4. La piedra de salagram

Doce o catorce horas después de la confesión del primer ministro del rajá del Assam, un grupo bien armado, abandonaba la pagoda subterránea, avanzando en profundo silencio a lo largo de la orilla izquierda del Brahmaputra.

El grupo estaba compuesto por Yáñez, Sandokán, Tremal-Naik y diez hombres, malayos y dayaks en su mayoría, que además de las carabinas y de aquel terrible tipo de puñal de hoja serpenteante llamado kris, llevaban cuerdas enrolladas en torno a los costados, antorchas y picos.

El sol se había puesto hacía cuatro o cinco horas, y ya no se veía ser viviente paseando bajo los pipal, los banianos y las palmas, que cubrían la orilla del río, proyectando una profunda sombra.

Después de recorrer unas millas sin cambiar palabra, se detuvieron frente a una islilla que surgía casi en medio del río, a la altura del extremo oriental del populoso suburbio de Siringar.

—¡Alto! —ordenó Yáñez—. Bindar no debe de estar lejos.

—¿Es el indio que has contratado? —presunto Sandokán.

—Sí.

—¿Podemos fiamos de él?

—Surama me dijo que es hijo de uno de los servidores de su padre, y que no debemos dudar de su lealtad.

—¡Hum! —murmuró el Tigre sacudiendo la cabeza—. Yo no me fío más que de mis malayos y mis dayaks.

—Él conoce la pagoda, incluso por dentro; y nosotros sólo la hemos visto por fuera. Necesitábamos un guía.

Se acercó a un enorme grupo de bambúes, de por lo menos quince metros de altura, que se inclinaban sobre las aguas del río, y lanzó un débil silbido, repitiéndolo luego tres veces, con distintos intervalos.

No habían transcurrido diez segundos cuando se oyeron ligeros roces entre las cañas; luego un hombre apareció bruscamente ante el portugués, diciendo:

—Aquí estoy, sahib.

Era un joven indio, de unos veinte años, bien desarrollado, de aire muy inteligente y las facciones más bien finas de las castas guerreras. Llevaba solamente una simple faldilla un poco larga, el languti de los hindúes, ajustada con una faja de algodón azul, en la que guardaba un puñal de anchísima hoja, en forma casi de punta de lanza, y tenía el cuerpo untado de ceniza, recogida probablemente en el lugar en que se queman los cadáveres, que es el poco grato distintivo de los secuaces de Siva.

—¿Has traído la bangle[10b]? —preguntó Yáñez.

—Sí, amo —contestó el indio—. Está escondida bajo los bambúes.

—¿Estás solo?

—No me habías dicho que trajera más gente, sahib. Lo hubiera preferido porque la bangle es pesada de conducir.

—Mis hombres son gente de mar. Embarquemos en seguida.

—Debo advertirte una cosa.

—Habla y sé breve.

—Sé que esta noche deben quemar el cadáver de un brahmán delante de la pagoda.

—¿Durará mucho la ceremonia?

—No creo.

—¿No despertará sospechas nuestra llegada?

—¿Y por qué, sahib? Con frecuencia arriban barcos al islote.

—Vamos, pues.

—Hubiera preferido que no nos vieran desembarcar —dijo Sandokán.

—Permaneceremos a bordo hasta que se alejen todos —contestó Yáñez—. No nos prestarán demasiada atención.

Siguieron al joven indio, abriéndose fatigosamente paso entre aquellas cañas gigantes, que por la base tenían la circunferencia de un muslo de niño, y llegaron a la orilla del río.

Bajo las últimas cañas que inclinándose hacia el agua formaban soberbias arcadas, estaba escondida una de esas pesadas embarcaciones que emplean los indios en los ríos para transportar el arroz; no llevaba palos, pero estaba provista de un techo de broza destinado a proteger a la tripulación de las inclemencias del tiempo.

Yáñez y sus compañeros embarcaron. Los dayaks y los malayos cogieron los largos remos y la bangle dejó el escondite, dirigiéndose hacia el islote, en cuyo centro se alzaba una enorme construcción en forma de pirámide truncada.

El indio había dicho la verdad al anunciarles el funeral. Apenas la maciza barca llevaba recorrida la mitad de la distancia, cuando en la orilla del islote aparecieron numerosas antorchas que se agruparon en torno a una minúscula cala, que debía de servir de muelle a las barcas del río.

—Vaya aguafiestas —dijo Yáñez a Tremal-Naik—. Nos harán perder un tiempo precioso.

