10. En la corte del Rajá
Seis horas más tarde la caravana —acompañada por gran número de curiosos, acudidos desde todos los barrios de la ciudad para ver a la terrible fiera y lanzar contra su cadáver sangrientos insultos—, se detuvo ante el grandioso palacio del rajá.
Los ministros, advertidos ya por dos sikkari que habían precedido a los elefantes, esperaban al famoso cazador inglés en la base de la escalinata de mármol con una escolta de sikhs con trajes de gala y de eunucos que vestían lujosa y vistosamente.
—Yáñez —dijo Sandokán, deteniéndole en el momento en que iba a descender del elefante—, no te ocupes de mí ni de Tremal-Naik. El palacio real no se ha hecho para nosotros. Ya sabes donde encontrarnos.
—Me quedo con los malayos.
—Forman tu guardia, ¡y qué guardia! Con ellos no tienes nada que temer. Nosotros aprovechamos esta confusión para eclipsarnos.
—Pronto recibiréis noticias mías.
Bajó a tierra y se dirigió al encuentro de los ministros seguido por ocho sikkari que llevaban a la monstruosa fiera.
—Decid a su alteza que yo haber mantenido mi promesa —les dijo.
—Su alteza le espera, milord —contestaron a una los ministros, inclinándose casi hasta el suelo.
Yáñez, que volvía a ser el excéntrico inglés, subió la escalinata flanqueada por dos filas de sikhs que le contemplaban con profunda admiración y, precedido por cuatro eunucos, hizo su solemne entrada en la inmensa sala del trono, atestada de altos dignatarios, jefes del ejército, tañedores y can-ceni, o sea bailarinas que llevaban bellísimos vestidos, muy semejantes a los de las bayaderas bengalíes y de la India central.
Su alteza, estaba tendido en su trono-lecho charlando con algunos de sus favoritos. Pero cuando vio entrar al portugués, seguido por los sikkari que llevaban el kala-bâgh se levantó prestamente y, favor insigne, descendió los tres escalones de la plataforma, extendiendo la diestra.
—Eres un valiente, milord —dijo.
—Yo no haber hecho más que disparar mi carabina —contestó Yáñez.
—Ninguno de mis súbditos, aun siendo valerosos, hubiera sido capaz de enfrentarse con semejante fiera y matarla. Ahora puedes pedirme lo que quieras.
—A mi basta ser tu gran cazador y ser invitado tuyo.
—Daré grandes fiestas en tu honor.
—No, alboroto; hacerme demasiado daño cabeza. Yo sólo querer ver teatro indio.
—Tengo aquí una compañía fija que es la más famosa de mi reino.
—¡Oh! Yo estar satisfecho ver tus comediantes.
—Estarás cansado.
—Poquito.
—Tu apartamento está dispuesto, y pongo a tu disposición todos los servidores que desees.
—Bastar a mí, alteza, mi escolta y un chitmudgar.
—Lo encontrarás ante tu puerta, milord. ¿Cuándo quieres asistir a la representación?
—Esta noche, si no te molesta.
—Un deseo tuyo es una orden para mí, milord —contestó cortésmente el rajá.
Se acercó al tigre y lo miró largo rato.
—Esta piel hará muy buen papel en tu habitación —dijo luego—. Te recordará siempre la gran empresa que has realizado. Ve a descansar, milord, y esta noche cenaremos juntos y te presentaré a otro blanco, que espero se convierta en tu amigo.
—Yo verlo con placer —dijo Yáñez.
La recepción había terminado.
El portugués llamó a sus malayos y abandonó la sala, que se iba vaciando lentamente, precedido por dos eunucos.
El rajá había vuelto a sentarse, o mejor dicho a tenderse en su trono, después de hacer con la mano un gesto imperioso que significaba:
—Dejadme solo.
