28      

Reykiavik, como cualquier otro lugar civilizado de la Tierra, tenía su correspondiente cuota de restaurantes de comida rápida. Tales establecimientos, al igual que los restaurantes de más categoría, recibían a diario los pedidos de carnes, pescados, verduras y frutas frescas. «Frutas y verduras de primera calidad Hafnarfjördur» era uno de los principales suministradores del sector de la comida rápida de Reykiavik. La furgoneta de la empresa que había aparcado junto al Kebab Höllin en el centro de la ciudad a primeras horas de esa mañana con una entrega de lechugas, cebollitas francesas y cebolletas era una de las muchas que se habían dispersado por la ciudad para realizar sus rondas diarias. La diferencia esencial estribaba en que, a diferencia de las demás, aquella furgoneta en concreto no había sido enviada por «Frutas y verduras de primera calidad Hafnarfjördur».

Al caer la noche, los tres edificios del Hospital Universitario Landspitali se vieron asediados por una muchedumbre cuyo estado de salud empeoraba progresivamente. Los médicos admitieron a aquel número alarmante de pacientes, y procedieron a realizarles los correspondientes análisis de sangre. A la hora de la cena, los resultados confirmaron que la ciudad tenía entre manos un virulento brote de hepatitis A.

Los funcionarios del Ministerio de Sanidad se dirigieron frenéticamente a sus puestos para hacer frente a la creciente crisis. Su trabajo se vio dificultado por varios factores de importancia: la rapidez e intensidad con que había hecho su aparición aquella cepa especialmente virulenta del virus; las complejidades inherentes al intento de localizar los alimentos que podrían estar implicados y la posible procedencia de éstos, y por último, y sin que nadie lo dijera, aunque estaba muy presente en sus cabezas, estaba la atención del mundo entero, apuntada como un potente reflector sobre Reykiavik a causa de la cumbre internacional. En los primeros puestos de la lista de alimentos sospechosos estaban las cebolletas, culpables de recientes brotes de hepatitis A en Estados Unidos, aunque las cebolletas apenas eran frecuentes en las cadenas de comidas rápidas, y como era natural no podían descartar las carnes ni el pescado.

Los funcionarios trabajaron en la grisura de la noche, interrogando a los propietarios de todas las empresas especializadas en verduras frescas, y enviaron a su personal a inspeccionar almacenes, contenedores de almacenamientos y furgonetas de todas las empresas, incluidas las de «Frutas y verduras de primera calidad Hafnarfjördur». Sin embargo, para notable sorpresa y consternación de las autoridades, no se encontró nada, y a medida que fueron pasando las horas, se vieron obligados a admitir que estaban tan lejos de encontrar el origen del brote como al principio.

Así las cosas, poco después de las nueve de la mañana, los responsables del Ministerio de Sanidad hicieron públicos sus descubrimientos. Reykiavik estaba en alerta por hepatitis A. Y dado que todavía no habían encontrado la fuente de la epidemia, pusieron a la ciudad en cuarentena. Sobre sus cabezas se cernía el fantasma de una verdadera pandemia, algo que, con la cumbre antiterrorista a punto de empezar y la atención de todo el mundo centrada en la capital, no se podían permitir. En las entrevistas concedidas a la radio y la televisión, las autoridades procuraron tranquilizar a un público inquieto, asegurándole que estaban tomando todas las medidas a su alcance para controlar el virus. A tal fin, repitieron hasta la saciedad, el ministerio estaba empleando a todo su personal para garantizar en todo momento la seguridad del público en general.

Justo antes de las diez de la noche, Jamie Hull se dirigía por el pasillo del hotel a la suite del presidente en un gran estado de agitación. En primer lugar, estaba el preocupante brote de hepatitis A. En segundo, el presidente lo había convocado a una reunión no programada para recibir instrucciones.

Miró por el pasillo y vio a los hombres del Servicio Secreto que custodiaban al presidente. Un poco más adelante estaban los rusos de la FSB y los integrantes del servicio de seguridad de los árabes que custodiaban a sus respectivos líderes, a todos los cuales, por motivos de seguridad y para facilitar el alojamiento de sus séquitos, se les había asignado un ala del hotel.

Hull atravesó la puerta custodiada por un par de agentes del Servicio Secreto, enormes e impasibles como esfinges, y entró en la suite. El presidente merodeaba de allá para acá nerviosamente, dictando a dos de las personas encargadas de escribirle los discursos bajo la atenta mirada del secretario de Prensa, que garabateaba algunas notas sobre un ordenador tableta. Tres hombres más del Servicio Secreto montaban guardia en el interior, y se encargaban de mantener al presidente lejos de las ventanas.

Hull se quedó allí plantado sin decir ni mu, hasta que el presidente despidió a la gente del gabinete de prensa, que salieron disparados como ratones hacia otra habitación.

—Jamie —dijo el presidente con una ancha sonrisa y la mano extendida—. Me alegro de que hayas venido.

Estrechó la mano de Hull, le hizo un gesto para que se sentara y luego se sentó enfrente de él.

—Jamie, confío en ti para que me ayudes a llevar esta cumbre a buen puerto sin ninguna complicación —dijo.

—Señor, le puedo asegurar que lo tengo todo bajo control.

—¿Incluso a Karpov?

—¿Señor?

El presidente sonrió.

—Me he enterado de que el señor Karpov y tú os habéis estado peleando de lo lindo.

Hull tragó saliva con dificultad. No tenía muy claro si lo habían hecho acudir para despedirlo.

—Ha habido alguna fricción insignificante —dijo cauteloso—, pero ya es todo agua pasada.

