Eso fue lo que descubrí cuando me metí en la base de datos del Gobierno.

—¿Te quedaste por allí para mirar, para comprobarlo? No, enterraste a tu familia… ¡y ni siquiera miraste los ataúdes! Si lo hubieras hecho, habrías visto que tu hijo no estaba allí. No, en vez de eso saliste huyendo como un cobarde hacia tu país.

Bourne intentó liberarse de sus ataduras.

—¡Tiene gracia que me sueltes un sermón sobre mi familia!

—Ya es suficiente. —Stepan Spalko entró en la habitación con el perfecto sentido de la oportunidad de un maestro de ceremonias—. Tengo asuntos más importantes que discutir con el señor Bourne que el de las historias familiares.

Annaka se levantó obedientemente, tras lo cual le dio una palmadita en la mejilla a Bourne.

—Quita esa cara de enfado. Jason. No eres el primer hombre a quien he engañado, y no serás el último.

—No —dijo Bourne—. Spalko será el último.

—Annaka, déjanos ahora —dijo Spalko, ajustándose su mandil de carnicero con los guantes de látex puestos. El delantal estaba limpio y planchado. Hasta el momento sin ninguna mancha de sangre encima.

Cuando Annaka salió, Bourne volvió su atención al hombre que, según Jan, había planeado los asesinatos de Alex y Mo.

—¿Y no desconfía de ella, ni siquiera un poco?

—Sí, es una mentirosa fantástica. —Spalko se rió entre dientes—. Y yo sé algo sobre la mentira. —Atravesó el carrito y estudió con la intensidad de un experto el despliegue de instrumentos—. Supongo que es natural que piense que, dado que lo traicionó, haría lo mismo conmigo. —Se volvió, y la luz se reflejó en la piel anormalmente satinada del lado de su cara y cuello—. ¿O acaso intenta sembrar cizaña entre nosotros? Ése sería el procedimiento de actuación habitual en un agente de su gran calibre. —Se encogió de hombros y escogió un instrumento que hizo girar entre los dedos—. Señor Bourne, lo que me interesa saber es cuánto ha descubierto sobre el doctor Schiffer y su pequeño invento.

—¿Dónde está Schiffer?

—No puedo ayudarlo, señor Bourne, aunque fuera capaz de lo imposible y se liberase. El pobre doctor ya no sirve para nada, y ahora nadie tiene poder para resucitarlo.

—Lo ha matado —dijo Bourne—, igual que mató a Alex Conklin y a Mo Panov.

Spalko se encogió de hombros.

—Conklin me quitó al doctor Schiffer cuando más lo necesitaba. Recuperé a Schiffer, por supuesto; siempre consigo lo que quiero. Pero Conklin tenía que pagar por creer que podría oponerse a mí impunemente.

—¿Y Panov?

—Estaba en el lugar equivocado y en el momento equivocado —dijo Spalko—. Es así de sencillo.

Bourne pensó en todo lo bueno que Mo Panov había hecho en su vida, y se sintió abrumado por la inutilidad de su muerte.

—¿Cómo puede alardear de haberle quitado la vida a dos hombres como si hubiera sido tan sencillo como chasquear los dedos?

—Porque así fue, señor Bourne. —Spalko soltó una carcajada—. Y mañana a estas horas, el quitarle la vida a esos dos hombres no será nada comparado con lo que va a ocurrir.

Bourne intentó no mirar el brillante instrumento; en su lugar se acordó de la imagen del cadáver blanco azulado de László Molnar metido en su frigorífico. Había sido testigo directo del daño que podían infligir los instrumentos de Spalko.

Enfrentado como estaba al hecho de que Spalko había sido el responsable de la tortura y muerte de Molnar, supo entonces que todo lo que Jan le había contado sobre aquel hombre era verdad. Y si Jan le había contado la verdad sobre Spalko, ¿acaso no era posible que le hubiera dicho la verdad desde el principio, y que en efecto fuera Joshua Webb, el hijo de Bourne? Ante tal cúmulo de hechos, la verdad apareció ante él, y Bourne sintió su aplastante peso, como si fuera una montaña que le hubieran colocado sobre los hombros. No podía soportar mirar… ¿el qué?

Ya no importaba, porque Spalko había empezado a blandir sus instrumentos de dolor.

—Le pregunto de nuevo qué sabe sobre el invento del doctor Schiffer.

Bourne miró fijamente más allá de Spalko. Hacia la blanca pared de hormigón.

—Así que ha decidido no responderme —dijo Spalko—. Aplaudo su valor. —Sonrió de un modo encantador—. Y lamento la inutilidad de su gesto.

Entonces aplicó la punta espiral del instrumento a la carne de Bourne.