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La sede de la Junta de Armamento Táctico No Letal se ubicaba en una serie de edificios de ladrillo rojo y aspecto anónimo cubiertos de hiedra trepadora que otrora habían sido un internado femenino. La Agencia había considerado más seguro ocupar un lugar ya existente que levantar uno desde los cimientos. De esa manera, podían arrasar el interior de las construcciones, creando desde el interior la madriguera de laboratorios, salas de conferencias y lugares de prueba que la Junta necesitaba, utilizando sólo a su propio personal altamente especializado, en lugar de tener que recurrir a constructores externos.

Aunque Lindros mostró su identificación, lo introdujeron en un cuarto sin ventanas y pintado completamente de blanco, donde le tomaron las huellas dactilares, lo fotografiaron y le escanearon la retina. Esperó solo.

Por último, y después de quince minutos o así, un trajeado agente de la CIA entró en el cuarto y se dirigió a Lindros.

—Director adjunto Lindros, el director Driver lo recibirá ahora.

Sin decir una palabra, Lindros siguió al trajeado fuera de la habitación. Se tiraron otros quince minutos recorriendo pasillos indistinguibles iluminados por luces indirectas. Podría asegurar que le estaban haciendo caminar en círculos.

Al final, el trajeado se detuvo delante de una puerta que, por lo que Lindros pudo ver, era idéntica a todas las demás por las que habían pasado. Y al igual que en las otras, no había señalización ni identificación de la clase que fuera en ninguna parte, ni en la puerta ni cerca de ella, excepción hecha de dos pequeñas bombillas. Una brillaba con un rojo intenso. El trajeado golpeó la puerta tres veces con los nudillos. Al cabo de un rato, la luz roja se apagó, y la otra bombilla se puso verde. El trajeado abrió la puerta y se hizo a un lado para que Lindros pasara.

Al otro lado de la puerta Lindros se encontró con el director Randy Driver, un individuo de pelo rubio rojizo cortado a cepillo al estilo de los marines, nariz larga y afilada y ojos azules y estrechos que le conferían una expresión de perpetua susceptibilidad. Era ancho de hombros, y tenía un torso musculoso que le gustaba realzar un poco más de la cuenta. Estaba sentado en una silla giratoria de malla de alta tecnología detrás de una mesa de acero inoxidable y cristal ahumado. En el centro de cada una de las paredes de metal blanco colgaban sendas reproducciones de cuadros de Mark Rothko, pinturas que parecían representar unos vendajes de colores colocados sobre una herida en carne viva.

—Director adjunto, qué placer más inesperado —dijo Driver con una sonrisa forzada que traicionaba sus palabras—. Confieso que no estoy acostumbrado a las inspecciones sorpresa. Habría preferido que hubiera tenido la gentileza de concertar una cita.

—Mis disculpas —dijo Lindros—, pero esto no es una inspección sorpresa. Llevo a cabo una investigación por asesinato.

—El asesinato de Alexander Conklin, supongo.

—En efecto. Y necesito entrevistar a uno de sus hombres. A un tal doctor Schiffer.

Fue como si Lindros hubiera arrojado una bomba paralizante. Driver permaneció sentado sin moverse detrás de su mesa, y la forzada sonrisa se le heló en la boca como si fuera un rictus. Al final, pareció recobrar la compostura.

—¿Y a santo de qué?

—Se lo acabo de decir —dijo Lindros—. Forma parte de una investigación en curso.

Driver abrió las manos.

—No veo de qué puede servirle.

—Ni falta que hace que lo vea —dijo Lindros de manera cortante. Driver le había obligado a esperar sentado como si fuera un niño castigado, y en ese momento le estaba tomando el pelo con dimes y diretes. Lindros estaba perdiendo la paciencia con rapidez—. Lo único que necesito es que me diga dónde está el doctor Schiffer.

La expresión de Driver se volvió absolutamente impenetrable.

—Desde el momento en que atravesó ese umbral, entró en mi territorio. —Se levantó—. Mientras pasaba por nuestro sistema de seguridad me tomé la libertad de llamar al DCI. En su oficina no tienen ni idea de las razones que hayan podido traerlo hasta aquí.

—Por supuesto que no —le retrucó Lindros, sabiendo que ya había perdido la batalla—. Informo al DCI al final de cada jomada.

