15      

El aullido sincopado de las sirenas les hizo recobrarse de la impresión. Bourne corrió a la ventana y miró hacia la Colina de las Rosas, donde vio detenerse a unos cinco o seis Opel Astra y Skoda Felicia blancos, con las luces azules y blancas centelleando. Los agentes salieron de los coches en desbandada y se dirigieron directamente al edificio de Molnar. ¡Le habían vuelto a tender una trampa! La escena era tan parecida a lo que había sucedido en casa de Conklin que Bourne supo que detrás de ambos incidentes debía de estar la misma persona. Aquél era un dato importante, porque le indicaba dos cosas: primero, que Annaka y él estaban siendo vigilados. ¿Por quién? ¿Por Jan? No lo creía. La metodología de Jan buscaba cada vez más el enfrentamiento directo. Segundo, pudiera ser que Jan hubiera dicho la verdad cuando afirmó que él no era el responsable de los asesinatos de Alex y Mo. En ese preciso instante a Bourne no se le ocurrió ningún motivo para que hubiera mentido a ese respecto. Aquello dejaba a la persona desconocida que había llamado a la policía en la finca de Conklin. ¿La persona para la que trabajaba vivía en Budapest? Había una lógica convincente en ello. Conklin estaba a punto de viajar a Budapest cuando lo asesinaron. El doctor Schiffer había estado en Budapest, junto con János Vadas y László Molnar. Todos los caminos conducían a aquella ciudad.

En el mismo instante en que aquellos pensamientos se agolparon en su cabeza, se puso a gritar a Annaka que limpiara y guardara el vaso y que le pasara un trapo al grifo del agua. Cogió el ordenador portátil de Molnar, limpió el tocadiscos estereofónico y el picaporte de la puerta, y los dos salieron a toda velocidad del piso.

En ese momento oyeron el estruendo de los policías que subían por la escalera. El ascensor estaría a reventar de agentes, así que ni hablar del peluquín.

—No nos dejan alternativa —dijo Bourne cuando empezaron a ascender por la escalera—. Tenemos que subir.

—Pero ¿por qué aparecen ahora? —preguntó Annaka—. ¿Cómo han podido saber que estábamos aquí?

—No han podido —dijo Bourne sin dejar de conducirla escaleras arriba—, a menos que nos estuvieran vigilando. —No le gustaba la posición en que les estaba colocando la policía. Se acordaba muy bien de la suerte corrida por el francotirador en la iglesia de Matías. Cuando se sube, las más de las veces se baja, y de mala manera.

Estaban un piso por debajo del tejado cuando Annaka le tiró de la mano y susurró:

—¡Por aquí!

Lo condujo por el pasillo. Por detrás de ellos el hueco de la escalera retumbaba con los ruidos que haría cualquier grupo de hombres, sobre todo uno que fuera a detener a un asesino abyecto. A la altura de las tres cuartas partes del pasillo había una puerta que parecía una salida de emergencia. Annaka la abrió. Se encontraron en un corto corredor que no tendría más de tres metros de largo, al final del cual había otra puerta que estaba hecha de unas placas metálicas abolladas. Bourne se adelantó a ella.

Vio que la puerta estaba cerrada con unos cerrojos en la parte superior y en la inferior. Corrió los pestillos y la abrió. Allí sólo había un muro de ladrillo, frío como una tumba.

—¡Fíjense en esto! —dijo el detective Csilla, mientras hacía caso omiso al novato que le había vomitado encima de los lustrosos zapatos. Era evidente que la academia ya no los formaba como antaño, reflexionó mientras estudiaba a la víctima, encogida y tiesa dentro de su propio frigorífico.

—No hay nadie en el piso —le informó uno de sus agentes.

—Saquen huellas igualmente —dijo el detective Csilla. Era un hombre fornido de pelo rubio, nariz de boxeador y ojos inteligentes—. Dudo que el autor haya sido lo bastante idiota como para dejar sus huellas, pero nunca se sabe —dijo. Y señalando con el dedo—. Mire esas marcas de quemaduras, ¿las ve? Y las heridas punzantes parecen muy profundas.

