26
Jan entró en Houdini, una tienda de magia y juegos de lógica situada en el edificio del número 87 de la calle Váci. Las paredes y las vitrinas de exhibición de la más bien pequeña tienda estaban abarrotadas de trucos de magia, rompecabezas y laberintos de todo tipo y tamaño, viejos y nuevos. Niños de todas las edades, con sus madres o padres a remolque, merodeaban por los pasillos señalando y mirando con los ojos como platos aquella mercancía fantástica.
Jan se acercó a una de las atosigadas dependientas y le dijo que quería ver a Oszkar. Ella le preguntó su nombre, luego cogió un teléfono y marcó una extensión interna. Habló por el auricular un momento, y después le indicó a Jan el camino de la trastienda.
Jan cruzó una puerta situada en la parte posterior de la tienda y entró en un minúsculo vestíbulo iluminado por una única bombilla pelada. Las paredes tenían un color indeterminado; el aire olía a repollo cocido. Por una escalera de caracol de acero subió al despacho del segundo piso. La habitación estaba cubierta de libros, la mayoría primeras ediciones de obras sobre magia, biografías y autobiografías de magos y escapistas famosos. Una foto firmada de Harry Houdini colgaba de la pared encima de un antiguo buró de persiana de roble. La vieja alfombra persa seguía sobre el suelo de tablones, todavía necesitada de una limpieza urgente, y el enorme sillón de respaldo alto con aspecto de trono continuaba ocupando su sitio de honor delante del escritorio.
Oszkar estaba sentado exactamente en la misma posición que hacía un año, cuando Jan lo había visto por última vez. Era un hombre con forma de pera, de edad mediana, enormes patillas y nariz protuberante. Se levantó al ver a Jan y, con una ancha sonrisa en la boca, rodeó el buró y le estrechó la mano.
—Bienvenido a casa —dijo, haciéndole una seña a Jan para que se sentara—. ¿Qué puedo hacer por ti?
Jan le contó a su contacto lo que necesitaba. Oszkar fue escribiendo mientras Jan hablaba. Asentía de vez en cuando.
Luego levantó la vista.
—¿Eso es todo?
Parecía decepcionado; nada le gustaba más que el que lo desafiaran.
—No del todo —dijo Jan—. Tenemos el problema de una cerradura magnética.
—¡Ahora sí que nos entendemos! —Oszkar mostró entonces una sonrisa radiante. Se levantó frotándose las manos—. Acompáñame, amigo mío.
Condujo a Jan hasta un pasillo con las paredes empapeladas e iluminado por lo que parecían ser unas lámparas de gas. Oszkar tenía una forma de andar cómica, parecida a la de un pingüino, pero cuando lo veías librarse de tres pares de esposas en noventa segundos, descubrías un significado totalmente nuevo de la palabra refinamiento.
Abrió una puerta y entró en su taller, un gran espacio dividido en diferentes zonas por bancos de trabajo y encimeras metálicas, a partes iguales. Condujo a Jan hacia uno, donde empezó a hurgar en una pila de cajones. Al final sacó un pequeño cuadrado cromado en negro.
—Todas las cerraduras magnéticas funcionan con electricidad. Lo sabes, ¿no? —Jan asintió. Oszkar continuó—: Y todas tienen garantizado el funcionamiento, lo que significa que necesitan un suministro de energía permanente para funcionar. Quien instala una de estas cerraduras sabe que, si cortas la corriente, la cerradura se abrirá, así que ten por seguro que habrá un suministro eléctrico de emergencia, y puede incluso que dos, si el tipo es lo bastante paranoide.
—Éste lo es —le garantizó Jan.
—Muy bien, pues. —Oszkar asintió con la cabeza—. Por lo tanto, olvídate de cortar el suministro de energía; te llevará demasiado tiempo, e incluso aunque dispusieras de tiempo podrías no poder cortar todos los suministros de seguridad. —Levantó el índice—. Pero lo que no todo el mundo sabe es que todas las cerraduras magnéticas funcionan con corriente continua, así que… —volvió a hurgar en los cajones y sacó otro objeto— lo que necesitas es una fuente de alimentación portátil de corriente alterna con la suficiente potencia para despachar la cerradura magnética.
Jan cogió el transformador en la mano. Pesaba más de lo que parecía.
—¿Cómo funciona?
—Imagínate un rayo que cae en un sistema eléctrico. —Oszkar le dio una palmadita a la fuente de alimentación—. Esta criaturita interrumpirá la corriente continua el tiempo suficiente para que puedas abrir la puerta, aunque no provocará un cortocircuito. Al final, el ciclo vuelve a empezar, y la cerradura se volverá a cerrar por sí misma.
—¿De cuánto tiempo dispondré? —preguntó Jan.
—Eso depende de la marca y el modelo de la cerradura. —Oszkar encogió sus rollizos hombros—. Si soy optimista, puedo darte quince minutos, tal vez veinte, pero no más.
—¿No la puedo desbloquear otra vez?
Oszkar negó con la cabeza.
—Tendrías muchas posibilidades de bloquear la cerradura en la posición de cierre, tras lo cual tendrías que echar abajo la puerta para poder salir. —Se rió, y le dio una palmada en la espalda a Jan—. Pero no te preocupes, tengo fe en ti.
Jan lo miró con cierto recelo.
—¿Y desde cuándo tienes fe en algo?
—Tienes razón. —Oszkar le entregó un pequeño estuche con cremallera—. Los trucos del oficio siempre están por encima de la fe.
A las dos y cuarto en punto de la madrugada, hora local de Islandia, Arsenov y Zina metieron el cuerpo cuidadosamente envuelto de Magomet en una de las furgonetas y se dirigieron por la costa en dirección sur hacia una apartada cala. Arsenov iba al volante. De tanto en tanto Zina estudiaba un mapa detallado y le hacía las indicaciones.
—Percibo el nerviosismo de los demás —dijo él al cabo de un rato—. Es algo más que la mera expectación ante lo que se avecina.
—Esto es algo más que una simple misión, Hasan.
Miró de soslayo a Zina.
—A veces me pregunto si lo que corre por tus venas no será agua helada.
Zina fingió una sonrisa mientras le daba un leve apretón en la pierna.
—Sabes muy bien lo que corre por mis venas.
Hasan asintió con la cabeza.
—Desde luego.
Tuvo que admitir que, igual que su deseo lo impulsaba a guiar a su gente, lo que más feliz le hacía era estar con Zina. Estaba deseando que llegara el momento en el que la guerra tocara a su fin, pudiera deshacerse de su disfraz de rebelde y fuera un marido para ella y un padre para los hijos de ambos.
—Zina —dijo, cuando salió de la carretera y se metió dando tumbos por el camino lleno de surcos que descendía por la cara del acantilado hasta su destino—, nunca hemos hablado de nosotros.
—¿A qué te refieres? —Por supuesto que sabía muy bien a qué se estaba refiriendo, e intentó reprimir el repentino terror que la oprimió—. Pues claro que hemos hablado.
El camino se había hecho más empinado, y Hasan aminoró la marcha. Zina alcanzó a ver el último recodo del camino; más allá se abría la rocosa cala y la agitación del Atlántico Norte.
—Pero no de nuestro futuro, de nuestro matrimonio y de los hijos que algún día tendremos. Qué mejor ocasión para prometemos amor mutuo.
Fue entonces cuando ella comprendió de manera absoluta lo intuitivo que era realmente el jeque. Hasan Arsenov se había condenado con sus propias palabras. Temía morir. Zina lo percibió en la elección que había hecho de las palabras, por no decir en su voz y en su mirada.
Entonces se dio cuenta de las dudas de Hasan acerca de ella. Si algo había aprendido desde que se uniera a los rebeldes era que la duda socavaba la iniciativa, la determinación y, por encima de todo, la acción. Quizá debido a la tensión y angustia extremas del momento, Arsenov se había puesto al descubierto, y su debilidad le resultó tan repugnante a Zina como lo había sido para el jeque. Las dudas de Hasan sobre ella iban a contagiar sin duda su manera de pensar. Zina había cometido una tremenda equivocación al intentar reclutar tan deprisa a Magomet, pero también estaba muy impaciente por abrazar el futuro del jeque. Sin embargo, a juzgar por la violenta reacción de Hasan, sus dudas acerca de ella debían de haber empezado antes. ¿Creía que ya no podía seguir confiando en ella?