—No me interesa lo más mínimo cómo trabaja, director adjunto. Lo importante es que nadie interroga a mi personal sin una autorización expresa por escrito del mismísimo DCI.

—El DCI me ha autorizado a llevar esta investigación hasta donde yo considere necesario.

—A ese respecto sólo tengo su palabra. —Driver se encogió de hombros—. Seguro que puede entender mi punto de vis…

—Lo cierto es que no puedo —dijo Lindros. Sabía que, de seguir por aquellos derroteros, no iría a ninguna parte. Y lo que era peor, aquello no era nada diplomático, pero Randy Driver lo había encabronado, y no podía evitarlo—. Desde mi punto de vista, se está mostrando obstinado y obstruccionista.

Driver se inclinó hacia delante, y le crujieron los nudillos cuando los presionó contra la superficie de la mesa.

—Su punto de vista es irrelevante. En ausencia de un documento oficial firmado, no tengo nada más que decirle. Esta entrevista ha terminado.

El trajeado debía de haber estado escuchando la conversación, porque en ese preciso instante se abrió la puerta y se quedó allí parado, esperando para acompañar a Lindros a la salida.

Al detective Harris se le cruzaron los cables mientras capturaba a un delincuente. Había recibido la llamada de radio general sobre el varón caucasiano que conducía un Pontiac GTO negro último modelo con matrícula de Virginia que se había saltado un semáforo en las afueras de Falls Church y se dirigía hacia el sur por la carretera 649. Harris, que inexplicablemente había sido apartado por Martin Lindros de la investigación de los asesinatos de Conklin y Panov, estaba en Sleepy Hollow, persiguiendo al autor de un robo con homicidio en un supermercado, cuando recibió la llamada. Estaba precisamente en la 649.

Hizo girar en redondo al coche patrulla haciendo un torpe cambio de sentido y salió hacia el norte por la 649 con las luces encendidas y la sirena a todo meter. Avistó casi de inmediato el GTO negro y a una fila de tres coches patrulla del estado de Virginia que iban detrás de él.

Viró y atravesó la mediana entre un estruendo de bocinas y chirridos de neumáticos del tráfico que circulaba en dirección contraria, y se dirigió directamente hacia el GTO. El conductor lo vio y cambió de carril, y cuando Harris empezó a seguirlo a través del rompecabezas del tráfico detenido, el perseguido se salió de la carretera atravesando como una bala el carril de averías.

Harris, tras calcular los vectores, enfiló su vehículo en una trayectoria de interceptación que obligó al GTO a precipitarse hacia la plataforma de estacionamiento de una gasolinera. Si no llega a parar, se habría estrellado de narices contra la hilera de surtidores.

Cuando el GTO se detuvo con un chirrido, balanceándose sobre sus enormes amortiguadores, Harris salió apresuradamente de su coche con el revólver reglamentario en la mano y se dirigió directamente al conductor.

—¡Salga del coche con las manos en alto! —gritó Harris.

—Agente…

—¡Cállese y haga lo que digo! —dijo Harris sin dejar de avanzar y atento a cualquier indicio que sugiriese que el hombre portara un arma.

—¡Está bien, está bien!

El conductor salió del coche justo cuando llegaban los demás coches patrulla. Harris se dio cuenta de que el sospechoso, que era flaco como un riel, no tenía más de veintidós años. Encontraron una botella de alcohol de medio litro en el coche y, bajo el asiento delantero, una pistola.

—¡Tengo licencia de armas! —dijo el joven—. ¡Miren en la guantera!

En efecto; tenía licencia de armas. El joven se dedicaba al transporte de diamantes. Por qué había estado bebiendo era otra historia, y Harris no estaba especialmente interesado en ella.

De vuelta a la comisaría le había llamado la atención que el permiso de armas no coincidía. Hizo una llamada a la tienda que supuestamente le había vendido el arma al joven. Le atendió una voz con acento extranjero que admitió haberle vendido el arma, pero aquella voz tenía algo que le puso la mosca detrás de la oreja a Harris. Así que se había dado un paseo hasta la tienda, y se encontró con que no existía. En su lugar, encontró a un único ruso con un servidor informático. Detuvo al ruso y se incautó del servidor.

De nuevo en la comisaría, accedió a la base de datos de las licencias de armas concedidas durante los últimos seis meses. Introdujo el nombre de la falsa tienda de armas y, para su sorpresa, descubrió más de trescientas ventas falsas que habían sido utilizadas para generar otros tantos permisos legales. Pero le aguardaba una sorpresa aún mayor cuando accedió a los archivos del servidor que había confiscado. En cuanto vio la entrada cogió el teléfono y marcó el número del móvil de Lindros.

