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Para ser una ciudad fundada a finales del siglo XIX como campamento ferroviario británico en la línea Mombasa-Uganda, Nairobi ofrecía un horizonte trivial y deprimente de modernos rascacielos de elegantes líneas. La ciudad descansaba sobre una llanura lisa, unos pastizales que habían sido el hogar de los masai durante muchos años, antes de la llegada de la civilización occidental. A la sazón era la ciudad del África Oriental que más deprisa crecía y, como tal, estaba sujeta a las habituales molestias del crecimiento, así como a la desconcertante visión de la incómoda convivencia de lo viejo con lo nuevo, de la inmensa riqueza con la mayor de las pobrezas, hasta que saltaban chispas, los ánimos se inflamaban y había que restablecer la calma. Con una elevada tasa de paro, los disturbios eran tan corrientes como los atracos nocturnos, en especial en y alrededor del parque Uhuru, al oeste de la ciudad.

Ninguno de aquellos inconvenientes suscitaron el menor interés en el pequeño grupo que acababa de llegar del aeropuerto Wilson en un par de limusinas blindadas, aunque sus ocupantes sí advirtieron los carteles que alertaban de la violencia y a los guardias de la seguridad privada que patrullaban el centro y el oeste de la ciudad, donde residían los ministros del gobierno y estaban las embajadas extranjeras, así como a lo largo de Laterna Road y Rivers Road. Pasaron por el borde del bazar, donde se exponía para la venta toda clase de material de guerra excedente, desde lanzallamas hasta tanques pasando por lanzamisiles tierra-aire de hombro, al lado de vestidos de algodón a cuadros y telas tejidas con los coloristas diseños tribales.

Spalko iba en la limusina de cabeza con Hasan Arsenov. Detrás de ellos, en el segundo coche, viajaban Zina y Magomet y Ahmed, dos de los lugartenientes de mayor rango de Arsenov. Estos hombres no se habían molestado en afeitarse sus pobladas barbas rizadas. Iban vestidos con sus tradicionales vestidos negros y miraban con estupefacción las ropas occidentales de Zina. Ella les sonreía, mientras estudiaba atentamente sus expresiones en busca de alguna señal de cambio.

—Todo está dispuesto, jeque —dijo Arsenov—. Mi gente está perfectamente entrenada y preparada. Hablan islandés a la perfección, y han memorizado tanto los planos del hotel como los procedimientos que usted trazó. Sólo esperan mi orden definitiva de inicio.

Spalko, sin dejar de mirar el desfile de nativos de Nairobi y extranjeros enrojecidos por el sol poniente que iban dejando atrás, sonrió, aunque para sus adentros.

—¿Es escepticismo lo que percibo en tu voz?

—Si lo detecta —dijo rápidamente Arsenov—, se debe sólo a mi profundo estado de expectación. Llevo toda mi vida esperando la oportunidad de liberarnos del yugo ruso. Mi gente lleva demasiado tiempo reducida a la condición de paria; llevan siglos esperando a ser recibidos en la comunidad islámica.

Spalko asintió distraído. Para él, la opinión de Arsenov se había convertido ya en algo irrelevante; desde el momento en que había sido arrojado a los lobos, había dejado de existir por completo.

Aquella noche los cinco se reunieron en un salón privado que Spalko había reservado en la última planta del hotel 360, en la avenida Kenyatta. La pieza, al igual que las habitaciones que ocupaban, tenía una vista sobre la ciudad que llegaba hasta el parque nacional de Nairobi, poblado de jirafas, ñus, gacelas Thomson y rinocerontes, además de leones, leopardos y búfalos de agua. Durante la cena no se habló de negocios ni se hizo la menor referencia al motivo que los había llevado allí.

