14. Sandokán acude al rescate
Había transcurrido apenas media hora del audaz secuestro de Surama organizado por el faquir, cuando una de sus servidoras entró en la estancia para anunciar a su joven dueña el regreso del jefe de la escolta con una carta urgente del Tigre de Malasia.
Aunque ya pasaba de la medianoche, la fiel india no vaciló en vestirse con presteza y entrar, habiendo recibido órdenes de despertarla en caso de que se presentara en el, palacio algún mensajero.
El jefe de la escolta de Yáñez se había detenido ante la puerta, pero al oír el grito que lanzó la india, se precipitó hacia allí, temiendo que algún peligro amenazara a la prometida del portugués.
—¿Por qué chillas así? —preguntó, con una mano en la empuñadura ce la cimitarra.
—¡Ha desaparecido!
—¿Quién?
—Mi señora.
—¡Es imposible!
—¡Mira! La cama está vacía.
El malayo hizo un gesto de estupor, luego su piel se puso grisácea, que para ellos equivale a palidísima. Había visto la cama deshecha, las mantas tiradas y las sábanas vacías.
—¡Secuestrada! —exclamó.
—Ya lo ves: no está.
—¿Habrá salido?
—No, porque la puerta estaba cerrada y hay dos criados vigilando.
—Llama a todo el mundo, y da orden de preparar dos caballos, los mejores que haya en las cuadras.
La sirvienta salió corriendo, mientras el malayo daba una vuelta por la estancia. La ventana con los postigos abiertos le llamó en seguida la atención.
—¡Por ahí la han hecho bajar! —exclamó.
Se inclinó sobre el alféizar, alargó los brazos y encontró la cuerda colgada del gancho.
—¡Canallas! —murmuró—. ¿Cómo habrán hecho para introducirse aquí sin que nadie les oyera, y llevársela sin que Surama gritara o…?
Se detuvo bruscamente, llevándose una mano a la frente.
—¿Qué me ocurre? —se preguntó, mirando en torno. Diría que la cabeza se me pone pesada y que me invade un ligero entorpecimiento… Sin embargo, no veo ninguna flor.
En aquel momento entraban toda la servidumbre y los cuatro malayos, gritando y gimiendo.
—Silencio —dijo el jefe de la escolta—. Ante todo, decidme si notáis algún perfume sospechoso.
Todos olfatearon el aire varias veces, luego uno de los criados exclamó:
—¡Aquí han escondido flores de carma-joga!
—¿Qué es eso? —preguntó el jefe.
—Flores que adormecen.
—Buscadlas.
Los criados se pusieron a revolverlo todo, separando los muebles, levantando las alfombras y los cortinales y, finalmente, consiguieron encontrar el ramito que el astuto faquir había escondido y los trozos de vidrio de la botellita redonda.
—Tirémoslas fuera en seguida —dijo el que las había encontrado—. Corremos el peligro de dormirnos nosotros también.
Tiraron el ramillete por la ventana abierta.
—Decidme —dijo el jefe—, ¿habéis visto entrar a alguien?
—No —contestaron todos a una.
—¿Ningún ruido?
—Tampoco.
—¿Tenéis alguna sospecha?
—No.
De pronto uno de los criados lanzó un grito:
—¿Y el gussain? Vamos a ver si aún está aquí.
Abrieron la puerta que comunicaba con el salón y pudieron comprobar que el faquir ya no estaba.
Un grito de rabia brotó de todas las bocas.
—¡Miserable!
—¿Qué queréis decir? —preguntó el jefe—. ¿Quién era? ¿Un hombre tal vez?
—Un faquir —contestó uno de los cuatro malayos.
—¿También tú lo has visto?
—Sí, jefe.
—¿Están dispuestos los caballos?
—Están delante de la puerta, señor —dijo un palafrenero.
