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—Hay que hacer algo con respecto a Randy Driver —dijo Lindros.

El DCI terminó de firmar una serie de documentos y los dejó en la bandeja de salida antes de levantar la vista.

—He oído que le echó una buena bronca.

—No lo entiendo. ¿Es esto causa de diversión para usted, señor?

—Deme ese gusto. Martin —dijo el director con una sonrisita que se negó a ocultar—. En estos días tengo pocas cosas que me diviertan.

El deslumbrante sol que durante toda la tarde había hecho brillar la estatua de los tres soldados de la guerra de la Independencia al otro lado de la ventana había desaparecido, haciendo que las figuras de bronce parecieran cansadas entre las sombras que las amortajaban. La delicada luz de otro día de primavera había dejado paso a la noche con demasiada rapidez.

—Quiero que se encarguen de él. Quiero tener acceso…

El rostro del DCI se ensombreció.

—Quiero, quiero… ¿Qué es usted, un niño de tres años?

—Usted me puso al frente de la investigación de los asesinatos de Conklin y Panov. Sólo hago lo que me pidió.

—¿Investigación? —Los ojos del DCI brillaron de furia—. No hay ninguna investigación. Le dije muy claramente que quería ponerle fin a esto. La hemorragia nos está matando con la bruja esa. Quiero cauterizar el asunto y que así se pueda olvidar. Lo último que necesito es que ande usted atropellando a la gente por Washington y sus alrededores, mangoneando por todas partes como un elefante en una cacharrería. —Agitó una mano para evitar las protestas de su ayudante—. Cuelgue a Harris, cuélguelo bien alto y haga el ruido suficiente para que la consejera de Seguridad Nacional no tenga ninguna duda de que sabemos lo que estamos haciendo.

—Si usted lo dice, señor… Pero, con el debido respeto, eso no tardaría en convertirse en la peor equivocación que podríamos cometer en este momento.

Como el DCI se lo quedó mirando boquiabierto, le dio la vuelta al listado informático que Harris le había enviado y se lo pasó a través de la mesa.

—¿Qué es esto? —preguntó el DCI. Le gustaba que le hicieran un resumen de todo lo que le daban, antes de tener la oportunidad de leerlo.

—Es parte de un archivo electrónico de una banda de rusos que suministran armas ilegales. La pistola utilizada para asesinar a Conklin y a Panov está ahí. Fue registrada falsamente a nombre de Webb. Esto demuestra que a Webb le tendieron una trampa, y que él no asesinó a sus dos mejores amigos.

El DCI empezó a leer el listado, y entonces juntó sus pobladas cejas blancas.

—Martin, esto no demuestra nada.

—Una vez más, señor, y con el debido respeto, no entiendo cómo puede hacer caso omiso de los hechos que tiene delante de usted.

El DCI suspiró y apartó el listado mientras se recostaba en su sillón.

—¿Sabe, Martín? Lo he entrenado bien. Pero ahora se me ocurre que todavía tiene mucho que aprender. —Señaló con el índice el papel que se encontraba sobre su mesa—. Lo que me dice este papel es que la pistola que Jason Bourne utilizó para disparar a Alex y a Mo Panov se pagó por medio de un giro telegráfico desde Budapest. Bourne tiene no sé cuántas cuentas corrientes en multitud de bancos del extranjero, la mayoría en Zurich y Ginebra, pero no veo por qué motivo no podría tener también una en Budapest. —Soltó un gruñido—. Es un truco muy inteligente, uno de los muchos que le enseñó el propio Alex.

A Lindros se le cayó el alma a los pies.

—Así que no cree…

—¿Quiere que le lleve esta supuesta prueba a la bruja? —El DCI meneó la cabeza—. Me la haría tragar sin ningún miramiento.

Por supuesto, lo primero que había entrado en la mente del Jefazo era que Bourne había pirateado la base de datos del gobierno de Estados Unidos desde Budapest, razón por la cual él mismo había movilizado a Kevin McColl. No había motivo para contárselo a Martin; sólo serviría para que éste se alterase aún más. No, pensó el DCI con obstinación, el dinero para el arma del crimen procedía de Budapest, y era allí adonde Bourne había huido. Una condenada prueba más de su culpabilidad.

Lindros rompió su mutismo.

—Así que no autorizará volver sobre Driver…

—Martin, son casi las siete y media, y el estómago ha empezado a hacerme ruido. —El DCI se levantó—. Para demostrarle que no tengo resentimiento, quiero que me acompañe a cenar.

El Occidental Grill era un restaurante privado en el que el DCI disponía de su mesa particular. Lo de ponerse a la cola era para los civiles y los funcionarios de rango inferior, no para él. En aquel escenario su poder se elevaba por encima del sombrío mundo en el que habitaba, y se hacía patente para todo Washington. Eran muy pocos en la capital y sus alrededores los que poseían aquel estatus. Y, después de un día difícil, no había nada como utilizarlo.

Le entregaron las llaves del coche al aparcacoches y subieron el largo tramo de escalones de granito hasta el restaurante. Una vez dentro, recorrieron el estrecho pasillo donde estaban colgadas fotos de los presidentes, además de otros personajes famosos de la política que habían comido en el asador. Como era su costumbre, el DCI se detuvo delante de la foto de J. Edgar Hoover y de su sombra permanente, Clyde Tolson. Los ojos del DCI taladraron aquella foto, como si tuvieran el poder de hacer desaparecer a aquella pareja del panteón de la pared.

—Recuerdo a la perfección el momento en el que interceptamos el memorándum de Hoover que exhortaba a sus agentes de mayor rango a encontrar el vínculo que relacionara a Martin Luther King y el Partido Comunista con las manifestaciones de protesta contra la guerra de Vietnam. —Meneó la cabeza—. De menudo mundo he sido cómplice.

—Eso es historia, señor.

—Una historia ignominiosa, Martin.

Y, con aquella declaración, atravesó las puertas medio acristaladas y entró en el restaurante propiamente dicho. La sala se componía de unos reservados de madera con separaciones de cristal tallado y una barra forrada de espejos. Como era habitual, había una cola, por la que se movió el DCI como si fuera el Queen Mary navegando entre una flotilla de lanchas motoras. Se detuvo delante del estrado, que estaba presidido por un elegante maître de pelo plateado.

Al ver acercarse al DCI, el hombre se volvió con un par de largos menús apretados contra el pecho.

—¡Director! —Su mirada era de sorpresa, y en su tez habitualmente rubicunda se había instalado una extraña palidez—. No teníamos ni idea de que fuera a cenar esta noche con nosotros.

—¿Desde cuándo necesita que le avise con antelación, Jack? —dijo el DCI.

—¿Puedo sugerirle una copa previa en el bar, director? Tengo su bourbon de malta preferido.

El DCI se palmeó el estómago.

—Estoy hambriento, Jack. Prescindiremos del bar e iremos directamente a mi mesa.

El maître parecía indisimuladamente incómodo.

—Por favor, deme un minuto, director —dijo, alejándose a toda prisa.

—¿Qué demonios le pasa? —masculló el DCI con cierto enfado.

Lindros ya había echado un vistazo hacia la mesa del DCI, situada en un rincón, y había visto a sus ocupantes, y se había quedado lívido. El director vio su expresión y giró en redondo, mirando con ojos escrutadores a través de la multitud de camareros y clientes hacia su querida mesa, donde el asiento ajustable que tenía reservado para él estaba ocupado a la sazón por Roberta Alonzo-Ortiz, la consejera de Seguridad Nacional de Estados Unidos. La consejera estaba en plena conversación con dos senadores del Comité de los Servicios de Inteligencia para el Extranjero.

—La mataré, Martin. Que Dios me ayude, porque rajaré a esa bruja de arriba abajo.

En ese momento, con el sudor corriéndole claramente por el cuello de la camisa, el maître regresó.

