Su empresa no estaba especializada para

 

 

 

… organizar funerales. No lo estaba. Pero aun así lo organizó. Ella. Sin ayuda. El de Samuel y el de Sandra.

No fue fácil. Fue muy complicado enfrentarse a la situación. Samuel. Su ex. Su amigo. La persona más importante de su vida. Su apoyo. Su hombro. Su todo… se fue para no volver. Quedó pendiente aquel paseo en barco. Aquel velero que no salió pese a hacer un domingo espectacular. Un sol rabioso y radiante que no había anunciado el hombre del tiempo. Se había equivocado, tenía razón Rafael.

Pero Samuel no llegó a tiempo. Simplemente no llegó.

Y no fue fácil enfrentarse a Rubén. Pero tuvo que hacerlo. Lo hizo por su amigo Samu. Porque se lo debía. Porque en cuanto se enteró que murieron juntos, en el mismo coche, no quiso saber nada más. No se preguntó qué hacían ellos dos juntos. No hacía falta. Estaban enamorados. Siempre lo habían estado. Y tenía que decírselo a Rubén.

Pero no por hacerle daño. Que va.

No para echárselo en cara. No para restregárselo. Tenía que decírselo porque necesitaba suplicarle que la enterraran con él. En la misma tumba. Juntos.

Rubén no fue fácil de convencer. Se cerró en banda. Culpó a Samuel hasta el último momento. Hasta que estuvo a punto de incinerar a su mujer y no pudo hacerlo.

Miró a su hija y comprendió que ella siempre fue el único motivo por el que decidió casarse con Sandra. Fue el día en el que se presentó en su casa dispuesto a dejarla y ella le soltó el notición. Estaba embarazada y no podía abandonarla. Pero nunca la quiso de verdad. Nunca estuvo enamorado de ella. Le tenía cariño. La respetaba. La admiraba. La cuidaba. Pero nunca se enamoró. Y no lo hizo porque siempre estuvo enamorado de la otra Alexandra, como ella la llamaba.

Entonces lo entendió: Sandra sentía exactamente lo mismo. Siempre estuvo enamorada de su ex. Siempre estuvo en su cabeza aquel hombre. Samuel. En su cabeza y en su corazón. ¿Quién soy yo para negar que descansen por fin juntos?

Entonces buscó a la chica. La buscó en persona, en su piso, en el de siempre. Buscó a Alex y sin pasar de la puerta, le concedió el deseo que le había pedido, pero con una condición.

—Yo no asistiré al entierro, Alex. No puedo. No lo haré.

—Era tu mujer, Rubén.

—No puedo. Llevo unos días fatal, destrozado. No he dejado de llorarla, pero no podré llorar por ella si está enterrada con él. Si está con quien le ha arrebatado la madre a mi hija, Alex. No me lo pidas. No estoy preparado.

Alex se seca las lágrimas y le devuelve una frase que en su día le dijo él. Cuando se acababa de morir su padre. Cuando todavía no eran ni siquiera amigos. Cuando él seguía siendo para ella «El Gilipollas»:

«Es el empujón final. Esto es necesario, pequeña. Ya ha pasado lo peor. Ya se acabaron los días difíciles y ahora toca remontar. Hazlo. Ve. Escúchalo y sácatelo de encima. Déjalo atrás, empieza tu vida y hazlo con lo que te haya dejado él. Tómatelo así. Como una oportunidad.» Le había dicho cuando tuvo que enfrentarse a algo para lo que no se creía preparada: la apertura de testamento de su padre, el señor Armengol.

—Rubén… escúchame. —Le pidió con lágrimas en los ojos y agarrándole de la mano todavía de pie al otro lado de la puerta: —Esto es necesario. Hazlo. Ve. Llórale. Sácatelo de encima. Y déjalo atrás. Perdónala, y solo así podrás continuar tu vida. Por vuestra hija. Por tu pequeña.

Alexandra, la irresponsable de Alexandra. La inmadura. La incapaz. Tira del carro, como siempre. Como ya lo hizo antes en momentos como éste. Cuando de verdad se tiene que tirar. Como cuando murió su padre. Como cuando fue ella quien se ocupó y se preocupó. Y que más da si no paga una factura. Si se le olvida. Y si no sabe cocinar. O si es un poco gandula. Ella está a la altura cuando lo tiene que estar. Y lo hace sin tener que esforzarse. Sin reconocerse en esa situación. Sin saber que está siendo y perseverando en momentos que otros desisten y abandonan. Así es. Y así fue.

Ella lo organizó todo. Ella se preocupó de tramitar la gestión, solicitar el entierro conjunto, elegir la música, hablar con los familiares y amigos de Sandra que quisieran leer. Igual con los de Samuel, aunque por su parte fuera ella quien leyese una carta. Una que pensaba leerle a bordo de un velero navegando por el mediterráneo y disfrutando de una suculenta tortilla de patatas y un buen vino.

Y con esas palabras consiguió hacer llorar a Rubén, que días antes le había advertido que el odio por el chico le impedirían hacerlo.