Apenas habían salido el último ministro y el último guardia, se abrió la doble cortina de seda que colgaba detrás del trono y apareció un hombre. No era un indio, sino un europeo de alta estatura y piel blanquísima, que resaltaba más debido a la larga barba negra que le enmarcaba el rostro. Tenía las facciones regulares, la nariz aquilina, los ojos negros y ardientes, pero con un no sé qué de falso que, por lo menos en un primer momento, producía mala impresión.
Como todos los europeos que viven en la India, iba vestido de ligerísima franela blanca. En la cabeza, sin embargo, llevaba un casquete rojo con flecos como los que suelen llevar los griegos y levantinos.
—¿Qué piensas Teotokris? —le preguntó el rajá—. Por tu expresión, parece que no estés satisfecho de la empresa llevada a cabo por el inglés.
—Te engañas, alteza; los griegos admiran las pruebas de valor.
—Sin embargo, veo una profunda arruga en tu frente, y me pareces preocupado.
—Y lo estoy realmente, alteza —contestó el griego.
—¿Por qué motivo?
—¿Estás seguro de que es un verdadero lord?
—¿Y por qué iba a dudarlo?
—¿Sabes de dónde viene?
—De Bengala, me ha dicho.
—¿Y qué ha venido a hacer aquí?
—A cazar.
El griego hizo una mueca.
—¡Hum!
—¿Sabes algo de él?
—Sólo sé que de vez en cuando va a visitar a una muchacha india bellísima, que debe de pertenecer a las castas elevadas y que parece muy rica, porque vive en un precioso palacio con muchos servidores y doncellas.
—Hasta aquí no veo nada de extraordinario —dijo el rajá—. Muchas de nuestras mujeres se han casado con ingleses.
—¿Y si ese señor fuera un espía enviado por el gobernador de Bengala para vigilar todos tus actos?
Al oír aquellas palabras, el rostro del príncipe tomó una expresión casi feroz.
—¿Tienes alguna prueba, Teotokris? —preguntó, apretando los dientes.
—Hasta ahora, no.
—Entonces, ¿es una suposición?
—De momento, sí.
—Sin embargo, parece que tienes alguna sospecha.
El griego hizo un gesto vago, luego añadió con cierta malignidad:
—Querría ver los títulos de nobleza de ese lord.
—Tienes una policía a tu disposición: utilízala. Pero hasta que tengas una prueba en contra suyo, ese inglés será mi huésped. Él ha recuperado la piedra de salagram y no ha querido nada a cambio; por el contrario, me ha hecho un gran servicio, librando a mis buenos súbditos de Kamarpur del kala-bâgh. Tú nunca has sido capaz de tanto en sólo cuarenta y ocho horas.
El griego se mordió los labios.
—Yo no niego que sea un valiente y que la suerte le haya ayudado —dijo luego—. Pero precisamente porque es un valiente puede ser peligroso.
El rajá hizo un gesto de hastío y se puso en pie, diciendo:
—Deja en paz al inglés, Teotokris. Y haz avisar a mis actores para que esta noche preparen un espectáculo emocionante en el patio grande.
—Haré lo que deseas, alteza —contestó el griego.
Yáñez, satisfechísimo por el buen cariz que tomaban sus asuntos, tomó posesión del apartamento que le había asignado el espléndido rajá.
Se componía de cuatro hermosas habitaciones, un salón elegantísimo y un cuarto de baño, amueblados todos con mucho lujo y provistos de punka, que son grandes tablas cubiertas de tela y sujetas al techo, que un criado hace girar continuamente mediante un juego de cuerdas, para mantener una temperatura agradable en el interior.
El chitmudgar, que el príncipe había destinado al famoso cazador, se había apresurado a traer una opípara comida con muchas botellas de cerveza y licores, destinando parte al primero y parte a los seis malayos, que ocupaban una de las cuatro habitaciones, transformada en una especie de cuartel.
—Acompáñame —dijo Yáñez al mayordomo, sentándose.
—¡Yo!… ¡Con usted, milord! —exclamó el indio, con un gesto de estupor.