—Me alegro de oír eso —dijo el presidente—. Ya tengo suficientes dificultades con Alexander Yevtushenko tal como están las cosas. No tengo ninguna necesidad de que me mande al cuerno por insultar a su jefe de seguridad. —Se dio una palmada en el muslo y se levantó—. Bien, el espectáculo empieza a las ocho de la mañana. Y todavía quedan muchas cosas pendientes. —Alargó la mano cuando Hull se levantó—. Jamie, nadie mejor que yo sabe lo peligrosa que podría llegar a ser esta situación. Pero creo que estamos de acuerdo en que ya no hay vuelta atrás.

Ya en el pasillo, el móvil de Hull sonó.

—Jamie, ¿dónde está? —le aulló el DCI al oído.

—Acabo de salir de una reunión informativa con el presidente. Se alegró de oír que tengo todo bajo control, incluido al camarada Karpov.

Pero en lugar de parecer complacido, el DCI siguió adelante en un tono tenso y apremiante.

—Jamie, escúchame con atención. Ha surgido una novedad en esta situación, y sólo se informará acerca de ella en la medida en que sea estrictamente necesario.

Hull miró por el pasillo automáticamente y se alejó a toda prisa para que los agentes del Servicio Secreto no pudieran oír.

—Agradezco la confianza que me demuestra, señor.

—Tiene que ver con Jason Bourne —dijo el DCI—. No murió en París.

—¿Qué? —Hull perdió momentáneamente la compostura—. ¿Bourne está vivo?

—Vivito y coleando. Y Jamie, sólo para que quede claro que nos entendemos: esta llamada, esta conversación, nunca ha tenido lugar. Si se lo dice a alguien, negaré que tal conversación haya tenido lugar y le daré una patada en el culo, ¿queda claro?

—Perfectamente, señor.

—No tengo ni idea de lo que va a hacer Bourne a continuación, pero siempre creí que se dirigía hacia ahí. Puede que matara a Alex Conklin y a Mo Panov, o tal vez no, pero de lo que no tengo ninguna jodida duda es de que ha matado a Kevin McColl.

—¡Dios santo! Conocía a McColl, señor.

—Todos lo conocíamos, Jamie. —El Gran Jefazo se aclaró la garganta—. No podemos permitir que ese acto quede impune.

La furia de Hull se desvaneció de repente, sustituida por un sentimiento de euforia desmedida.

—Déjemelo a mí.

—Sea prudente, Jamie. Su prioridad es mantener a salvo al presidente.

—Lo entiendo, señor. Por supuesto. Pero puede estar seguro de que, si Jason Bourne aparece, no saldrá del hotel.

—Bueno, confío en que salga —dijo el Gran Jefazo—. Con los pies por delante.

Dos de los miembros de la célula chechena estaban esperando delante de la furgoneta de la empresa de energía de Reykiavik, cuando el vehículo de los servicios sanitarios destinado al hotel Oskjuhlid dobló la esquina. La furgoneta estaba aparcada en la calle, cruzada, y los chechenos, que simulaban estar muy atareados, habían colocado unos conos naranjas de obras alrededor.

El vehículo de los servicios sanitarios frenó en seco.

—¿Qué estáis haciendo? —dijo uno de los ocupantes del vehículo sanitario—. Esto es una emergencia.

—¡Que te den, mamarracho! —respondió en islandés uno de los chechenos.

—¿Qué has dicho? —El airado empleado de los servicios sanitarios salió de un salto del coche.

—¿Es que estás ciego? Tenemos un trabajo importante que hacer aquí —dijo el checheno—. Coge otro camino de mierda.

Intuyendo que la situación podía ponerse fea, el segundo hombre salió del vehículo de los servicios sanitarios. Entonces, Arsenov y Zina, armados y resueltos, salieron de la parte trasera de la furgoneta de la empresa de energía de Reykiavik y empujaron a los dos empleados de los servicios sanitarios, repentinamente amedrentados, al interior de la furgoneta.

Arsenov y Zina y otro de los miembros de la célula llegaron a la entrada de mercancías del hotel Oskjuhlid en el vehículo secuestrado. El otro checheno se había dirigido en la furgoneta de la empresa de energía de Reykiavik a recoger a Spalko y al resto de la célula.

Arsenov y Zina iban vestidos como empleados estatales y mostraron las tarjetas identificativas del Ministerio de Sanidad, que Spalko había conseguido a un precio considerable, al destacamento de seguridad de guardia. Cuando se le preguntó, Arsenov habló en islandés, y luego cambió a un titubeante inglés, que ni el personal de seguridad árabe ni el estadounidense fueron capaces de entenderle. Dijo que habían sido enviados para garantizar que la cocina del hotel estuviera libre de la hepatitis A. Nadie —y menos que nadie los diferentes equipos de seguridad— quería que ninguno de los dignatarios sucumbiera al temible virus. Los admitieron y los llevaron a la cocina con la debida rapidez. Hacia allí se dirigió el otro miembro del equipo, pero Arsenov y Zina tenían otro destino en la cabeza.

Bourne y Jan estaban estudiando todavía los planos de los diferentes subsistemas del hotel Oskjuhlid, cuando el piloto anunció que se disponían a aterrizar en Keflavik. Bourne, que había estado dando vueltas de acá para allá mientras Jan estaba sentado con el ordenador portátil, ocupó su asiento a regañadientes. El cuerpo le dolía a rabiar, algo que el angosto asiento del avión no hacía más que exacerbar. Había intentado dejar en suspenso los sentimientos suscitados en relación con el hecho de haber encontrado a su hijo. Las conversaciones entre ambos ya eran lo bastante incómodas tal como estaban las cosas, y estaba convencido de que Jan rehuiría instintivamente cualquier sentimiento intenso que Bourne pudiera mostrar.