—Torturado —dijo su sargento, un joven escurrido—, por un profesional.

—Éste es algo más que un profesional —le corrigió el detective Csilla, inclinándose dentro del frigorífico y olfateando, como si el cadáver fuera un costillar de carne que sospechara hubiera empezado a pudrirse.

—El chivatazo telefónico dijo que el asesino estaba aquí, en el piso.

El detective Csilla levantó la vista.

—Si no en el piso, seguro que sí en el edificio. —Se apartó cuando llegó la policía científica con sus equipos y cámaras con flashes—. Haga que se desplieguen los hombres.

—Ya lo he hecho —dijo el sargento en un intento sutil de recordarle a su jefe que no tenía intención de seguir eternamente de sargento.

—Ya hemos pasado suficiente tiempo con el muerto —dijo el detective Csilla—. Unámonos a ellos.

Mientras recorrían el pasillo, el sargento le explicó que el ascensor ya había sido asegurado, al igual que las plantas inferiores.

—El asesino sólo tiene una manera de escapar.

—Lleve a los tiradores de primera al tejado —dijo el detective Csilla.

—Ya están allí —contestó el sargento—. Los metí en el ascensor cuando entramos en el edificio.

Csilla asintió con la cabeza.

—¿Cuántos pisos tenemos encima? ¿Tres?

—Sí, señor.

Csilla subió las escaleras de dos en dos.

—Con el tejado asegurado, nos podemos permitir tomarnos nuestro tiempo.

No tardaron mucho en encontrar la puerta que daba al corto corredor.

—¿Adónde conduce esto? —preguntó Csilla.

—No lo sé, señor —dijo el sargento, irritado por no poder dar una respuesta.

Cuando los dos hombres se acercaron al otro extremo del corredor, vieron la abollada puerta de metal.

—¿Qué tenemos aquí? —Csilla examinó la puerta—. Cerrojos arriba y abajo. —Se inclinó y vio el brillo del metal—. Han sido abiertos recientemente. —Sacó su pistola y abrió la puerta que daba al muro de ladrillo.

—Parece que nuestro asesino se llevó el mismo chasco que nosotros.

Csilla estaba mirando atentamente el enladrillado, intentando discernir si había alguno nuevo. Luego, alargó la mano y comprobó un ladrillo tras otro. El sexto que tocó se movió casi imperceptiblemente. Viendo que su sargento estaba a punto de soltar una exclamación, le tapó la boca con la mano y le lanzó una mirada de advertencia. Luego, le susurró al oído:

—Coja a tres de los hombres y examine a fondo el edificio contiguo.

Al principio, Bourne, con el oído bien aguzado para captar el más leve sonido en aquella negrura de alquitrán, creyó que el ruido se debía a alguna de las ratas con las que estaban compartiendo aquel incómodo, frío y húmedo lugar situado entre los muros del edificio de Molnar y del colindante. Entonces lo oyó de nuevo, y supo lo que era: el roce del ladrillo contra el mortero.

—Han encontrado nuestro escondite —susurró al tiempo que agarraba a Annaka—. Tenemos que movernos.

El espacio que ocupaban era estrecho, de no más de sesenta centímetros de ancho, aunque parecía ascender indefinidamente por la oscuridad que se abría sobre sus cabezas. Estaban de pie sobre una especie de suelo hecho de tuberías metálicas. No era el más seguro de los suelos, y a Bourne no le hizo gracia pensar en el vacío que tenían debajo, al que caerían si una o más cañerías cedían.

—¿Conoce alguna manera de salir de aquí? —susurró Bourne.

—Creo que sí —respondió ella.

Annaka giró a su derecha y avanzó por aquel espacio palpando el muro del edificio anejo con las palmas de las manos.

Tropezó una vez y se incorporó.

—Está por aquí —musitó.