Después de que se hubieran retirado los platos, la historia fue diferente. Un equipo de Humanistas Ltd., que los había precedido en su viaje a Nairobi, había montado una conexión audiovisual con soporte informático que fue introducida en la habitación. Tras desplegarse una pantalla, Spalko dio comienzo a una presentación en Powerpoint que mostraba la costa de Islandia, la ciudad de Reykiavik y sus alrededores y unas vistas aéreas del hotel Oskjuhlid, seguida de unas fotos del interior y del exterior del hotel.

—Éste es el sistema HVAC, al que, como pueden ver, se le han incorporado aquí y aquí unos detectores de movimiento de tecnología punta, además de sensores de calor infrarrojos —dijo—. Y aquí está el panel de control, que, como todos los sistemas del hotel, tiene una anulación de automatismo de seguridad que está conectada a la red eléctrica general, aunque dispone de baterías de reserva.

Continuó desgranando el plan hasta el detalle más nimio, empezando con el momento de su llegada y acabando con el de su partida, todo había sido planeado; todo estaba preparado.

—Hasta mañana por la mañana al alba —dijo, poniéndose en pie, y los demás se levantaron con él—. La Illaha ill Allah.

La Illaha ill Allah —corearon los otros en solemne respuesta.

Bien entrada la noche, Spalko estaba en la cama, fumando. Tenía encendida una lámpara, aunque todavía podía ver las relumbrantes luces de la ciudad y, más allá, la oscuridad boscosa del parque natural. Parecía sumido en sus pensamientos, aunque en realidad tenía la mente en blanco. Estaba esperando.

Ahmed, incapaz de dormir, oyó el lejano rugido de los animales. Se incorporó en la cama, y se frotó los ojos con los pulpejos de las manos. No era habitual en él no dormir profundamente, y no sabía bien qué hacer. Permaneció tumbado de espaldas durante un rato, pero estaba despierto y, consciente de los latidos de su corazón, sus ojos ya no se cerrarían.

Pensó en el día inminente, y en la flor plena de la promesa que contenía. «Que Alá quiera que sea el principio de un nuevo amanecer para nosotros», rezó.

Suspiró y se sentó, sacó las piernas por el lado de la cama y se levantó. Se puso los pantalones y la camisa occidentales que tan raros le resultaban, mientras se preguntaba si alguna vez se acostumbraría a ellos. Que Alá no lo quisiera.

Acababa de abrir la puerta de su habitación cuando vio pasar a Zina. Caminaba con una gracia asombrosa, sin hacer ruido, contoneando las caderas de manera provocativa. Ahmed solía relamerse de gusto cuando ella pasaba cerca de él, y más de una vez se había sorprendido intentando aspirar la mayor cantidad posible del perfume de Zina.

Ahmed atisbó el pasillo desde su puerta. Zina se alejaba de su habitación; le intrigaba adónde podía dirigirse. No pasó mucho tiempo antes de que obtuviera su respuesta. Ahmed puso los ojos como platos cuando la vio golpear suavemente en la puerta del jeque, que se abrió para dejar a éste a la vista. Quizá la hubiera convocado para reprenderla por alguna indisciplina en la que Ahmed no hubiera reparado.

Entonces, Zina, en un tono de voz que él no le había oído nunca, dijo: «Hasan está dormido», y lo entendió todo.

Cuando la suave llamada sonó en su puerta, Spalko se volvió, aplastó el cigarrillo y se levantó, atravesó la gran habitación sin hacer ruido y abrió la puerta.

Zina estaba en el pasillo.

—Hasan está dormido —dijo ella, como si se le hubiera pedido que explicara su presencia.

Spalko retrocedió sin decir palabra, y ella entró cerrando la puerta con suavidad. Él la agarró y la lanzó sobre la cama haciéndola girar. Al cabo de un momento, Zina estaba gritando, con la piel desnuda brillante y resbaladiza por los fluidos de ambos. Sus relaciones sexuales estaban teñidas de cierto desenfreno, como si por fin hubieran llegado al fin del mundo. Y cuando se acabó, no se acabó en absoluto, porque ella se tumbó a horcajadas sobre él, acariciándole y rozándole la piel mientras le susurraba sus deseos en los términos más explícitos imaginables, hasta que él, enardecido de nuevo, la volvió a poseer.