El camino hacia una reconciliación era inmensamente difícil para ambos. Sin embargo, sospechaba Bourne, lo era más para Jan. Lo que un hijo necesitaba de su padre era bastante más complicado que lo que un padre necesitaba de su hijo para quererlo de manera incondicional.

Bourne hubo de admitir que tenía miedo de Jan, no sólo de lo que le había hecho y en qué se había convertido, sino de su destreza, de su inteligencia y de su ingenio. Cómo había escapado de aquel cuarto con cerrojos era una maravilla en sí.

Y también había algo más, un escollo para que se aceptaran el uno al otro y acaso se reconciliaran finalmente, y que dejaba pequeños a todos los demás obstáculos: si quería aceptar a Bourne, Jan tenía que renunciar a todo lo que había sido su vida.

A este respecto Bourne estaba en lo cierto. Desde que Bourne se había sentado junto a él en el banco del parque de la Ciudad Vieja de Alexandría, Jan había sido un hombre en pie de guerra consigo mismo. Y seguía estándolo, con la única diferencia de que en ese momento la guerra estaba abierta. Como si estuviera mirando por un retrovisor, Jan vio todas las oportunidades que había tenido de matar a Bourne, pero fue sólo en ese momento cuando comprendió que su decisión de no aprovecharlas había sido deliberada. No podía hacerle daño, aunque tampoco podía abrirle su corazón. Recordó el impulso desesperado que había sentido de lanzarse contra los hombres de Spalko en la parte trasera de la clínica de Budapest; lo único que lo había detenido fue el aviso de Bourne. Entonces había sofocado su deseo de vengarse de Spalko. Pero en ese momento, sabía que todo, absolutamente todo, se debía a otro sentimiento: el de la lealtad que el miembro de una familia siente por otro miembro.

Y sin embargo, no sin vergüenza, se percató de que tenía miedo de Bourne. Era un hombre temible por su fuerza, resistencia y capacidad intelectual. En su proximidad. Jan se sentía algo empequeñecido, como si todo lo que hubiera conseguido realizar en su vida fuera insignificante.

Tras un balanceo, una sacudida y un breve chirrido de caucho se encontraron en tierra y correteando por la ajetreada pista en dirección al extremo más alejado del aeropuerto, adonde eran conducidos todos los aviones privados. Jan ya se había levantado y se dirigía por el pasillo hacia la puerta antes de que se detuvieran.

—Vamos —dijo—. Spalko nos lleva al menos tres horas de ventaja.

Pero Bourne también se había levantado y estaba parado en el pasillo para obstruirle el paso.

—No sabemos lo que nos espera ahí fuera. Saldré primero.

La cólera de Jan, tan a flor de piel, estalló inmediatamente.

—Ya te lo dije en una ocasión… ¡No me digas lo que tengo que hacer! Tengo mis propias ideas, y tomo mis propias decisiones. Siempre lo he hecho así, y así seguiré haciéndolo.

—Tienes razón. No intento restarte méritos. —Bourne lo dijo con el corazón en un puño. Era extraño que fuera su hijo. Todo lo que dijera o hiciera estando Jan cerca tendría unas consecuencias desmesuradas durante algún tiempo—. Pero piensa, hasta ahora has estado solo.

—¿Y de quién crees que ha sido culpa?

Era difícil no sentirse ofendido, pero Bourne hizo cuanto estaba en sus manos para mitigar la acusación.

—No tiene sentido ponerse a hablar de culpas —dijo con ecuanimidad—. Ahora estamos trabajando juntos.

—¿Así que debería cederte el mando sin más? —respondió Jan con vehemencia—. ¿Y por qué? ¿No habrás pensado ni por un segundo que te lo has ganado?

Casi estaban llegando a la terminal. Bourne se dio cuenta de lo tremendamente frágil que era su relación.

—Tendría que ser un idiota para creer que me he ganado algo relativo a ti. —Miró por la ventanilla hacia las brillantes luces de la terminal—. Sólo pensaba que si hubiera algún problema, que si nos metiéramos en algún tipo de trampa, preferiría ser yo y no tú quien…

—¿Has escuchado algo de lo que te he dicho? —dijo Jan, que pasó por su lado propinándole un empujón—. ¿Has pasado por alto todo lo que he hecho?

Entonces apareció el piloto.

—Abra la puerta —le ordenó Jan con brusquedad—. Y quédese a bordo.

El piloto abrió diligentemente la puerta y dejó caer la escalerilla sobre la pista.

Bourne dio un paso por el pasillo.

—Jan…

Pero la mirada de odio de su hijo hizo que se parase en seco. A través de la ventanilla de plexiglás observó a Jan bajar las escaleras y ser recibido por un agente de inmigración. Vio a Jan enseñarle un pasaporte, y luego señalar al avión. El agente de inmigración selló el pasaporte de Jan y asintió.

Jan se dio la vuelta y subió al trote la escalerilla. Cuando entró en el pasillo, sacó un par de esposas del interior de su cazadora y esposó a Bourne.

—Me llamo Jan Le Marc, y soy subinspector de la Interpol. —Jan se metió el ordenador portátil bajo el brazo y empezó a conducir a Bourne por el pasillo—. Y tú eres mi prisionero.

—¿Y yo cómo me llamo? —preguntó Bourne.

—¿Tú? —Jan le empujó para que saliera por la puerta, siguiéndolo de cerca—. Tú eres Jason Bourne, buscado por asesinato por la CIA, el Quai d’Orsay y la Interpol. Es la única manera de que ése te permita entrar en Islandia sin pasaporte. De todas formas, al igual que todos los demás agentes del planeta, ha leído la circular de la CIA.