Siguieron avanzando, poniendo un pie delante de otro. Entonces, una de las tuberías cedió de repente bajo el peso de Bourne y su pierna izquierda se hundió en el suelo. Al ladearse violentamente y golpearse el hombro con la pared, el ordenador de Molnar se le escapó de las manos. Bourne intentó atraparlo, de la misma manera que Annaka alargó los brazos para agarrarlo y tirar de él hacia arriba. Pese a sus esfuerzos. Bourne vio al ordenador golpear de canto una tubería y caer por el agujero que había abierto la tubería podrida, perdiéndose para siempre.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Annaka mientras él recuperaba el equilibrio.

—Muy bien —dijo en tono grave—, pero hemos perdido el ordenador de Molnar.

Al cabo de un rato Bourne se quedó paralizado. Podía oír unos movimientos lentos y sigilosos por detrás de ellos —alguien más estaba respirando allí dentro—, y sacó la linterna, poniendo el pulgar sobre el interruptor. Acercó los labios a la oreja de Annaka.

—Está aquí, con nosotros. No hable más. —Percibió el movimiento de asentimiento de la cabeza de Annaka, del mismo modo que aspiró el olor a limón y musgo que desprendía la piel desnuda de la mujer.

Se oyó un ruido detrás de ellos cuando el zapato del policía golpeó la protuberancia de una soldadura que unía dos tuberías. Todos se quedaron inmóviles. El corazón de Bourne latió aceleradamente. Entonces la mano de Annaka encontró la suya, y ella lo guio a lo largo de la pared hasta donde faltaba, o había sido arrancada de manera deliberada, una hilera de yeso.

Pero en ese momento se planteaba otro problema. En cuanto empujaran aquella parte de la pared, el policía que estaba detrás avistaría, por más débil que fuera, la mancha blanca de luz procedente del otro lado. Entonces los vería y sabría adónde se dirigían. Bourne decidió correr el riesgo, acercó los labios a la oreja de Annaka y le susurró:

—Debe avisarme un segundo antes de que empuje la pared.

Ella le apretó la mano en respuesta, sin soltársela. Cuando Bourne sintió un segundo apretón, apuntó la linterna directamente detrás de ellos, y la encendió de golpe. El chorro deslumbrante de luz cegó por un momento a su perseguidor, y Bourne centró sus energías en ayudarla a pasar a través de la sección de noventa centímetros cuadrados del muro.

Annaka se escabulló por el agujero, mientras Bourne mantenía el haz apuntado contra su adversario, aunque sintió vibrar las tuberías bajo las suelas de sus botas, y un instante después era alcanzado por un golpe terrible.

El detective Csilla intentó defenderse de la luz cegadora. Le habían pillado totalmente desprevenido, un hecho que lo enfureció, toda vez que se sentía orgulloso de estar siempre preparado para cualquier contingencia. Sacudió la cabeza, pero no fue una buena solución; el haz de luz lo había cegado temporalmente. Si se mantenía en el sitio hasta que se apagara la luz, no le cabía ninguna duda de que para entonces el asesino habría huido. Así que utilizó el factor sorpresa en su provecho, y atacó aunque estaba cegado. Se abalanzó corriendo por las tuberías con un gruñido a causa del esfuerzo y se estrelló contra el asesino con la cabeza gacha, agazapado como si estuviera en una refriega callejera.

En un espacio tan cerrado y sumido en la oscuridad, la vista era de poca utilidad, así que se dispuso a utilizar los puños, los cantos de las manos y los talones de sus fuertes zapatos, tal como se le había enseñado en la academia. Era un hombre que creía en la disciplina, en el rigor y en el poder de la ventaja. Sabía, desde el momento en que se había abalanzado, que el asesino jamás habría sospechado que le atacaría cegado, así que soltó el mayor número posible de golpes sobre su contrincante lo más deprisa que pudo, a fin de sacarle el máximo provecho a la ventaja del factor sorpresa.