—Tenemos una preciosa mesa preparada para usted, director, una mesa para cuatro sólo para ustedes, caballeros. Y la bebida corre por cuenta de la casa, ¿de acuerdo?

El DCI se tragó su rabia.

—Por mí está bien —dijo, consciente de su incapacidad para librarse del intenso color de su piel—. Adelante, Jack, le seguimos.

El maître los llevó por un camino que no pasaba junto a la antigua mesa del director, y éste le agradeció el detalle a Jack.

—Se lo dije a ella, director —dijo el maître casi sin resuello—. Le dejé absolutamente claro que esa mesa del rincón en concreto era la suya, pero insistió. Dijo que no admitiría un no por respuesta. ¿Qué podía hacer? Les traeré las bebidas de inmediato. —Jack dijo todo aquello deprisa y corriendo mientras el director y Lindros tomaban asiento y él les ofrecía las cartas de la comida y del vino—. ¿Puedo hacer algo más por usted, director?

—No, gracias, Jack.

El DCI cogió su carta.

Al cabo de un rato, un corpulento camarero con unas patillas de boca de hacha les llevó dos bourbon de malta, junto con la botella y una jarra de agua.

—Cortesía del maître —dijo el camarero.

Si Lindros se había hecho alguna ilusión acerca de que el director se hubiera tranquilizado, fue sacado de su error en cuanto el Gran Jefazo levantó el vaso para darle un sorbo a su bourbon de malta. La mano le tembló, y entonces Lindros detectó su vidriosa mirada de cólera.

Lindros vio su oportunidad y, como fino estratega que era, la aprovechó.

—La consejera de Seguridad Nacional quiere que nos ocupemos del doble asesino y que sea eliminado con el menor ruido posible. Pero si la suposición esencial que subyace en este razonamiento (principalmente que Jason Bourne es el responsable) no es cierta, entonces todo lo demás se desmorona, incluida la postura extremadamente vociferante de la consejera.

El DCI levantó la vista y se quedó mirando astutamente a su ayudante.

—Le conozco, Martin. Ya tiene algún plan en la cabeza, ¿a que sí?

—Sí, señor, lo tengo, y si estoy en lo cierto, dejaremos a la consejera de Seguridad Nacional como a una idiota. Pero para que eso ocurra, necesito la total y absoluta colaboración de Randy Driver.

El camarero apareció con las ensaladas.

El DCI esperó a que estuvieran solos y sirvió más bourbon de malta a los dos. Y con una leve sonrisa, dijo:

—Ese asunto de Randy Driver… ¿lo considera necesario?

—Más que necesario, señor. Es vital.

—Conque vital, ¿eh? —El DCI atacó la ensalada, y examinó el trozo de brillante tomate clavado en los dientes del tenedor, fruto de sus esfuerzos—. Firmaré el papeleo a primera hora de mañana.

—Gracias, señor.

El DCI arrugó el entrecejo, buscó con la mirada la de su adjunto y se la mantuvo.

—Sólo hay una manera de agradecérmelo, Martin; tráigame la munición que necesito para poner a esa bruja en su sitio.

La ventaja de tener una novia en cada puerto, bien lo sabía McColl, era que siempre tenía un lugar donde refugiarse. Desde luego que había un piso franco de la Agencia en Budapest; lo cierto es que había varios, pero con el brazo sangrando, no tenía ninguna intención de aparecer en una residencia oficial y proclamar así ante sus superiores que había fracasado en la ejecución de la proscripción que el propio DCI le había encomendado. En la sección de la Agencia a la que pertenecía lo único que importaba eran los resultados.

Ilona estaba en casa cuando, con el brazo herido pegado al costado, llegó a trompicones hasta la puerta. Como siempre, ella estaba lista para la acción. Pero por una vez, él no lo estaba; tenía otros asuntos prioritarios a los que atender. McColl la envió a que le hiciera algo de comer, algo proteínico, le dijo, porque tenía que recuperar las fuerzas. Después, se metió en el baño, se desnudó de cintura para arriba y se limpió la sangre del brazo derecho. Vertió agua oxigenada en la herida. Un dolor lacerante le recorrió el brazo de arriba abajo e hizo que le temblaran las piernas, así que se vio obligado a sentarse durante un instante en la tapa del inodoro para poder recuperarse. El dolor remitió al cabo de un rato, y dio paso a un intenso latido. Entonces pudo evaluar el daño recibido. La buena noticia era que la herida era limpia; la bala le había atravesado netamente el músculo del brazo, y había salido por el otro lado. Inclinándose para poder apoyar el codo en el borde del lavabo, vertió más agua oxigenada sobre la herida, silbando suavemente entre los dientes. Luego se levantó y se puso a rebuscar en los armarios, sin encontrar ninguna gasa de algodón estéril. Lo que sí encontró, debajo del lavabo, fue un rollo de esparadrapo. Utilizando unas tijeritas de uñas, cortó un trozo y se envolvió fuertemente la herida con él.

Cuando regresó, Ilona ya le había preparado la comida. McColl la devoró sin paladear. Estaba caliente y era nutritiva, y eso era lo único que le preocupaba. La chica se quedó de pie detrás de él mientras comía, masajeándole los prominentes músculos de los hombros.

—Estás tenso —dijo Ilona. Era una chica bajita y delgada de ojos brillantes, sonrisa fácil y curvas en los lugares adecuados—. ¿Qué hiciste después de dejarme en los baños? Estabas tan relajado allí…

—Trabajo —dijo él lacónicamente. Sabía por experiencia que no era prudente hacer caso omiso de sus preguntas, aunque tenía muy pocas ganas de cháchara. Debía ordenar sus pensamientos y planear el segundo, y definitivo, ataque contra Jason Bourne—. Ya te he dicho que tengo un trabajo muy estresante.

Los habilidosos dedos de Ilona siguieron masajeándole los músculos. Estos se distendieron.

—Ojalá lo dejaras.

—Me gusta lo que hago —dijo él, apartando el plato vacío—. Nunca lo dejaría.

—Y sin embargo estás de mal humor. —Rodeó la silla y extendió la mano—. Así que ven a la cama. Deja que lo haga mejor.

—Ve tú —dijo McColl—. Espérame allí. Tengo que hacer algunas llamadas de trabajo. Cuando termine, seré todo tuyo.

La mañana entró en la pequeña e impersonal habitación de hotel barato acompañada de un griterío confuso. Los ruidos de Budapest atravesaron bulliciosos las delgadas paredes como si éstas fueran de gasa, y sacaron a empujones a Annaka de su duermevela. Durante un rato permaneció inmóvil, envuelta en la grisácea iluminación de la mañana, tumbada hombro con hombro con Bourne en la cama doble. Al final volvió la cabeza, y se lo quedó mirando fijamente.

¡Cómo había cambiado su vida desde que lo conociera en los escalones de la iglesia de Matías! Su padre estaba muerto, y ya no podía volver a su piso, porque tanto Jan como la CIA sabían dónde se encontraba. A decir verdad, no eran muchas las cosas que echaba de menos de su piso, excepción hecha del piano. La punzada de añoranza que sintió por el instrumento fue muy parecida a lo que había leído que experimentaban los gemelos idénticos cuando los separaba una gran distancia.

¿Y qué pasaba con Bourne? ¿Qué sentía por él? Le resultaba difícil decirlo, puesto que desde una edad muy temprana cierto interruptor instalado en su interior había cerrado el grifo de los sentimientos. El mecanismo, una suerte de instinto de conservación, era un completo misterio, incluso para los expertos que afirmaban haber estudiado semejante fenómeno. Estaba enterrado a tanta profundidad en el fondo de su mente que jamás había podido llegar a él; otro aspecto, sin duda, de la supervivencia de su yo.