Después, ella se quedó tendida, entrelazada con él, mientras el humo ascendía en volutas desde sus labios medio abiertos. La lámpara estaba apagada, y ella lo estudiaba fijamente gracias únicamente a los puntos de luz de la noche de Nairobi. Desde que la había tocado por primera vez, Zina había ansiado conocerlo. No sabía nada de su pasado; que ella supiera, nadie lo sabía. Si él le hablara, si le contara los pequeños secretos de su vida, ella sabría que Spalko estaba tan unido a ella como ella lo estaba a él.

Zina le pasó la punta del dedo por el borde de la oreja, y por la piel (de una suavidad antinatural) de la mejilla.

—Quiero saber qué sucedió —dijo ella en voz baja.

Spalko volvió a concentrar la mirada lentamente.

—Pasó hace mucho tiempo.

—Razón de más para que me lo cuentes.

Él se volvió y la miró fijamente a los ojos.

—¿De verdad quieres saberlo?

—Sí, no deseo otra cosa.

Spalko tomó aire y lo soltó.

—En aquellos días, mi hermano pequeño y yo vivíamos en Moscú. Siempre se estaba metiendo en problemas, no podía evitarlo; tenía cierta inclinación a las adicciones.

—¿Drogas?

—¡Alabado sea Alá, no! En su caso se trataba del juego. No podía parar de apostar, aunque no tuviera dinero. Él me pedía prestado, y como es natural siempre le daba el dinero, porque se inventaba alguna historia que yo decidía creerme.

Se dio la vuelta entre los brazos de Zina, sacó un cigarrillo sacudiendo la cajetilla y lo encendió.

—De todas formas, llegó un momento en que la verosimilitud de las historias empezó a flaquear, o puede incluso que no pudiera seguir creyéndolo. En cualquier caso, dije: «Se acabó», creyendo, de nuevo tontamente, como se demostró, que dejaría de apostar. —Aspiró el humo profundamente y lo soltó con un silbido—. Pero no lo hizo. Así que ¿qué supones que hizo? Se dirigió a las últimas personas a las que debería haberse acercado, porque eran los únicos que le prestarían el dinero.

—La mafia.

Él asintió.

—Así es. Les pidió dinero, sabiendo que si perdía, jamás podría devolvérselo. Sabía lo que le harían, pero como te he dicho, era incapaz de contenerse. Apostó y, como siempre sucedía, perdió.

—¿Y? —Zina estaba en ascuas, deseando que continuara.

—Esperaron a que les devolviera el dinero, y cuando no lo hizo, fueron a por él.

Spalko se quedó mirando el extremo reluciente de su cigarrillo. Las ventanas estaban abiertas. Por encima del ruido sordo del tráfico y el traqueteo del palmeral llegaba cada dos por tres el retumbante rugido o el aullido sobrenatural de un animal.

—De entrada le dieron una paliza —dijo, y su voz fue apenas algo más que un susurro—. Nada demasiado grave, porque en ese punto aún daban por sentado que conseguirían el dinero. Cuando se dieron cuenta de que no tenía nada y de que nada podría conseguir, fueron a por él en serio y lo mataron a tiros en un callejón como si fuera un perro.

Terminó el cigarrillo, pero dejó que la colilla ardiera hasta donde lo tenía agarrado entre los dedos. Parecía haberse olvidado de él por completo. A su lado. Zina no dijo ni una palabra; tan subyugada estaba con la historia.

—Pasaron seis meses —dijo Spalko, que arrojó la colilla por la ventana después de hacerla volar por la habitación—. Hice mis deberes; pagué a la gente a la que había que pagar, y al final tuve mi oportunidad. Dio la casualidad de que el jefe que había ordenado matar a mi hermano iba a la peluquería del hotel Metropole todas las semanas.

—No me lo digas —dijo Zina—, te hiciste pasar por su peluquero y, cuando se sentó en el sillón, le rebanaste la garganta con una navaja.