—Ven conmigo, Loy —ordenó el jefe—. Me contarás lo que ha ocurrido durante el viaje. No debemos perder ni un solo instante. Tal vez ya me he detenido demasiado. Sin añadir palabra, bajaron rápidamente la escalinata a cuyo pie esperaban los caballos, retenidos con esfuerzo por dos criados; saltaron a la silla y aflojaron las riendas.
—¿Adónde vamos, Kabung? —preguntó Loy.
—A la pagoda subterránea. Avisaremos ante todo al Tigre de Malasia.
—¿Y el señor Yáñez?
—El palacio del rajá está cerrado de noche; además el capitán no podría hacer nada en este momento, mientas que el Tigre y Tremal-Naik están libres y tienen hombres valientes con ellos, como Kammamuri y el tal Bindar. Espolea a m caballo y carga tu carabina. Anoche maté a un espía cerca de nuestro refugio.
—¿Te había seguido?
—Sí, durante muchas horas; pero le despaché en seguida. No hice más que emboscarme entre los centenares de troncos de un baniano y esperar a que pasara por delante. Una sola bala bastó para cerrarle la boca eternamente. ¡Vamos, dale al látigo! También para el Tigre de Malasia será un golpe terrible enterarse de la desaparición de Surama, a la que quiere como a una hija.
Los dos caballos —dos espléndidos corceles del Gujerat— corrían como el viento, levantando una espesa columna de polvo, porque las antiguas ciudades indias no estaban empedradas.
En un cuarto de hora llegaron al último suburbio que se extendía a lo largo de la orilla izquierda del Brahmaputra y salieron a campo abierto sin haber encontrado un ser viviente.
Pasado otro cuarto de hora, galopaban entre los tupidos grupos de banianos, taras y mangas que ocultaban en gran parte la enorme roca en cuyas vísceras se abría la pagoda subterránea.
—Prepárate a contarlo todo al Tigre de Malasia —dijo el jefe—. Ya estamos.
Cuatro hombres acababan de saltar bruscamente al sendero que llevaba al templo, apuntándoles con sus carabinas.
—Amigos —gritó el jefe—. Pronto, corred a despertar al amo. Noticias graves.
Dos centinelas desaparecieron entre los árboles, mientras los otros se emboscaban de nuevo, para impedir que pudiera acercarse algún espía.
Pocos instantes después, los dos malayos entraban en el templo subterráneo, precedidos por dos dayaks provistos de antorchas, introduciéndose en la sala ya descrita, donde se hallaban, a medio vestir, el Tigre de Malasia, Tremal-Naik, Kammamuri y el indio Bindar.
—¿Qué noticias traes? —preguntó el primero no sin cierta agitación—. Si has vuelto tan pronto, quiere decir que ha ocurrido algún grave acontecimiento en la ciudad.
—Gravísimo: Surama ha sido secuestrada. Mi compañero te lo contará todo.
Entre los cuatro hombres se produjo un momento de angustioso silencio: el pirata y Tremal-Naik quedaron como fulminados.
—¡Desaparecida! —exclamó después el primero con voz terrible—. ¿Quién puede haberse atrevido a tanto? ¿Lo sabe Yáñez?
—No, amo —contestó el malayo—. A Surama se la han llevado hace un par de horas.
—Pero ¿quién? —preguntó Tremal-Naik, apretando los puños, mientras el maharato se arrancaba los pelos de la rala barba.
—Escuchadle —dijo Sandokán.
—¡Habla! ¡Habla! —gritaron todos a una.
El malayo que estaba al servicio de Surama narró rápidamente cuanto había ocurrido, sin olvidarse de hacer caer sus sospechas sobre el gussain del brazo anquilosado. Aquella circunstancia llamó inmediatamente la atención de Bindar.
—Un faquir que sujeta un ramillete con el puño —dijo el indio, cuando el malayo hubo terminado—. No hay más que uno en toda la ciudad: Tantia.
—¿Le conoces? —preguntó el Tigre de Malasia.
—Sí, de vista, sahib —contestó el indio.