Llegaron al punto de encuentro quince minutos antes de la hora prevista. Zina se volvió y cogió la cara de Arsenov entre las manos, y con ternura, le dijo:
—Hasan, llevamos mucho tiempo caminando hombro con hombro por la sombra de la muerte. Hemos sobrevivido por la voluntad de Alá, pero también gracias a una inquebrantable lealtad mutua. —Se inclinó hacia delante y lo besó—. Así que ahora prometámonos el uno al otro, porque deseamos alcanzar la muerte por la senda de Alá más que lo que nuestros enemigos desean la vida.
Arsenov cerró los ojos durante un instante. Aquello era lo que él había querido de ella, lo que había estado temiendo que nunca le daría. Por ese motivo, se percató Hasan en ese momento, se había precipitado a una horrible conclusión cuando la vio con Magomet.
—En los ojos de Alá, bajo la protección de Alá y en el corazón de Alá —dijo él, a modo de bendición.
Se abrazaron, pero Zina estaba, por supuesto, muy lejos del Atlántico Norte. Se preguntaba qué estaría haciendo el jeque en ese preciso instante. Anhelaba ver su cara, estar cerca de él. Pronto, se dijo. Muy pronto todo lo que quería sería suyo.
Salieron de la furgoneta al cabo de un rato y se pararon en la playa a observar, escuchando el estruendo de las olas que rompían contra los guijarros. La luna ya se había ocultado en el breve período de oscuridad de aquel extremo norte. En media hora aclararía, y amanecería otro largo día. Estaban más o menos en el centro de la cala cuyos brazos se extendían a ambos lados, lo que obstaculizaba la fuerza de la marea y empequeñecía las olas, privándolas de su habitual peligrosidad. El viento frío proveniente del agua negra provocó un escalofrío en Zina, pero Arsenov lo recibió con los brazos abiertos.
Entonces vieron el movimiento de la luz, que se encendió y apagó tres veces. El barco había llegado. Arsenov encendió la linterna, devolviendo la señal. Apenas vieron el pesquero que, navegando sin luces, ponía proa hacia la cala. Arsenov y Zina se dirigieron a la parte trasera de la furgoneta y, entre los dos, transportaron su carga hasta la orilla.
—No les sorprenderá verte de nuevo —dijo Arsenov.
—Son los hombres del jeque. Nada les sorprende —contestó Zina, plenamente consciente de que, de acuerdo con la historia que el jeque le había contado a Hasan, se suponía que ella ya conocía a aquella tripulación. Por supuesto que el jeque ya les habría informado del hecho.
Arsenov volvió a encender la linterna, y entonces vieron que una barca de remos, cargada más de la cuenta y con el casco muy hundido en el agua, se dirigía hacia ellos. En ella viajaban dos hombres y un montón de cajas de embalaje; en el barco pesquero habría más cajas. Arsenov miró su reloj; confiaba en que pudieran terminar antes de las primeras luces.
Los dos hombres dirigieron la proa del bote de remos hacia la playa de guijarros y desembarcaron. No perdieron tiempo en presentaciones, pero, tal como se les había ordenado, trataron a Zina como si ya la conocieran.
Con gran eficiencia descargaron las cajas entre los cuatro, apilándolas cuidadosamente en la parte posterior de la furgoneta. Arsenov oyó un ruido, se volvió y vio que un segundo bote de remos había llegado a la playa de guijarros, y entonces supo que conseguirían terminar antes del alba.
Cargaron el cadáver de Magomet en el primer bote, por lo demás ya vacío, y Zina ordenó a los miembros de la tripulación que lo arrojaran al mar cuando estuvieran en las aguas más profundas. Los hombres obedecieron sin hacer preguntas, lo cual complació a Arsenov. Era evidente que Zina los había impresionado cuando había supervisado la entrega del cargamento.
Entonces, con rapidez, los seis hombres trasladaron el resto de las cajas a la furgoneta. Cuando terminaron, volvieron a sus botes tan silenciosamente como habían desembarcado de ellos y, con un empujón de Arsenov y Zina, emprendieron el viaje de vuelta al barco pesquero.
Arsenov y Zina se miraron. Con la llegada del cargamento, la misión adquirió de repente una carga de realidad de la que carecía hasta entonces.
—¿Lo percibes, Zina? —dijo Arsenov, mientras ponía la mano en una de las cajas—. ¿Puedes sentir la muerte que aguarda allí?
Ella puso la mano encima de la suya.
—Lo que siento es la victoria.
Regresaron a la base, donde los recibieron los demás miembros del equipo. Éstos habían experimentado una transformación total mediante la hábil aplicación de tintes y lentillas de color. Nadie hizo el menor comentario acerca de la muerte de Magomet. Éste había acabado mal, y estando tan cerca de su misión como estaban, ninguno quiso conocer los detalles; tenían cosas más importantes en sus cabezas.
Descargaron y abrieron las cajas con cuidado. Quedaron a la vista metralletas, paquetes de explosivo plástico C4 y trajes para la manipulación de materiales peligrosos. Otra caja, más pequeña que las demás, contenía cebolletas colocadas en bolsas de plástico en un lecho de hielo picado. Arsenov hizo un gesto a Ahmed, quien se puso unos guantes de látex y trasladó la caja de cebolletas a la furgoneta sobre la que habían rotulado «Frutas y verduras de primera calidad Hafnarfjördur». Luego, el rubio Ahmed de ojos azules se subió a la furgoneta y se marchó.
La última caja se dejó para que la abrieran Arsenov y Zina. Dentro estaba el NX 20. Juntos, miraron las dos mitades que descansaban inocentemente en sus protectores moldeados de espuma, y ambos se acordaron de lo que habían presenciado en Nairobi. Arsenov consultó su reloj.
—El jeque no tardará en llegar con la carga.
Los preparativos definitivos habían dado comienzo.
Poco después de las nueve de la mañana una furgoneta de los Almacenes Fontana se paró en la entrada de servicio del sótano de Humanistas Ltd., donde dos guardias de seguridad le dieron el alto. Uno de ellos consultó la hoja de trabajo diaria, y aunque vio que figuraba una entrega de Fontana para el despacho de Ethan Hearn, pidió ver el albarán. Cuando el conductor obedeció, el guardia le pidió que abriera la parte posterior de la furgoneta. El guardia subió al interior de un salto, comprobó cada uno de los artículos que figuraban en la lista, y él y su compañero destrozaron todos los embalajes, e inspeccionaron las dos sillas, el aparador, el armario y el sofá cama. Abrieron todos los cajones del aparador y el armario, inspeccionaron sus interiores y levantaron los cojines del sofá y las sillas. Después de encontrarlo todo en orden, los guardias de seguridad devolvieron el albarán e indicaron al conductor y al encargado de la entrega cómo llegar al despacho de Ethan Hearn.
El conductor aparcó cerca del ascensor, y su compañero descargó los muebles. Hicieron falta cuatro viajes para subir todo a la sexta planta, donde Hearn los estaba esperando. Éste no pudo mostrarse más complacido de enseñarles dónde quería cada mueble, y los operarios quedaron igual de encantados al recibir la generosa gratificación que él les entregó cuando terminaron su tarea.
Después de que se marcharan, Hearn cerró la puerta y empezó a trasladar al armario los montones de carpetas que había amontonado al lado de su mesa, ordenándolas por orden alfabético. El frenesí de un despacho bien organizado se apoderó de la habitación. Al cabo de un rato, Hearn se levantó y se dirigió a la puerta. Al abrirla, se encontró cara a cara con la mujer que había acompañado al hombre de la camilla al interior del edificio a última hora del día anterior.
—¿Es usted Ethan Hearn? —Cuando él asintió con la cabeza, ella alargó la mano—. Annaka Vadas.
Hearn le dio un rápido apretón, y notó que tenía una mano firme y seca. Se acordó de la advertencia de Jan y adoptó una expresión de inocente curiosidad.
—¿Nos conocemos?
—Soy amiga de Stepan. —Mostró una sonrisa radiante—. ¿Le importa si entro, o se iba?
—Tengo una cita… —Hearn miró su reloj— dentro un rato.
—No le robaré mucho tiempo.
Annaka se dirigió al sofá y se sentó, cruzando las piernas. Su expresión, mientras miraba a Hearn de hito en hito, era atenta y expectante.
Él se sentó en su sillón y lo hizo girar para volverse hacia ella.
—¿En qué puedo ayudarla, señorita Vadas?
—Creo que no lo ha entendido bien —dijo ella alegremente—. La pregunta es en qué puedo ayudarlo yo.
Hearn meneó la cabeza.
—Creo que no lo entiendo.