—Apenas son las diez —contestó el indio—, y para medianoche todo habrá terminado. Tratándose de un brahmán, la ceremonia será más larga que las demás porque tiene derecho a un trato especial, incluso después de muerto. Si el muerto fuera un pobre diablo, el asunto sería rápido: Un madero para acostar en él el cuerpo, una lamparilla encendida para ponérsela a los pies, un empujón y, buenas noches. La corriente se encarga, entonces, de llevar el cadáver al sagrado Ganges, cuando los cocodrilos y los marabúes lo respetan.

—Lo que sucederá raras veces —intervino Sandokán, que estaba sentado sobre la borda del bangle.

—Puedes considerarlo como un caso milagroso —contestó Tremal-Naik—. Apenas se deja atrás la ciudad, los saurios y las aves rivalizan en hacer desaparecer carne y huesos.

—Y con ese brahmán, ¿qué van a hacer?

—El funeral será un poco largo, ya que exige ciertas formalidades especiales. Ante todo, cuando un brahmán entra en la agonía, no se le transporta simplemente a la orilla del río, para que expire oyendo el dulce murmullo del agua que lo transportará al kailasson, o sea al paraíso, sino a un lugar especial, que antes habrá sido cuidadosamente cubierto de estiércol de vaca, colocándolo sobre un trozo de algodón no usado nunca.

—Salido poco antes de la hilandería —dijo Yáñez riendo—. ¡Estáis bien locos, los indios!

—¡Oh! Espera un poco —añadió Tremal-Naik—. Llega entonces un sacerdote brahmán acompañado por su primogénito para proceder a la ceremonia llamada sarva prayasibrit.

—¿Qué quiere decir?

—La purificación de los pecados.

—¡Vaya! Creía que los brahmanes no pecaban nunca.

—¿En qué consiste? —preguntó Sandokán, que parecía vivamente interesado en aquellos extraños detalles.

—En verter en la boca del moribundo un licor especial de los brahmanes, que se pretende sagrado, mientras a los secuaces de Visnú se les administra un poco de agua en la que se haya metido una piedra cualquiera de salagram.

—Para ahogarles más pronto, ¿verdad? —dijo Yáñez—. En realidad no es ninguna diversión asistir a la agonía de un moribundo. Es mejor enviarlos pronto al otro mundo.

—Pero —contestó Tremal-Naik— no se les deja morir en paz…, es decir, no del todo, porque el moribundo debe agarrarse a la cola de una vaca y dejarse arrastrar por ella un cierto trecho para estar bien seguro de encontrar otra igual, que le ayude a pasar el río de fuego que da vueltas en torno al Yama-lacca, donde habita el dios del infierno.

—Así terminan más aprisa —dijo el incorregible Yáñez.

Recogieron las armas y bajaron en silencio a tierra internándose en un bosque formado casi exclusivamente por palmas tara[11] y por inmensos grupos de bambúes.

Bindar se puso en cabeza del grupo, y a su lado Yáñez, quien —a pesar de lo que había dicho a Sandokán— no tenía una completa confianza en aquel indio, al que conocía desde hacía muy poco, y quería vigilarlo personalmente.

La pagoda no distaba mucho, y en unos veinte minutos el grupo podía llegar allí. Pero todos avanzaban con extremada prudencia para no ser descubiertos. Era muy improbable que a aquella hora tan avanzada paseara nadie por el, bosque, pero a pesar de ello estaban en guardia.

Atravesada la zona de las palmas y los bambúes, se encontraron de improviso ante un vasto claro, interrumpido sólo por grupos de plantas pequeñas.

En el centro se alzaba la pagoda de Karia.

Como ya hemos dicho, aquel templo —veneradísimo por todos los assameses porque encerraba la famosa piedra de salagram con el cabello de Visnú— se componía de una enorme pirámide truncada; con las paredes adornadas de esculturas que se sucedían sin interrupción desde la base a la cima y representaban, en dimensiones más o menos grandiosas, las veintiuna encamaciones del dios indio.

Había también peces colosales, tortugas, jabalíes, leones, gigantes, enanos, caballos, etc.

Ante la puerta de entrada se levantaba una torre piramidal más pequeña: la cobron, coronada por una cúpula y con los muros adornados también con figuras, poco pulidas en su mayor parte, que representaban la vida, las victorias y las desgracias de las diversas divinidades.

A una altura de veinte pies se abría la ventana, ante cuyo alféizar ardía una lámpara.

—Debemos entrar por ahí, sahib —dijo Bindar, volviéndose hacia Yáñez, quien había fruncido la frente al ver aquella luz.

—Temía que vigilase alguien en la pagoda —contestó el portugués.

—No temas nada: es costumbre poner una lámpara en la primera ventana del cobron. Si fuese un día festivo, habría cuatro en lugar de una.