—¿Qué clase de tipo es?
—¡Hum! No tiene muy buena fama ese faquir. Se dice que es un espía del rajá o de sus ministros.
—¿Sabes dónde vive? —preguntó Tremal-Naik.
—Normalmente en las escalinatas de las pagodas y… mañana es viernes, ¿verdad?
—Sí —contestó Kammamuri.
—Podremos verle con toda seguridad en la pagoda de Karia. Ese día le he visto siempre hacer el juego de la flor en compañía de algunos saniassis[34], que deben de ser sus protectores y también sus explotadores.
—Ese es el punto de partida —dijo Sandokán que no había perdido una sílaba—. ¡Con tal de que no sean dos esos canallas!
—No, sahib; de eso estoy seguro —replicó Bindar—. Yo conozco la ciudad al dedillo, porque vivo aquí desde los once años, y nunca he visto a un gussain que se pareciera a aquel.
—¿Has observado alguna otra señal particular en ese faquir? —preguntó Tremal-Naik al malayo de Surama.
—Sí, una gran cicatriz en la frente, que me pareció producida por un tremendo latigazo más que por un arma cortante.
—¡Es Tantia! —exclamó Bindar—. También yo he observado esa señal violácea que parece un ligero surco.
—¿A qué hora va a situarse en las escalinatas de la pagoda? —preguntó Sandokán.
—Siempre le he visto temprano. Por la tarde duerme bajo los banianos.
—¿Con sus saniassis?
—Sí, sahib.
—¿Tenemos la bangle preparada?
—Está escondida entre las cañas de la orilla.
—Partamos, Tremal-Naik. Sólo faltan tres horas para el amanecer.
—¿Cuántos hombres? —preguntó el bengalí.
—Bastará una docena. Que los otros se queden vigilando al querido Kaksa Pharaum. El ministro debe estar más custodiado que nunca. Si escapara, todo habría terminado para vosotros y también para Yáñez.
—Señor —dijo Kabung—, ¿debo avisar al capitán?
—Por ahora no. Y vamos ya, amigos; una hora perdida vale por un día en estos momentos.
Kammamuri salió en seguida para escoger a les hombres que debían acompañarles.
Sandokán y Tremal-Naik se vistieron rápidamente, cogieron sus armas y abandonaron la sala.
Fuera de la pagoda subterránea, diez malayos, entre los que se encontraba el malayo de Surama, les esperaban ya, junto con Bindar y Kammamuri.
A un silbido del Tigre de Malasia, acudieron los centinelas escondidos entre los matorrales.
—¿Nada sospechoso? —presunto Tremal-Naik.
—No.
—En marcha —ordenó entonces Sandokán.
Los catorce hombres desaparecieron entre la vegetación que se extendía en torno a la roca, dirigiéndose hacia la orilla del Brahmaputra.
Bindar se puso en cabeza, seguido por Sandokán y Tremal-Naik, quienes llevaban las carabinas bajo el brazo para estar mejor preparados a servirse de ellas.
El río mugía sordamente a poca distancia, pero todos abrían bien los ojos y prestaban oído atento, habiendo sabido que, la noche anterior, el jefe de la escolta de Yáñez había matado a un individuo sospechoso que llevaba varias horas siguiéndole.
A doscientos pasos del agua, se metieron entre un grupo de nagatampos, hermosísimos árboles, de madera tan dura que los europeos la llaman madera de hierro, y que producen flores muy perfumadas, de las que se sirven las elegantes indias para adornarse los cabellos.
—La bangle está a pocos pasos —dijo Bindar, dirigiéndose a Sandokán y Tremal-Naik.
—¿Estará aún?
—Lo comprobé ayer por la mañana, sahib.
Atravesaron los matorrales y se metieron entre una inmensa cantidad de Calamus[35], que se enredaban unos con otros como gigantescas serpientes, llegando hasta la orilla donde formaban extrañas bóvedas.