Pero el hombre tenía una constitución fuerte y robusta. Y lo que aún era peor, era un especialista en la lucha cuerpo a cuerpo, y Csilla supo casi de inmediato que en una pelea prolongada sería derrotado. Por consiguiente, buscó acabar el combate rápidamente y con contundencia. Y, al intentarlo, cometió el fatal error de dejar al descubierto el lateral de su cuello. Sintió la sorpresa de la presión, aunque no dolor. Ya estaba inconsciente cuando las piernas se doblaron bajo él.

Bourne atravesó el agujero del muro y ayudó a Annaka a colocar de nuevo en su sitio los ladrillos.

—¿Qué le ha ocurrido? —preguntó ella, ligeramente sin resuello.

—Un policía que se pasó de listo.

Se encontraban en otra corta galería de servicio flanqueada de ladrillos. Por una puerta se accedía al pasillo del edificio contiguo al de Molnar; unos apliques de cristal esmerilados dispuestos a lo largo de las paredes empapeladas con flores arrojaban una luz cálida. Aquí y allá se veían diseminados unos bancos de madera oscura.

Annaka ya había pulsado el botón del ascensor, pero mientras ascendía hacia ellos, Bourne vio a través de la caja a dos policías pistola en ristre.

—¡Oh, mierda! —dijo, cogiendo a Annaka de la mano y arrastrándola hasta la escalera. Pero entonces oyó un fuerte ruido de pisadas, y supo que aquella salida también se les negaba. Detrás de ellos, los dos policías abrieron las puertas de la cabina del ascensor, salieron al pasillo y echaron a correr en su dirección. Bourne hizo subir a Annaka un tramo de escaleras. Va en el pasillo. Bourne se decidió por la cerradura de la primera puerta a la que llegaron, cerrándola antes de que la policía los siguiera escaleras arriba.

Dentro, el piso estaba a oscuras y en silencio; era imposible saber si había alguien en la casa. Bourne se dirigió a una ventana lateral, la abrió y, asomándose, examinó una cornisa de piedra que daba sobre un estrecho callejón donde se almacenaban un par de enormes contenedores de basura metálicos de color verde. La única luz provenía de una farola de la calle Endrodi. Tres ventanas más allá, una escalera de incendios descendía hasta el callejón que, por lo que Bourne podía ver, estaba desierto.

—Vamos —dijo, saliendo a la cornisa.

Annaka puso los ojos como platos.

—¿Es que está loco?

—¿Es que quiere que nos atrapen? —La miró desapasionadamente—. Ésta es nuestra única escapatoria.

Annaka tragó saliva con dificultad.

—Tengo miedo a las alturas.

—No estamos tan altos. —Alargó una mano y movió los dedos—. Vamos, no hay tiempo que perder.

Tras hacer una profunda inspiración, Annaka salió y cerró la ventana tras ella. Entonces se volvió y miró hacia abajo, y si Bourne no la hubiera agarrado y empujado contra el lateral de piedra del edificio, se habría precipitado al vacío.

—¡Por Dios bendito, me dijo que no estábamos tan altos!

—Y así es para mí.

Annaka se mordió el labio.

—Lo mataré por esto.

—Ya lo ha intentado. —Le apretó la mano—. Ahora sígame y no le pasará nada, se lo prometo.

Avanzaron hasta el final de la cornisa. Bourne no quería presionarla, pero había buenos motivos para darse prisa. Con la policía pululando por todo el edificio, era sólo una cuestión de tiempo que llegaran hasta aquel callejón.

—Ahora tendrá que soltarme la mano —le dijo, y entonces, y dado que vio lo que ella estaba a punto de hacer, le dijo con la suficiente dureza para detenerla—: ¡No mire para abajo! Si siente que se marea, mire al lateral de edificio y concéntrese en algo pequeño, las esculturas de la cantería o lo que sea. Mantenga la mente ocupada en ello y perderá el miedo.