El agente de inmigración retrocedió, apartándose considerablemente cuando pasaron por su lado. Jan abrió las esposas mientras avanzaban por la terminal. En la parte delantera cogieron el primer taxi de la fila y dieron al taxista una dirección situada a menos de un kilómetro del hotel Oskjuhlid.

Spalko, con la caja refrigerada entre las piernas, estaba sentado en el asiento del acompañante de la furgoneta de la empresa de energía de Reykiavik, mientras el rebelde checheno conducía por las calles del centro de la ciudad en dirección al hotel Oskjuhlid. Su teléfono móvil sonó, y Spalko lo abrió. No eran buenas noticias.

—Señor, conseguimos sellar la sala de interrogatorios antes de que la policía o los bomberos entraran en el edificio —le dijo su jefe de seguridad desde Budapest—. Sin embargo, hemos peinado de arriba abajo todo el edificio y no hemos encontrado ni rastro de Bourne ni de Jan.

—¿Cómo es eso posible? —preguntó Spalko—. Uno estaba atado, y el otro estaba atrapado en una habitación llena de gas.

—Hubo una explosión —le dijo el jefe de seguridad, que continuó describiéndole al detalle lo que habían encontrado.

—¡Maldita sea! —En una insólita demostración de furia, Spalko dio un puñetazo sobre el salpicadero de la furgoneta.

—Estamos ensanchando el perímetro de la búsqueda.

—No os molestéis —dijo Spalko con brusquedad—. Sé dónde están.

* * *

Bourne y Jan caminaban en dirección al hotel.

—¿Cómo te sientes? —preguntó Jan.

—Me encuentro muy bien —contestó Bourne con cierta precipitación.

Jan le lanzó una mirada.

—¿Ni agarrotado ni dolorido?

—Vale, estoy agarrotado y dolorido —admitió Bourne.

—Lo que te trajo Oszkar es lo último en antibióticos.

—No te preocupes —dijo Bourne—. Los estoy tomando.

—¿Qué te hace pensar que estoy preocupado? —Jan señaló con el dedo—. Echa un vistazo a eso.

El perímetro del hotel estaba acordonado por la policía local. Tanto la policía como el personal de seguridad de varios países se encargaban de dos controles que eran la única vía de salida y entrada al hotel. Mientras observaban, una furgoneta de la empresa de energía de Reykiavik se detuvo en el control de la parte posterior del hotel.

—Ésa es la única manera que vamos a tener de entrar ahí —dijo Jan.

—Bueno, es una manera —dijo Bourne. Cuando la furgoneta pasó el control, vio que por detrás de ella aparecían caminando un par de empleados del hotel.

Bourne miró a Jan, que asintió con la cabeza. Él también los había visto.

—¿Qué piensas? —preguntó Bourne.

—Diría que han terminado su turno —contestó Jan.

—Eso mismo pienso yo.

Los empleados del hotel conversaban animadamente, y sólo se detuvieron el tiempo suficiente para enseñar sus identificaciones cuando cruzaron el control. En circunstancias normales habrían entrado y salido del hotel en coche, utilizando el aparcamiento subterráneo, pero desde que habían llegado los servicios de seguridad, todo el personal del hotel se había visto obligado a aparcar en las calles adyacentes al hotel.

Jan y Bourne siguieron de cerca a los dos hombres cuando éstos doblaron por una calle lateral, fuera de la vista de la policía y los vigilantes. Esperaron a que se acercaran a sus coches, y entonces los derribaron atacándolos por detrás, silenciosa y rápidamente. Utilizando sus llaves, abrieron los maleteros, colocaron los cuerpos inconscientes dentro y cogieron las identificaciones antes de cerrar los maleteros con sendos portazos.

Cinco minutos más tarde se presentaron en el otro control, en la parte delantera del hotel, para no tener contacto con el policía y el personal de seguridad que habían comprobado las acreditaciones de los empleados del hotel al salir.

Pasaron el cordón de seguridad sin ningún incidente. Por fin estaban dentro del hotel Oskjuhlid.

Había llegado el momento de prescindir de Arsenov, pensó Stepan Spalko. Un momento que se había ido fraguando desde hacía mucho tiempo, desde que descubriera que ya no podía soportar la debilidad de Arsenov. Éste le había dicho en una ocasión: «Soy un terrorista. Todo lo que quiero es que mi gente reciba lo que se le debe». Un pensamiento tan infantil era un fallo funesto. Arsenov podía engañarse todo lo que quisiera, pero la verdad era que si estaba pidiendo dinero, liberación de prisioneros o que se le devolviera su tierra, lo que lo caracterizaba como un terrorista era su metodología, no sus objetivos. Él mataba a la gente si no conseguía lo que quería. Escogía como blanco a los enemigos y a los civiles —ya fueran hombres, mujeres o niños—, sin que para él existieran diferencias. Lo que sembraba era el terror; lo que cosecharía sería la muerte.

En consecuencia, Spalko le ordenó que bajara con Ahmed, Karim y una de las mujeres a la subestación HVAC, que suministraba el aire al foro de la cumbre. Aquello suponía un ligero cambio de planes. Magomet había sido el elegido para ir con los otros tres. Pero Magomet estaba muerto, y puesto que había sido Arsenov quien lo había matado, aceptó sin hacer preguntas ni quejarse. En cualquier caso, en ese momento seguían un riguroso horario.

—Tenemos exactamente treinta minutos desde que hemos llegado en la furgoneta de la empresa de energía de Reykiavik —dijo Spalko—. A partir de ahí, tal como sabemos por la última vez, los de seguridad vendrán a vigilarnos. —Consultó su reloj—. Lo que significa que nos quedan veinticuatro minutos para cumplir nuestra misión.