Bindar se metió entre las cañas acuáticas y muy pronto un grito de triunfo avisó a sus compañeros de que la embarcación había sido hallada.
—Rápido —dijo el pirata—, debemos llegar antes del amanecer.
La bangle, impulsada por Bindar, avanzaba quebrando o doblando las cañas que obstaculizaban su marcha.
Los malayos y sus jefes embarcaron rápidamente, dirigiéndose en seguida hacia la isla sin mover mucho los larguísimos remos.
—Derechos al islote —ordenó Sandokán.
La noche era tranquila. Sólo se oían el murmullo de las aguas, rompiendo contra los cañaverales que cubrían la orilla, y los gritos de los ánades brahmines y de las ocas, les primeros en despertarse en los grandes ríos de la India.
Sandokán y Tremal-Naik, tendidos a proa de la embarcación, miraban atentamente las dos orillas y el islote en el que se alzaba la célebre pagoda que encerraba nuevamente, en sus subterráneos, la famosa piedra de salagram.
Aunque estaban seguros de que nadie les había visto partir, no se sentían tranquilos por completo.
El secuestro de Surama les había impresionado profundamente, y tal vez comprendían por instinto que los ministros del rajá debían abrigar alguna sospecha.
El secreto, tan bien guardado hasta entonces, del origen de la muchacha, debía de haber sido traicionado por alguien. De lo contrario, ¿con qué objeto la hubieran secuestrado?
—Hay un misterio en todo esto —dijo Sandokán a Tremal-Naik—, que nosotros tenemos que descifrar. No creeré nunca que Yáñez pueda haber cometido una imprudencia capaz de despertar sospechas en el ánimo del rajá. Aquí ya nadie debe de acordarse de la niña vendida a los thugs bengalíes.
—Es lo que yo estaba pensando en este momento —dijo el indio.
—¿Y quién puede haber traicionado el secreto? Mis hombres son de una fidelidad a toda prueba, y nos adoran a Yáñez y a mí como a dos divinidades. Un millón de rupias ofrecido por el rajá les dejaría completamente indiferentes porque son incorruptibles.
—No dudo de tus malayos ni de tus dayaks —replicó Tremal-Naik.
—¡Si pudiera saber…! ¡Saccaroa! ¿Y el griego que se ha batido con Yáñez? ¿Lo has olvidado?
Tremal-Naik se sobresaltó.
—¿Tú crees? —preguntó con viva emoción.
—Que ese hombre puede haberla hecho secuestrar, no porque sospeche que la muchacha es una formidable rival del rajá, sino para vengarse del sablazo recibido.
—Si sólo fuera eso, no habría más que quitársela otra vez —dijo Tremal-Naik—. Cosa no demasiado difícil para nosotros, ¿verdad, Sandokán?
—Espera a que tenga a ese faquir en mis manos y verás cómo le hago cantar. Le obligaré a decirme dónde la han escondido, y la encontraré aunque tenga que poner patas arriba a toda la población de Gauhati. Cuando tengo a mano a mis hombres no temo ni a todos los sikhs del príncipe, si aún le quedan cuando llegue el momento.
—Te he oído hablar de esos sikhs varias veces —dije Tremal-Naik—. Debes de tener alguna idea.
—Pienso, querido amigo, que con una treintena de piratas, por muy valerosos y audaces que sean, no se podrá conquistar el trono —contestó Sandokán—. Tú me dijiste que esos valientes soldados sirven a quien mejor les paga.
—Es cierto.
—¿Qué representarán para nosotros cien mil rupias? Una corona vale mucho más. Espera a que Surama vuelva a estar en libertad y yo me ocuparé de este importante asunto. ¡Ya hemos llegado! Desembarquemos.
—Y está amaneciendo —observó Tremal-Naik.
La bangle había echado el ancla a pocos pasos de la orilla meridional del islote, luego los malayos la empujaron hacia tierra sirviéndose de sus largos remos.