Annaka asintió con la cabeza y le soltó la mano; Bourne extendió el pie y salvó la distancia que había entre las comisas. Con la mano derecha agarró la parte superior de la cornisa que discurría por encima de la ventana contigua, y trasladó todo su peso del lado izquierdo al derecho. Acto seguido, levantó el pie izquierdo de la cornisa en la que seguía parada Annaka y cruzó limpiamente a la siguiente cornisa. Entonces se volvió sonriendo, y alargó la mano hacia ella.

—Ahora usted.

—No. —Annaka sacudió resueltamente la cabeza de un lado a otro. En su cara no quedaba ni un ápice de color—. No puedo hacerlo.

—Sí, sí que puede. —Bourne volvió a mover los dedos—. Vamos, Annaka, dé el primer paso; después de eso, el resto es fácil. Tan sólo tiene que cambiar su peso de la izquierda a la derecha.

Ella negó con la cabeza sin decir palabra.

Bourne sonreía mientras procuraba no dar muestras de la angustia creciente que sentía. Allí, en el lateral del edificio, eran absolutamente vulnerables. Si la policía llegase en ese momento al callejón, estaban muertos. Tenía que hacer que ambos llegaran a la escalera de incendios, y hacerlo deprisa.

—Una pierna, Annaka. Alargue la pierna derecha.

—¡Joder! —Ella estaba en el borde de la cornisa, donde Bourne había estado un momento antes—. ¿Y si me caigo?

—No se va a caer.

—¿Pero y si…?

—La agarraré. —Su sonrisa se hizo más franca—. Tiene que moverse ya.

Annaka hizo lo que él le pedía, y adelantó la pierna derecha en el vacío hacia el otro lado. Bourne le enseñó cómo tenía que agarrarse a la cornisa de encima con la mano derecha. Ella lo hizo no sin titubeos.

—Ahora cambie el peso de la izquierda a la derecha y cruce.

—Estoy paralizada.

Estaba en un tris de venirse abajo, y Bourne se dio cuenta.

—Cierre los ojos —dijo—. ¿Siente mi mano en la suya? —Ella asintió con la cabeza, como si le aterrorizara que la vibración de su laringe pudiera arrojarla al vacío dando vueltas—. Cambie el peso, Annaka. Sólo cámbielo de la izquierda a la derecha. Bien, ahora levante la pierna izquierda y dé un paso…

—No.

Él le rodeó la cintura con la mano.

—Muy bien. Entonces, sólo levante la pierna izquierda.

Y en cuanto lo hizo, con rapidez y bastante violencia tiró de ella hacia él y sobre la cornisa contigua. Annaka se desplomó encima de él, temblando a causa del miedo y de la liberación de la tensión.

Sólo quedaban dos más. Bourne avanzó con ella hasta el otro extremo de la cornisa y repitió el proceso. Cuanto antes se quitaran aquello de encima, mejor para los dos. Annaka consiguió cruzar la segunda y tercera cornisa con algo más de facilidad, ya fuera por puro nervio, ya por haber desconectado totalmente su mente y haber seguido las órdenes de Bourne sin pensar.

Al fin consiguieron llegar a la escalera de incendios y empezaron a bajar hacia la calle. La farola de la calle Endrodi proyectaba unas largas sombras por el callejón. Bourne sintió deseos de apagarla de un disparo, pero no se atrevió. En su lugar, apremió a Annaka para que bajara más deprisa.

Se encontraban ya sobre uno de los escalones de la escalera vertical extensible que los haría descender a unos sesenta centímetros de los adoquines del callejón, cuando por el rabillo del ojo Bourne percibió una alteración en la luz. Unas sombras avanzaron por el callejón en sentidos opuestos. Un par de policías habían entrado en el callejón desde ambos extremos.