Cuando Arsenov se marchó con Ahmed y los otros miembros de la célula, Spalko hizo un aparte con Zina.

—¿Eres consciente de que ésta será la última vez que lo veas? Ella asintió con su rubia cabeza.

—¿No tienes ninguna duda?

—Todo lo contrario, me sentiré aliviada —respondió ella.

Spalko hizo un gesto con la cabeza.

—Vamos. —Avanzaron por el pasillo a toda prisa—. No hay tiempo que perder.

Hasan Arsenov asumió de inmediato el mando del pequeño grupo. Tenía una misión fundamental que realizar, y se aseguraría de que la cumplieran. Al doblar la esquina vieron al guardia de seguridad en su puesto, cerca de la gran rejilla de salida de aire.

Sin alterar la zancada, se dirigieron hacia él.

—Alto ahí —dijo el guardia, separando la metralleta del pecho.

El grupo se paró delante de él.

—Somos de la empresa de energía de Reykiavik —dijo Arsenov en islandés, y luego, reaccionando a su expresión de perplejidad, lo repitió en inglés.

El guardia frunció el ceño.

—Aquí no hay conductos de calefacción.

—Lo sé —dijo Ahmed, cogiendo la metralleta del guardia con una mano y golpeándole la cabeza contra la pared con la otra.

El guardia empezó a caer, y Ahmed lo golpeó de nuevo, esta vez con la culata de su propia arma.

—Echadme una mano con esto —dijo Arsenov, hundiendo los dedos en el enrejillado de la salida de aire. Karim y la mujer arrimaron el hombro, pero Ahmed siguió golpeando al guardia con la culata del arma, aun después de que fuera evidente que estaba inconsciente y probablemente fuera a estarlo durante algún tiempo.

—¡Ahmed, dame el arma!

Ahmed le lanzó la metralleta a Arsenov, tras lo cual empezó a patear al guardia en la cara. Corría la sangre, y el aire olía a muerte.

Arsenov apartó a Ahmed por la fuerza del guardia de seguridad.

—Cuando te dé una orden, obedecerás, o por Alá que te romperé el cuello.

Ahmed, respirando agitadamente, miró con hostilidad a Arsenov.

—Tenemos que cumplir un horario —dijo Arsenov con dureza—. No hay tiempo para caprichos.

Ahmed se rió enseñando los dientes. Soltándose de Arsenov con un movimiento del hombro, fue a ayudar a Karim a sacar la rejilla. Después de introducir al guardia en el conducto del aire, se metieron a gatas detrás de él. Ahmed, el último en entrar, volvió a colocar la rejilla en su sitio.

Se vieron obligados a pasar a gatas por encima del guardia. Cuando Arsenov pasó por encima, le puso los dedos en la arteria carótida.

—Está muerto —dijo.

—¿Y qué? —respondió Ahmed en tono desafiante—. Todos lo estarán antes de que acabe la mañana.

Se arrastraron sobre las manos y las rodillas por el conducto hasta llegar a la intersección. Justo delante de ellos se abría un conducto vertical. Entonces sacaron su equipo de rapel. Tras cruzar la barra de aluminio en la parte superior del conducto vertical, aseguraron la cuerda y la dejaron caer por el espacio que se abría por debajo de ellos. Luego, tomando la iniciativa, Arsenov se rodeó el muslo izquierdo con la cuerda y se la pasó por encima del derecho. Bajando una mano tras otra, empezó a descender por el conducto a un ritmo constante. Por el ligero temblor de la cuerda supo cuándo empezó a descender tras él cada uno de los miembros del grupo.

Arsenov se paró exactamente encima de la primera caja de empalmes. Después de encender una linterna en miniatura, enfocó su concentrado haz sobre la pared del conducto, iluminando las hileras verticales de cables arteriales y conductos eléctricos. En medio de aquella maraña, relució algo nuevo.

—El sensor de calor —dijo, levantando la cabeza.

Karim, el experto en electrónica, estaba justo encima de él. Mientras Arsenov proyectaba la luz de la linterna sobre la pared, el hombre sacó unos alicates y un trozo de cable con unas pinzas dentadas en ambos extremos. Tras saltar cuidadosamente por encima de Arsenov, siguió adelante hasta quedar suspendido justo encima del alcance del detector. Dando una patada al aire con un pie, se balanceó hacia la pared, agarró el cable arterial y lo sujetó. Sus dedos se movieron entre el nido de cables y cortó uno, al que conectó una de las pinzas dentadas. Acto seguido, peló de material aislante el centro de otro cable y conectó a él la otra pinza dentada.

—Vía libre —dijo en voz baja.

Descendió hasta entrar en el radio de alcance del sensor, pero no saltó ninguna alarma. Había puenteado correctamente el circuito. Por lo que respectaba al sensor, todo estaba en orden.

Karim dejó pasar a Arsenov, quien los guió hasta el fondo del conducto. Tenían a tiro el corazón del subsistema HVAC del foro de la cumbre.

—Nuestro objetivo es el subsistema HVAC del foro de la cumbre —dijo Bourne, mientras Jan y él atravesaban a toda prisa el vestíbulo. Jan llevaba el ordenador portátil que había conseguido de Oszkar bajo el brazo.

—Es el lugar lógico para que hagan funcionar el difusor.

A excepción de diversos empleados del hotel y de algunos miembros de la seguridad, a aquella hora de la noche el inmenso y frío vestíbulo de techos altos estaba desierto. Los jefes de Estado estaban en sus suites, o durmiendo o preparándose para el inicio de la cumbre, para el que sólo faltaban unas horas.

—Sin duda alguna los servicios de seguridad han llegado a la misma conclusión —dijo Jan—, lo que significa que todo irá bien hasta que nos acerquemos al cubo de la subestación. Entonces querrán saber qué estamos pintando en aquella zona.

