11. El veneno del griego
Los indios, igual que los europeos y oíros muchos pueblos asiáticos, sienten verdadera pasión por el teatro; los mejores actores son siempre los malabares y los tamiles, quienes suelen ser contratados especialmente por los rajás, que les pagan tanto como a los luchadores.
Las comedias que representan se inspiran en las antiguas leyendas indias, con temas religiosos; por eso siempre se ven aparecer divinidades, gigantes y malvados que se dan golpes hasta quedar exhaustos.
Casi siempre representan al dios Rama, el conquistador de Ceilán, que ensalza el valor de sus guerreros; krisna, realizador de empresas extraordinarias, sacadas del yudkishtira vigea, uno de los más grandiosos poemas épicos y Pando, el famoso rey de la India, de la raza de los reyes procedentes del sol.
Sus teatros, igual que los siameses, annamitas y chinos, son de una simplicidad extraordinaria.
Una plataforma con algún jarrón con plantas, dos o tres cuartitos a los lados para que los actores puedan cambiarse sin ser vistos por el público, y muchas lámparas de aceite colgadas de alambres.
Los espectadores se sientan en el suelo, sobre esteras, a oscuras, se les permite fumar, comer y beber; pero hay que aclarar que nunca estorban a los actores. Lo más que se hace es levantar un pabellón pequeño cuando asiste a la representación algún personaje importante.
Los actores son siempre numerosísimos y su vestuario muy rico, inspirado en la época heroica india, es decir semejantes a los que se ven en ciertas estatuas antiguas de sus deidades y sus héroes.
Igual que ocurre en China, los actores son todos varones y jovencitos. Estos últimos hacen de mujeres y saben maquillarse tan bien que producen una ilusión casi perfecta.
Las representaciones acaban casi siempre con una pantomima, difícil de comprender para quien no ha hecho un estudio particular de las mismas. Los europeos no entienden nada, por mucha atención que presten.
En ellas se pretende expresar no solamente las acciones y las pasiones sino también los objetos externos y ausentes, como por ejemplo una montaña, un caballo, un árbol, etc., por medio de gestos, cada uno de los cuales sirve para determinar y significar tal o tal otro de los citados objetos.
Por el contrario, las pasiones suelen estar bien representadas en las pantomimas.
Para expresar el amor, los actores giran suavemente la cabeza, con usa graciosa y dulce expresión en los ojos y suspirando tiernamente. Y para expresar la ira, agitan de forma muy explícita los músculos de los labios, nariz, ojos, frente y demás.
Unas horas después de la puesta del sol, Yáñez fue avisado por el mayordomo de que la representación estaba a punto de empezar y el rajá le esperaba en el pabellón que había sido levantado en medio del espacioso patio del palacio, frente a la plataforma que debía servir de teatro.
—Vamos a ver qué cara hace su alteza —murmuró el portugués, sonriendo irónicamente—. Apuesto a que esta noche no dormirá tranquilo. Pero ahora, ocurra lo que ocurra, vamos a ver cómo trabajan estos actores indios.
Siempre prudente —sabiendo que podía esperarse cualquier sorpresa en aquella corte en que era extranjero y donde tenía un enemigo mortal en aquel griego del archipiélago— escondió bajo la faja las pistolas y el kris, dio orden a sus malayos de hacer otro tanto, y bajó al patio, tratando de afectar la máxima tranquilidad.
Todo estaba dispuesto para la representación. El escenario, una simple plataforma adornada con unos cuantos jarrones de porcelana, que contenían colosales ramos de flores, iluminados por una treintena de faroles de vidrio variopinto, no esperaba más que los actores.
A los lados, soldados y servidores, sentados sobre alfombras, charlaban en voz baja. Enfrente, bajo un amplio pabellón formado por cortinas de seda de colores deslumbradores, estaban el rajá, el griego y los ministros y altos dignatarios del estado. Fumaban, bebían licores o masticaban betel, esperando que empezara la representación.
El príncipe, que parecía de muy buen humor y algo achispado, hizo sentar a Yáñez a su derecha, diciéndole:
—Espero, milord, que quedes contento de mis actores. Son casi todos malabares y los he hecho elegir con cuidado.
—Yo estar contentísimo —contestó Yáñez—. Gustar mucho teatro yo, también indio.
—Bebe, milord —dijo el rajá, tendiéndole un vaso—. Esta es verdadera ginebra inglesa.
—Más tarde, alteza —contestó el portugués, quien había visto al griego vertiendo aquel licor unos momentos antes—. No tener sed ahora.