—Finjamos ser cazadores —dijo Sandokán a sus hombres—. Veo que entre estos cañaverales se alzan bandadas de ocas, de patos y de marabúes. Disparemos contra ellos hasta que abran la pagoda y…
—Quietos —dijo en aquel momento Bindar.
—¿Qué has visto?
—Empieza la nagaputsciè —añadió Bindar.
—¿Qué es eso?
—Había olvidado decirte, sahib, que precisamente hoy acaba la estación de la serpiente —contestó el indio.
—Tan enterado como antes; tú olvidas con mucha facilidad que yo no soy indio.
—Es una fiesta que hacen las mujeres, así que veremos muchísimas por aquí. Y en cambio faltarán los hombres.
—Mejor para nosotros; así no nos molestarán cuando caigamos sobre el faquir. ¿Y por qué vienen aquí las mujeres?
—Porque en estas orillas abundan los ariscis y el margosano.
—¿Dos plantas acuáticas?
—Sí, sahib.
—Entonces, vamos a cazar entre los margosanos. Dio orden a tres malayos de que se quedaran vigilando la bangle, y después bajaron todos a los cañaverales, pululantes de aves acuáticas.
La luz diurna se difundía rápidamente y ya se oía en la pagoda el sonido de los gigantescos tumburà —enormes tambores ricos en dorados y pinturas, con los que se anuncian las fiestas religiosas—, y de los tam-tam.
Entre las cañas y las plantas de loto que tapizaban las orillas, salían volando verdaderas nubes de tortolillas de blanco plumaje, que lanzaban ligeros gritos, cakinnis, palomas de todos los colores, perdices, agachadizas, cuervos, bozzagros y Gypaetus, además de ánades y ocas.
Tremal-Naik, Sandokán y los malayos no tardaron en abrir fuego, más para hacerse pasar por cazadores que por conseguir piezas, ya que no llevaban ninguna escopeta de caza.
Y en realidad todo aquel alboroto no tuvo más resultado que hacer morir alguna oca, alcanzada milagrosamente por una bala de carabina.
La caza duró media hora, luego fue suspendida porque empezaban a llegar a la orilla mujeres que acudían a la ceremonia del nagaputsciè, es decir el oficio de la serpiente.
Aquella extraña fiesta se celebra varias veces al año y tiene la finalidad de invocar la protección de las divinidades para tener una numerosa prole.
Las serpientes no tienen nada que ver en esta función, ya que los sapwallah, o sea los encantadores, no se dejan ver en ella, ni figura tampoco ninguna cobra, ni siquiera la más ínfima naja.
Todo se limita a un simple paseo, que las mujeres dan por las orillas de los ríos o de los pantanos, donde abundan las plantas llamadas ariscis y margosano.
Llegadas bajo dichos árboles, que no nacen más que en los bajos fondos, las indias depositan allí una piedra, llamada lingam —venerada antiguamente por todos los brahmanes y todos los sivanos—, de forma indescriptible por lo obscena —que en esta circunstancia está unida por dos serpientes pequeñas, también de piedra.
Después de lavarla muy bien en las aguas del río o del pantano, encienden ante ella unos trozos de leña, destinada especialmente a esa especie de sacrificios, y echan encima flores, pidiendo a su dios riquezas, numerosa prole y muchos años de vida para sus maridos.
Tras algunas plegarias abandonan las piedras en el mismo lugar donde las han puesto para que otras mujeres que no las tengan puedan utilizarlas.
Si en las orillas no encuentran ninguna planta de ariscis o margosano, llevan consigo algunas ramas de estos árboles y las plantan a un lado y otro del lingam, formando una especie de baldaquín.
El ariscis, es considerado por las mujeres indias como el macho, y el margosano como la hembra, así que cogen más ramas de uno o de otro, según los deseos de sus maridos.
Al ver llegar las primeras filas de mujeres, Sandokán llamó a sus cazadores para no estorbar sus ceremonias y, guiado por Bindar, se dirigió hacia la pagoda donde esperaba encontrar al misterioso faquir que había secuestrado a Surama.