Cada palabra escrita por Alex a Samuel, hicieron entender porque su mujer siempre estuvo enamorada del camarero. Samuel era especial. Era atento sin serlo. Era chulesco y cariñoso a la vez. Era camarero, aunque siempre fuera psicólogo por devoción. Aun cuando él mismo no sabía que lo era. Aun cuando no se había planteado nunca serlo. Hablar con él era encontrar la paz. Encontrar las respuestas. O aprender a formular las preguntas correctas. Era sonreír sin querer hacerlo. Era aprender a vivir con lo esencial y sentirte realmente completo. Así era Samuel. Así era el hombre por el que suspiraba Sandra.

Fue un funeral precioso. Mágico. Parecía el final de Romeo y Julieta de la época actual. Ella tan bonita en la foto. Tan rubia. Tan angelical.

Él tan macarra.  Tan desgarbado. Despeinado y con esas barbas.

Y después Alex se fue. Se fue para unos meses y se convirtieron en varios años. Exactamente dos.

Se fue, y dejó Congrats funcionando con un equipo perfectamente capacitado para continuar creciendo y expandiéndose al ritmo que lo estaba haciendo. Tenía varias sucursales por todo el país. Pero ella prefirió viajar con Unicef, una de las ONG con las que colaboraba su empresa, desde hacía un par de años, como le había sugerido Samuel cuando trataba de convencerle de que invirtiera la herencia de su padre.

Recorrió todo el continente africano ayudando a educar a mujeres y niños, a construir escuelas, a prácticamente lo que le pidieran, y lo hizo tan bien y se sintió tan reconfortada, que lo que había empezado como un viaje de desconexión, acabó convirtiéndose en la experiencia más gratificante de su vida.

Y dos años después, de vuelta de su periplo, y dispuesta a reanudar su vida de nuevo en Barcelona, se dirige a la sección de desayunos del supermercado, y agarra una paquete de cereales para leer su composición.

Entretenida leyendo los ingredientes y las cantidades, se sobresalta cuando de repente algo choca contra sus piernas, cae al suelo, y se pone a llorar.

—Ei, pequeña. ¿Estás bien? —Pregunta la chica, agachándose a levantarla.

Alexandra se queda petrificada al ver la profundidad de los enormes ojos azul oscuro que tiene la niña que está entre sus brazos. Sus ojos no son lo único que la paraliza. Su sonrisa. Sus facciones. Le recuerdan a… 

—Alexandra, ven aquí. Te he dicho mil veces que no corras. —Se escucha gritar en la voz de un hombre.

Alex levanta la mirada al escuchar ese nombre en la voz de Rubén y, aturdida y confundida al no entender nada, se levanta y mira como la niña corre hacia él.

—Rubén. —murmura tan bajito que apenas puede escucharle.

— ¿Alexandra?

La chica tiene el pelo por debajo casi de los hombros, y luce un moreno de piel como nuca había lucido antes. Lleva un vestido largo con tela ornamentada al estilo marroquí, y aunque está casi irreconocible, su voz, sus ojos, su boca, su olor, la delatan ante ese hombre que fue el amor de su vida.

— ¿Qué…? ¿Qué haces aquí?

Alex da media vuelta y se va, intentando huir a toda prisa.

Rubén coge a su hija en brazos y sale corriendo detrás de la chica, sin dejar de repetir su nombre.

—Alex, espera. Alex… Espérame.

Ella se detiene en la puerta del supermercado y le pregunta escuetamente:

— ¿Qué quieres?

—Alex, te busqué. Varios meses después de aquello, te busqué y no estabas. Y nadie sabía decirme dónde encontrarte. Ni siquiera Rafael. Ni tu madre. Nadie.

— ¿Qué querías de mí? ¿Y qué quieres?

—A ti. A ti, Alex. Nunca quise nada más de ti, Alex. Solo a ti.

— ¿Qué te hace pensar que ahora podría funcionar? Sigo siendo la misma, Rubén.

—A esa es a la que quiero. A esa es a la que siempre quise. Nunca debí dejarte. Nunca debí hacerlo.

—Pero ¿ella? Esta vez no somos solo tú y yo. Ahora tienes una hija. Yo no he cuidado en mi vida de nadie. Puedo decepcionarte a ti, pero no me perdonaría nunca hacerle daño a una criatura.

—Cuidaste de tu padre hasta el fin. Cuidaste de Samuel, y cuidaste de mí pese a que no me diera cuenta. Pese a que no lo valorase hasta que te perdí. Hasta que empecé a necesitar para vivir cada uno de tus besos. De tus caricias. Y no los tenía. Y no los tengo. Y no hay mejor tratamiento para ese mal que el de tenerte de nuevo en mi vida. Alex, vuelve.

—No. No, Rubén. No puedo.

La chica empieza a correr y desaparece calle arriba, subida en su moto y sin dejar de acelerar hasta llegar a su piso. El  mismo que compartió primero con Rafael, luego con Samuel y que ahora no comparte con nadie.

Alex ha estado dos años sin volver a ese lugar. De hecho, la habitación de Samuel sigue tal cuál la dejó. La cama desecha, la almohada en el suelo, y encima de la cama aquel cuaderno que…