—¿Dónde encontraremos la piedra de salagram? ¿En la pagoda o en esta especie de torre?

—En la pagoda con toda seguridad.

Yáñez se dirigió a sus hombres, diciendo:

—¿Quién sabrá llegar hasta esa ventana y echarnos una cuerda?

—¿Y si forzáramos la puerta, en lugar de eso? —preguntó Sandokán.

—Perderías inútilmente tu tiempo —intervino Tremal-Naik—. Todas las puertas de nuestros templos son de bronce y de un enorme espesor. Además a tus hombres no les costará mucho llegar hasta ahí. Son como los monos de su país.

—Tienes razón —asintió Yáñez.

Señaló a dos de los más jóvenes del grupo y les dijo, simplemente:

—¡Arriba, hasta la ventana!

Aún no había terminado, cuando aquellos diablos —un malayo y un dayak—, subían, cogiéndose a las divinidades, a los gigantes, a los trimurtis hindúes que representaban el sucio lingam que reúne a Brahma, Siva y Visnú.

Para aquellos marineros, medio salvajes, habituados a subir a la carrera a los palos de sus navíos y a caminar como si estuvieran en tierra por las ligeras vergas de sus praos o a encaramarse a los altísimos durios de sus selvas, aquello no era más que una simple escalada.

En menos de medio minuto, se encontraban ambos en el alféizar de la ventana, desde donde echaron dos cuerdas, después de asegurarlas a dos barras de hierro que sostenían dos jaulas destinadas a contener unas bolas de algodón empapadas en aceite de coco en los momentos de iluminaciones extraordinarias.

—A mí la primera —dijo Sandokán—. Tú la otra cuerda, Tremal-Naik. Y tú, Yáñez, a la retaguardia.

—¡Yo debo conquistar el trono de Surama! —exclamó el portugués.

—Razón de más para conservar la preciosísima persona de un futuro rajá —replicó Tremal-Naik, sonriendo—. Los peces gordos no deben exponerse a grandes peligros hasta el último momento.

—¡Id al diablo!

—Nada de eso, lo que haremos es subir al cielo.

—¡Ve al encuentro de Brahma, entonces!

Sandokán y Tremal-Naik treparon rápidamente, desapareciendo entre las tinieblas. Cuando les malayos y dayaks vieron que la cuerda se agitaba de nuevo en el vacío, empezaron la ascensión, regulada por el portugués.

Entretanto, el Tigre de Malasia y el indio habían llegado al alféizar, donde estaban a horcajadas el malayo y el dayak, quienes ya habían apagado la luz para que no se pudiera ver a las personas que subían.

—¿Habéis oído algo? —preguntó en seguida Sandokán.

—No, amo.

—Veamos si hay algún paso por aquí.

—Lo encontraremos sin duda —intervino Tremal-Naik—. Todos los cobron comunican con la pagoda central.

—Encended una antorcha.

El malayo, que llevaba dos sujetas a la faja, obedeció de inmediato.

Sandokán cogió la antorcha, se inclinó casi hasta el suelo, para que la luz no se esparciera demasiado, y dio unos cuantos pasos hacia adelante.

Se hallaban en una minúscula estancia, que tenía una puerta de bronce bastante baja y que estaba sólo entornada.

—Supongo que dará a una escalera —murmuró.

La empujó, tratando de no hacer ningún ruido, y se encontró ante un descansillo también minúsculo. Bajo este descendía una estrecha escalinata que parecía girar sobre sí misma.

—Hasta que suban los demás, exploremos —dijo Tremal-Naik.

—Dejad que os preceda —dijo una voz.

Era Bindar, que se había adelantado a todos los otros.

—¿Conoces el paso? —preguntó Sandokán.

—Sí, sahib.

—Pasa delante de nosotros, y ten cuidado porque no separaremos los ojos de ti ni un solo instante.

El secuaz de Siva sonrió sin responder.

La escalera era estrechísima, tanto que apenas permitía el paso de dos personas juntas.

Sandokán y Tremal-Naik, seguidos de los demás —que iban llegando poco a poco a la ventana—, se encontraron muy pronto en un corredor que parecía avanzar hacia el centro de la pagoda y descendía muy rápidamente.

—¿Estáis todos? —preguntó el pirata, deteniéndose.

—Sí, y yo también —contestó Yáñez, adelantándose—. Las cuerdas han sido retiradas.

El Tigre de Malasia desenvainó la cimitarra que le colgaba del costado y que brilló como si fuera de plata —por estar hecha del incomparable acero natural que no se encuentra más que en las minas de Borneo—, luego dijo con voz resuelta:

—¡Adelante! ¡Os guía el antiguo pirata de Mompracem!

