23. Las terribles revelaciones del griego

Aún no había llegado Yáñez a sus habitaciones, cuando las cortinas que —como hemos dicho— hacían de fondo al lecho-trono, sobre el que todavía se hallaba el rajá, se abrieron y compareció Teotokris. No estaba completamente curado y sin duda el príncipe no le esperaba porque, al verle, no pudo contener un gesto de sorpresa, exclamando al mismo tiempo:

—¡Tú!…

—Yo, alteza —contestó el griego.

—¿Por qué has abandonado el lecho? Esto es una imprudencia.

—La gente de mi raza es la más fuerte de Europa. Y no me gusta debilitarme en cama.

—¿Así que tu herida va mejor?

—Dentro de pocos días no quedará ni rastro.

—¿Por qué te has levantado?

—Porque quería escuchar lo que decía ese milord.

—¿No sabes que ha vencido?

—Por desgracia —contestó el griego, rechinando los dientes—. Sin embargo, yo había urdido bien la cosa y, de perder él, te hubieras podido desembarazar para siempre de ese espía.

—¡Espía! —exclamó el rajá.

—Sí, ese hombre es un espía —confirmó el griego—. Y yo tengo las pruebas.

—¡Tú!

—Estaba de acuerdo con una princesa, venida de no sé de dónde, que le ayudaba.

—Quieres asustarme, Teotokris —interrumpió el rajá, que se había puesto ceniciento y, con la repentina emoción había dejado caer el vasito de licor que tenía en la mano.

—No, porque, aun estando en cama, me he ocupado de todo.

—¿Cómo?

—Haciendo secuestrar a la amiga del milord.

—¡Por todos los kateri[39] de la India! ¿Tú has hecho eso?

—Sí, alteza —contestó Teotokris.

—¿Y dónde está ahora?

—En mi palacio.

—¿Y tú me aseguras que esa princesa es una espía?

—Y aún te puedo probar algo más.

—Prosigue.

—Parece que ella estaba urdiendo una conjura para arrebatarte la corona. Mis hombres y uno de tus ministros la han obligado a confesar.

El rajá, que acababa de coger otro vasito de un escabel situado junto al trono, dejó caer también este sin tener tiempo de vaciarlo.

Un fuerte temblor se apoderó de aquel príncipe borrachín, mientras su rostro traslucía un temor indescriptible.

—¡Haré que mi elefante verdugo triture a todos esos traidores bajo sus patas! —aulló en seguida, con un estallido de furor.

—Entonces, deberías empezar por milord.

—¿Por qué por él?

—Es íntimo amigo de la princesa y antes de ser nombrado gran cazador la visitaba con frecuencia.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Un faquir que pedía limosna en los alrededores del palacio de la misteriosa princesa.

—¿Sin más pruebas? Comprenderás que debemos actuar con la máxima prudencia. Ese lord puede haber sido enviado aquí por el virrey de Bengala, y tú sabes que los ingleses están acostumbrados a aprovechar las menores ocasiones para extender sus manos rapaces sobre los principados aún independientes.

—Pero esa princesa es india, no blanca.

—Pues bien, la haré expulsar de mi estado.

—¿Y los otros?

—¿Qué otros?

—Los cómplices. ¿Sabes lo que creo? Que de la conjura forma parte un príncipe de no sé qué país, que no es de raza blanca y que es el mismo que rechazó a nuestros sikhs, cuando atacaron la pagoda subterránea.

—¡Y me lo dices ahora, Teotokris! —gritó el rey con cólera. Y vaciando un par de vasitos, probablemente para reanimarse, saltó, o mejor dicho, se dejó resbalar del lecho-trono, poniéndose a pasear nerviosamente por la plataforma.

Teotokris, apoyado en el quicio de la puerta, le miraba con una sonrisa burlona en sus labios.

—¿Entonces —preguntó por fin el príncipe—, qué me aconsejas que haga?

—Acusar directamente al gran cazador y, ya que no te atreves a hacerlo aplastar por el elefante, encerrarlo bajo llave.

—¿Y después?

—¡Oh! —exclamó el griego—. En la cárcel pueden ocurrir muchas cosas.

—¿Por ejemplo?

—Si pasado cierto tiempo y el virrey de Bengala no ha protestado por el arresto de su súbdito, un poco de veneno lo hará desaparecer por completo: carne y huesos.

El rajá le miró con admiración.