—Calla, y comparte todo esto conmigo. Tengo muchas cosas que pedirte y también rupias para regalarte, si me eres fiel.
Las rupias hicieron más efecto que la invitación, porque el chitmudgar, fácil de sobornar como la mayor parte de sus compatriotas, obedeció prontamente, sin protestar más por tan gran honor.
—¿Es cierto que los comediantes están aquí, en palacio? —preguntó Yáñez, probando los manjares.
—Sí, milord.
—¿Conoces al director de la compañía?
—Es amigo mío, milord.
—Estupendo —dijo Yáñez, sirviéndose un vaso de cerveza y bebiéndolo de un solo trago—. Quiero verle.
—He recibido orden de satisfacer todos tus deseos. El rajá lo quiere así.
—Pues yo deseo que el príncipe no sepa que quiero ver al director de la compañía. Compro tu silencio por cincuenta rupias.
El mayordomo se sobresaltó y abrió los ojos de par en par. En un año de servicios no ganaba tal vez ni la mitad de aquella suma, que para él representaba una pequeña fortuna.
—¿Qué debo hacer?
—Ya te lo he dicho: quiero que venga el jefe de los actores, y mejor si no le ven. ¿Dónde tendrá lugar el espectáculo?
—En el patio interior.
Yáñez se reclinó en la butaquita de bambú y miró unos instantes al chitmudgar.
—¿Es el mismo dónde el rajá mató a su hermano?
—Sí, milord.
—Me lo había imaginado. ¿Existe aún la famosa galería desde dónde el hermano de Sindhia disparó sobre sus familiares?
—Está precisamente sobre el escenario.
—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez—. A esto se le llama tener una suerte prodigiosa. Ve a llamar a ese hombre.
El mayordomo no se hizo repetir la orden; aunque no había terminado aún su comida, se levantó precipitadamente y desapareció.
—¡Ah, ah! —rio Yáñez—. Mi querido rajá quiero prepararte una mala pasada y hacer nacer en tu corazón una sospecha que no te dejará dormir.
Llamó al jefe de los malayos, que comía en la habitación contigua con sus compañeros y acudió en seguida.
—¿Qué desea, capitán Yáñez? —preguntó el salvaje malayo.
—¿Cuántas rupias os ha confiado Sandokán? —preguntó el portugués.
—Seis mil.
—Tenedlas a punto.
Un momento después entraba el mayordomo acompañado por un indio más bien entrado en años, de ojos muy inteligentes, facciones aún bellas y piel más bien oscura, porque los actores suelen ser casi siempre indios tamiles o malabares, que son los pueblos más aficionados a las representaciones dramáticas.
—Aquí está el calicaren (actor) —anunció el mayordomo.
El indio hizo una profunda inclinación y esperó a que le interrogaran.
—¿Eres tú quien elige las comedias o tragedias que se representan, o es el rajá? —le preguntó Yáñez.
—Soy yo, sahib.
—¿Qué pensabas representar esta noche?
—El Ramayana, una tragedia escrita por nuestro gran poeta Valmiki, que es el más conocido en la India.
—¿De qué se trata?
—De las empresas y conquistas hechas por el dios Rama en Ceilán.
—Rama no me interesa —contestó Yáñez—. El tema quiero dártelo yo. Ven aquí, y escucha atentamente.
Se puso en pie y le condujo a su saloncito. El coloquio duró una buena media hora y terminó con una llamada de Yáñez al jefe de su escolta malaya.
—Da quinientas rupias a este hombre —dijo el portugués—. Esto es el regalo de milord.
El calicaren intentó echarse a los pies del generoso inglés, pero este le detuvo con un rápido gesto, diciendo:
—No es preciso. Guárdatelas y haz lo que te he dicho. Ahora ya puedes irte, y sobre todo, silencio.
—Seré mudo como una estatua de bronce, sahib.