Ella miró por la oficina, tarareando para sí. Entonces se inclinó hacia delante, con los codos en las rodillas.
—Oh, pero yo creo que sí lo entiende, Ethan. —De nuevo la misma sonrisa—. ¿Sabe una cosa? Sé algo sobre usted que ni siquiera Stepan conoce.
Hearn afianzó la expresión de desconcierto de su rostro y abrió las manos en un gesto de impotencia.
—Se esfuerza demasiado —dijo ella con sequedad—. Sé que está trabajando para alguien más, aparte de Stepan.
—Yo no…
Pero Annaka se llevó el índice a los labios.
—Le vi ayer en el garaje. No pintaba nada allí y, aunque así hubiera sido, mostró demasiado interés en lo que sucedía.
Hearn se quedó demasiado atónito como para negarlo. ¿A qué venía aquello? Ella lo había pillado, aunque creyó que había sido muy cuidadoso. La miró de hito en hito. Desde luego que era hermosa, aunque aún era más temible.
Annaka ladeó la cabeza.
—Usted no trabaja para la Interpol: no tiene sus hábitos. La CIA… No, no creo. Stepan lo habría sabido, en el caso de que los estadounidenses estuvieran intentando infiltrarse en su organización. Así que ¿para quién, entonces? Uf.
Hearn no dijo nada; no podía. Lo único que le aterrorizaba es que ella ya supiera…, que lo supiera todo.
—No se ponga tan lívido, Ethan. —Se levantó—. La verdad es que a mí no me importa. Sólo quiero una póliza de seguros, por si las cosas se ponen desagradables por aquí. Y esa póliza de seguros es usted. Por el momento, consideremos su traición como nuestro pequeño secreto.
Había cruzado el despacho y salido por la puerta antes de que Hearn pudiera pensar una respuesta. Se sentó un momento, paralizado por el susto. Luego, se levantó por fin y abrió la puerta, mirando a un lado y a otro del pasillo para asegurarse de que Annaka se había ido.
Entonces cerró la puerta, se dirigió al sofá cama y dijo:
—Despejado.
Los cojines se levantaron, y él los colocó sobre la alfombra que cubría todo el suelo. Cuando los paneles de contrachapado que cubrían el mecanismo de la cama empezaron a moverse, se inclinó y los levantó.
Debajo, en lugar del colchón y el somier, estaba Jan.
Hearn vio que estaba sudando.
—Sé que me advertiste, pero…
—Silencio. —Jan salió de un salto del hueco, que no era mayor que el de un ataúd. Hearn estaba amedrentado, pero Jan tenía cosas más importantes en la cabeza que infligir un castigo corporal—. Sólo procura no cometer el mismo error dos veces.
Jan se acercó a la puerta y apoyó la oreja contra ella. Lo único que pudo distinguir fue el zumbido de fondo de los despachos de la planta. Iba vestido con pantalones, camisa y zapatos negros, y una cazadora que le llegaba hasta la cintura. A Hearn le pareció que su torso era más voluminoso que la última vez que se habían visto.
—Vuelve a dejar el sofá como estaba —le ordenó Jan—, y luego vuelve al trabajo como si nada hubiera pasado. ¿No tenías una cita inminente? Procura acudir a ella y no llegues tarde. Es imprescindible que todo parezca normal.
Hearn asintió, dejó caer los paneles de contrachapado en el hueco del sofá cama, y volvió a colocar los cojines en su sitio.
—Estamos en la sexta planta —dijo Hearn—. Tu objetivo está en la cuarta.
—Veamos los planos.
Hearn se sentó ante su terminal del ordenador e hizo aparecer los planos del edificio.
—Déjame ver la cuarta planta —dijo Jan, inclinándose sobre el hombro.
Cuando Hearn los hizo aparecer en pantalla, Jan los estudió con atención.
—¿Qué es esto? —dijo, señalando a un punto.
—No lo sé. —Hearn intentó ampliarlo—. Parece un espacio vacío.
—O bien —dijo Jan— podría ser una habitación aneja al dormitorio de Spalko.
—Excepto que no tiene ni entrada ni salida —apuntó Hearn.
—Interesante. Me pregunto si el señor Spalko no haría algunas modificaciones de las que sus arquitectos no sabían nada.
Después de memorizar el plano de la planta, Jan se apartó. Había conseguido de los planos todo lo que pudo; lo que necesitaba en ese momento era ver el lugar por sí mismo. En la puerta se volvió hacia Hearn.
—Y recuerda. Acude puntual a tu cita.
—¿Y qué pasa contigo? —dijo Hearn—. No puedes entrar allí.
Jan negó con la cabeza.
—Cuanto menos sepas, mejor.
Las banderas se desplegaban bajo un sol radiante en la interminable mañana islandesa, inundada del olor mineral de las fuentes termales. En un extremo del aeropuerto Keflavik —el que Jamie Hull, Boris Illych Karpov y Feyd al-Saoud habían considerado el espacio más seguro— se había montado el complicado andamiaje de aluminio de un gran estrado dotado con instalación de sonido. Ninguno de los tres, ni siquiera (según parecía) el camarada Boris, se sentían muy felices con la idea de que sus respectivos líderes hicieran acto de presencia en semejante foro público, pero a este respecto todos los jefes de Estado eran del mismo parecer. A su entender, no sólo era imperioso que demostraran su solidaridad de una manera pública, sino también que hicieran gala de su ausencia de miedo. Cuando asumieron sus puestos, todos conocían el riesgo que corrían de que los asesinaran, y eran muy conscientes de que ese riesgo había aumentado exponencialmente cuando aceptaron acudir a la cumbre. Pero todos sabían que el riesgo de muerte era algo inherente a su trabajo. Si uno se disponía a cambiar el mundo, era inevitable que hubiera quien quisiera obstaculizarlo.
En consecuencia, en aquella mañana del comienzo de la cumbre, las banderas de Estados Unidos, Rusia y los cuatro países islámicos más influyentes ondeaban y chasqueaban agitadas por un viento cortante. La parte delantera del estrado aparecía recubierta con el trabajado logotipo de la cumbre, el recinto estaba rodeado por vehículos blindados de seguridad, y los francotiradores estaban instalados en lo alto de todos los lugares estratégicos desde los que se pudiera ver el estrado. Habían llegado periodistas de todos los países del mundo, a quienes se les había exigido que comparecieran dos horas antes de la conferencia de prensa. Todos habían pasado por un concienzudo registro, sus credenciales habían sido verificadas y se les había tomado las huellas dactilares, que fueron digitalizadas e introducidas en diversas bases de datos. A los fotógrafos se les había advertido que no cargaran sus cámaras antes de tiempo, porque éstas tenían que ser radiografiadas con rayos X in situ, y los botes de las películas, examinados, hecho lo cual pudieron cargar sus cámaras siempre bajo una estrecha vigilancia. En cuanto a los móviles, tras ser confiscados y etiquetados meticulosamente, fueron llevados fuera del recinto, de donde serían retirados al final de la conferencia de prensa por sus respectivos propietarios. No se había pasado por alto ni un detalle.
En cuanto el presidente de Estados Unidos hizo su aparición, Jamie Hull se puso a su lado junto con un par de agentes del Servicio Secreto. Se mantenía en permanente contacto con todos los miembros de su contingente, además de con los otros dos jefes de seguridad, a través de un auricular electrónico. Inmediatamente después del presidente de Estados Unidos apareció Alexander Yevtushenko, presidente de Rusia, acompañado de Boris y de un grupo de malcarados agentes del FSB. Detrás del presidente ruso iban los líderes de los cuatro países islámicos con los jefes de sus respectivos servicios de seguridad.
La multitud, además de la prensa, se adelantó en masa y hubo que obligarla a retroceder de la parte delantera del estrado al que en ese momento subían los dignatarios. Se comprobaron los micrófonos, las cámaras de televisión cobraron vida. El presidente de Estados Unidos fue el primero en tomar la palabra. Era un hombre alto y guapo, de nariz prominente y ojos de perro guardián.
—Conciudadanos del mundo —empezó, con una voz fuerte y declamatoria afinada en muchas victoriosas campañas electorales primarias, desprovista de cualquier aspereza por las numerosas conferencias de prensa y generosamente bruñida en discursos íntimos en el Jardín Rosa y en Camp David—, éste es un gran día para la paz mundial y la lucha internacional de la justicia y la libertad contra las fuerzas de la violencia y el terrorismo.