El sargento del detective Csilla había cogido a uno de sus agentes que estaban en el edificio en cuanto se localizó al asesino. Ya sabía que éste era lo bastante inteligente para haber encontrado la manera de pasar de un edificio a otro. Después de que se escapara del piso de László Molnar, a esas alturas no creía que el criminal se fuera a permitir el lujo de quedar atrapado en la escalera del edificio contiguo. Eso significaba que encontraría una salida, y el sargento quería tenerlo todo bajo control. Tenía a un hombre en el tejado, y dos más en la puerta principal y en la de servicio. Aquello dejaba sólo el callejón lateral. No veía la manera de que el asesino pudiera llegar hasta el callejón, pero no iba a correr ningún riesgo.

Por suerte para él, vio la figura perfilada contra la escalera de incendios cuando dobló la esquina del edificio y entró en el callejón. Gracias a la luz de la farola de la calle Endrodi vio a su agente entrar al callejón por el otro extremo. Hizo una señal hacia arriba, señalando hacia la figura de la escalera de incendios. Había sacado su pistola y avanzaba con paso seguro hacia el tramo vertical que descendía desde la escalera de incendios, cuando la figura se movió y dio la sensación de que se separaba, como si se dividiera. Se llevó una gran sorpresa. ¡Había dos figuras en la escalera de incendios!

Levantó el arma y disparó. Salieron chispas del metal, y entonces vio que una de las figuras se arrojaba al vacío haciéndose un ovillo y que desaparecía entre los dos enormes contenedores. El agente echó a correr, pero el sargento se contuvo. Éste vio que el agente llegaba a la esquina del contenedor que tenía más cerca, y que se encogía para meterse en el espacio que había entre los dos.

El sargento levantó la vista hacia la segunda figura. La mala iluminación hacía difícil distinguir los detalles, aunque no vio a nadie. La escalera de incendios parecía despejada. ¿Adónde podía haber ido la segunda figura?

Volvió a fijar su atención en el agente y descubrió que el hombre había desaparecido. Avanzó varios pasos y lo llamó por su nombre. No hubo respuesta. Sacó su receptor-transmisor, y ya estaba a punto de pedir refuerzos cuando algo cayó sobre él. El sargento trastabilló, cayó pesadamente y se incorporó sobre una rodilla, sacudiendo la cabeza. Entonces salió algo de entre los dos contenedores. Cuando se percató de que no era su agente, había recibido un golpe lo bastante fuerte para hacerle perder el conocimiento.

—Eso ha sido una verdadera estupidez —dijo Bourne mientras se agachaba para ayudar a Annaka a levantarse de los adoquines del callejón.

—De nada —dijo ella, zafándose de la mano de Bourne y levantándose por sus propios medios.

—Pensaba que le daban miedo las alturas.

—Más miedo me da morir —le retrucó Annaka.

—Salgamos de aquí antes de que aparezcan más policías —dijo él—. Creo que debería ser usted quien guiara.

En el momento en que Bourne y Annaka salían corriendo del callejón, a Jan le dio en los ojos la luz de la farola. Aunque no llegó a verles las caras, reconoció a Bourne por la figura y los andares. En cuanto a la compañía femenina de éste, aunque su mente la registró de forma tangencial, no le prestó mucha atención. Él, al igual que Bourne, estaba bastante más interesado en los motivos que habían llevado a la policía al piso de László Molnar mientras Bourne se encontraba allí. Y al igual que a éste, también le llamó la atención la similitud de aquel escenario con el de la finca de Conklin en Manassas. Aquello llevaba impreso la huella de Spalko. El problema era que, al contrario que en Manassas, donde sí había localizado al hombre de Spalko, no se había encontrado con nadie parecido durante su concienzudo reconocimiento de las cuatro manzanas que rodeaban el edificio del piso de Molnar. Entonces, ¿quién había llamado a la policía? Alguien había estado en la escena para dar el chivatazo cuando Bourne y la mujer habían entrado en el edificio.

Arrancó su coche de alquiler y pudo seguir a Bourne cuando éste se metió en un taxi. La mujer siguió adelante. Conociendo a Bourne como lo conocía, Jan estaba preparado para las vueltas atrás, los cambios de sentido y los cambios de taxi, así que nunca perdió de vista a Bourne durante todas las maniobras de éste para despistar a cualquier posible perseguidor.