Cuando se quedó solo, Yáñez se tendió en el magnífico lecho —dorado, con incrustaciones de madreperla, y cubierto por una soberbia tela de seda adamascada— murmurando:
—Ahora podemos reposar hasta que llegue ese europeo misterioso, si es que se digna venir a saludarme.
Invitado por el profundo silencio que reinaba en el palacio —ya que era la hora del reposo diurno, que dura desde después del mediodía hasta las cuatro, tiempo durante el cual todos los asuntos quedan en suspenso— y por la grata frescura proporcionada por la punka, que un criado situado en la terraza moría enérgicamente, no tardó en cerrar los ojos.
Una discreta llamada en la puerta, le despertó un par de horas más tarde.
—¿Eres tú, chitmudgar? —preguntó Yáñez, saltando de la cama.
—Sí, milord.
—¿Qué quieres de mí?
—El señor Teotokris desea verle, sahib.
—¡Teotokris! —exclamó el portugués—. ¿Quién es? Es un nombre griego, si no me engaño. ¡Ah ya! Será el europeo de quien me han hablado. Vamos a conocer a ese personaje misterioso.
Ordenó sus ropas, tomó la precaución de meterse una pistola en el bolsillo, sabiendo por instinto que tenía que enfrentarse con un adversario peligrosísimo tal vez, y entró en el salón.
El griego estaba allí, de pie, con una mano apoyada en la mesa, un tanto meditabundo.
Viendo entrar a Yáñez, se irguió, mirándole rápidamente; luego hizo una ligera inclinación, diciendo en perfecto inglés:
—Me siento feliz de saludarle, milord, y de ver aquí, en la corte de su alteza el rajá de Assam, a otro europeo.
Estas palabras fueron pronunciadas con una cierta irónica irritación, que no escapó al astuto portugués.
Sin embargo, este contestó amablemente:
—Yo ya sabía, señor, que había aquí un europeo, y nadie se sentiría más feliz que yo de estrecharle la mano. Fuera de nuestro continente, cualquiera que sea nuestra nación, somos siempre hermanos, porque somos hijos de la gran familla de los hombres blancos. Siéntese, señor…
—Teotokris.
—¿Griego?
—Sí, del archipiélago.
—¿Cómo se encuentra aquí? Su patria no tiene intereses en la India.
—Es una larga historia que le contaré en otra ocasión. No he venido para esto, milord.
—Dígame qué desea de mí.
—Pedirle una explicación de parte del rajá.
Yáñez frunció imperceptiblemente la frente y miró con atención al griego, como si tratara de adivinar sus pensamientos.
—Dígame —dijo luego.
—No ha llegado solo al Assam, ¿verdad?
—No, traigo conmigo seis cazadores malayos que me han dado numerosas pruebas de fidelidad cuando cazaba tigres en Borneo.
—¿Ha estado en Borneo, entonces?
—He visitado todas las islas malayas, haciendo verdaderas matanzas de animales feroces.
—Sin embargo, nosotros hemos sabido que le acompaña otra persona.
—¿Quién?
—Una joven india bellísima que ha alquilado un palacio.
—¿Y…? —preguntó Yáñez, fríamente.
—El rajá querría saber si es alguna princesa india.
—¿Por qué?
—Para invitarla a la corte.
—¡Ah! —exclamó Yáñez, respirando algo más tranquilo, porque a pesar de su gran valor y sangre fría había sentido cierta aprensión—. Diga a su alteza, que se lo agradezco, pero que a esa joven sólo le gusta la tranquilidad de su casa.
—Pero es una princesa…
—Sí, del Mysore —contestó Yáñez—. ¿Quiere saber algo más?
El griego no contestó; parecía como si se sintiese embarazado o quisiera hacer alguna oirá pregunta y no se atreviese.
—Hable —dijo Yáñez.
—¿Se quedará mucho tiempo aquí, milord?
—No lo sé; depende del mayor o menor número de tigres que infestan el Assam.