»Hoy, una vez más, nos encontramos en una encrucijada para la historia del mundo. ¿Permitiremos que la humanidad entera se precipite a la oscuridad del miedo y de una guerra interminable, o haremos causa común para golpear en el corazón a nuestro enemigo allí donde se esconda?
»Las fuerzas del terrorismo se enfrentan a todos nosotros. Y no os equivoquéis, el terrorismo es una hidra moderna, una bestia provista de muchas cabezas. No nos hacemos ilusiones acerca del tortuoso camino que se abre ante nosotros, pero nada nos disuadirá de nuestro deseo de avanzar hacia un único esfuerzo coordinado. Sólo unidos podemos destruir a la fiera de múltiples cabezas. Sólo unidos tendremos la oportunidad de hacer de nuestro mundo un lugar seguro para todos y cada uno de sus ciudadanos.
Al final del discurso del presidente hubo un gran aplauso. Luego entregó el micrófono al presidente ruso, quien dijo más o menos lo mismo, y que también recibió un gran aplauso. Los líderes árabes hablaron uno por uno, y aunque sus palabras fueron más cautas, también reiteraron la imperiosa necesidad de alcanzar un esfuerzo conjunto para aplastar al terrorismo de una vez por todas.
Siguió un breve turno de preguntas y respuestas, tras el cual los seis hombres posaron unos al lado de los otros para hacerse la foto de familia. La imagen era impresionante, y resultó aún más memorable cuando se agarraron las manos y levantaron los brazos en una demostración sin precedentes de solidaridad entre Occidente y Oriente.
Cuando la multitud empezó a desfilar hacia la salida, el ambiente era exultante. Incluso los periodistas y fotógrafos menos entusiastas coincidían en que la cumbre había empezado de una manera excelente.
* * *
—¿Se da cuenta de que ya voy por mi tercer par de guantes de látex?
Stepan Spalko estaba junto a la mesa llena de marcas y manchas de sangre, sentado en la silla que Annaka había utilizado la víspera. Tenía delante un bocadillo de beicon, lechuga y tomate, a los que se había aficionado durante la larga convalecencia de las operaciones a que se había sometido en Estados Unidos. El bocadillo estaba en un plato de exquisita porcelana china, y junto a la mano derecha reposaba una copa de inmejorable cristal llena de un reserva de Burdeos.
—No importa. Se hace tarde. —Le dio una palmadita al cristal del reloj cronómetro que llevaba en la muñeca—. Señor Bourne, se me ocurre que mi maravillosa diversión toca a su fin. Debo decir que me ha proporcionado una noche maravillosa. —Soltó una furiosa carcajada—. Lo cual es más de lo que yo he hecho por usted, me atrevería a decir.
El bocadillo había sido cortado en dos triángulos iguales, siguiendo al pie de la letra sus indicaciones. Cogió una de las partes y la mordió, masticando con lentitud y deleite.
—¿Sabe, señor Bourne? Un bocadillo de beicon, lechuga y tomate no está bueno a menos que se haya frito el beicon en el momento y, si es posible, esté cortado grueso.
Tragó la comida, dejó el bocadillo y, cogiendo la copa de cristal, se enjuagó la boca con un trago de vino. Después retiró la silla, se levantó y se dirigió a donde Jason Bourne permanecía atado al sillón de dentista. Tenía la cabeza caída sobre el pecho, y había salpicaduras de sangre en un radio de más de medio metro alrededor de él.
Spalko le levantó la cabeza utilizando un nudillo. Los ojos de Bourne, sin vida a causa del interminable dolor, estaban hundidos en unos círculos negros, y en su cara no quedaba ni gota de sangre.
—Antes de irme, debo contarle la ironía de todo esto. La hora de mi victoria es inminente. Da igual lo que sepa. Ya da igual que haya hablado o no. Lo único que importa es que lo tengo aquí, a buen recaudo e incapaz de actuar en mi contra de la manera que sea. —Se rió—. Qué precio tan terrible ha pagado por su silencio. ¿Y para qué, señor Bourne? ¡Para nada!
* * *
Jan vio al guardia que estaba parado en el pasillo, al lado del ascensor, y retrocedió prudentemente hasta la puerta de la escalera. A través del cristal reforzado con una malla metálica pudo ver a un par de guardias armados que estaban hablando y fumando en el descansillo. Cada quince segundos uno u otro echaban un vistazo por el cristal, examinando el pasillo de la sexta planta. Las escaleras también estaban bien defendidas.
Se dio la vuelta. Mientras recorría el pasillo con aire resuelto a un paso entre normal y relajado, sacó la pistola de aire comprimido que le había comprado a Oszkar y la sujetó en el costado. En cuanto el guardia lo vio, Jan levantó la pistola de aire comprimido y le disparó un dardo en el cuello. El hombre se desplomó en el sitio, inconsciente por el producto químico del que estaba impregnada la punta del dardo.
Jan echó a correr. Estaba empezando a arrastrar al guardia para meterlo en el servicio de caballeros, cuando la puerta de éste se abrió y apareció un segundo guardia con la metralleta apuntando al pecho de Jan.
—No te muevas —dijo el guardia—. Arroja tu arma y deja que te vea las manos vacías.
Jan hizo lo que se le ordenaba. Pero cuando extendió las manos para que el guardia las viera, tocó una funda a resorte que llevaba sujeta en la cara interna de la muñeca. El guardia se dio una palmada en el cuello; el dardo causaba la misma sensación que la picadura de un mosquito. Pero de pronto se encontró con que no podía ver. Ése fue el último pensamiento que tuvo antes de perder el conocimiento.
Jan arrastró los dos cuerpos hasta el servicio de caballeros, y luego pulsó el botón de llamada del panel de la pared. Poco después, cuando llegó el ascensor, se abrieron los dos juegos de puertas. Entró y apretó el botón de la cuarta planta. El ascensor empezó a bajar, pero cuando sobrepasó la quinta planta, se detuvo con una sacudida, y quedó colgado. Jan apretó los botones de varios pisos sin ningún resultado. El ascensor estaba atascado, sin duda de manera deliberada. Y Jan sabía que tenía poco tiempo para escapar de la trampa que Spalko le había tendido.
Mientras subía al pasamanos que rodeaba la cabina, se estiró hacia la trampilla de mantenimiento. Cuando estaba a punto de abrirla se detuvo y observó con más atención. ¿Qué era aquel brillo metálico? Sacó la linterna en miniatura del equipo que le había proporcionado Oszkar, y alumbró el tornillo situado en el extremo más alejado. Tenía enrollado un trozo de alambre de cobre. ¡Era una bomba trampa! Jan supo que en cuanto intentara levantar la trampilla, el alambre haría detonar la carga colocada encima de la cabina.
En ese momento, un bandazo le hizo perder su punto de apoyo, y con un estremecimiento el ascensor empezó a caer en picado por el hueco.
El teléfono de Spalko sonó, y él salió del cuarto de interrogatorios. El sol entraba a raudales por las ventanas de su dormitorio cuando entró en él, y sintió su calor en la cara.
—¿Sí?
Una voz le habló al oído, y las palabras le aceleraron el pulso. ¡Estaba allí! ¡Jan estaba allí! Cerró los puños. Ya los tenía a los dos. Casi había terminado su trabajo. Ordenó a sus hombres que se dirigieran a la tercera planta, hecho lo cual llamó a la oficina principal de seguridad para que iniciaran un simulacro de incendio que evacuara rápidamente a todo el personal corriente de Humanistas del edificio. Al cabo de veinte segundos sonó la alarma de incendios, y en todo el edificio los hombres y las mujeres abandonaron sus despachos y se dirigieron de manera ordenada hacia la escalera, desde donde fueron acompañados hasta la calle. Para entonces Spalko había llamado a su chófer y a su piloto, y había dicho a este último que tuviera listo el reactor que le esperaba en el hangar de Humanistas en el aeropuerto de Ferihegy. De acuerdo con sus instrucciones, se había abastecido de combustible al avión y se había revisado, y se había entregado el plan de vuelo a la torre de control.
Sólo le quedaba hacer una llamada antes de volver con Jason Bourne.
—Jan está en el edificio —dijo, cuando Annaka respondió al teléfono—. Está encerrado en el ascensor, y he enviado a los hombres a que se encarguen de él por si consigue escapar, pero tú lo conoces mejor que nadie. —Spalko gruñó al oír la respuesta de Annaka—. Lo que dices no me sorprende. Ocúpate del caso como consideres oportuno.