Como en todo lo demás, también había mentido a Jan cuando le dijo que no podía controlarse cuando él estaba cerca. Si se había alejado de él era porque Stepan le había ordenado que lo dejara. No le había importado; lo cierto es que había disfrutado de lo lindo con la expresión de la cara de Jan cuando le dijo que todo se había acabado. Le había hecho daño, lo cual le gustó. Al mismo tiempo, se daba cuenta de que Jan le tenía cariño, algo que despertaba su curiosidad, porque no lo comprendía. Desde luego, hacía mucho tiempo, y muy lejos de allí, se había preocupado por su madre, pero ¿de qué le había servido aquel sentimiento? Su madre no había podido protegerla; peor aún, había muerto.

Poco a poco y con cuidado se fue alejando de Bourne, hasta que acabó por darse la vuelta y levantarse. Estaba alargando la mano para coger su abrigo cuando Bourne, despertándose de inmediato de un profundo sueño, pronunció su nombre en voz baja.

Annaka, asustada, se volvió.

—Pensé que dormías profundamente. ¿Te he despertado?

Bourne la observó sin pestañear.

—¿Adónde vas?

—N-necesito ropa nueva.

Bourne se incorporó con dificultad.

—¿Cómo te encuentras?

—Estoy bien —dijo él. No estaba de humor para que se compadecieran de él—. Además de ropa, los dos necesitamos disfraces.

—¿Necesitamos?

—McColl sabe quién eres, lo cual significa que le habían enviado tu foto.

—Pero ¿por qué? —Meneó la cabeza—. ¿Cómo sabía la CIA que tú y yo estábamos juntos?

—No lo sabían…, o, al menos, no podían estar seguros —dijo él—. He pensado en ello, y sólo hay una manera de que lo supieran: a través de la IP de tu ordenador. Debo de haber hecho saltar alguna alarma interna cuando pirateé la intranet del Gobierno.

—¡Santo cielo! —Annaka se puso el abrigo—. Con todo, si salgo a la calle correré menos peligro que si sales tú.

—¿Sabes de alguna tienda donde vendan maquillaje para teatro?

—En un barrio no lejos de aquí. Sí, estoy segura de que puedo encontrar algún lugar.

Bourne cogió una libreta y un cabo de lápiz de la mesa e hizo una lista aprisa y corriendo.

—Esto es lo que necesitaré para los dos —dijo—. También he anotado mi talla de camisa, cuello y cintura. ¿Necesitas dinero? Tengo más que suficiente, aunque en dólares estadounidenses.

Ella negó con la cabeza.

—Demasiado peligroso. Tendría que ir a un banco y cambiarlo por florines húngaros, y podría llamar la atención. Hay cajeros automáticos por toda la ciudad.

—Ten cuidado —le aconsejó Bourne.

—No te preocupes. —Ella le echó un vistazo a la lista que había hecho Bourne—. Debería estar de vuelta en un par de horas. Hasta entonces, no salgas de la habitación.

Annaka bajó en el minúsculo y chirriante ascensor. Salvo por el recepcionista de día que estaba detrás del mostrador, el proporcionalmente diminuto vestíbulo estaba desierto. El conserje levantó la cabeza del periódico y le lanzó una mirada de aburrimiento antes de volver a su lectura. Annaka salió al bullicioso Budapest. Le inquietaba la presencia de Kevin McColl, un factor que no hacía sino complicar las cosas, aunque Stepan la tranquilizó cuando ella lo telefoneó para darle la noticia. Annaka lo mantenía al tanto de los acontecimientos cuando lo telefoneaba desde su piso cada vez que iba a buscar agua a la cocina.

Cuando se introdujo en el flujo de peatones, miró el reloj. Eran poco más de las diez. Se tomó un café y un bollo en un bar, y luego siguió andando hasta llegar a un cajero automático que encontró después de recorrer dos tercios del camino que llevaba al barrio comercial al que se dirigía. Introdujo la tarjeta de crédito, retiró la cantidad máxima que pudo y metió el fajo de billetes en el monedero, tras lo cual, y con la lista de Bourne en la mano, se dispuso a realizar las compras.

En el otro lado de la ciudad, Kevin McColl entró a grandes zancadas en la sucursal del Banco de Budapest donde Annaka Vadas tenía su cuenta corriente. Mostró sus credenciales y, a su debido tiempo, se le hizo pasar al despacho acristalado del director de la sucursal, un hombre bien vestido con un traje de corte tradicional. Se estrecharon las manos cuando se presentaron, y el director indicó a McColl que se sentara en el sillón tapizado que tenía enfrente.

El director juntó los dedos de ambas manos apuntándolos hacia arriba.

—¿En qué puedo ayudarlo, señor McColl?

—Estamos buscando a un fugitivo internacional —empezó McColl.

—¡Oh! Y ¿por qué no está involucrada la Interpol?

—Lo está —dijo McColl—, además del Quai d’Orsay de París, que fue la última parada del fugitivo antes de venir aquí, a Budapest.

—¿Y cómo se llama ese fugitivo?

McColl sacó el folleto de la CIA, que desplegó y colocó en la mesa delante del director.

El director de la sucursal se puso las gafas y examinó el folleto.

—Ah, sí, Jason Bourne. Lo vi en la CNN. —Miró por encima de la montura dorada de sus gafas—. Y dice usted que está en Budapest.

—Nos han confirmado que se le ha visto en una ocasión.

El director de la sucursal apartó el folleto.

—¿Y en qué puedo ayudarlo?

—Se le vio en compañía de una de sus clientes. Annaka Vadas.

—¿En serio? —El director de la sucursal arrugó el entrecejo—. Su padre fue asesinado… Le dispararon hace dos días. ¿Cree que lo asesinó el fugitivo?

—Entra dentro de lo posible. —McColl se esforzó al máximo en contener su impaciencia—. Le agradecería que me ayudara a averiguar si la señorita Vadas ha utilizado algún cajero automático en las últimas veinticuatro horas.

—Entiendo. —El director de la sucursal movió la cabeza con aire de sabio—. El fugitivo necesita dinero. Y podría obligarla a conseguírselo.

—Exactamente.

Cualquier cosa, pensó McColl, con tal de que aquel tipo moviera el culo.

El director de la sucursal se volvió y empezó a escribir en el teclado de su ordenador.

—Veamos, pues. Ah, sí, aquí está. Annaka Vadas. —Meneó la cabeza—. Menuda tragedia. Y que ahora tenga que estar sometida a esto…

Miraba fijamente la pantalla del ordenador cuando se oyó un chirrido.

—Parece que tenía razón, señor McColl. El número clave de Annaka Vadas fue utilizado en un cajero automático hace menos de media hora.

—La dirección —dijo McColl, inclinándose hacia delante.

El director escribió la dirección en una hoja y se la entregó a McColl, que se levantó y se marchó lanzando un «gracias» por encima del hombro.

* * *

En el vestíbulo, Bourne preguntó al conserje por la dirección del punto de acceso público a internet más cercano. Caminó doce manzanas hasta el cibercafé ami, en el número 40 de la calle Váci. El interior estaba lleno de humo y abarrotado de gente, personas sentadas ante los ordenadores que fumaban mientras leían sus correos, investigaban o simplemente navegaban por la red. Le encargó un expreso doble y un bollo de mantequilla a una joven con el pelo de punta, quien le entregó una tira de papel con la hora impresa en la que constaba el número de la terminal y que le indicó un ordenador libre que ya estaba conectado a internet.

Bourne se sentó y empezó a hacer su trabajo. En el campo «Buscar» tecleó el nombre de Peter Sido, el ex compañero del doctor Schiffer, pero no encontró nada. En sí mismo, aquello era tan extraño como sospechoso. Si Sido era un científico de cierto renombre —algo que Bourne tenía que dar por sentado si el tal Sido había trabajado con Felix Schiffer—, entonces tenía que estar «en algún sitio» en la red. El que no estuviera hizo que Bourne se planteara el hecho de que su «ausencia» fuera deliberada. Tenía que intentar otra vía.