Spalko se la quedó mirando fijamente durante un instante, y entonces soltó una carcajada.

—Eso está muy bien, es muy cinematográfico. —Negó con la cabeza—. Pero en la vida real no funcionaría. El jefe utilizaba los servicios del mismo peluquero desde hacía quince años, y en ningún caso habría aceptado a un sustituto. —Se inclinó hacia ella y la besó en la boca—. No te desilusiones; tómalo como una lección y aprende de ella. —La rodeó con el brazo y se la acercó a él. En algún lugar del parque rugió un leopardo—. No, esperé a que le afeitaran y le cortaran el pelo y se relajara con tan tiernos cuidados. Lo esperé en la calle, en el exterior del Metropole, en una plaza tan concurrida que sólo un loco la habría escogido. Y cuando salió, los maté a tiros, a él y a sus guardaespaldas.

—Y escapaste.

—En cierto sentido —dijo—. Ese día escapé, pero seis meses más tarde, en otra ciudad de otro país, me lanzaron un cóctel Molotov desde un coche en marcha.

Zina le pasó los dedos cariñosamente sobre su piel plastificada.

—Me gustas así, imperfecto. El dolor que soportaste te hace… heroico.

Spalko no dijo nada, y al final sintió que la respiración de Zina se hacía más profunda a medida que se abandonaba al sueño. Como era natural, ni una sola palabra de lo que había dicho era verdad, aunque tenía que admitir que era una buena historia. ¡Muy cinematográfica! La verdad… ¿Cuál era la verdad? Apenas la sabía ya; había invertido tanto tiempo en levantar cuidadosamente su elaborada fachada que había días en los que se perdía en su propia ficción. En cualquier caso, jamás había revelado la verdad a nadie, porque hacerlo le colocaría en una situación de desventaja. En cuanto la gente te conocía, pensaban que les pertenecías, y que la verdad que habías compartido con ellos en un momento de debilidad al que llamaban intimidad te uniría a ellos.

En ese aspecto Zina era igual que los demás, y percibió la amargura de la decepción en la boca. Sin embargo, los demás siempre lo decepcionaban. Sencillamente no estaban en su esfera, y no eran capaces de entender los matices del mundo como los entendía él.

Eran divertidos durante algún tiempo, pero sólo durante algún tiempo. Se llevó ese pensamiento con él a la insondable sima de un sueño profundo y apacible, y cuando despenó, Zina se había ido, regresando al lado del confiado Hasan Arsenov.

Al amanecer, los cinco se metieron en un par de Range Rover que habían sido cargados. Los conductores eran miembros del equipo de Humanistas. Se dirigieron hacia el sur de la ciudad, en dirección a la gran y sucia barriada que se extendía como un cáncer purulento por el flanco de Nairobi. Nadie habló, y sólo habían hecho una comida frugal, porque el sudario de una tensión terrible los envolvía a todos, incluido Spalko.

Aunque la mañana era clara, una bruma tóxica flotaba a poca altura sobre el descontrolado arrabal, prueba palpable de la falta de las adecuadas condiciones de salubridad y del perpetuo fantasma del cólera. Había unas construcciones destartaladas, mezquinas cabañas hechas con latas y cartón, algunas de madera, además de algunos achaparrados edificios de hormigón que podrían haber pasado por búnkeres, de no ser por las quebradas líneas de ropa lavada que colgaban en el exterior, agitándose en el polvoriento aire. Además, había unos montículos de tierra, enigmáticos montones de tierra sin cribar, hasta que el pequeño grupo de paso vio los restos chamuscados y carbonizados de unas moradas arrasadas por el fuego, zapatos con las suelas quemadas y un vestido azul hecho jirones. Aquellos pocos objetos, pruebas de la historia reciente, que era todo lo que existía allí, conferían un aspecto especialmente triste a la fealdad de aquella miseria absoluta. Si allí había alguna vida, ésta era intermitente, caótica y deprimente más allá de lo que se podía nombrar o imaginar. Todo aquello daba la sensación de una noche mortal que allí subsistía incluso a la luz del nuevo día. En aquella desordenada expansión urbana había una predestinación que les recordó al bazar, y la naturaleza de mercado negro de la economía de la ciudad que percibieron era, en cierta manera turbia, la responsable del deprimente paisaje que atravesaban a paso de tortuga, enlentecidos por la densa muchedumbre que rebosaba de las agrietadas aceras e invadía las calles polvorientas y llenas de rodadas. Los semáforos no existían, aunque de haberlos, el pequeño grupo habría sido detenido por las hordas de mendigos apestosos y de mercaderes que anunciaban a voces sus patéticos objetos de loza.