Jan pulsó el botón de la parada de emergencia con el pulpejo de la mano, pero no ocurrió nada, y el ascensor siguió con su vertiginoso descenso. Con una de las herramientas del equipo de Oszkar levantó con rapidez el panel de los mandos haciendo palanca, pero inmediatamente vio que los cables de la parada de emergencia habían sido desconectados. Los volvió a introducir hábilmente en sus receptáculos, e inmediatamente, con un chirrido de metal chispeante, la cabina del ascensor se detuvo con una sacudida al accionarse el freno de emergencia. Mientras colgaba la cabina, atascada entre la tercera y la cuarta planta, Jan siguió trabajando en el cableado con una intensidad agotadora.
Los hombres armados de Spalko llegaron a las puertas del ascensor en la tercera planta. Utilizando una cuña, consiguieron abrir las puertas haciendo palanca, dejando a la vista el hueco del ascensor. Entonces pudieron ver justo encima de ellos el piso de la cabina atascada. Habían recibido sus órdenes; sabían lo que tenían que hacer. Así pues, apuntaron las metralletas hacia arriba y abrieron fuego en una descarga de fusilería cerrada que mordisqueó el tercio inferior de la cabina. Nadie podría sobrevivir a semejante potencia de fuego concentrada.
Con los brazos y las piernas extendidas, y las manos y los pies apretados con fuerza contra las paredes del rebajo del hueco del ascensor, Jan observó caer la parte inferior de la cabina. Estaba protegido de la lluvia de balas tanto por las puertas de la cabina como por el propio hueco. Había vuelto a poner en su sitio los cables del panel para poder abrir las puertas lo suficiente para salir como pudiera y meterse en el espacio allí existente. Y había sido mientras se retorcía para acomodarse en el retroceso de la pared, después de trepar aproximadamente a la altura del techo de la cabina, cuando había empezado la lluvia de balas de las armas automáticas.
Entonces, acto seguido, cuando el eco de los disparos todavía no se había extinguido, oyó un zumbido, como si se hubiera soltado a un enjambre de abejas de su colmena. Al levantar la vista vio un par de cuerdas de rapel que se retorcían desde lo alto del hueco del ascensor. Poco después, dos guardias fuertemente armados y ataviados con trajes antidisturbios descendían, moviendo una mano detrás de otra, por las cuerdas.
Uno de ellos lo vio y volvió su metralleta hacia él. Jan disparó su pistola de aire comprimido, y el arma del guardia se soltó de sus entumecidos dedos. Cuando el segundo guardia apuntó su arma, Jan saltó y se agarró al hombre inconsciente, que estaba fuertemente sujeto a la cuerda por su arnés de rapel. El segundo guardia, anónimo y despersonalizado por el casco antidisturbios, disparó a Jan, que hizo girar en redondo a su compañero de cuerda, a quien utilizó como escudo para detener las balas. Luego le dio una patada a la metralleta del segundo hombre, que soltó el arma.
Los dos aterrizaron juntos encima de la cabina del ascensor. El pequeño cuadrado blanco del mortífero explosivo C4 estaba sujeto con cinta adhesiva en el centro de la trampilla de mantenimiento, donde había sido conectado apresuradamente para preparar la bomba trampa. Jan se percató de que los tomillos se habían aflojado; si uno de los dos golpeaba sin querer la chapa de la trampilla, toda la cabina saltaría hecha pedazos.
Jan apretó el gatillo de su pistola de aire, pero el guardia, que había visto cómo había incapacitado a su compañero, se arrojó a un lado, rodó y lanzó una patada hacia arriba, haciendo que Jan soltara el arma. Al mismo tiempo cogió la metralleta de su compañero. Jan le pisó la mano con fuerza y removió el talón con la intención de que soltara el arma. Pero entonces los guardias de la tercera planta empezaron a disparar desde abajo con sus automáticas por el hueco del ascensor.
Aprovechándose de la distracción, el guardia le propinó un tremendo golpe en el lateral de la pierna y le arrebató la metralleta. Cuando disparó, Jan saltó fuera de la cabina y se escabulló por el lateral del hueco, descendiendo hasta el lugar donde se extendía el freno de emergencia. Retrocediendo para evitar la lluvia de proyectiles, empezó a manipular el mecanismo del freno. El guardia que estaba en el techo de la cabina había seguido sus avances, y en ese momento se tendía boca abajo y apuntaba su arma hacia Jan. Cuando empezó a disparar, Jan consiguió soltar el mecanismo del freno de emergencia. El ascensor se precipitó entonces por el hueco hacia abajo, y se llevó al sorprendido guardia con él.
Jan saltó para asirse a la cuerda de rapel más cercana y trepó por ella. Ya había llegado a la cuarta planta y estaba aplicando la corriente alterna a la cerradura magnética, cuando la cabina del ascensor se estrelló contra el fondo del hueco en el segundo sótano. El impacto desplazó la trampilla de mantenimiento, y el C4 explotó. La onda expansiva ascendió por el hueco del ascensor en el preciso momento en que el circuito de la cerradura magnética se interrumpía y Jan atravesaba la puerta dando volteretas.
El vestíbulo de la cuarta planta estaba totalmente recubierto de un mármol ocre del color del café con leche. Unos apliques de cristal esmerilados proporcionaban una suave iluminación indirecta. Al levantarse, Jan vio a Annaka a menos de quinientos metros de él. Huía por el pasillo. A todas luces estaba sorprendida y, muy posiblemente, pensó Jan, no poco asustada. Era evidente que ni ella ni Spalko habían contado con que consiguiera llegar a la cuarta planta. Se rió en silencio mientras emprendía la persecución. No podía culparlos; lo que había hecho era una hazaña considerable.
Un poco más adelante, Annaka se metió en una puerta. Cuando la cerró de un portazo detrás de ella, Jan oyó el chasquido del pestillo de la cerradura al encajar en su sitio. Sabía que tenía que llegar hasta Bourne y Spalko, pero Annaka se había convertido en un comodín que no podía permitirse el lujo de ignorar. Ya había sacado un juego de ganzúas antes de llegar a la puerta cerrada. Introdujo una, y se las ingenió para acertar con las muescas de la gacheta. Tardó menos de quince segundos en abrir la puerta, apenas tiempo suficiente para que Annaka llegara al otro extremo de la habitación. Ella lo miró asustada por encima del hombro antes de cerrar la puerta de un portazo detrás de ella.
De haber echado la mirada atrás, a Jan debería haberlo alertado la expresión de Annaka; ésta nunca exteriorizaba su miedo. Sin embargo, concentró su atención en la ominosa habitación, que era pequeña y cuadrada y que carecía de cualquier rasgo distintivo, así como de ventanas. Toda ella estaba a medio pintar de un blanco roto, incluso las anchas molduras talladas. No había muebles ni ninguna otra cosa en toda la habitación. Pero su inquietud llegó demasiado tarde, porque el suave siseo ya había empezado. Al escudriñar el techo, Jan vio unas entradas de aire en lo más alto de las paredes, desde las que salía un gas. Contuvo la respiración, y se dirigió a la puerta del otro lado. Intentó abrir la cerradura con una ganzúa, pero la puerta siguió sin abrirse. Debía de estar cerrada con pestillo desde el exterior, pensó, mientras volvía corriendo a la puerta por la que había entrado a la habitación. Giró el pomo y se encontró con que también estaba cerrada con cerrojos desde fuera.
El gas estaba empezando a impregnar el cuarto atrancado.
Había caído en una ingeniosa trampa.
Junto al plato de porcelana lleno de migas y la copa en que quedaban los posos del Burdeos, Stepan Spalko había extendido los objetos que le había quitado a Bourne: la pistola de cerámica, el móvil de Conklin, el fajo de dinero y la navaja automática.
Bourne, maltrecho y ensangrentado, llevaba horas sumido en un sueño profundo, primero para sobrevivir a las oleadas de sufrimiento que habían agitado su cuerpo con cada nuevo giro y pinchazo de los instrumentos de Spalko, luego para proteger y conservar el núcleo interior de su energía y, por último, para zafarse de los efectos debilitadores de la tortura y hacer acopio de fuerzas.
Los pensamientos sobre Marie, Alison y Jamie parpadearon en su mente vacía como llamas intermitentes, pero lo que había recordado con más intensidad habían sido sus años bañados por el sol de Phnom Penh. Su mente, alcanzado el punto de absoluta tranquilidad, resucitó a Dao, a Alyssa y a Joshua. Le estaba lanzando una pelota de béisbol a Joshua, a quien enseñaba a utilizar el guante que le había traído de Estados Unidos, cuando Joshua se volvió hacia él y preguntó: «¿Por qué intentaste duplicarnos? ¿Por qué no nos salvaste?». Durante un rato se sumió en la confusión, hasta que vio la cara de Jan flotando en su mente como una luna llena en un cielo sin estrellas.