—Eh, soy Harry.

—Ah, hola —dijo Lindros como si tuviera la atención en otra parte.

—¿Qué sucede? —preguntó Harris—. Parece que estés hecho polvo.

—Estoy estancado. Peor aún, acabo de dejar que me humillaran, y ahora me pregunto si tengo suficiente munición para presentarle al Gran Jefazo.

—Escucha, Martin, sé que oficialmente estoy fuera del caso…

—¡Por Dios, Harry! De eso quería hablar contigo.

—Eso no importa ahora —le interrumpió el detective Harris. Y se puso a relatar brevemente la historia del conductor del GTO, su arma y el chanchullo de los registros falsos de armas—. Ya ves cómo funciona —continuó—. Esos tipos les pueden conseguir armas a todos los que las quieran.

—Sí, ¿y qué? —dijo Lindros sin mucho entusiasmo.

—Así que también registran el nombre de cualquiera. Como el de David Webb.

—Es una bonita teoría, pero…

—¡Martin, no es ninguna teoría! —Harris casi estaba gritando por el auricular; todos los que estaban a su alrededor levantaron la vista de su trabajo, sorprendidos por el elevado tono de su voz—. ¡Es la verdad!

—¿Qué?

—Es cierto. Esta misma banda «vendió» un arma a un tal David Webb, pero Webb nunca la compró, porque la tienda que aparece en la licencia no existe.

—Vale, pero ¿cómo sabemos que Webb no sabía nada de esta banda y que no los utilizó para conseguir una pistola ilegalmente?

—Ahí viene lo bueno —dijo Harris—. Tengo el libro de contabilidad de la banda. Todas las ventas están meticulosamente registradas. El dinero para la pistola que supuestamente compró Webb fue enviado mediante giro telegráfico desde Budapest.

El monasterio estaba encaramado en la cresta de una montaña. En los empinados bancales situados bastante más abajo crecían los naranjos y los olivos, pero arriba, donde el edificio parecía implantado como una muela en la misma roca firme, sólo crecía el cardo y el láudano salvaje. El kri-kri, la ubicua cabra montesa cretense, era la única criatura capaz de sobrevivir al nivel del monasterio.

La antigua construcción de piedra había sido olvidada hacía mucho tiempo. Cuál de los pueblos saqueadores de la celebrada historia de la isla lo había construido era algo difícil de decir para un profano. Como la propia isla, el edificio había pasado por muchas manos y había sido testigo mudo de oraciones, sacrificios y derramamientos de sangre. Sin embargo, aun con un rápido vistazo, resultaba evidente que era muy antiguo.

Desde la noche de los tiempos, la cuestión de la seguridad había sido de vital importancia para guerreros y monjes, de ahí la ubicación del monasterio en lo alto de la montaña. En una de las laderas crecían en terrazas los aromáticos árboles, y en otra se abría un desfiladero muy parecido al tajo de un alfanje sarraceno que se hundía en lo más profundo de la roca y hendía la carne de la montaña.

Después de la resistencia de profesionales encontrada en la casa de Heraklion, Spalko se puso a planear ese asalto con muchísimo cuidado. Darse una vuelta por el lugar a plena luz del día era totalmente imposible. Con independencia de la dirección en la que pudieran intentarlo, podían tener la certeza de que serían acribillados mucho antes de que alcanzaran los gruesos muros almenados exteriores. En consecuencia, mientras sus hombres llevaban a su compatriota herido de vuelta al reactor para que fuera atendido por el cirujano y reunían los suministros necesarios, Spalko y Zina alquilaron sendas motocicletas para poder ir a reconocer la zona que rodeaba el monasterio.

Dejaron sus vehículos en el borde del desfiladero y reemprendieron la marcha a pie. El cielo era de un azul absorbente, tan brillante que parecía imbuir a todos los demás colores de su aura. Los pájaros volaban en círculo y se elevaban sobre las fuentes termales, y cuando se levantaba la brisa, el delicioso olor del azahar perfumaba el aire. Desde que subiera al reactor personal de Spalko, Zina estado esperando pacientemente a averiguar por qué Spalko había querido que lo acompañara sola.