Recorrido el corredor y tras descender otra escalera, entraron en una inmensa sala en cuyo centro se alzaba, sobre una enorme mesa de piedra, una estatua en forma de pez colosal.

Aquella era la primera encamación del dios conservador, transformado de tal guisa para salvar del diluvio al rey Sattiaviradem y a su mujer, sirviendo de aquella forma de timón del barco que les había enviado para librarles del diluvio universal[12].

Y narran las leyendas indias que, después de este hecho, Visnú, enojado con los gigantes Canagascien y Aycriben porque habían robado los cuatro Vedas para que el nuevo pueblo fundado por Sattiaviradem no tuviese religión, les mató para restituirlos a Brahma.

El grupo se detuvo, temiendo que hubiese algún sacerdote en la amplia sala; luego, tranquilizados todos por el profundo silencio que reinaba allí dentro, se dirigieron resueltamente hacia el gigantesco pez.

—Si el ministro no nos ha engañado, la anilla debe de estar ahí delante —dijo Yáñez.

—Si no ha dicho la verdad, le echaremos al río con una buena piedra al cuello —contestó Sandokán.

Estaban llegando junto al dios, cuando les pareció oír como el chirrido de una puerta que se abría.

Se detuvieron todos; luego los dayaks y los malayos, con un movimiento fulminante, encerraron como en un cerco a Sandokán, Yáñez y Tremal-Naik, apuntando sus carabinas en todas direcciones.

Esperaron unos minutos, sin hablar, casi sin respirar; luego Yáñez rompió el silencio.

—Seguramente nos hemos equivocado —dijo—. Si hubiera entrado algún sacerdote, a estas horas ya habría dado la alarma. ¿Qué dices tú, Bindar?

—Pienso que ese ruido ha sido el crujido de una viga.

—Busquemos la anilla —dijo Sandokán—. Si nos sorprenden, les daremos un buen recibimiento.

Dieron la vuelta al monstruoso dado de piedra que sostenía la encamación de Visnú y encontraron enseguida una anilla de bronce macizo, en la que se distinguía un altorrelieve que representaba una caracola: la piedra de salagram.

Una exclamación de júbilo que apenas pudo sofocar, brotó da labios del portugués.

—Esto me ayudará a conquistar el trono —dijo—. Con tal de que esté realmente bajo nuestros pies.

—Si no la encontramos, te conformarás con la que figura en esta anilla —dijo Sandokán.

—¡Ah, no! Quiero la verdadera caracola —replicó Yáñez.

—No sé por qué te interesa tanto.

El portugués, en lugar de contestar, dijo, volviéndose hacia sus hombres:

—Levantadla.

Los dos dayaks más robustos del grupo, cogieron la anilla y con no poco esfuerzo levantaron la piedra, que medía casi un metro cuadrado.

Yáñez y Sandokán se inclinaron en seguida sobre el agujero, descubriendo una estrecha escalera que bajaba en forma de caracol.

—¡Nuestro queridísimo Kaksa Pharaum ha sido de una maravillosa precisión! ¡Qué trastornos producen a veces ciertas comidas! Apuesto a que en adelante se contentará con muy poca cosa.

Diciendo esto, Yáñez cogió la antorcha a un dayak, cargó una pistola y bajó valerosamente al subterráneo del templo.

Todos los demás le siguieron, uno a uno, preparando las carabinas. Nadie pensó en la imprudencia que estaban cometiendo.

Descendidos dieciocho o veinte escalones, se encontraron en una espaciosa sala subterránea que probablemente había servido de templo, miles de años antes, a juzgar por la tosquedad de las esculturas, apenas marcadas sobre las paredes rocosas, y que representaban las habituales encamaciones del dios conservador.

Los ojos de Yáñez se fijaron de inmediato en un dado de piedra, coronado por una pequeña estatua de terracota, que representaba a un brahmán enano.

—La piedra debe de estar escondida ahí debajo —dijo.

De una patada derribó al monstruo, haciéndolo pedazos, y casi en seguida lanzó un grito de júbilo.

En medio del bloque de piedra, cubierto por el basamento de la estatua, había visto un cofre de metal, con altorrelieves de exquisita factura.

—Ahí está la famosa piedra —exclamó triunfante—. La corona del Assam es ya de Surama.

Sin pedir ayuda a nadie, sacó el cofre de su escondite y, viendo un botón en el lugar en que debía encontrarse la cerradura, lo oprimió con fuerza.

La tapa se abrió de golpe y a los ojos de todos apareció una caracola petrificada, de color negruzco.

Era la muy venerada piedra de salagram que contenía el cabello de Visnú.