Jan abrió la boca, y dijo: «Intentaste duplicar a Joshua y a Alyssa. Incluso utilizaste las mismas iniciales de sus nombres».
Quiso salir de su forzosa meditación, abandonar la fortaleza que había erigido para protegerse contra el peor de los estragos que Spalko le estaba infligiendo; lo que fuera con tal de escapar de aquella cara acusadora y de la aplastante culpa.
Culpa.
Había estado huyendo de su sentimiento de culpa. Desde que Jan le dijera quién era realmente, había huido de la verdad, de la misma manera que había huido de Phnom Penh lo más deprisa que pudo. Pensó que había estado huyendo de la tragedia que le había ocurrido, pero la verdad era que lo había hecho de la carga de su insoportable culpa. No había estado allí para proteger a su familia cuando más lo habían necesitado. Y cerrando la puerta que daba a la verdad de un portazo, había salido huyendo.
Que Dios lo ayudara, porque como había dicho Annaka, en eso se había portado como un cobarde.
Mientras Bourne observaba desde sus ojos ensangrentados, Spalko se guardó el dinero en el bolsillo y cogió la pistola.
—Lo he estado utilizando para mantener alejados de mis huellas a los perros de presa de los servicios de inteligencia del mundo. A ese respecto, me ha prestado un gran servicio. —Levantó el arma a la altura de Bourne, apuntando a un lugar entre los ojos—. Pero por desgracia ha dejado de serme de utilidad.
Su dedo se cerró sobre el gatillo.
En ese momento Annaka entró en la habitación.
—Jan ha conseguido entrar en la planta —dijo.
Muy a su pesar, Spalko mostró su sorpresa.
—He oído la explosión. ¿No lo ha matado?
—No sé cómo, consiguió que el ascensor se estrellara. Explotó en el segundo sótano.
—Por suerte, el último cargamento de armas ya ha sido enviado por barco. —Por fin volvió la mirada hacia ella—. ¿Dónde está Jan ahora?
—Está atrapado en el cuarto de los cerrojos. Es hora de irnos.
Spalko asintió con la cabeza. Annaka había estado muy acertada en cuanto a las habilidades de Jan. Y él lo había estado al procurar la relación entre ellos. Siendo como era una criatura artera, Annaka había llegado a conocer a Jan mejor de lo que él podría haber aspirado a conocerlo. Sin embargo, miró fijamente a Bourne convencido de que todavía no había terminado con él.
—Stepan. —Annaka le puso una mano en el brazo—. El avión espera. Tenemos tiempo para abandonar el edificio sin que nos vean. Los sistemas antiincendios se han activado, y se ha extraído todo el oxígeno del hueco del ascensor, así que no hay posibilidad de que se produzcan daños de importancia. Sin embargo, el vestíbulo debe de estar en llamas, y los coches de los bomberos no tardarán en llegar, si es que no están ya aquí.
Había pensado en todo. Spalko la miró con admiración. Entonces, sin previo aviso, formando un amplio arco con el brazo que sostenía la pistola de cerámica de Bourne, estampó el cañón del arma contra la cabeza de Bourne.
—Le quedará este recuerdo de nuestro primer y último encuentro.
Después, Annaka y él salieron de la habitación.
Tumbado boca abajo, Jan se valía de una pequeña palanca, una de las herramientas que le había pedido a Oszkar, para horadar una sección de la moldura. Los ojos le ardían y le lloraban a causa del gas, y los pulmones estaban a punto de estallarle por la falta de oxígeno. Unos segundos más y se desmayaría, y su sistema nervioso periférico asumiría el mando, y permitiría que el gas penetrara en su organismo.
Pero ya había conseguido arrancar una sección de la moldura, e inmediatamente sintió la corriente de aire frío procedente del exterior de la habitación. Pegó la nariz al orificio de ventilación que había hecho, respirando el aire fresco. Luego, tomando una buena bocanada de aire, colocó la pequeña carga de C4 que Oszkar le había proporcionado. Ésta, más que ninguno de los artículos de la lista de Jan, le había indicado a Oszkar la naturaleza del peligro al que aquél se encaminaba, dando lugar a que su contacto le diera a Jan el equipo de evasión como protección añadida.
Metiendo la nariz en el orificio de ventilación, Jan hizo otra profunda inspiración, y a continuación había colocado en su lugar el paquete de C4, que metió a presión lo más profundamente que pudo. Después de dirigirse a gatas al extremo opuesto del cuarto, apretó el botón del control remoto.
La explosión subsiguiente derribó un lado de la pared, y abrió un boquete de parte a parte. Sin esperar a que el polvo de la madera y el plástico se disipara, Jan atravesó de un saltó la pared y entró en el dormitorio de Stepan Spalko.
El sol penetraba sesgadamente por las ventanas, y el Danubio resplandecía abajo. Jan abrió todas las ventanas para disipar cualquier fuga que pudiera entrar en la habitación. Oyó inmediatamente las sirenas y miró hacia abajo, y vio los coches de los bomberos y de la policía y la frenética actividad a la altura de la calle. Se apartó de las ventanas y miró por la estancia, orientándose con los planos de los arquitectos que Hearn había hecho aparecer en la pantalla de su ordenador.
Se volvió hacia donde estaba señalado el espacio vacío y vio los brillantes paneles de madera de la pared. Apretando la oreja contra los paneles uno a uno, los fue golpeando con los nudillos. De esta manera, el tercer panel por la izquierda demostró ser una puerta. Presionó el lado izquierdo del panel, y éste se abrió hacia dentro.
Jan entró en la habitación de hormigón negro y baldosas blancas. Apestaba a sudor y a sangre, y se encontró frente a un Jason Bourne maltrecho y ensangrentado. Miró fijamente a Bourne, atado al sillón de dentista, rodeado de un círculo de salpicaduras de sangre. Estaba desnudo de cintura para arriba. Los brazos, hombros, pecho y espalda eran un mar de heridas tumefactas y carne abultada. Las dos capas exteriores del vendaje que le cubría las costillas habían sido arrancadas, aunque la inferior seguía intacta.
Bourne giró la cabeza y contempló a Jan con la mirada de un toro herido, ensangrentado y con la cabeza erguida.
—Oí una segunda explosión —dijo Bourne, con una voz atiplada—. Pensé que te habían matado.
—¿Decepcionado? —Jan mostró su dentadura—. ¿Dónde está? ¿Dónde está Spalko?
—Me temo que a ese respecto has llegado tarde —dijo Bourne—. Se ha ido, y Annaka Vadas con él.
—Ella trabajaba para él desde el principio —dijo Jan—. Intenté advertirte de eso en la clínica, pero no quisiste escucharme.
Bourne suspiró, y cerró los ojos ante el seco reproche.
—No tenía tiempo.
—Nunca pareces tener tiempo para escuchar.
Jan se acercó a Bourne. Sintió como si se le estrechara la garganta. Sabía que debía ir tras Spalko, pero algo lo clavó en el sitio. Observó con atención los daños ocasionados por Spalko.
Bourne dijo:
—Me vas a matar ahora.
No fue una pregunta, más bien la declaración de un hecho.
Bourne supo que jamás tendría una oportunidad mejor. Aquella cosa oscura que había alimentado dentro de él, que se había convertido en su única compañía, que a diario se daba un festín con su odio y que a diario había arrojado su veneno en el organismo de Jan, se negaba a morir. Aquella cosa quería matar a Bourne, y en aquel momento casi se había apoderado de él. Casi. Jan sintió el impulso que ascendía desde sus entrañas hasta su brazo, pero había evitado su corazón, así que no alcanzó a impulsarlo a la acción.
De repente Jan giró sobre sus talones y volvió a entrar en el lujoso dormitorio de Spalko. Al cabo de un instante había vuelto con un vaso de agua y un montón de cosas que había encontrado hurgando por el cuarto de baño. Acercó el vaso a la boca de Bourne, y lo inclinó lentamente hasta que estuvo vacío. Como si actuaran por voluntad propia, sus manos soltaron las correas y liberaron las muñecas y los tobillos de Bourne.