—Eres un gran ministro, Teotokris —dijo después—. ¡Los europeos sois maravillosos!

—¿Estás decidido, alteza?

—Tengo completa confianza en ti.

—¿Le acusarás directamente?

—Sí —contestó el rajá.

—¿Cuándo?

El rajá reflexionó un momento y dijo:

—Para disimular mejor las cosas, esta noche daremos una fiesta en la sala de los elefantes, y cuando la alegría haya llegado al máximo, pediré explicaciones a mi gran cazador sobre sus relaciones con la misteriosa princesa. Tú tendrás preparados cincuenta sikhs, porque el inglés va siempre armado y no da un paso si no lleva detrás esos feos rostros verdosos.

—¿No te arrepentirás, alteza?

—No; estoy decidido a deshacer esta conjura. Maté a mi hermano para conseguir la corona; no la cederé a unos extranjeros mientras me quede una gota de sangre.

El griego abrió las cortinas y desapareció, mientras el príncipe subía a su trono, tendiéndose sobre la colcha de seda azul floreada, empapada de whisky

Mientras el griego preparaba la pérdida de Yáñez, este —que no sospechaba ni remotamente lo que le iba a caer sobre la cabeza, en especial después del espléndido resultado de la prueba y de las promesas del rajá— almorzaba con toda tranquilidad, charlando con el mayordomo y con sus malayos.

Aunque las maniobras del griego le preocupaban, estaba convencido de que antes de mucho tiempo conquistaría el trono, para ofrecerlo a su adorada Surama. Lo que le inquietaba de verdad era la falta de noticias por parte de Sandokán y de Surama, a quien no había vuelto a ver desde su llegada al palacio real, por temor a comprometerla.

¡Si hubiese sabido que en aquel momento ella era prisionera del griego! Pero Kabung se había guardado de avisarle, confiando en la audacia del Tigre de Malasia.

Devorada a conciencia la excelente comida que le había hecho preparar el chitmudgar, se durmió pacíficamente en el amplio sillón de bambú, con el cigarrillo semiapagado entre los labios.

Los malayos no tardaron en imitarle, tras retirarse a su amplia habitación que, en cierto modo, les servía de cuartel.

Era la hora en que todos reposaban —ricos y pobres— porqué del mediodía a las cuatro de la tarde se suspende el trabajo en todas las ciudades de la India, para evitar los tremendos golpes de sol, casi siempre muy fuertes como lo son los de luna para quienes se duermen de noche al aire libre, sin tener la precaución de echarse un trozo de tela por la cara. Los primeros matan casi siempre los segundos, por el contrario, ciegan o producen hinchazón en la cara, acompañado de malestar y fiebre alta.

A las cinco, el chitmudgar despertó al portugués, presentándole sobre una bandeja de plata un billete perfumado y una cajita de oro finamente cincelada.

—¡Ah! —exclamó Yáñez, poniéndose en pie—. Sin duda el rajá quiere recompensarme por la muerte del rinoceronte. Si ha de complacerle, aceptemos.

La cajita contenía otro magnífico anillo con un rubí espléndido, que valía varios miles de rupias; la carta era una invitación para una fiesta que el rajá ofrecía a su corte en la sala de los elefantes.

—¡Por Júpiter! —exclamó de nuevo Yáñez—. El rajá empieza a ser amable y a apreciar mis servicios. Espero inducirle poco a poco a desembarazarse del griego. Una vez lejos ese individuo, Sandokán y yo sólo tendremos que alargar las manos para quitar de la cabeza de ese borracho una corona que ya le pesa demasiado.

Se puso en un dedo el precioso anillo y, como la fiesta debía empezar inmediatamente después de la puesta del sol, se arregló con cuidado, poniéndose un flamante traje de franela blanca, muy ligera, y botas relucientes. Se ciñó la cintura con una ancha faja de seda de varios colores, doblándola de forma que pudiera esconder entre sus pliegues las pistolas y el kris, y dejando sólo a la vista la cimitarra.

—Nunca se sabe lo que puede ocurrir en la corte de un príncipe indio —murmuró.

También los malayos se pusieron trajes nuevos y pulieron bien las carabinas y las cimitarras; luego se llenaran bolsillos y fajas de municiones, como si tuvieran que asistir a una partida de caza y no a una fiesta; eran, por instinto, tan desconfiados como su jefe.