Había algo en el nombre de Sido que hizo sonar una campana en su cerebro de lingüista. ¿Era un apellido de origen ruso? ¿Eslavo? Buscó en los sitios de ese idioma, pero no obtuvo nada. Dejándose llevar por un presentimiento, cambió a un sitio en húngaro, y allí estaba.

Resultó que la mayoría de los apellidos húngaros —lo que los húngaros llaman sobrenombres— significan algo. Por ejemplo, podían ser patronímicos, lo que significa que utilizaban el nombre del padre, o podían ser topónimos, que identifican el lugar de procedencia de la persona. Sus apellidos también podrían hacer referencia a la profesión; curiosamente, advirtió que Vadas significa «cazador». O también podían hacer referencia a lo que eran. Sido significaba «judío» en húngaro.

Así que Peter Sido era húngaro, como Vadas. Conklin había escogido a Vadas para trabajar con él. ¿Una coincidencia? Bourne no creía en las coincidencias. Había una relación; lo intuía. Lo cual abría la siguiente línea de razonamiento: todos los hospitales y centros de investigación de nivel internacional de Hungría estaban en Budapest. ¿Era posible que Sido estuviera allí?

Las manos de Bourne volaron por el teclado, buscando el acceso a la guía telefónica de Budapest en la red. Y allí encontró al doctor Peter Sido. Anotó la dirección y el número de teléfono, salió del sistema, pagó por el tiempo de conexión y se llevó el expreso doble y el bollo a la sección de cafetería, donde se sentó en un rincón, lejos de los demás clientes. Masticó el bollo mientras sacaba el móvil y marcaba el número de Sido. Le dio un sorbo al café. Al cabo de varios timbrazos, respondió una voz femenina.

—Hola —dijo Bourne con jovialidad—. ¿El señor Sido?

—¿Sí?

Colgó sin responder y engulló el resto del desayuno mientras esperaba el taxi que había pedido. Con un ojo en la puerta delantera escudriñó a todos los que entraban, no fuera a aparecer McColl o cualquier otro agente de campo que la Agencia pudiera haber enviado. Seguro de que nadie lo observaba, salió a la calle para coger el taxi. Le dio al taxista la dirección del doctor Peter Sido, y al cabo de no más de veinte minutos el taxi se detuvo delante de una pequeña casa con la fachada de piedra, un minúsculo jardín delantero y unos balcones de hierro en miniatura que sobresalían de cada una de las plantas.

Subió los escalones de piedra y llamó a la puerta. Abrió la puerta una mujer de mediana edad, más bien voluminosa, de ojos castaño claro y sonrisa fácil. Tenía el pelo castaño, recogido en la nuca en un moño, e iba vestida con estilo.

—¿Señora Sido? ¿La señora de Peter Sido?

—Así es. —La mujer lo miró inquisitivamente—. ¿En qué puedo ayudarlo?

—Me llamo David Schiffer.

—¿Y?

Bourne sonrió de manera encantadora.

—Soy el primo de Felix Schiffer, señora Sido.

—Lo siento —dijo la esposa de Peter Sido—, pero Felix nunca me ha hablado de usted.

Bourne estaba preparado para aquello. Se rió entre dientes.

—Eso no es nada sorprendente. ¿Sabe?, perdimos el contacto. Acabo de regresar de Australia.

—¡Australia! ¡Caramba! —La mujer se hizo a un lado—. Bueno, entre, por favor. Debe de pensar que soy una grosera.

—En absoluto —dijo Bourne—. Sólo sorprendida, como lo estaría cualquiera.

Lo hizo pasar a un pequeño salón que, aunque oscuro, estaba amueblado acogedoramente, y le pidió que se sintiera como en su casa. El aire olía a levadura y azúcar. Cuando Bourne se hubo sentado en un sillón retapizado, la señora Sido dijo:

—¿Prefiere té o café? Tengo un stollen. Lo he horneado esta mañana.

Stollen, uno de mis dulces favoritos —dijo él—. Y el café solo irá de maravilla con el stollen. Gracias.

La señora Sido se rió entre dientes y se marchó a la cocina.

—¿Está seguro de que no es medio húngaro, señor Schiffer?

—Por favor, llámeme David —dijo él, levantándose y siguiéndola. No conocía los antecedentes familiares, así que pisaba terreno movedizo en lo tocante a los Schiffer—. ¿La puedo ayudar en algo?

—Vaya, gracias, David. Y usted debe llamarme Eszti. —Ella señaló una bandeja cubierta donde estaba el bizcocho—. ¿Por qué no se corta un trozo?

En la puerta del frigorífico Bourne vio, entre varias fotos familiares, una en la que aparecía una joven muy bonita sola. Se apretaba con la mano la parte superior de su gorra escocesa, y el viento agitaba su pelo largo y negro. Detrás de ellas aparecía la Torre de Londres.

—¿Su hija? —preguntó Bourne.

Eszti Sido levantó la vista y sonrió.

—Sí, Roza, la pequeña. Está en la facultad, en Londres. Cambridge —dijo con un orgullo comprensible—. Mis otras hijas (están ahí, con sus familias) están felizmente casadas las dos, a Dios gracias. Roza es la ambiciosa. —Sonrió con tristeza—. ¿Le cuento un secreto, David? Adoro a todas mis hijas, pero Roza es mi preferida… y la de Peter. Creo que él ve algo de sí mismo en ella. Le encanta la ciencia.

Varios minutos más de trajín en la cocina dieron como resultado una jarra de café y unos platos de stollen dispuestos en una bandeja, que Bourne transportó hasta el salón.

—Así que es primo de Felix —dijo ella cuando los dos se hubieron puesto cómodos, él en el sillón, y ella en el sofá. Entre ellos había una mesa baja sobre la que Bourne había depositado la bandeja.

—Sí, y estoy impaciente por tener noticias de Felix —dijo Bourne mientras servía el café—. Aunque, ¿sabe? no soy capaz de encontrarlo, así que pensé que… Bueno, confiaba en que su marido pudiera echarme una mano.

—No creo que él sepa dónde está Felix. —Eszti Sido le pasó el café y un plato de stollen—. No es mi intención alarmarlo, David, pero de un tiempo a esta parte ha estado bastante alterado. Aunque oficialmente llevaban algún tiempo sin trabajar juntos, no hace mucho mantuvieron una correspondencia a larga distancia. —Revolvió la crema de leche en su café—. Nunca han dejado de ser buenos amigos, ¿sabe?

—Así que esa correspondencia reciente fue de carácter personal —dijo Bourne.

—No sé nada al respecto. —Eszti arrugó la frente—. Deduje que tendría algo que ver con el trabajo de ambos.

—Usted no sabría con qué, ¿verdad, Eszti? He hecho un largo viaje para encontrar a mi primo, y la verdad, estoy empezando a preocuparme un poco. Cualquier cosa que usted o su marido pudieran decirme, lo que fuera, me sería de gran ayuda.

—Por supuesto, David, lo entiendo perfectamente. —Le dio un remilgado mordisco a su stollen—. Me imagino que Peter se alegraría mucho de verlo. Aunque en este momento está en el trabajo.

—¿Cree que podría conseguir su número de teléfono?

—Oh, eso no le servirá de nada. Peter jamás atiende el teléfono en el trabajo. Tendrá que ir a la Clínica Eurocenter Bio-I, en la calle Hattyu, 75. Cuando llegue, primero pasará por un detector de metales, y después debe detenerse en la recepción. Debido al trabajo que hacen allí, son excepcionalmente celosos de la seguridad. Es necesario disponer de una tarjeta de identificación para acceder a su sección, blanca para las visitas, verde para los médicos internos y azul para los ayudantes y personal de servicio.

—Gracias por la información, Eszti. ¿Puedo preguntar en qué está especializado su marido?