Finalmente llegaron a lo que más o menos era el centro del arrabal, donde entraron en un edificio de dos plantas con el interior destruido, que apestaba a humo. Dentro había ceniza por doquier, blanca y suave como si fuera polvo de huesos. Los conductores llevaron adentro los suministros, que iban guardados en lo que parecían dos baúles de viaje rectangulares.

Dentro estaban los plateados trajes para la manipulación de materiales peligrosos que se pusieron a indicación de Spalko. Los trajes iban provistos de sus propios sistemas de respiración autónomos. Spalko sacó entonces el NX 20 de su estuche dentro de uno de los baúles, y encajó cuidadosamente las dos piezas cuando los cuatro rebeldes chechenos se congregaron a su alrededor para observar. Entregándoselo a Hasan Arsenov durante un momento, Spalko sacó la pequeña y pesada caja que le había dado el doctor Peter Sido. La abrió con sumo cuidado. Todos se quedaron mirando fijamente la ampolla de cristal. Tan pequeña y tan mortal. La respiración de todos se hizo más lenta y dificultosa, como si ya temieran respirar.

Spalko ordenó a Arsenov que sujetara el NX 20 a un brazo de distancia. Luego, le quitó el pestillo a un panel de titanio situado en la parte superior, y colocó la ampolla en la recámara de carga. El NX 20 no podía ser disparado todavía, explicó. El doctor Schiffer había incorporado una serie de mecanismos de seguridad contra la dispersión prematura o accidental. Señaló el cierre hermético que, con la recámara llena, se activaría cuando él cerrara y echara el pestillo al panel superior. Lo hizo en ese momento, después le quitó el NX 20 a Arsenov y los guio a todos al tramo interior de escalones, que seguía en pie, a pesar de los estragos del fuego, sólo porque estaba hecho de hormigón.

En el segundo piso se apiñaron todos contra una ventana. Como todas las demás del edificio, su cristal se había hecho añicos; lo único que quedaba era el marco. A través de ella observaron al lisiado y al cojo, al muerto de hambre y al enfermo. Las moscas zumbaban, un perro con tres patas se agachó y defecó en un mercado al aire libre donde las mercancías de segunda mano se apilaban en la tierra. Un niño corría desnudo por la calle, gritando. Pasó una anciana encorvada, dando voces y escupiendo.

La visión de todo aquello tan sólo despertó un interés secundario en el grupo. Estaban observando todos los movimientos de Spalko, escuchando todas sus palabras con una concentración que rayaba en lo compulsivo. La precisión matemática del arma actuó como un mágico antídoto contra la enfermedad que parecía haberse invocado a sí misma en el aire como por arte de magia.

Spalko les mostró los dos gatillos del NX 20: uno pequeño y uno grande, aquél situado justo delante de éste. El pequeño, les dijo, inyectaba la carga de la recámara en la cámara de disparo. Una vez que ésta también fuera sellada apretando un botón que les mostró en la parte izquierda del arma, el NX 20 estaría listo para ser disparado. Apretó el gatillo pequeño, pulsó el botón y sintió una leve agitación en el interior del arma: el primer indicio de la muerte.