Dejó el vaso a su lado, sobre una silla, bien decidido a no vaciarlo. No se fiaba mucho del señor Teotokris.
El rajá dio unas palmadas y en seguida aparecieron en la escena una cincuentena de actores. Algunos iban caracterizados de viejos y vestían trajes principescos, otros de mujeres, y no faltaban tampoco muchachos y muchachas. Sobre todos destacaba, por la riqueza de sus vestidos, una niñita de unos diez años, situada junto a un viejo guerrero de larga barba blanca. Entre toda aquella gente había un rajá de aspecto siniestro, acompañado de un joven príncipe que se parecía extrañamente a Sindhia.
Al ver a aquellos dos personajes, el portugués no pudo contener una sonrisa.
—Estos indios saben disfrazarse maravillosamente —murmuró—. Creo que no he gastado mal las quinientas rupias.
Después de una larga serie de cumplidos entre el falso rajá y los demás actores, sacaron al escenario una mesa inmensa, cargada de platos y manjares y todos se pusieron a comer, mientras multitud de bayaderas y tañedores, danzaban y hacían sonar ruidosamente gongs, sitar y saranguy acompañados de grandes golpes de tumburà —magnífico instrumento cargado de dorados, pinturas, cintas y preciosos adornos que los indios ricos tienen expuesto a los ojos de los forasteros en la mejor habitación de sus casas, como uno de sus más hermosos objetos.
Comían entretanto los actores con un apetito envidiable, y no peces de cartón o salsas falsas, sino de verdad, bebían vasos llenos de toddy, riendo y charlando al mismo tiempo ruidosamente.
De pronto, hacia el final del banquete, desapareció el rajá, para dejarse ver poco después, acompañado de algunos ministros, en la galería que estaba encima del escenario.
Llevaba una carabina en la mano, y sus compañeros vasos y botellas.
Sonó un disparo y uno de los invitados, el viejo guerrero de la barba blanca, cayó mientras la niña, que se sentaba a su lado, huía gritando.
Otro disparo, y otro invitado que cae, debatiéndose desesperadamente. Él rajá, que parece presa de un ataque de locura, vacía un vaso de licor que le tiende un ministro, luego coge otra carabina y vuelve a disparar.
Los invitados huyen desesperados, dando vueltas, come lobos caídos en una trampa, en torno a la mesa; derribar, sillas y platos, chillan espantosamente y tienden los brazos hacia el rajá, que sigue disparando.
Caen los viejos, las mujeres, los niños, pero el sanguinario príncipe, como poseído por el demonio de la destrucción, sordo a los lamentos desgarradores de las víctimas, sigue disparando hasta que no quedan más que el joven que se le parece y la niña que llora sobre el cadáver del viejo guerrero.
Yáñez mira al rajá. El príncipe está palidísimo, su frente fruncida, sus labios temblorosos. Recuerda muy bien aquel drama terrible que le llevó al trono del Assam.
—Está más conmovido de lo que yo esperaba —murmura el portugués—. Espera al final, querido mío. Esto no es nada aún.
El rajá bebe otro vaso y mira a las víctimas, contándolas con los ojos.
El joven príncipe, erguido en medio de los cadáveres, tiende los brazos, en un gesto desesperado, hacia el rajá que se tambalea borracho como una cuba, y grita repetidas veces, simulando maravillosamente un espanto indescriptible:
—¡Perdóname la vida! ¡Soy tu hermano! ¡Llevamos la misma sangre en las venas!
El actor-rajá parece vacilar, luego su mirada ardiente y feroz se apaga lentamente. Echa al escenario una de sus carabinas y dice:
—Yo te perdono, a condición de que toques la rupia que voy a tirar al aire.
El príncipe recoge el arma y dispara sobre el rajá, quien cae fulminado en el balconcillo.
Los ministros del difunto tirano se apresuran a bajar al patio y a echarse a los pies del príncipe; pero este, se abalanza sobre la niña que sigue llorando sobre el cadáver de su padre, gritando con gesto trágico:
—¡Lleváosla! ¡Tampoco yo quiero más parientes! ¡Vendedla como esclava! En el escenario aparecen unos cuantos indios, miserablemente vestidos. Sus facciones denotan ferocidad, y llevan pintada en el pecho una serpiente azul con cabeza de mujer y en los costados pañuelos de seda negra y lazos. Son thugs, adoradores de la sanguinaria Kali y terribles estranguladores. Cogen brutalmente a la niña, la meten en una especie de saco y se la llevan, a pesar de sus gritos.