—He estado pensando en eso —dijo Bourne—. Es el momento de que utilicemos mi estado en nuestro beneficio.

Atravesaron la sección principal del hotel sin incidentes y siguieron a través de un decorativo patio interior de caminos de grava de trazado geométrico, recortados arbustos de hoja perenne y bancos de piedra de diseño futurista. En el otro extremo se abría la sección del foro. Una vez en el interior, bajaron tres tramos de escaleras. Jan conectó el ordenador, y ambos estudiaron los planos, para confirmar que estaban en el nivel adecuado.

—Por ahí —dijo Jan, cerrando el ordenador mientras se ponían en marcha.

Apenas habían recorrido unos metros desde la escalera cuando una voz dijo ásperamente:

—Un paso más, y los dos son hombres muertos.

Agazapados al pie del conducto vertical del aire, los rebeldes chechenos esperaban llenos de inquietud, a punto de perder los nervios. Llevaban meses esperando aquel momento. Estaban preparados, ansiosos por pasar a la acción. Tanto la insoportable espera como el aire, que se había ido haciendo más frío a medida que descendían, les hacían temblar. Tan sólo tenían que avanzar gateando por un corto conducto horizontal para llegar a los repetidores del subsistema HVAC, pero se mantenían alejados de su objetivo a causa del personal de seguridad que había en el pasillo, al otro lado de la rejilla. Hasta que los guardias no empezaran a hacer sus rondas, se mantendrían quietos.

Ahmed consultó su reloj y vio que les quedaban catorce minutos para completar su misión y volver a la furgoneta. El sudor le perlaba la frente, se le acumulaba en las axilas y le resbalaba por los costados, lo que hacía que le picara la piel. Tenía la boca seca y respiraba agitadamente. Siempre se ponía así en el momento culminante de una misión. El corazón le latía deprisa y le temblaba todo el cuerpo. Todavía estaba furioso por la bronca de Arsenov, que se la había echado delante de los otros, con lo que había sido doblemente humillante. Mientras aguzaba los oídos, miraba fijamente a Arsenov con el corazón lleno de desprecio. Después de aquella noche en Nairobi le había perdido todo el respeto, no sólo porque le hubieran puesto los cuernos, sino porque ni siquiera era consciente de ello. Los gruesos labios de Ahmed se curvaron en una sonrisa. Era una gozada tener aquella ventaja sobre Arsenov.

Por fin oyó que las voces se alejaban. Se abalanzó hacia delante, impaciente por ir al encuentro de su destino, pero el poderoso brazo de Arsenov lo frenó dolorosamente.

—Todavía no.

Los ojos de Arsenov refulgieron.

—Han empezado a moverse —dijo Ahmed—. Estamos perdiendo tiempo.

—Iremos cuando yo lo ordene.

Aquella afrenta fue demasiado para Ahmed. Lanzó un escupitajo, con el desprecio dibujado en su rostro.

—¿Y por qué debería acatar tus órdenes? ¿Por qué deberíamos hacerlo cualquiera de nosotros? Si ni siquiera eres capaz de mantener a raya a tu mujer.

Arsenov arremetió contra Ahmed, y durante un rato forcejearon sin ningún resultado. Los otros se mantuvieron al margen, demasiado aterrorizados para intervenir.

—No te toleraré ninguna insolencia más —dijo Arsenov—. Acatarás mis órdenes, o me encargaré de que mueras.

—Mátame, entonces —dijo Ahmed—. Pero entérate de esto: en Nairobi, la noche anterior a la demostración, Zina entró en la habitación del jeque mientras dormías.

—¡Mientes! —dijo Arsenov, recordando la promesa que él y Zina se habían hecho mutuamente en la cala—. Zina jamás me traicionaría.

—Piensa en dónde estaba mi habitación, Arsenov. Tú las asignaste. La vi con mis propios ojos.

Los ojos de Arsenov brillaron con animadversión, pero soltó a Ahmed.

—Si no fuera porque todos tenemos que interpretar unos papeles fundamentales en la misión, te mataría ahora mismo. —Hizo un gesto hacia los otros—. Sigamos con esto.

Karim, el experto en electrónica, abrió la marcha, seguido de la mujer y de Ahmed, mientras que Arsenov cerraba el grupo. Karim no tardó en levantar la mano, y les ordenó que se detuvieran.

Arsenov oyó la voz queda de Karim flotar hacia ellos.

—Un sensor de movimiento.

Vio agacharse a Karim, preparando su equipo. Agradeció la presencia de aquel hombre. ¿Cuántas bombas les había construido Karim a lo largo de los años? Todas habían funcionado a la perfección; jamás cometía un error.

Al igual que en la ocasión anterior, Karim sacó un trozo de cable con pinzas dentadas en ambos extremos. Con los alicates en una mano, trató de descubrir los cables eléctricos adecuados, aislándolos, cortando uno y conectándole una pinza dentada al extremo pelado de cobre. Luego, al igual que antes, peló el segundo cable de material aislante y lo conectó a la otra pinza dentada, creando un circuito cerrado para puentear el sistema.

—Vía libre —dijo Karim, y todos avanzaron metiéndose en el campo de acción del sensor.

Entonces sonó la alarma, que pitó por todo el pasillo y atrajo a los guardias de seguridad, que llegaron corriendo con las metralletas preparadas.

—¡Karim! —gritó Arsenov.

—¡Es una trampa! —aulló Karim—. ¡Alguien ha cruzado los cables!