La boca del artefacto era roma y fea, pero su falta de filo también era práctica. Al contrario que las armas convencionales, el NX 20 sólo necesitaba ser dirigido de una forma absolutamente general, resaltó Spalko. Asomó la boca del arma por la ventana. Todos contuvieron la respiración cuando su dedo se encogió alrededor del gatillo grande.

Fuera, la vida seguía a su manera desordenada y azarosa. Un joven sujetaba un cuenco de gachas de maíz bajo la barbilla, llevándose el engrudo a la boca con los dos primeros dedos de su mano derecha, mientras un grupo de personas medio muertas de hambre le observaban con unos ojos anormalmente grandes. Una chica delgada en extremo pasó en bicicleta, y una par de ancianos desdentados miraban fijamente la tierra apisonada de la calle, como si estuvieran leyendo en ella la triste historia de sus vidas.

No fue más que un suave silbido, al menos fue a eso a lo que les sonó a todos, seguros y a salvo dentro de sus trajes especiales. Aparte de eso, no hubo ninguna señal externa de la dispersión. Fue tal como había predicho el doctor Schiffer.

El grupo observó tenso mientras los segundos pasaban con una lentitud angustiosa. Parecía que se les hubieran aguzado todos los sentidos. Oían el sonoro tañido de sus pulsos en los oídos, sentían los fuertes latidos de sus corazones. Y todos se dieron cuenta de que estaban conteniendo la respiración.

El doctor Schiffer había dicho que al cabo de tres minutos verían los primeros indicios de que el difusor había funcionado de manera adecuada. Fue más o menos lo último que había dicho, antes de que Spalko y Zina hubieran dejado caer su cuerpo casi inerte al interior del laberinto.

Spalko, que había seguido el segundero de reloj mientras éste avanzaba hacia la señal de los tres minutos, levantó la vista en ese momento. Quedó fascinado por lo que vio. Una docena de personas había caído antes de que se oyera el primer grito. Éste quedó interrumpido rápidamente, pero otras personas hicieron suyo el aullido antes de caer en la calle entre convulsiones. El caos y un silencio sepulcral se fueron extendiendo poco a poco en una espiral creciente. No había dónde esconderse de aquello, ninguna manera de esquivarlo, y nadie escapó, ni siquiera aquellos que intentaron echar a correr.

Spalko les hizo una seña a los chechenos, que lo siguieron a la planta inferior por la escalera de hormigón. Los conductores ya estaban listos y esperando cuando Spalko desmontó el NX 20. En cuanto lo guardó, cerraron de golpe los baúles y los transportaron a los Range Rover que esperaban.

El pequeño grupo recorrió la calle en la que se encontraban y las adyacentes. Anduvieron cuatro manzanas en todas las direcciones, viendo siempre el mismo resultado. Muerte y agonía, más muerte y más agonía. Y regresaron a los vehículos con el regusto del triunfo en las bocas. Los Range Rover arrancaron en cuanto se acomodaron, y los llevaron por toda el área de ochocientos metros cuadrados de radio que, según le había dicho el doctor Schiffer a Spalko, era el alcance de dispersión que tenía el NX 20. Spalko se complació en ver que el doctor no había mentido ni exagerado. Se preguntó cuánta gente moriría o estaría agonizando cuando la carga recorriera su camino al cabo de una hora. Dejó de contar al llegar a mil, pero supuso que sería el triple de esa cantidad, quizá hasta el quíntuplo.

Antes de que abandonaran la ciudad de la muerte, Spalko dio la orden, y sus conductores encendieron los fuegos, utilizando un potente acelerante. Una cortina de fuego ascendió inmediatamente hacia el cielo, extendiéndose con rapidez.

El fuego era agradable de ver. Taparía lo que había ocurrido allí aquella mañana, porque nadie debía saberlo, al menos hasta después de que concluyera su misión en la cumbre de Reykiavik.

«Ocurrirá dentro de sólo cuarenta y ocho horas», pensó exultante Spalko. Nada podría detenerlos.

«Ahora, el mundo es mío.»