—Deje que devoren —dijo el griego, encogiéndose de hombros—. ¿Qué le importa que se coman unos cuantos centenares de assameses? Al rajá siempre le quedarán bastantes que gobernar.
—No es demasiado amable con quien le hospeda.
—Soy huésped del rajá y no de ellos.
—Explíquese mejor.
—¿Qué querría a cambio de volverse a Bengala? Allí hay más tigres que aquí y en las Sunderbunds podría desahogarse todo lo que quisiera.
—¡Marcharme yo! —exclamó Yáñez.
Teotokris permaneció silencioso, pero mirando a Yáñez con cierto estupor.
—Un compatriota mío ya me hubiera comprendido —dijo por fin, con mal velada cólera.
—Puede que sí, señor —contestó Yáñez con calma—, pero como los ingleses no somos tan despiertos como los griegos del archipiélago, tenemos costumbre de esperar siempre más amplias explicaciones.
—¿Le bastarían cinco mil rupias? —preguntó el griego.
—Para…
—Marcharse.
—¡Oh!
—Ocho mil.
Yáñez le miró sin contestar.
—Diez mil —dijo el griego, apretando los dientes.
Nuevo silencio por parte del portugués.
—¿Quince mil?
—Y treinta mil a usted si dentro de veinticuatro horas ha cruzado la frontera del Assam —dijo Yáñez, poniéndose en pie.
El griego había palidecido intensamente, como si hubiera recibido una bofetada en pleno rostro.
—¡A mí! —gritó.
—Sí, a usted se las ofrece lord Moreland, que nunca ha sido un griego del archipiélago, ni un pescador de esponjas ni de lenguados.
—¿Qué dice? —gritó Teotokris, apretando los puños.
—¿Necesita acaso un médico para que le opere los oídos? Uno de mis malayos es muy hábil para estas cosas. Incluso curó a un tigre joven que yo había capturado.
El griego retrocedió dos pasos, asaetando a Yáñez, que conservaba su admirable calma, con sus ojos de fuego.
—Creo que me ha ofendido —dijo con voz estrangulada.
—También yo lo creo.
—¿Entonces?
—¡Cómo! Entre nosotros, cuando se cree haber recibido un insulto, se suele pedir una reparación con las armas.
El griego quedó perplejo.
Por su parte, Yáñez sacó un cigarrillo del bolsillo y lo encendió tranquilamente, echando al aire una nubecilla de humo perfumado.
—Si quiere uno, señor, se lo ofrezco de todo corazón.
—¡Pretende burlarse de mí!
—¡Yo! ¡Dios me libre! No me gusta burlarme más que de los tigres, y son más peligrosos que los hombres. ¿No le parece, señor Teotokris?
—¿Así que no quiere marcharse?
—No he venido aquí para matar un miserable kala-bâgh —contestó Yáñez—. Quiero volver a Bengala con un buen número de pieles. Y además encuentro que se está muy bien en el palacio real.
—Aún no sabe lo caprichoso que es el rajá. Sería capaz de ordenarle que le trajera un tigre cada día.
—Y yo iría a buscarlo y lo mataría. ¿Acaso no me ha nombrado su cazador?
—Y también podría pedirle que le mostrara usted sus documentos, para comprobar que es realmente un lord y no un aventurero.
Esta vez le tocó palidecer a Yáñez. Su mano derecha cayó sobre el hombro izquierdo del griego con tal violencia que le obligó a inclinarse, aunque le llevaba por lo menos un palmo de estatura.
—Ahora es usted quien me ofende, ¿no le parece?
—Tal vez.
—Entonces, como un lord nunca deja sin castigo un insulto, le ruego que me dé una explicación de ese calificativo de aventurero.
—Cuando quiera, si me concede la elección de las armas y que el duelo sea público.
—De acuerdo —contestó simplemente Yáñez.
—Para mañana.
—Sea.
—El rajá y su corte serán nuestros testigos.
—Perfecto.
—Adiós, señor.
—Lord Moreland le saluda, griego del archipiélago.