Tras atravesar unos bosquecillos de banianos y de Casias latifogliae —que proporcionan a los hindúes flores carnosas y nutritivas—, se encontraron de improviso ante la vasta plazoleta que se extendía en torno a las escalinatas de la pagoda.
Bindar, que precedía al grupo, dio un salto atrás.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó inmediatamente Sandokán.
—Él.
—¿Quién es él?
—¡El gussain!
Sandokán se volvió hacia el malayo de Surama, indicándole al faquir.
—¡Patrón! —exclamó el malayo.
—¿Ves a aquel faquir del brazo rígido?
—¡El muy canalla!
—¿Le reconoces?
—Sí: es el que vino a palacio a quitar el mal de ojo.
—¿No te equivocas?
—No, patrón; es él mismo. Ahí tiene la cicatriz que le afea la frente.
—Está bien; estamos sobre una buena pista.
El gussain Tantia estaba sentado en los escalones de la entrada principal de la pagoda; tenía en la mano una caracola del tipo de los cuernos de Animen, semejante a la famosa piedra de salagram; esta caracola estaba llena de leche que —de acuerdo con el rito— debía haber sido vertida previamente sobre el lingam, para poderla ofrecer a los moribundos, haciéndoles dignos de gozar de las delicias del kailasson, o paraíso indio.
En torno a él dormitaban otros diez o doce faquires, pertenecientes a la clase de los saniassis —individuos de la peor reputación, más dedicados al pillaje que a las prácticas religiosas—, temidos por todos los indios.
Y en efecto, además de las largas barbas —que les daban un aspecto repugnante—, y de los larguísimos cabellos manchados de un fango rojizo —que no debían de haber conocido, desde hacía, muchos años el uso del peine— tenían a su lado nudosos bastones para hacerse temer más aún.
—¿Son esos sus protectores? —preguntó Sandokán con profundo desprecio, dirigiéndose a Bindar.
—Sí, sahib.
—¡Bonita escolta!
—Ten cuidado, porque son perversos y, al mismo tiempo, muy respetados.
—Apenas me dignaré darles de puntapiés. Sería demasiado honor para ellos si utilizara la carabina o la cimitarra. Vamos a situarnos bajo la fresca sombra de este soberbio pipal y tú, amigo malayo, ten cuidado de que no te vea el faquir. Podría reconocerte.
—Sí, patrón —dijo el malayo, tendiéndose detrás de sus compañeros.
—Y ahora, ya que hemos traído provisiones, desayunemos —dijo Tremal-Naik.
Sin preocuparse de las mujeres —que entraban en gran número en la pagoda, haciéndose dar por el faquir algunas gotas de leche, que metían religiosamente en microscópicas ampollitas, reservándolas sin duda para maridos o parientes—, sacaron las provisiones que los prudentes malayos —habituados a las largas expediciones— habían metido en saquitos de tela, y que consistían en carne fría, galleta y botellas de arac.
El faquir no parecía haber notado la presencia de aquel grupo que acampaba bajo los árboles. Seguía vendiendo la leche, mientras sus protectores dormían al sol, seguros de compartir una provechosa jornada.
Terminada la comida, los malayos y sus jefes se pusieron a fumar, esperando con impaciencia el momento de apoderarse del faquir.
Pero sólo hacia el atardecer Tantia dejó los escalones de la pagoda, con la evidente intención de regresar a la ciudad.
Los saniassis se habían despertado y, armados con sus bastones, se pusieron a caminar tras los talones del faquir, tal vez impacientes por repartir las ganancias de la venta de la leche sagrada.
—En pie —ordenó Sandokán—. Les sorprenderemos bajo los árboles. Tú, malayo, quédate atrás, para que no se den cuenta de nuestras intenciones.