—Hay una entrada subterránea al monasterio —dijo Spalko cuando empezaron a descender por la pedregosa ladera hacia el extremo del desfiladero más próximo a la construcción.

Los castaños del borde del desfiladero habían dado paso a los más resistentes cipreses, cuyos retorcidos troncos se prolongaban desde los recovecos de tierra que se abrían entre las rocas. Utilizaron las flexibles ramas de los árboles como improvisados asideros, mientras continuaban descendiendo por la empinada ladera del desfiladero.

¿De dónde había obtenido aquella información el jeque? Zina sólo podía suponerlo. En cualquier caso, era evidente que poseía una red mundial con acceso inmediato a casi cualquier información que pudiera necesitar.

Descansaron un momento, apoyándose en un saliente de piedra. La tarde avanzaba, y comieron aceitunas, pan ácimo y un poco de pulpo aliñado con aceite de oliva, vinagre y ajo.

—Dime, Zina —dijo Spalko—. ¿Piensas en Jalid Murat? ¿Lo echas de menos?

—Sí, y mucho. —Zina se limpió los labios con el dorso de la mano y mordió una torta de pan ácimo—. Pero ahora nuestro líder es Hasan; todo ha de pasar. Lo que le ocurrió fue trágico aunque no inesperado. Todos somos objetivos del despiadado régimen ruso; todos debemos vivir con esa carga.

—¿Y si te dijera que los rusos no tuvieron nada que ver con la muerte de Jalid Murat? —dijo Spalko.

Zina dejó de comer.

—No lo entiendo. Sé lo que le ocurrió. Todos lo saben.

—No —dijo Spalko en voz baja—, lo único que sabes es lo que te contó Hasan Arsenov.

Ella se lo quedó mirando y, cuando empezó a comprender, sus rodillas flaquearon.

—¿Cómo…? —Eran tantas las emociones que la embargaban, que se le quebró la voz y se vio obligada a aclararse la garganta, y a empezar de nuevo, consciente de que una parte de ella no quería conocer la respuesta a la pregunta que estaba a punto de formular—. ¿Cómo sabe eso?

—Lo sé —dijo Spalko desapasionadamente— porque Arsenov me contrató para asesinar a Jalid Murat.

—Pero ¿por qué?

Los ojos de Spalko se clavaron en los suyos.

—Vamos, Zina, si alguien lo sabe, ésa eres tú. Tú, que eres su amante y que lo conoce mejor que nadie. Lo sabes muy bien.

Y sí, por desgracia Zina lo sabía. Hasan se lo había dicho muchas veces. Jalid Murat formaba parte del viejo orden. Era incapaz de pensar más allá de la frontera de Chechenia; en opinión de Hasan, Jalid temía enfrentarse al mundo cuando seguía sin ser capaz de encontrar la manera de que los chechenos contuvieran a los infieles rusos.

—¿No lo sospechaste?

Y lo verdaderamente mortificante, pensó Zina, era que «no lo había sospechado» ni por un instante. Se había creído el cuento de Hasan de pe a pa. Deseó mentir al jeque, aparecer ante sus ojos como alguien más inteligente, pero bajo el peso de su mirada supo que la calaría de inmediato y que sabría que estaba mintiendo, y entonces, sospechó Zina. Spalko sabría que era alguien en quien no se podía confiar, y acabaría con ella.

Así que, humillada, negó con la cabeza.

—Me tenía absolutamente convencida.

—A ti y a todos los demás —dijo Spalko con tranquilidad—. No importa. —De pronto sonrió—. Pero ahora sabes la verdad. ¿Te das cuenta del poder que implica tener una información que los demás no tienen?

Zina se quedó parada durante un rato, el trasero apoyado en una roca calentada por el sol, frotándose las palmas en los muslos.

—Lo que no entiendo —dijo ella— es la razón de que me haya escogido para contármelo.

Spalko percibió las notas gemelas del miedo y la inquietud en la voz de Zina, y decidió que era así como debía ser. Ella sabía que estaba al borde de un precipicio. A poco buen psicólogo que fuera Spalko, como ella había sospechado en buena medida desde el momento en que le había propuesto que lo acompañara a Creta, y sin duda desde el instante en que se había aliado con él para mentir a Arsenov.

—Sí —dijo él—, has sido escogida.

—Pero ¿para qué? —Zina descubrió que estaba temblando.