Bourne lo observó mientras le lavaba y desinfectaba las heridas. No levantó las manos de los brazos del sillón. En cierto sentido, en ese momento sentía una inmovilidad más absoluta que cuando había estado atado. Observó atentamente a Jan, escudriñando cada curva y cada ángulo, cada facción de su cara. ¿Estaba viendo la boca de Dao, su propia nariz? ¿O era todo una ilusión? Si aquél era su hijo, tenía que saberlo; necesitaba comprender lo que había ocurrido. Pero seguía sintiendo un trasfondo de incertidumbre, una veta de miedo. La posibilidad de que estuviera enfrentándose a su hijo, después de creerlo muerto durante tantos años, era algo que lo superaba. Por otro lado, el silencio en el que se había sumido en ese momento resultaba intolerable. Así que volvió a meterse en el tema neutral que él sabía era de sumo interés para los dos.
—Querías saber lo que estaba tramando Spalko —dijo, respirando lenta y profundamente cada vez que el contacto del desinfectante hacía que unas punzadas de dolor le recorrieran el cuerpo—. Ha robado un arma inventada por Felix Schiffer; un difusor biológico portátil. Y se las ha arreglado para coaccionar a Peter Sido, un epidemiólogo que trabaja en la clínica, para que le proporcionara la carga.
Jan dejó caer la gasa empapada de sangre y cogió una limpia.
—¿La cual es de…?
—Ántrax, o alguna fiebre hemorrágica sintética, no lo sé. Lo único seguro es que es absolutamente letal.
Jan siguió limpiándole las heridas. El suelo estaba ya cubierto de gasas ensangrentadas.
—¿Y por qué me cuentas esto ahora? —preguntó Jan, con una susceptibilidad indisimulada.
—Porque ahora sé lo que se propone hacer Spalko con esa arma.
Jan levantó la vista de su faena.
A Bourne le resultó físicamente doloroso mirarle a los ojos. Respirando profundamente, consiguió terminar con dificultad.
—Spalko anda muy justo de tiempo. Tenía que ponerse en marcha inmediatamente.
—La cumbre antiterrorista de Reykiavik.
Bourne asintió con la cabeza.
—Es la única posibilidad con sentido.
Jan se levantó y se enjuagó las manos con la manguera. Se quedó observando el remolino de agua rosada al colarse por la enorme rejilla.
—Es decir, si te creyera.
—Voy a ir tras ellos —dijo Bourne—. Después de reunir las piezas, al final caí en la cuenta de que Conklin se había apoderado de Schiffer y lo había escondido con Vadas y Molnar porque se había enterado de la amenaza de Spalko. Conseguí el nombre en clave del difusor biológico, el NX 20, de una libreta que había en casa de Conklin.
—De modo que por eso asesinaron a Conklin. —Jan asintió con la cabeza—. ¿Por qué no acudió a la Agencia con esa información? Sin duda alguna la CIA, como organización, habría estado mejor equipada para encargarse de la amenaza que pesaba sobre el doctor Schiffer.
—Podría haber habido muchas razones —dijo Bourne—. Pensaría que no le creerían, dada la reputación de Spalko como persona dedicada a las labores humanitarias. O puede que Conklin no dispusiera de mucho tiempo; o que su información no fuera lo bastante concreta para que la burocracia de la Agencia se moviera con la suficiente rapidez. Y tampoco era el estilo de Alex; detestaba compartir los secretos.
Bourne se levantó lentamente, dolorido, apoyándose con una mano en el respaldo del sillón. Le pareció que tenía las piernas de goma de haber estado sentado en la misma posición durante tanto tiempo.
—Spalko asesinó a Schiffer, y tengo que suponer que tiene al doctor Sido, vivo o muerto. Tengo que impedirle que mate a alguien en la cumbre.
Jan se dio la vuelta y le entregó el móvil.
—Toma. Llama a la Agencia.
—¿De verdad piensas que me creerían? Por lo que respecta a la Agencia, yo asesiné a Conklin y a Panov en la casa de Manassas.
—Lo haré yo, entonces. Incluso la burocracia de la CIA tiene que tomarse en serio una llamada anónima que amenace la vida del presidente de Estados Unidos.
Bourne meneó la cabeza.
—El jefe de la seguridad estadounidense es un hombre llamado Jamie Hull. Seguro que encontraría una manera de joder la información. —Le brillaron los ojos; casi habían perdido toda su opacidad—. Eso sólo me deja una única opción, aunque no creo que pueda hacerlo solo.
—A juzgar por tu aspecto —dijo Jan—, no creo que puedas hacer nada en absoluto.
Bourne se obligó a mirarlo a los ojos.
—Razón de más para que te unas a mí.
—¡Estás loco!
Bourne se había hecho inmune a la creciente hostilidad.
—Estás tan desesperado por coger a Spalko como yo. ¿Dónde está el inconveniente?
—Sólo veo inconvenientes —dijo Jan con soma—. ¡Mírate! Estás hecho una mierda.
Bourne se había soltado del sillón y estaba caminando alrededor de la habitación, estirando los músculos, recuperando las fuerzas y la confianza en su cuerpo a cada paso que daba. Jan, que vio esto, estaba realmente asombrado.
Bourne se volvió hacia él, y dijo:
—Te prometo que no te dejaré hacer todo el trabajo difícil.
Jan no rechazó la oferta de plano. Antes bien, hizo una concesión a regañadientes, no del todo seguro de por qué la estaba haciendo.
—Lo primero que tenemos que hacer es salir de aquí sanos y salvos.
—Lo sé —dijo Bourne—. Como te dio por provocar un incendio, ahora el edificio es un hervidero de bomberos y, sin duda, de policías.
—No estaría aquí si no hubiera provocado ese incendio.
Bourne se dio cuenta de que el desenfado de su broma no estaba aliviando la tensión; en todo caso estaba consiguiendo lo contrario. No sabían cómo hablarse el uno al otro. Se preguntó si alguna vez llegarían a saberlo.
—Gracias por rescatarme —dijo.
Jan rehuyó su mirada.
—No te hagas ilusiones. He venido aquí a matar a Spalko.
—Bueno —dijo Bourne—. Por fin tengo algo que agradecerle a Spalko.
Jan meneó la cabeza.
—Esto no puede funcionar. No confío en ti, y sé que tú no confías en mí.
—Estoy dispuesto a intentarlo —dijo Bourne—. Sea lo que sea lo que haya entre nosotros, esto es mucho más importante.
—No me digas lo que tengo que pensar —dijo Jan con brusquedad—. No te necesito para eso; nunca lo necesité. —Consiguió levantar la cabeza y mirar a Bourne—. De acuerdo, así es como están las cosas. Accederé a trabajar juntos con una condición. Encuentra una manera de salir de aquí.
—Hecho. —La sonrisa de Bourne confundió a Jan—. Al contrario que tú, he tenido muchísimas horas para pensar en cómo escapar de este cuarto. Había dado por sentado que, aunque consiguiera como fuera liberarme del sillón, no llegaría lejos utilizando los métodos convencionales. En ese momento no me sentía con suficientes fuerzas para enfrentarme a un escuadrón de los hombres de Spalko. Así que di con otra solución.
La expresión de Jan denotaba enfado. Detestaba que aquel hombre supiera más que él.
—¿Cuál?
Bourne hizo un gesto con la cabeza en dirección a la rejilla de desagüe.
—¿El desagüe? —dijo Jan con incredulidad.
—¿Por qué no? —Bourne se arrodilló junto a la rejilla—. Tiene el suficiente diámetro para colarse por él. —Hizo un gesto cuando abrió la navaja automática e introdujo la hoja entre la rejilla y el hueco de su sifón—. ¿Por qué no me echas una mano?
Cuando Jan se arrodilló en el lado opuesto de la rejilla, Bourne utilizó la hoja de la navaja para levantarla ligeramente. Jan tiró de ella hacia arriba. Dejando a un lado la navaja, Bourne se unió a él, y entre los dos, y no sin esfuerzo, la levantaron del todo.
A Jan no se le escapó la mueca de dolor de Bourne al realizar el esfuerzo. En ese momento un inquietante sentimiento se despertó en su interior, un sentimiento extraño y a la vez familiar, una especie de orgullo que sólo al final pudo identificar, y eso con notable dolor. Era una emoción que había sentido siendo niño, antes de que, horrorizado, se hubiera alejado sin rumbo fijo, perdido y abandonado, de Phnom Penh. Desde entonces lo había emparedado con tanta eficacia que no había supuesto ningún problema para él. Hasta ese momento.
Apartaron la rejilla haciéndola rodar; Bourne cogió entonces parte del ensangrentado vendaje que Spalko le había arrancado y envolvió el móvil en él. Luego, se lo guardó en el bolsillo junto con la navaja cerrada.