—¿Quiere decir que Felix nunca se lo dijo?

Bourne le dio un sorbo a su delicioso café y tragó.

—Como estoy seguro que ya sabe, Felix es una persona muy reservada, y nunca me habló de su trabajo.

—Vaya si lo sé. —Eszti Sido se rió—. A Peter le pasa lo mismo, y más si tenemos en cuenta que el aterrador campo en el que está metido es igual que el suyo. Estoy segura de que si yo supiera en lo que está metido, tendría pesadillas. Es epidemiólogo, ¿sabe?

A Bourne le dio un brinco el corazón.

—Aterrador, dice. Entonces, debe de trabajar con algunos bichos asquerosos. Ántrax, peste neumónica, fiebre hemorrágica argentina…

La expresión de Eszti Sido se ensombreció.

—¡Oh, querido, querido, por favor! —Agitó una mano de dedos regordetes—. Ésas son exactamente las cosas con las que sé que trabaja Peter, pero no quiero saber nada al respecto.

—Le pido perdón. —Bourne se inclinó hacia delante y le sirvió más café, lo que ella le agradeció con evidente alivio.

Eszti se recostó en su asiento, sorbiendo el café con aire meditabundo.

—¿Sabe, David? Ahora que lo pienso, una noche, no hace mucho tiempo, Peter llegó a casa en un estado de gran excitación. Tanta, de hecho, que por una vez se olvidó de sí mismo y me comentó algo. Yo estaba haciendo la cena, y él había llegado desacostumbradamente tarde, así que tuve que hacer malabarismos con seis cosas a la vez. Estaba haciendo un asado, ya sabe, y no quería que se me pasara, así que lo había sacado, y lo volví a meter cuando Peter entró. No estaba contento consigo mismo aquella noche, se lo aseguro. —Volvió a darle un sorbo al café—. Bueno, ¿por dónde iba?

—El doctor Sido había llegado a casa muy excitado —le apuntó Bourne.

—Ah, sí, eso. —Levantó un minúsculo trozo de stollen entre los dedos—. Se había puesto en contacto con Felix, dijo, que había conseguido algo así como un gran avance con la… «cosa» en la que llevaba trabajando más de dos años.

Bourne tenía la boca seca. Se le hizo extraño que el destino del mundo dependiera en ese momento de una hospitalaria ama de casa con quien estaba compartiendo un café y un bizcocho casero.

—¿Le contó su marido de qué se trataba?

—¡Pues claro que sí! —dijo Eszti Sido con entusiasmo—. Por eso estaba tan inquieto. Era un difusor bioquímico, sea lo que sea eso. Según Peter, lo que tenía de tan extraordinario aquello es que era portátil. Se podía transportar en la funda de una guitarra acústica, dijo. —Su amable mirada se clavó en Bourne—. ¿No es una imagen interesante para utilizarla con relación a un chisme científico?

—Interesante, por supuesto —dijo Bourne, mientras en su cabeza encajaba desesperadamente las piezas del rompecabezas por cuya resolución casi había conseguido que lo mataran más de una vez.

Se levantó.

—Eszti, me temo que debo marcharme. Muchas gracias por su tiempo y su hospitalidad. Estaba todo delicioso, sobre todo el stollen.

La mujer se ruborizó y sonrió afectuosamente cuando lo vio dirigirse hacia la puerta.

—Vuelva otra vez, David, en circunstancias más alegres.

—Lo haré —le aseguró él.

Ya en la calle, Bourne se detuvo. La información de Eszti Sido confirmaba tanto sus sospechas como sus peores temores. La razón de que todo el mundo quisiera tener al doctor Schiffer en su poder era que había creado un medio portátil de dispersión de patógenos químicos y biológicos. En una gran ciudad como Nueva York o Moscú, eso implicaría miles de muertes sin que hubiera ningún medio de salvar a nadie que se encontrara dentro del radio de acción de la dispersión. Un escenario verdaderamente terrorífico, y que se convertiría en realidad a menos que pudiera encontrar al doctor Schiffer. Si alguien sabía algo, ése sería Peter Sido. El simple hecho de su agitación en los últimos tiempos confirmaba esa teoría.

No había duda de que tenía que ver al doctor Peter Sido, y cuanto antes, mejor.

—¿Se da cuenta de que está buscándose problemas? —dijo Feyd al-Saoud.

—Lo sé —contestó Jamie Hull—. Pero Boris me ha obligado a ello. Usted sabe tan bien como yo que es un hijo de puta.

—Lo primero de todo —dijo Feyd al-Saoud sin alterarse— es que, si insiste en llamarlo Boris, puede que ya no haya más que hablar. Se está condenando a una enemistad encarnizada. —Abrió las manos—. Puede que sea culpa mía, señor Hull, así que le pido que me explique por qué quiere complicar aún más una misión que ya está poniendo a prueba toda nuestra pericia en materia de seguridad.

Los dos agentes estaban inspeccionando el sistema HVAC del hotel Oskjuhlid en el que habían instalado tanto unos detectores de infrarrojos sensibles al calor como otros de movimiento. Aquella incursión era totalmente independiente de las inspecciones diarias que los tres agentes realizaban en equipo del HVAC del foro de la cumbre.

En poco más de ocho horas llegaría el primer contingente de las partes negociadoras. Doce horas después de eso los líderes harían acto de presencia, y la cumbre daría comienzo. No tenían absolutamente ningún margen de error, y eso incluía también a Boris Illych Karpov.

—¿Quiere decir que no cree que sea un hijo de puta? —dijo Hull.

Feyd al-Saoud comprobó una ramificación con el plano que parecía llevar con él en todo momento.

—La verdad, tengo otras cosas en la cabeza.

Satisfecho con la firmeza del empalme. Feyd al-Saoud siguió adelante.

—De acuerdo, vayamos al grano.

Feyd al-Saoud se volvió hacia él.

—¿Perdón?

—Lo que estaba pensando es que usted y yo formamos un buen equipo. Que nos llevamos bien. Y en lo tocante a los temas de seguridad, estamos en la misma onda.

—Lo que quiere decir es que sigo sus órdenes correctamente.

Hull pareció dolido.

—¿He dicho yo eso?

—Señor Hull, no ha tenido necesidad. Usted, como la mayoría de los estadounidenses, es bastante transparente. Si no tienen el control absoluto, o se enfurecen o se enfurruñan.

Hull sintió que el rencor lo ahogaba.

—¡No somos niños! —gritó.

—Al contrario —dijo Feyd al-Saoud con serenidad—, hay veces en que me recuerda a mi hijo de seis años.

A Hull le entraron ganas de sacar su Glock 31 calibre 357 y ponerle la boca del cañón en la cara al árabe. ¿Cómo tenía la desfachatez de hablarle de esa manera a un representante del gobierno de Estados Unidos? ¡Por el amor de Dios! Era como escupir en su bandera. Pero ¿qué beneficio obtendría de hacer una demostración de fuerza en ese momento? No. Por más que aborreciera admitirlo, tenía que adoptar otra táctica.

—Bueno, ¿qué es lo que decía? —dijo, con toda la serenidad de la que fue capaz.

A Feyd al-Saoud aquello pareció dejarlo indiferente.

—Con toda sinceridad, preferiría ver que usted y el señor Karpov resuelven sus diferencias entre los dos.

Hull negó con la cabeza.

—Eso no va a ocurrir, amigo mío, lo sabe tan bien como yo.

Por desgracia, Feyd al-Saoud lo sabía. Tanto Hull como Karpov estaban atrincherados en su mutua enemistad. Lo máximo que se podía esperar por el momento es que restringieran las hostilidades a las ocasionales y mutuas agresiones y no las intensificaran hasta convertirlas en una guerra total.