Finalmente, el taxi de Bourne llegó a la calle Fo. A cuatro manzanas al norte de las magníficas cúpulas de los baños Kiraly, Bourne se apeó del taxi y entró en el número 106-108.

Jan aminoró la marcha y se arrimó a la acera un poco más arriba en la misma manzana y al otro lado de la calle; no quería pasar por delante del portal. Apagó el motor y se hundió en la oscuridad. Alex Conklin, Jason Bourne, László Molnar y Hasan Arsenov. Pensó en Spalko, y se preguntó de qué manera estaban relacionados todos aquellos nombres tan dispares. Todo aquello tenía una lógica; siempre la tenía, siempre y cuando uno fuera capaz de verla.

De esta guisa pasaron cinco o seis minutos, y entonces otro taxi se detuvo delante del portal del 106-108. Jan vio salir a la joven. Forzó la vista para verle la cara antes de que abriera las pesadas puertas del portal, pero todo lo que pudo determinar fue que tenía el pelo rojo. Esperó, y se dedicó a observar la fachada del edificio. No se había encendido ninguna luz después de que Bourne hubiera entrado en el vestíbulo, lo cual significaba que debía de estar esperando a la mujer y que aquél era el piso de ella. En efecto, pasados tres minutos, las luces se encendieron en la ventana en saliente del cuarto y último piso.

Una vez que supo dónde estaban, comenzó a sumergirse en el zazen, pero después de una infructuosa hora intentando aclarar sus ideas, renunció. Sentado en la oscuridad, cerró la mano alrededor del pequeño buda tallado en piedra. Casi de inmediato se sumió en un profundo sueño, desde el cual se hundió como una piedra en el mundo inferior de su recurrente pesadilla.

El agua es de color azul negruzco y gira incansablemente, como si una energía maligna la mantuviera viva. Él intenta iniciar el ascenso hacia la superficie, estirándose con tanta fuerza que sus huesos se rompen por el esfuerzo. Sin embargo, sigue hundiéndose en la oscuridad, arrastrado hacia ahajo por la cuerda que tiene atada al tobillo. Sus pulmones le empiezan a arder. Ansia respirar, pero sabe que en cuanto abra la boca, el agua entrará a raudales en su cuerpo y se ahogará.

Alarga la mano hacia abajo, intentando desatar la cuerda, pero sus dedos no consiguen atrapar la resbaladiza superficie. Como si fuera una corriente eléctrica que le recorriera todo el cuerpo, siente el terror de lo que le espera en la oscuridad, sea lo que sea aquello. El terror lo aplasta como si fuera un tornillo de banco; reprime el impulso de farfullar. En ese momento oye el sonido que asciende de las profundidades: un estrépito de campanas, de monjes concentrados que cantan antes de ser masacrados por los jemeres rojos. Al final, el sonido se descompone en la canción de una sola voz, una voz limpia de tenor, un ulular repetido que no se diferencia de una oración.

Y, en el momento en que mira hacia la oscuridad de abajo, empieza a distinguir la forma atada al otro extremo de la cuerda, aquello que lo arrastra inexorablemente a su muerte tiene la sensación de que la canción que oye debe de provenir de esa figura. Porque él conoce a la figura que gira en la poderosa corriente que discurre por debajo de él; le resulta tan familiar como su propia cara y su propio cuerpo. Pero en ese momento, con un susto que le penetra basta lo más vivo, se da cuenta de que el sonido no proviene de la forma familiar de abajo, porque está muerta, y ésa es la razón de que su peso le esté arrastrando hacia la muerte.

El sonido está más al alcance de la mano, y ahora identifica el ulular como el de la clara voz de tenor, el de su propia voz, que asciende desde lo más profundo de su ser. Y que afecta a todas sus partes a la vez.

¡Lee-Lee! ¡Lee-Lee! —llama justo antes de ahogarse.