Un instante antes, Bourne y Jan se daban lentamente la vuelta para enfrentarse al guardia de seguridad estadounidense. Llegaba puesto un uniforme de faena del ejército y un equipo antidisturbios. Se acercó un paso, escudriñando sus tarjetas de identificación. Se relajó un poco, levantando la metralleta, pero no abandonó su expresión ceñuda.

—¿Qué estáis haciendo aquí, tíos?

—Controles de mantenimiento —dijo Bourne. Se acordó del camión de la empresa de energía de Reykiavik que había entrado en el hotel, además de algo en el material que Oszkar había descargado en el ordenador portátil—. El sistema de calefacción termal se ha desconectado. Se supone que tenemos que ayudar al personal que ha enviado la compañía de energía.

—Pues estáis en la sección equivocada —dijo el guardia, señalando con el dedo—. Tenéis que volver por donde habéis venido, girar a la izquierda y luego otra vez a la izquierda.

—Gracias —dijo Jan—. Supongo que tenemos que dar la vuelta. No frecuentamos esta sección.

Cuando se dieron la vuelta para marcharse, las piernas de Bourne se doblaron bajo su peso. Soltó un profundo gruñido y cayó al suelo.

—¿Qué pasa? —dijo el guardia.

Jan se arrodilló junto a Bourne y le abrió la camisa.

—¡Dios bendito! —exclamó el guardia, inclinándose para mirar con atención el torso herido de Bourne—. ¿Qué demonios le ha ocurrido?

Jan levantó las manos, tiró hacia abajo con tuerza del uniforme del vigilante y le golpeó la sien contra el suelo de hormigón. Cuando Bourne se levantó, Jan empezó a quitarle las ropas al guardia.

—Es más tu talla que la mía —dijo Jan, entregándole el uniforme de faena a Bourne.

Bourne se metió en el uniforme del guardia, mientras Jan arrastraba al bulto inconsciente hasta las sombras.

En ese momento sonó la estridente alarma del sensor de movimiento, y los dos salieron corriendo hacia la subestación.

Los guardias de seguridad estaban bien entrenados, y, dicho sea en su honor, los estadounidenses y los árabes que estaban de guardia en ese turno actuaron conjuntamente de manera impecable. Cada tipo de sensor tenía un sonido de alarma diferente, así que supieron de inmediato qué sensor de movimiento se había disparado y dónde estaba localizado. Estaban en estado de máxima alerta y, con el inicio de la cumbre tan próximo, tenían órdenes de disparar primero y preguntar después.

Mientras corrían abrieron fuego, barriendo la rejilla con sus armas automáticas. La mitad vaciaron sus cargadores en la zona sospechosa. La otra mitad se mantuvieron detrás, en reserva, mientras los otros utilizaban unas palanquetas para arrancar la destrozada rejilla. Encontraron tres cuerpos, dos hombres y una mujer. Uno de los estadounidenses informó a Hull, y uno de los árabes se puso en contacto con Feyd al-Saoud.

Para entonces se había reunido en el sitio más personal de seguridad de otros sectores de la planta para prestar su apoyo.

Dos de los guardias que se habían mantenido en reserva entraron de un salto en el conducto del aire, y cuando se determinó que no había indicios de que hubiera otros elementos hostiles, se procedió a asegurar la zona. Otros miembros de la seguridad sacaron a rastras los tres cadáveres acribillados del conducto del aire, junto con todo el equipo de Karim para puentear los sensores y lo que a primera vista parecía una bomba de relojería.

Jamie Hull y Feyd al-Saoud llegaron casi al mismo tiempo. Hull echó un vistazo a la situación, y llamó al jefe de su personal a través de la red inalámbrica.

—A partir de este momento estamos en alerta roja. Se ha puesto en peligro la seguridad. Hemos abatido a tres elementos hostiles, repito, tres elementos hostiles abatidos. Cierra el hotel a cal y canto. Que nadie entre ni salga de las instalaciones.

Siguió gritando las órdenes, moviendo a sus hombres a los puestos previstos para la alerta roja. Luego se puso en contacto con el Servicio Secreto, cuyos miembros estaban con el presidente y su séquito en el ala destinada a los dignatarios.

Feyd al-Saoud se arrodilló y examinó los cadáveres. Los cuerpos estaban acribillados, pero las caras, aunque manchadas de sangre, seguían intactas. Sacó una linterna de bolsillo e iluminó uno de los rostros. Luego alargó la mano y colocó el índice sobre el ojo de uno de los varones. Saco algo azul con la punta del dedo; el iris del cadáver era marrón oscuro.

Uno de los hombres del FSB debía de haberse puesto en contacto con Karpov, porque el comandante de la Unidad Alfa apareció corriendo con un trote desgarbado. Estaba sin resuello, y Feyd al-Saoud supuso que había hecho todo el camino corriendo.

Él y Hull informaron al ruso sobre lo ocurrido. Al-Saoud levantó la punta del dedo.

—Llevaban lentillas de color…, y miren esto, se habían teñido el pelo para pasar por islandeses.

Karpov tenía una expresión adusta en el rostro.

—A éste lo conozco —dijo, dándole una patada al cadáver de uno de los hombres—. Se llamaba Ahmed. Era uno de los principales lugartenientes de Hasan Arsenov.

—¿El líder de los terroristas chechenos? —dijo Hull—. Debería informar a su presidente, Boris.

Karpov se levantó con los puños en las caderas.

—Lo que quiero saber es dónde está Arsenov.

* * *

—Diría que hemos llegado demasiado tarde —dijo Jan desde detrás de una columna metálica, mientras observaba la llegada de los dos jefes de seguridad—, excepto que no veo a Spalko.

—Es posible que no se arriesgase a venir al hotel —dijo Bourne.

Jan negó con la cabeza.

—Lo conozco. Es tan egoísta como perfeccionista. No, está aquí, en alguna parte.