—Me parece que la mejor manera de ayudarlos a ambos es que mantenga una postura neutral —dijo entonces al-Saoud—. Si no lo hago, ¿quién va a impedir que acaben despedazándose el uno al otro?

Después de comprar todo lo que Bourne necesitaba, Annaka salió de la tienda de ropa para hombres. Cuando se dirigía hacia el barrio de los teatros, vio un movimiento detrás de ella reflejado en el escaparate de la tienda. No titubeó y ni siquiera acortó la zancada, aunque sí que redujo el paso lo suficiente para que mientras paseaba pudiera confirmar que la estaban siguiendo. Con toda la naturalidad de la que fue capaz cruzó la calle y se detuvo delante de un escaparate. Allí reconoció la imagen de Kevin McColl mientras cruzaba la calle detrás de ella, dirigiéndose de manera evidente hacia un café situado en la esquina de la manzana. Annaka sabía que tenía que despistarlo antes de llegar a la zona de las tiendas de maquillaje teatral.

Asegurándose de que no pudiera verla, sacó el móvil y marcó el número de Bourne.

—Jason —dijo en voz baja—. McColl me ha localizado.

—¿Dónde estás ahora? —preguntó él.

—Al principio de la calle Váci.

—No estoy lejos.

—Creía que no ibas a salir del hotel. ¿Qué has estado haciendo?

—He encontrado una pista —dijo él.

—¿De verdad? —El corazón de Annaka se aceleró. ¿Había encontrado a Stepan?—. ¿De qué se trata?

—Primero tenemos que encargamos de McColl. Quiero que vayas al número 75 de la calle Hattyu. Espérame en la recepción.

Siguió hablando, mientras le daba los detalles de lo que ella tenía que hacer.

Annaka escuchó con atención, y luego dijo:

—Jason, ¿estás seguro de que puedes hacer esto?

—Limítate a hacer lo que te digo —dijo con dureza—, y todo irá bien.

Ella cortó la comunicación y llamó a un taxi. Cuando éste se acercó, Annaka se subió y dio al taxista la dirección que Bourne le había hecho repetir. Al arrancar, miró por todas partes, pero no vio a McColl, aunque estaba segura de que la había estado siguiendo. Al cabo de un rato, un destartalado Opel de color verde oscuro se abrió camino entre el tráfico hasta colocarse detrás del taxi. Annaka, atisbando por el retrovisor del taxista, reconoció a la descomunal figura situada detrás del volante del Opel, y sus labios se curvaron en una enigmática sonrisa. Kevin McColl había mordido el anzuelo; eso era bueno, siempre que el plan de Bourne funcionara.

Stepan Spalko, que acababa de llegar a la sede de Humanistas Ltd., en Budapest, estaba controlando el tráfico en clave de los servicios de espionaje de todo el mundo en busca de noticias sobre la cumbre cuando sonó su móvil.

—¿Qué pasa? —dijo lacónicamente.

—Me dirijo al encuentro de Bourne en el 75 de la calle Hattyu —dijo Annaka.

Spalko se volvió y se alejó de las terminales donde sus técnicos realizaban el trabajo de desciframiento.

—Te ha enviado a la Clínica Eurocenter Bio-I —dijo—. Se ha enterado de la existencia de Peter Sido.

—Me dijo que había encontrado una nueva y fascinante pista, pero no me dijo de qué se trataba.

—Ese hombre es incansable —dijo Spalko—. Me ocuparé de Sido, pero no puedes permitir que Bourne se acerque a su oficina bajo ningún concepto.

—Ya lo he entendido —dijo Annaka—. En cualquier caso, la atención de Bourne va a estar centrada en un agente de la CIA que le pisa los talones.

—No quiero que Bourne muera, Annaka. Vivo es demasiado valioso para mí…, al menos por el momento. —Spalko repasó todas las posibilidades, y las desechó una a una hasta llegar a la conclusión deseada—. Déjame a mí todo lo demás.

Annaka asintió con la cabeza en el interior del taxi, que avanzaba con rapidez.

—Puedes confiar en mí, Stepan.

—Ya lo sé.

Annaka miró por la ventanilla el Budapest que iba quedando a sus espaldas.

—Nunca te he dado las gracias por matar a mi padre.

—Fue un placer largamente esperado.

—Jan cree que estoy furiosa porque no lo hice yo misma.

—¿Y es cierto?

Había lágrimas en los ojos de Annaka, quien se las limpió con cierto enfado.

—Era mi padre, Stepan. Da igual lo que hubiera hecho… Seguía siendo mi padre. Él me crió.

—Pobre, Annaka. Nunca supo realmente cómo ser un padre para ti.

Ella pensó en las mentiras que le había contado a Bourne sin el menor reparo, las mentiras sobre aquella infancia idealizada que tanto habría deseado tener. Su padre jamás le había leído cuentos por la noche ni le había cambiado los pañales. No había asistido a las fiestas de fin de curso ni una sola vez, y siempre había dado la sensación de que estaba lejos. En cuanto a sus cumpleaños, nunca se acordaba de ellos. Otra lágrima, escapando a su vigilancia, le resbaló por la mejilla y, cuando llegó a la comisura de la boca, su sal se le antojó la amargura de aquel recuerdo.

Movió bruscamente la cabeza.

—Según parece, un hijo nunca puede condenar del todo a su padre.

—Yo lo hice.

—Eso fue diferente —dijo ella—. Y en cualquier caso, sé lo que sentías por mi madre.

—Sí, la quería. —A Spalko le vino a la cabeza la imagen de Sasa Vadas: los ojos grandes y luminosos, la aterciopelada piel y el arco completo de su boca cuando aquella insinuante sonrisa le acercaba a uno a su corazón—. Era absolutamente única, una criatura especial, una princesa, como sugería su nombre.

—Era tan familia tuya como mía —dijo Annaka—. Sabía calarle a uno, Stepan. En su fuero interno se daba cuenta de las tragedias que te afectaban sin que hubiera necesidad de decir una palabra.

—Esperé mucho tiempo para vengarme de tu padre, Annaka, pero nunca lo habría hecho si no hubiera sabido que también era lo que tú querías.

Annaka se rió, esta vez totalmente para sus adentros. El breve revolcón sentimental en el que había caído la asqueaba.

—No esperarás que me crea eso, ¿verdad, Stepan?

—Bueno, Annaka…

—No te olvides de a quién estás intentando engañar. Te conozco; lo mataste porque convenía a tus propósitos. Y estabas en lo cierto, le habría contado todo a Bourne, y a Bourne le habría faltado tiempo para ir a por ti con todo lo que tenía. El que yo también quisiera la muerte de mi padre no fue más que una mera coincidencia.

—Ahora estás subestimando lo importante que eres para mí.

—Eso puede ser o no verdad, Stepan, pero no me importa. No sabría cómo establecer un vínculo sentimental ni aunque quisiera intentarlo.

Martin Lindros presentó sus documentos oficiales a Randy Driver, director del Consejo de Armas Tácticas No Letales, en persona. Driver, que estaba mirando fijamente a Lindros como si tuviera alguna posibilidad de intimidarlo, cogió los documentos sin hacer ningún comentario y los dejó caer sobre su mesa.

Estaba parado como lo estaría un marine, la espalda recta, el estómago metido, los músculos en tensión, como si estuviera a punto de entrar en combate. Los ojos azules, muy juntos, casi parecían bizquear, tal era su estado de concentración. Un ligero olor a antiséptico flotaba en el despacho de metales blancos, como si se hubiera dignado a fumigar el lugar previendo la llegada de Lindros.

—Veo que ha estado ocupado como un pequeño castor desde la última vez que nos vimos —dijo, sin mirar a nadie en particular. Al parecer se había dado cuenta de que no podría intimidar a Lindros simplemente con la mirada. Estaba pasando a la intimidación verbal.

—Yo siempre estoy ocupado —dijo Lindros—. Usted sólo me ha hecho perder el tiempo.