El grupo se internó bajo los bárdanos, disparando algunos tiros contra los numerosos papagayos que parloteaban ruidosamente entre las frondosas ramas de aquellos espléndidos y majestuosos árboles.
Tampoco entonces prestó atención el faquir a los cazadores, y siguió su camino siempre acompañado por los sucios saniassis.
Había recorrido cerca de medio kilómetro, acercándose cada vez más a la orilla, donde tenía sin duda su barca, cuando Sandokán y Tremal-Naik, que le habían precedido dando una vuelta a los matorrales, le interceptaron el paso, con las carabinas en la mano.
—¡Alto, faquir! —gritó el primero, mientras los malayos se reunía— rápidamente detrás de él.
Tantia le miró tranquilamente, diciendo:
—No me queda leche que vender; además nunca se la doy a los cazadores.
—Se trata de algo más importante que la leche, amigo —replicó Sandokán.
Esta vez el gussain les miró con recelo.
—¿Qué quieres? ¿No ves que soy un faquir?
—Es un faquir lo que necesito.
—Ve a buscar a otro.
—Otro no podría decirme lo que quiero saber de ti.
—Yo no tengo tiempo en este momento; debo volver a la ciudad porque me espera un gran personaje de la corte.
—Que espere —dijo Sandokán, en tono amenazador—. Despide a tu escolta y ven con nosotros.
—Nunca voy solo.
—¡Basta, faquir! ¡Obedece!
Los saniassis, viendo que el asunto se ponía feo, empuñaron sus garrotes y se pusieron delante del gussain, gritando a voz en cuello:
—¡Largo, canallas!
Sandokán se volvió hacia los malayos, diciendo:
—¡Barred a estos bribones!
No había terminado de dar la orden, y ya los piratas, dirigidos por Kammamuri y Bindar se lanzaban contra ellos, empuñando las carabinas por el cañón para utilizarlas como mazas.
Los saniassis dieron algunos garrotazos, luego escaparon como liebres en todas direcciones, abandonando a su protegido.
—Ahora, bribón —dijo Sandokán, sacudiendo bruscamente al desgraciado faquir—, vendrás con nosotros.
—¡No me matéis! —balbuceó el pobre diablo, aterrorizado.
—No sabría qué hacer de tu piel —contestó Sandokán—. No serviría ni para fabricar un tumburà. Es tu lengua lo que necesito.
—¿Quieres arrancármela, señor? —chilló el gussain, temblando.
—Entonces no hablarías más, y lo que nosotros necesitamos es que cantes, y muy alto. Camina y basta.
—¿Dónde queréis llevarme?
—Lo sabrás más tarde.
—Piensa que yo puedo echar mal de ojo.
—¡Acaba de una vez, granuja! —dijo Tremal-Naik—. Tus saniassis no volverán para liberarte. ¡Adelante!
Los malayos colocaron en medio de ellos al gussain y le empujaron hacia la orilla ya próxima.
Había descendido la noche cuando el grupo llego ante la bangle, escondida entre el cañaveral.
—¿Nada sospechoso? —preguntó Sandokán a los dos dayaks que habían permanecido a bordo.
—No, patrón —contestaron a una voz.
—Embarquemos y regresemos en seguida. No sé qué me ocurre, pero no estoy tranquilo esta noche.
—¿Qué temes? —preguntó Tremal-Naik, saltando al puente—. Hasta ahora todo va bien.
—Sí, pero preferiría estar ya en la pagoda subterránea.
—Realmente estás nervioso.
—Es el secuestro de Surama lo que me ha quitado mi tranquilidad habitual —contestó Sandokán—. No dejo de preguntarme por qué se la han llevado.
—El faquir está en nuestras manos y nos lo dirá.
En aquel momento dos detonaciones rompieron el silencio que reinaba en el río, y su eco sonó siniestramente bajo el tupido bosque que se extendía a lo largo de las orillas.
Sandokán dio un salto.
—¡Las carabinas de mis hombres! —exclamó—. ¡Amigos, preparémonos al combate!