—¿Quién se mete primero? —preguntó.
Jan se encogió de hombros sin dar ninguna muestra de estar impresionado. Tenía una idea aproximada de adónde conducía el desagüe, y creía que Bourne también.
—Ha sido idea tuya.
Bourne se introdujo en el agujero circular.
—Espera diez segundos, y luego sígueme —dijo antes de desaparecer de la vista.
Annaka estaba eufórica. Mientras se dirigían a toda velocidad hacia el aeropuerto en la limusina blindada de Spalko, supo que nada ni nadie podría detenerlos. Al final, su treta de última hora con Ethan Hearn había sido innecesaria, pero no se arrepentía de haberlo intentado. Siempre merecía la pena pecar de prudente, y en el momento en que decidió enfrentarse a Hearn, el destino de Spalko parecía pender de un hilo. Al examinarlo en ese momento, supo que jamás debería haber dudado de él. Spalko tenía el valor, las aptitudes y los recursos internaciones para conseguir lo que fuera, incluso aquel audaz golpe de poder. Tenía que admitir que cuando Spalko le había contado por primera vez lo que planeaba se había mostrado escéptica, y así había seguido hasta que él consiguió que salieran a la otra orilla del Danubio a través del túnel de un antiguo refugio antiaéreo que había descubierto al comprar el edificio. Cuando inició las obras de remodelación borró cualquier referencia a él de los planos de los arquitectos, de manera que fue su secreto, hasta que se lo enseñó a Annaka.
La limusina y el chófer los habían estado esperando en la otra orilla bajo el intenso resplandor del sol de última hora de la tarde, y en ese momento se dirigían por la autopista a toda velocidad en dirección al aeropuerto de Ferihegy. Se acercó a Stepan, y cuando el rostro carismático de éste se volvió hacia ella, Annaka le cogió fugazmente la mano entre las suyas. Spalko se había deshecho del ensangrentado delantal de carnicero y de los guantes de látex en el túnel. En ese momento, llevaba puestos unos vaqueros, una camisa blanca recién planchada y mocasines. Nadie diría que había estado despierto toda la noche.
Spalko sonrió.
—Creo que esto requiere una copa de champán, ¿no te parece?
Annaka se rió.
—Piensas en todo, Stepan.
Él señaló las copas de flauta colocadas en sus hornacinas dentro del panel de la puerta de Annaka. Eran de cristal, no de plástico. Cuando ella se adelantó para cogerlas, Spalko sacó una botella individual de champán de un compartimiento frigorífico. Fuera, los edificios de viviendas de ambos lados de la autopista pasaban a toda velocidad, reflejando la esfera del sol poniente.
Spalko arrancó la caperuza metálica, hizo saltar el corcho y sirvió el espumoso champán primero en una copa y luego en otra. Depositó la botella, y entrechocaron las copas en un brindis silencioso. Le dieron un sorbo al champán al unísono, y ella lo miró a los ojos. Eran como hermanos, puede incluso que estuvieran más unidos, porque ninguno soportaba la pesada carga de la rivalidad fraternal. De todos los hombres que había conocido, meditó ella, Stepan era el que más cerca había estado de satisfacer sus deseos. No es que lo hubiera deseado como pareja alguna vez. De niña, le habría venido bien tener un padre, pero eso no pudo ser. Así que había escogido a Stepan, un hombre fuerte, competente e invencible. Tenía todo lo que una hija podía desear de un padre.
Los edificios de viviendas se fueron haciendo menos numerosos cuando atravesaron el último anillo suburbano de la ciudad. La luz siguió decreciendo a medida que se ocultaba el sol. El cielo estaba despejado y rojizo y apenas soplaba una ligera brisa, unas condiciones ideales para un despegue perfecto.
—¿Qué tal un poco de música para acompañar el champán? —preguntó Spalko, y levantó la mano hacia el reproductor múltiple de discos compactos incrustado encima de su cabeza—. ¿Qué es lo que más te apetece? ¿Bach? ¿Beethoven? No, claro que no. Chopin.
Escogió el disco compacto correspondiente y apretó un botón con el índice. Pero en lugar de la típica lírica melodía del compositor favorito de Annaka, ésta oyó su propia voz.
«Usted no trabaja para la Interpol: no tiene sus hábitos. La CIA… No, no creo. Stepan lo habría sabido, en el caso de que los estadounidenses estuvieran intentando infiltrarse en su organización. Así que ¿para quién, entonces? Uf».
Annaka, con la copa a medio camino de sus labios parcialmente abiertos, se paralizó.
«No se ponga tan lívido, Ethan».
Para su horror, vio que Stepan le sonreía burlonamente por encima del borde de su copa.
«La verdad es que a mí no me importa. Sólo quiero una póliza de seguros, por si las cosas se ponen desagradables por aquí. Y esa póliza de seguros es usted».
El dedo de Spalko pulsó el botón de «Parada», y salvo por el sordo repiqueteo del potente motor de la limusina, el silencio cayó sobre ellos.
—Imagino que te estarás preguntando cómo me hice con la prueba de tu traición.
Annaka había perdido temporalmente la capacidad de hablar. Su mente se había quedado congelada en el preciso instante en que Stepan le había preguntado amablemente por la música que más le apetecía oír. Lo que más deseaba en el mundo era volver a aquel momento. Su mente conmocionada sólo era capaz de pensar en la grieta que se había abierto en su realidad como un enorme abismo a sus pies. Sólo quedaba su perfecta vida antes de que Spalko pusiera en marcha la grabación digital y el desastre que había sobrevenido después de eso.
¿Seguía sonriendo Stepan con aquella horrible sonrisa de hiena? Annaka se dio cuenta de que tenía dificultades para enfocar. Sin pensarlo, se golpeó los ojos.
—¡Dios bendito, Annaka! ¿Son de verdad esas lágrimas? —Spalko sacudió la cabeza con aire atribulado—. Me has decepcionado, Annaka, aunque, para serte sincero, me preguntaba cuándo me traicionarías. A ese respecto, tu señor Bourne tenía toda la razón.
—Stepan, yo… —Se detuvo por propia iniciativa. No había reconocido su propia voz, y lo último que haría sería suplicar. Su vida ya era bastante lamentable como estaba.
Stepan estaba sosteniendo algo entre el pulgar y el índice, un minúsculo disco más pequeño incluso que una pila de reloj.
—Un dispositivo electrónico de escucha colocado en el despacho de Hearn. —Se rió de manera cortante—. Lo irónico del caso es que no sospechaba especialmente de él. Hay uno de éstos en todos los despachos de los nuevos empleados, al menos durante los primeros seis meses. —Se metió el disco en el bolsillo con una floritura de mago—. Mala suerte para ti, Annaka. Y buena para mí.
Tragando lo que le quedaba de champán. Spalko dejó la copa. Annaka seguía sin moverse. Tenía la espalda recta, y el codo derecho levantado. Sus dedos rodeaban el borde del fondo acampanado de la copa.
Spalko la miró con ternura.
—¿Sabes, Annaka? Si fueras cualquier otra, ya estarías muerta. Pero compartimos una historia; compartimos una madre, por decirlo de una manera un tanto exagerada.
Ladeó la cabeza, y expuso la superficie de la cara a las últimas luces de la tarde. El lado de la cara que tenía tantos poros como el plástico brilló como las ventanas de los edificios que habían dejado muy atrás. Fueron pocos los habitáculos que se alzaron ante ellos hasta que se metieron en el mismo aeropuerto.
—Te quiero. Annaka. —Le sujetó la cintura con una mano—. Te quiero como nunca podría querer a ninguna otra.
De manera sorprendente, la bala de la pistola de Bourne hizo poco ruido. El torso de Annaka retrocedió con una sacudida hacia el brazo acogedor de Spalko, y su cabeza se levantó de repente. Él percibió el estremecimiento que sacudió el cuerpo de Annaka, y supo que la bala debía de haberse alojado cerca del corazón. En ningún momento dejó de mirarla a los ojos.
—Realmente es una lástima, ¿no crees?
Spalko notó el calor de su sangre al resbalarle sobre la mano y caer en el asiento, donde formó un charco. Los ojos de Annaka parecían sonreir, aunque no había ninguna otra expresión en su cara. Incluso al borde de la muerte, meditó él, ella no parecía tener miedo. Bueno, aquello no estaba nada mal, ¿verdad?
—¿Va todo bien, señor Spalko? —preguntó el chófer desde la parte delantera.
—Ahora sí —dijo Stepan Spalko.