—No sabe cuánto me alegra oír eso. —La cara de Driver casi chirrió a causa de la tensión de su sonrisa.

Lindros cambió el peso corporal de un pie al otro.

—¿Por qué me ve como al enemigo?

—Tal vez porque sea el enemigo. —Driver se sentó finalmente detrás de su mesa de cristal ahumado y acero inoxidable—. ¿Cómo llamaría si no a alguien que entra aquí queriendo excavar en mi jardín trasero?

—Sólo estoy investigando…

—¡No me venga con esa chorrada, Lindros! —Driver se había levantado de un salto, con la cara lívida—. ¡Puedo oler a un inquisidor a cien metros! Usted es el sabueso del Gran Jefazo. No me engaña. Esto no tiene nada que ver con el asesinato de Alex Conklin.

—¿Y por qué piensa eso?

—¡Porque esta investigación tiene que ver conmigo!

En ese momento Lindros sintió un verdadero interés. Consciente de la oportunidad que Driver le había dado, se aferró a ella con una sonrisa de complicidad.

—Bueno, ¿y por qué habríamos de querer investigarlo, Randy?

Había escogido sus palabras con cuidado, utilizando el «habríamos» para hacerle saber que estaba actuando con toda la fuerza del DCI a sus espaldas, y el nombre de pila para ponerlo nervioso.

—¡Ya sabe por qué, maldita sea! —vociferó Driver cayendo en la trampa que le había tendido Lindros—. Tenía que saberlo la primera vez que entró aquí tan tranquilo. Lo vi en su cara cuando pidió hablar con Felix Schiffer.

—Quería darle la oportunidad de confesar antes de que fuera a hablar con el DCI. —Lindros se estaba divirtiendo mientras seguía el derrotero que había trazado Driver, aunque no tenía ni idea de adónde llevaba. Por otro lado, debía tener cuidado. Un movimiento en falso por su parte, un error, y Driver se daría cuenta de su ignorancia, y entonces probablemente se cerraría en banda, esperando a que lo asesorara su abogado—. Y todavía no es demasiado tarde para que lo haga.

Driver lo miró fijamente un rato antes de apretarse el dorso de la mano contra la sudorosa frente. Sufrió un pequeño bajón antes de volver a dejarse caer en su sillón de malla.

—¡Dios todopoderoso, qué lío! —masculló.

Como si en ese momento hubiera recibido un demoledor golpe en el cuerpo, se desinfló. Miró los grabados de Rothko que colgaban de la pared como si fueran unas puertas por las que pudiera huir. Por fin, resignado de una vez por todas a su suerte, dejó que su mirada volviera al hombre que estaba parado pacientemente delante de él.

Le hizo una seña.

—Siéntese, director adjunto. —Su voz era triste. Cuando Lindros se hubo sentado, dijo—. Todo empezó con Alex Conklin. Bueno, casi siempre empezaba todo con Alex, ¿no es así? —Suspiró, como si de repente lo invadiera la nostalgia—. Hace casi dos años Alex vino a verme con una propuesta. Se había hecho amigo de un científico de la DARPA; el que se conocieran fue algo casual, aunque a decir verdad, Alex tenía relaciones con tanta gente que dudo que hubiera algo en su vida que fuera casual. Imagino que ya ha deducido que el científico en cuestión era Felix Schiffer.

Se interrumpió durante un rato.

—Me muero por fumar un puro. ¿Le importa?

—Que lo disfrute —dijo Lindros. Eso explicaba el olor: ambientador. En aquel edificio, al igual que en todas las instalaciones oficiales, se suponía que no se podía fumar.

—¿Le apetece acompañarme? —preguntó Driver—. Fueron un regalo de Alex.

Cuando Lindros declinó la invitación, Driver abrió un cajón, sacó un puro de un humidificador y llevó a cabo todo el complejo ritual de encenderlo. Lindros lo entendió; estaba calmando sus nervios. Olfateó la primera bocanada de humo azul que quedó flotando por el despacho. Era cubano.

—Alex vino a verme —prosiguió Driver—. No, eso no es del todo exacto. Me llevó a cenar. Entonces me contó que había conocido a aquel tipo que trabajaba en la DARPA. Felix Schiffer. Odiaba al tipo de militares que había allí, y quería marcharse. ¿Estaría dispuesto a ayudar a su amigo?

—Y usted aceptó como si tal cosa —dijo Lindros.

—Por supuesto que sí. El general Baker, el jefe de la DARPA, nos había robado a uno de nuestros chicos el año anterior. —Driver le dio una calada a su puro—. Donde las dan, las toman. No dejé pasar la oportunidad de joder a ese imbécil neuras de Baker.

Lindros se movió en su asiento.

—Y cuando Conklin acudió a usted, ¿le dijo en lo que estaba trabajando Schiffer en la DARPA?

—Claro. El campo de Schiffer consistía en controlar las partículas aéreas. Estaba trabajando en algunos métodos para limpiar los interiores infectados con patógenos biológicos.

Lindros se incorporó en la silla.

—¿Cómo el ántrax?

Driver asintió con la cabeza.

—Así es.

—¿Hasta dónde había llegado?

—¿En la DARPA? —Driver se encogió de hombros—. Nunca lo supe.

—Pero sin duda alguna, recibiría informes actualizados de su labor después de que viniera a trabajar para usted.

Driver lo miró con hostilidad, y luego pulsó algunas teclas en su terminal del ordenador. Giró la pantalla para que Lindros pudiera verla.

Lindros se inclinó hacia delante.

—Esto es un galimatías para mí, yo no soy científico.

Driver se quedó mirando fijamente el extremo de su puro como si entonces, llegado el momento de la verdad, no fuera capaz de obligarse a mirar a Lindros.

—Es que es un galimatías, más o menos.

Lindros se quedó inmóvil.

—¿A qué demonios se refiere?

Driver seguía mirando con fascinación el extremo de su puro.

—Schiffer no podía haber estado trabajando en eso, porque no tiene ninguna lógica.

Lindros meneó la cabeza.

—No lo entiendo.

Driver suspiró.

—Es posible que Schiffer no fuera ningún experto en partículas.

Lindros, que había empezado a sentir que se le estaba formando una pelota de hielo en el estómago, dijo:

—Hay otra posibilidad, ¿verdad?

—Bueno, sí, ya que lo menciona. —Driver se pasó la lengua por los labios—. Es posible que Schiffer estuviera trabajando en alguna otra cosa completamente diferente de la que no quería que supiéramos ni la DARPA ni nosotros.

Lindros parecía perplejo.

—¿Y por qué no le ha preguntado al doctor Schiffer por ella?

—Me encantaría hacerlo —dijo Driver—. El problema es que no sé dónde está Felix Schiffer.

—Si no lo sabe usted —dijo Lindros enojado—, ¿quién demonios lo sabe?

—Alex era el único que lo sabía.

—¡De puta madre! ¡Alex Conklin está muerto! —Lindros se levantó e, inclinándose hacia delante, le arrancó el puro de la boca a Driver de un manotazo—. Randy, ¿cuánto tiempo hace que ha desaparecido el doctor Schiffer?

David cerró los ojos.

—Seis semanas.

Entonces Lindros comprendió. Ésa había sido la razón por la que Driver se había mostrado tan hostil cuando fue a verlo la primera vez; le aterrorizaba que la Agencia tuviera sospechas de la descomunal brecha abierta en su seguridad. Entonces dijo:

—¿Cómo diablos permitió que ocurriera esto?

La mirada azul de Driver se posó en él durante un instante.

—Fue cosa de Alex. Confié en él. ¿Y por qué no habría de hacerlo? Lo conocía hace años, ¡joder, pero si era una leyenda viva de la Agencia! Y ¿qué se le ocurre hacer entonces? Va y hace desaparecer a Schiffer.