Yáñez vuelve a mirar al rajá y le ve lívido. Gruesas gotas de sudor perlan su frente y sus labios se agitan como si fuera a gritar: pero no consigue pronunciar ni una sílaba.
—No se atreve —murmura el portugués.
En aquel momento, desaparecen todos los actores; los gongs, los sitar, y los tumburà entonan una marcha que ensordece a los espectadores.
En seguida, veinte hombres vestidos de guerreros y con cimitarras en la mano, invaden el escenario lanzando gritos; luego aparece un palanquín llevado por ocho hamali[30] espléndidamente vestidos, sobre el que se sienta una joven princesa con una corona real en la cabeza.
El rajá lanza, en aquel momento un aullido de fiera, seguido inmediatamente por otro, desgarrador.
Los espectadores se ponen en pie de un salto. También el rajá se levanta, mirando con turbación a sus ministros, los cuales sujetan a un alto dignatario que se tambalea y mueve los labios manchados de una espuma sanguinolenta.
—¿Qué ocurre aquí? —grita Sindhia.
—Señor… ¡Me muero! —contesta el dignatario con voz débil.
Yáñez que no comprende nada de aquel suceso imprevisto, lanza una mirada en torno suyo, y palidece también. El vaso lleno de licor que había dejado en la silla, había sido vaciado por alguien.
Un relámpago le atraviesa el cerebro.
«He escapado a la muerte por un verdadero milagro. Si lo hubiese vaciado yo, a estas horas estaría en el lugar de este desgraciado. ¡Perro griego! Me pagarás esta jugada, canalla. Por suerte soy más astuto y más prudente de lo que tú piensas».
En el pabellón, la confusión había llegado al colmo. Todos gritaban y se afanaban en torno al desdichado, quien vomitaba sangre junto con cierta materia verde y filamentosa.
Por fin llegó el médico de la corte. Con una sola mirada comprendió que su intervención sería completamente inútil.
—Este hombre ha bebido un poderoso veneno —dijo.
El rajá se puso lívido. Sus ojos, ardientes como carbones se fijaron sucesivamente en todos los dignatarios que ocupaban el pabellón y que temblaban como atacados por un acceso de fiebre.
—¡Aquí hay un culpable! —gritó el príncipe—. ¡Si no se descubre, os haré decapitar a todos! ¿Me habéis oído? Probablemente ese veneno estaba destinado a mí.
—O a mí, alteza —intervino Yáñez.
El rajá le miró estupefacto.
—¿Tú crees, milord?
—Yo no creer nada, pero hago notar a vuestra alteza que vaso mío no haberlo vaciado yo. Yo haberlo encontrado sin gota de licor dentro. Puede que estar envenenado aquello.
—¿Dónde está el vaso, milord?
Yáñez se inclinó para cogerlo, y lanzó una exclamación de cólera.
—¡Oh!
El vaso había desaparecido misteriosamente.
—No estar ya junto silla —dijo.
—Nosotros encontraremos al culpable, milord; te le prometo.
—Gracias, alteza.
—Este delito no debe quedar sin castigo. Mi elefante verdugo tendrá trabajo dentro de unos días.
Luego añadió brutalmente:
—El espectáculo ha terminado. Que el culpable vaya también a dormir por última vez.
Los ministros, presa de un vivo espanto, se retiraron precipitadamente para abrirle paso.
El rajá estrechó la mano al portugués y salió del pabellón, con la frente fruncida y la mirada sombría. El griego, en su calidad de primer favorito, se disponía a seguirle, cuando Yáñez le detuvo.
—He de decirle unas palabras, señor Teotokris.
—Hablaremos mañana, milord —contestó el griego—. El príncipe me espera.
—Sólo quiero darle las gracias.
—¿Por qué?
—¡Diantre! Por estar aún vivo, lo que es un gran placer, puede creerlo, Teotokris —dijo Yáñez con ironía—. Pero imaginaba que los griegos del archipiélago eran más astutos.
—¡Milord! —exclamó el favorito con voz ronca—. Me está insultando, y no es este el lugar ni el momento.
—Mañana arreglaremos cuentas; no se haga mala sangre por ahora.
El griego se encogió de hombros y salió apresuradamente. Yáñez no creyó oportuno entretenerle más. Se desahogó con un «¡vete al diablo, canalla!». Llamó a sus malayos y abandonó también el ya desierto pabellón.
En medio del patio, guardado por media docena de servidores, tendido sobre una alfombra, yacía el cadáver del dignatario, un alto funcionario de la corte, al parecer. El veneno había actuado rápidamente, quitándole la vida, cuando aún era joven y gallardo.