—Pero no aquí, evidentemente —dijo Bourne pensativo. Observaba cómo los rusos se dirigían al trote hacia Jamie Hull y el jefe de seguridad de los árabes. Había algo vagamente familiar en aquella cara brutal y fofa de frente prominente y cejas pobladas. Cuando le oyó hablar, dijo—: Conozco a ese hombre. Al ruso.

—No es nada sorprendente. Yo también lo he reconocido —dijo Jan—. Es Boris Illych Karpov, el jefe de la Unidad de élite Alfa de la FSB.

—No, me refiero a que lo conozco personalmente.

—¿De qué? ¿De dónde?

—No lo sé —dijo Bourne—. ¿Es amigo o enemigo? —Se golpeó con los puños en la frente—. Si pudiera recordarlo…

Jan se volvió hacia él y vio con claridad la angustia que lo atormentaba. Sintió entonces el peligroso impulso de agarrar a Bourne por los hombros y tranquilizarlo. Peligroso porque no sabía adónde podría conducir aquel gesto y ni tan siquiera qué significaría. Sintió la desintegración de su vida que había empezado después del momento en que Bourne se sentó a su lado y le habló. «¿Quién es usted?», le había dicho. A la sazón Jan había sabido la respuesta a la pregunta; en ese momento no estaba seguro. ¿Podría ser que todo en lo que había creído, o pensado que había creído, fuera una mentira?

Jan se escabulló de aquellos pensamientos profundamente inquietantes ciñéndose a lo que él y Bourne sabían hacer mejor.

—Me preocupa ese objeto —dijo—. Es una bomba de relojería. Dijiste que Spalko había planeado utilizar el difusor biológico del doctor Schiffer.

Bourne asintió.

—Diría que ésta es la clásica maniobra de distracción si no fuera porque ya es más de medianoche. El inicio de la cumbre está programado para dentro de ocho horas.

—Por eso han utilizado una bomba de relojería.

—Sí, pero ¿por qué colocarla ahora, con tanta antelación? —dijo Bourne.

—Menos seguridad. —Jan señaló con el dedo.

—Es cierto, pero también hay más posibilidades de que los descubran durante cualquiera de las rondas periódicas de seguridad. —Bourne meneó la cabeza—. No, hay algo que se nos escapa. Lo sé. Spalko tiene algo más en la cabeza. Pero ¿de qué se trata?

Spalko, Zina y el resto de la célula habían llegado a su objetivo. Allí, a considerable distancia de la sección del hotel que albergaba el foro de la cumbre, la seguridad, si bien era férrea, tenía lagunas que Spalko podía explotar. Aunque había muchos miembros de los servicios de seguridad, no podían estar en todas partes al mismo tiempo, por lo que, eliminando a un par de guardias, Spalko y su equipo no tardaron en ocupar sus puestos.

Estaban tres niveles por debajo de la calle, en un enorme espacio sin ventanas completamente cerrado, excepto por una única entrada abierta. Un cúmulo de enormes tuberías negras discurrían por la pared de hormigón en el extremo opuesto, todas con unas etiquetas indicadoras de la sección del hotel a la que abastecían.

El grupo sacó entonces sus trajes para la manipulación de sustancias peligrosas, y se los pusieron, sellándolos concienzudamente. Dos de las mujeres chechenas se dirigieron al corredor para montar guardia en la parte exterior de la puerta, y uno de los rebeldes se quedó en la parte interior para servirles de apoyo.

Spalko abrió el mayor de los dos contenedores metálicos que transportaba. Dentro estaba el NX 20. Encajó cuidadosamente las dos mitades, comprobando que todos los accesorios estuvieran bien sujetos. Se lo entregó a Zina para que lo sostuviera mientras él sacaba el contenedor refrigerado que le había proporcionado Peter Sido. La ampolla de cristal que contenía era pequeña, casi minúscula. Aun después de que hubiera visto sus efectos en Nairobi, se le hacía difícil creer que una cantidad tan insignificante de virus pudiera ser letal para tantas personas.

Tal como había hecho en Nairobi, abrió la recámara de carga del difusor y colocó la ampolla dentro. Cerró la recámara y la bloqueó, cogió el NX 20 de los brazos de Zina y encogió el dedo alrededor del gatillo más pequeño. En cuanto lo apretara, el virus, todavía sellado en su ampolla especial, se inyectaría en la recámara de disparo. Después de esto, lo único que se requería era pulsar el botón situado en el lado izquierdo del mango, que bloquearía la recámara de disparo y, cuando el arma estuviera apuntada en la dirección correcta, apretar el gatillo principal.

Acunó el difusor biológico en sus brazos como había hecho Zina. Aquella arma tenía que ser tratada con el debido respeto, incluso por él.

Miró a Zina a los ojos, que resplandecían de amor por él y ardor patriótico.

—Ahora —dijo Spalko—, a esperar hasta que oigamos la alarma del sensor.

Entonces la oyeron, y aunque el sonido llegó débilmente, las vibraciones, ampliadas por los desnudos pasillos de hormigón, resultaron inconfundibles. El jeque y Zina se miraron a la cara, sonriendo. Spalko sintió entrar la tensión en la habitación, alimentada por la justa cólera y una esperanza de redención largo tiempo negada.

—Nuestro momento ha llegado —dijo, y todos le oyeron, y todos reaccionaron. A Spalko le pareció estar oyendo el aullido de victoria de aquella gente.

Con la imparable fuerza del destino que lo impulsaba a seguir, el jeque apretó el gatillo pequeño, y con un ominoso silbido, la carga entró en la recámara de disparo produciendo un chasquido, donde se alojó en espera del momento de ser liberada.