Driver se quedó mirando fijamente el puro sobre el suelo como si se hubiera convenido en un objeto maligno.

—Me utilizó, Lindros, jugó conmigo como con una marioneta. No quería que Schiffer trabajara en la Junta, ni quería que lo tuviéramos en la Agencia. Sólo quería alejarlo de la DARPA para hacerlo desaparecer.

—Pero ¿por qué? —preguntó Lindros—. ¿Por qué haría eso?

—No lo sé. Ojalá lo supiera.

El dolor que reflejaba la voz de Driver era palpable, y, por primera vez desde que se conocieran, Lindros sintió pena por él. Todo lo que había oído sobre Alexander Conklin había resultado ser verdad. Era un maestro de la manipulación, el guardián de todos los secretos oscuros, el agente que no confiaba en nadie…, en nadie excepto en Jason Bourne, su protegido. Fugazmente se preguntó qué efecto iba a tener aquel giro de los acontecimientos en el DCI. Conklin y él eran amigos íntimos desde hacía décadas; se habían hecho mayores en la Agencia; ésa era su vida. Se habían apoyado el uno en el otro, confiando mutuamente, y en ese momento llegaba aquel golpe implacable. Conklin había violado prácticamente todos los protocolos de la Agencia para conseguir lo que quería: al doctor Felix Schiffer. No sólo había jodido a Randy Driver, sino a la propia Agencia. Lindros se preguntó cómo iba a proteger al Gran Jefazo de aquella noticia. Pero, mientras pensaba en eso, supo que tenía un problema aún más acuciante que resolver.

—Está claro que Conklin sabía en qué estaba trabajando realmente Schiffer, y que lo quería —dijo Lindros—. Pero ¿de qué demonios se trataba?

Driver lo miró con impotencia.

Stepan Spalko se encontraba en el centro de la plaza Kapisztrán, a poca distancia de la limusina que lo esperaba. Por encima de él se elevaba la torre de María Magdalena, lo único que quedaba de la iglesia franciscana del siglo XIII, cuya nave, coro y presbiterio fueron destruidos por las bombas nazis durante la segunda guerra mundial. Mientras esperaba, una ráfaga de aire frío le levantó el dobladillo de su abrigo negro y le acarició la piel.

Spalko miró su reloj. Sido se retrasaba. Hacía mucho tiempo que se había acostumbrado a no preocuparse, pero la importancia de aquel encuentro era tal que no pudo evitar sentir una punzada de angustia. En lo alto de la torre, el carillón de veinticuatro piezas dio los cuartos. Sido se estaba retrasando mucho.

Spalko, observando el ir y venir de la multitud, estaba a punto de romper el protocolo y llamar a Sido al móvil que le había dado, cuando vio al científico avanzar a toda prisa hacia él desde el otro lado de la torre. Transportaba algo que parecía el maletín del muestrario de un joyero.

—Llegas tarde —dijo Spalko de manera cortante.

—Lo sé, pero no he podido evitarlo. —El doctor Sido se limpió la frente con la manga del abrigo—. Tuve problemas para sacar la pieza del almacén. Había empleados dentro, y tuve que esperar hasta que el cuarto frío estuviera vacío para no levantar…

—¡Aquí no, doctor!

Spalko, que sintió ganas de atizarle por hablar de sus negocios en público, cogió a Sido del codo con firmeza y lo metió casi a la fuerza en la solitaria sombra proyectada por la impotente torre barroca de piedra.

—Te has olvidado de vigilar tu lengua cuando hay extraños cerca.

Peter —dijo Spalko—. Tú y yo formamos un grupo de élite. Ya te lo he dicho.

—Lo sé —respondió Sido con nerviosismo—, pero me resulta difícil…

—Pero no te resulta difícil coger mi dinero, ¿verdad?

Sido apartó la mirada.

—Aquí está el producto —dijo el científico—. Todo lo que me pediste y más. —Le alargó el estuche—. Pero acabemos con esto rápidamente. Tengo que volver al laboratorio. Cuando me llamaste estaba en medio de un cálculo químico crucial.

Spalko apartó la mano de Sido.

—Consérvalo tú, Peter, al menos durante algún tiempo más.

Las gafas de Sido brillaron.

—Pero dijiste que lo necesitabas ya, inmediatamente. Como te dije, una vez puesto en el estuche portátil, el material se mantiene vivo sólo durante cuarenta y ocho horas.

—No lo he olvidado.

—Stepan, no sé qué hacer. He corrido un gran riesgo al sacar esto de la clínica en horas de trabajo. Ahora debo volver o…

Spalko sonrió, al tiempo que aferraba el codo de Sido con más fuerza.

—No vas a volver, Peter.

—¿Qué?

—Te pido disculpas por no habértelo mencionado antes, pero, bueno, por la cantidad de dinero que te estoy pagando, quiero algo más que el producto. Te quiero a ti.

El doctor Sido meneó la cabeza.

—Pero eso es absolutamente imposible. ¡Lo sabes!

—No hay nada imposible, Peter. Lo sabes.

—Bueno, ya está bien —dijo el doctor Sido con firmeza.

Con una sonrisa encantadora, Spalko sacó una foto del interior de su abrigo.

—¿Cómo es eso que dicen acerca del valor de una imagen? —dijo, entregándosela.

El doctor Sido miró fijamente la foto y tragó saliva convulsivamente.

—¿De dónde has sacado esta foto de mi hija?

Spalko mantuvo la sonrisa en los labios con firmeza.

—La sacó uno de mis hombres, Peter. Mira la fecha.

—La hicieron ayer.

Un repentino arrebato se apoderó de Sido, quien hizo la foto pedazos.

—Hoy día uno puede hacer cualquier cosa con una imagen fotográfica —dijo impávidamente.

—Gran verdad —dijo Spalko—. Pero te aseguro que ésta no está trucada.

—¡Mentiroso! ¡Me largo! —dijo el doctor Sido—. Suéltame.

Spalko hizo lo que el doctor le pedía, pero cuando Sido empezó a alejarse, dijo:

—¿No te gustaría hablar con Roza, Peter? —Le alargó un móvil—. Quiero decir ahora mismo.

El doctor Sido se paró en seco. Luego se volvió hacia Spalko. La rabia y un miedo mal disimulado le ensombrecían el rostro.

—Dijiste que eras amigo de Felix; pensé que también eras amigo mío.

Spalko aún le ofrecía el teléfono.

—A Roza le gustaría hablar contigo. Y si ahora te vas… —Se encogió de hombros. Su silencio era una amenaza.

Sido volvió con lentitud, pesadamente. Cogió el móvil con la mano libre y se lo llevó a la oreja. Descubrió entonces que el corazón le latía con tanta fuerza que apenas podía pensar.

—¿Roza?

—¿Papá? ¡Papá! ¿Dónde estoy? ¿Qué está pasando?

El pánico contenido en la voz de su hija hizo que el terror atravesara a Sido como una lanza. No recordaba haber sentido nunca tanto miedo.

—Cariño, ¿qué ha sucedido?

—Unos hombres entraron en mi habitación, y me cogieron, y no sé dónde estoy, porque me taparon la cabeza con un capuchón, y…

—Es suficiente —dijo Spalko, cogiendo el teléfono de los dedos temblorosos de Sido. Cortó la comunicación y se guardó el móvil.

—¿Qué le has hecho? —La voz de Sido tembló por la intensidad de las emociones que lo abrumaban.

—Todavía nada —dijo Spalko con tranquilidad—. Y no le ocurrirá nada. Peter, siempre que me obedezcas.

El doctor Sido tragó saliva, mientras Spalko volvía a tenerlo bajo su poder.

—¿A-adónde vamos?

—Nos vamos de viaje —dijo Spalko, guiando al doctor hacia la limusina que esperaba—. Considéralo unas vacaciones, Peter. Unas bien ganadas vacaciones.