El portugués, más conmovido de lo que él mismo hubiera creído, se quitó el sombrero, murmurando con ira:
—Un día, también tú serás vengado, pobre hombre que me has salvado la existencia.
Iba a subir la escalera que llevaba a sus habitaciones, cuando un hombre le interceptó el paso, cayendo a sus pies de rodillas. Era el calicaren, o jefe de los actores.
—Sahib —le dijo—, sálveme. Mañana moriremos todos nosotros.
—¿Quiénes? —preguntó Yáñez, sorprendido.
—Mis artistas y yo.
—¿Por qué?
—Por culpa de la comedia que hemos representado. El rajá está furibundo y ha jurado hacernos cortar el cuello al despuntar el día.
—¿Quién te lo ha dicho?
—El otro hombre blanco.
—¿El favorito?
—Sí, sahib.
—¿Quieres un consejo?
—Démelo, sahib.
—Escapa a todo correr junto con tus actores, y ve a representar tus dramas a Bengala. ¡Kabung!
El jefe de la escolta malaya dio un paso adelante.
—Da a este hombre otras quinientas rupias —le dijo Yáñez—. ¿Te bastarán para escapar, calicaren?
—Me convierte en un señor, sahib —dijo el actor—. Ya me dio antes otras quinientas.
—Coge también estas.
—Me haré construir un gran teatro.
—Como quieras, con tal de que no te atrapen antes del amanecer.
—El rajá no nos cogerá nunca, sahib. Si puedo serle útil, disponga de mí.
—No es preciso; escapa pronto.
Yáñez subió la escalera y entró en su apartamento, donde le esperaba el mayordomo.
Por primera vez en su vida, el portugués parecía muy preocupado.
—Atrancad la puerta —dijo a sus malayos— y acostaos con las carabinas al lado. No sé qué puede ocurrir.
—Somos seis, capitán —dijo el jefe de la escolia—. Puedes dormir tranquilo, que nosotros te guardaremos. ¿Quieres que envíe a alguien para advertir al Tigre?
—De momento es inútil. Dejadme solo con el mayordomo.
Se sentó ante la mesa y destapó una botella de ginebra; la olió largamente, lleno un vaso y lo tendió al chitmudgar, preguntándole:
—¿Tendrías miedo de beberlo?
—¿Por qué, milord?
—¿Sabes que con un vaso de no sé qué licor acaban de mandar al otro mundo a uno de los grandes oficiales del rajá?
—Me lo han contado, sahib —contestó el chitmudgar—. Era el tesorero del príncipe.
—¿Sabes que aquel hombre ha vaciado el vaso que me habían ofrecido a mí?
—¿Qué dice usted, milord? —exclamó el indio estupefacto.
—Tal como te lo cuento.
—¿Así que trataban de envenenarle a usted?
—Así parece —contestó Yáñez, flemáticamente.
—¿Y no tienen ninguna sospecha?
—¿Quién crees tú que puede tener interés en suprimirme?
El mayordomo permanecía silencioso.
—¿El rajá?
—¡Eso es imposible! —exclamó el indio—. Le debe reconocimiento por haber recuperado la piedra de salagram, sin pedir ninguna recompensa. Además, le admira demasiado, después de la muerte del kala-bâgh.
—¿Entonces?
—El otro blanco.
—El favorito, ¿verdad?
El indio vaciló un instante, luego contestó francamente:
—Él, sí.
—Estaba seguro —dijo Yáñez.
—Él teme que usted ocupe su sitio.
—¿Crees que este licor puede estar envenenado?
—Este no; es imposible. Las botellas que he traído aquí, las he cogido en las bodegas del rajá, de forma que puede beberlo con toda tranquilidad.
—Bebe, pues.
—Sí, milord.
El chitmudgar vació el vaso de un solo trago, sin la menor vacilación.
—Es excelente, milord.
—Entonces, beberé yo también —dijo Yáñez, llenando otro vaso—. Ahora ve a descansar: si te necesito, te haré llamar.
El mayordomo hizo una profunda inclinación y se retiró.
Yáñez vació otro vaso, encendió un cigarrillo y se frotó las manos, murmurando:
—El día ha sido pesado; sin embargo, no he perdido el tiempo. Los frutos los recogeremos más adelante. La madeja está aún muy embrollada; pero espero dar a Surama la corona que le corresponde y enviar al infierno a Sindhia. La araña venenosa es ese maldito griego del archipiélago. Mañana haré todo lo posible para darle una terrible lección.