Spalko se acercó y se paró junto a ella. Ocultando la luz del sol, cambió el calor del sol por el suyo. Zina percibió su olor, como había hecho en el hangar, y el varonil olor a musgo de Spalko hizo que se mojara.

—Has sido escogida para realizar grandes cosas.

Al acercarse aún más, el volumen de su voz decreció, aunque estaba aumentando en intensidad.

—Zina —susurró—. Hasan Arsenov es un hombre débil. Lo supe desde el instante en que acudió a mí con su plan de asesinato. «¿Por qué habría de necesitarme?», me pregunté. Un guerrero fuerte que cree que su jefe ya no está capacitado para mandar, asumirá él mismo el asesinato del hombre; no contratará a otros que, si son inteligentes y pacientes, un día utilizarán su debilidad en su contra.

Zina estaba temblando, tanto por las palabras de Spalko como por la fuerza de su presencia física, que la hacía sentir como si le picara la piel y que los pelos se le pusieran de punta. Tenía la boca seca, y el deseo le llenaba la garganta.

—Si Hasan Arsenov es débil, Zina, ¿de qué me sirve? —Spalko le puso una mano en el pecho, y las aletas de la nariz de Zina se agitaron—. Te lo diré. —Zina cerró los ojos—. La misión que emprenderemos dentro de poco estará erizada de peligros a cada paso que demos. —Le apretó suavemente el pecho, empujándolo hacia arriba con una lentitud agonizante—. En el supuesto de que algo vaya mal, lo prudente es tener un líder que pueda atraer la atención del enemigo como un imán, que los arrastre hacia él mientras el verdadero trabajo sigue adelante libre de obstáculos. —Apretó su cuerpo contra el de Zina, y sintió el suyo levantarse contra él en una especie de espasmo que ella no pudo hacer nada para controlar—. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Sí —musitó ella.

—Tú eres la fuerte, Zina. Si hubieras querido destronar a Jalid Murat, jamás habrías acudido a mí primero. Le habrías quitado la vida tú misma, y lo habrías considerado una bendición, para ti y para tu pueblo. —Movió la otra mano por la cara interior del muslo de Zina—. ¿No es así?

—Sí —susurró ella—. Pero mi pueblo jamás aceptará a una mujer como líder. Es inconcebible.

—Para ellos, no para nosotros. —Spalko separó una pierna—. Piensa, Zina. ¿Cómo conseguirás que ocurra?

Con el ardiente torrente de hormonas que le recorría el cuerpo de la cabeza a los pies era difícil pensar con claridad. Una parte de ella se percató de que ésa era la cuestión. No se trataba sencillamente de que él quisiera poseerla allí, en la hendidura del desfiladero, contra las rocas desnudas y bajo el limpio cielo. Como había hecho anteriormente en la casa del arquitecto, la estaba sometiendo a otra prueba. Si se dejaba llevar por las circunstancias del momento, no conseguía poner la mente en funcionamiento, o Spalko era capaz de nublarle el juicio hasta el punto de que no fuera capaz de responder a su pregunta, entonces éste acabaría con ella. Y encontraría a otro candidato que sirviera a sus fines.

Incluso cuando él le abrió la blusa y le tocó la piel ardiente, Zina se obligó a recordar cómo habían sido las cosas con Jalid Murat; cómo, tras abandonar sus asesores los consejos que se celebraban dos veces por semana, había escuchado lo que Zina hubiera tenido que decir, y a menudo había actuado de acuerdo con ello. Zina jamás se había atrevido a decirle a Hasan el papel que había jugado por temor a quedar expuesta a la brutalidad de sus celos.

Pero en ese momento, despatarrada sobre la roca bajo los avances del jeque, se estiró hacia adelante; y agarrando al jeque por la nuca y bajándole la cabeza hasta su cuello, le susurró al oído:

—Encontraré a alguien, alguien físicamente intimidante, alguien cuyo amor por mí le haga dócil, y mandaré a través de él. Será su cara la que vean los chechenos, y su voz la que oigan, pero hará exactamente lo que yo le haya dicho que haga.

Spalko había apartado el torso durante un instante, y ella lo miró a los ojos, y los vio brillar con admiración y con lujuria por igual, y con otro temblor de júbilo, Zina supo que había pasado su segunda prueba. Y entonces, abierta y penetrada de inmediato, Zina emitió un prolongado e interminable gemido que fue una exclamación de alegría compartida.