Cuando Yáñez oyó resonar en el vasto patio los baunk —especie de trompetas de sonido agudísimo—, y redoblar los grandes tambores, abandonó su apartamento, precedido por el chitmudgar —que se pavoneaba en un amplio dootèe de seda amarilla— y seguido por sus malayos.

La sala de los Elefantes estaba en la planta baja y se abría en una de las cuatro esquinas del patio. Era mayor y más rica que la que el rajá empleaba para las recepciones, de magníficas columnas adornadas con numerosas esculturas y dorados y con un trono.

Este era un inmenso sillón, sostenido —como el del gran Mogol— por seis pies de oro macizo que se apoyaban en una enorme hoja de palma de madera labrada. Sobre el respaldo, un pavo real de bronce dorado extendía su cola variopinta, que tenía incrustados diamantes, zafiros y rubíes de espléndido efecto.

El rajá estaba sentado en él, rodeado por sus ministros y favoritos, recibiendo los homenajes de las personas más importantes de la capital y ofreciéndoles a todos vasos de licores.

En un ángulo de la inmensa sala, sobre una plataforma cubierta por una bellísima alfombra persa, una treintena le músicos soplaban desesperadamente unas largas trompetas de cobre, llamadas ramsinga, o las surnae, semejantes a nuestros clarines, mientras otros pellizcaban las cuerdas de seda de las sitar, que son las guitarras indias, o las del omerti, extraño instrumento formado con medio coco, cubierto en una tercera parte por una piel finísima, o bien la del sarindà.

Entre las ocho columnas que sostenían la bóveda de la sala, una cincuentena de can-ceni, es decir danzarinas —todas bellísimas y lujosamente vestidas, con los senos encerrados en corazas de metal dorado y los largos cabellos sueltos, con ramilletes de flores en las puntas—, ejecutaban la danza de la ram-genye, el más gracioso de todos los bailes indios.

En un extremo de la sala otros tantos balok —jóvenes bailarines, con el cuerpo semidesnudo, pintado, y las cabezas adornadas con flores y cintas— danzaban la ram-genye, ejecutando pasos dificilísimos, muy admirados por los numerosos espectadores que habían acudido a la invitación del rajá.

Después de dirigir una rápida mirada a todos aquellos invitados, Yáñez atravesó la sala, siempre seguido por sus malayos, y fue a saludar al príncipe, quien a cambio le ofreció un vaso de arac birmano, tendiéndoselo personalmente.

El príncipe parecía de muy buen humor, tal vez porque estaba ya bastante achispado, aunque tenía un brillo falso en la mirada que no escapó al portugués, muy buen observador. Pero, no viendo al griego entre los ministros, se tranquilizó y, tras vaciar el vaso, fue a sentarse en uno de los divanes situados alrededor de la sala.

Las danzas se sucedían, unas veces acompañadas por el bin, el sitar y otros instrumentos de cuerda, como acostumbran los indios, y otras por el tobla, el hula y el sarindà, que es el uso de los musulmanes de la India central y septentrional.

Las can-ceni y los balok hacían maravillas, dando prueba de una resistencia increíble.

De vez en cuando una multitud de sirvientes, espléndidamente vestidos, irrumpían en la sala trayendo inmensas bandejas de plata y de oro, y ofrecían a los invitados empanadillas, helados, bebidas de distintas ciases y pipas ya cargadas de excelente tabaco, o cajas llenas de betel.

Hacía un par de horas que duraba la danza cuando, con sorpresa de todos, se produjo una repentina agitación en la plataforma del trono.

Los ministros, que habían estado sentados junto a este, bebiendo y fumando, se levantaron discutiendo animadamente entre ellos y gesticulando, mientras el rajá saltaba del trono y hacía unos ademanes que parecían coléricos.

Varios oficiales subían y bajaban de la plataforma, como para recibir y dar órdenes.

—¿Qué puede haber ocurrido? —se preguntó Yáñez, al advertir aquella confusión—. ¿Habrá estallado una revolución en algún lugar del reino?

Apenas se había hecho esta pregunta, vio al rajá dejar la plataforma y desaparecer detrás de una cortina, siendo seguido de inmediato por uno de sus ministros. Casi al mismo tiempo, un oficial de la guardia se dirigió al diván que él ocupaba.

Al verle acercarse. Yáñez sintió que se le oprimía el corazón. Se le acababa de ocurrir la sospecha de que Sandokán hubiera intentado uno de sus audaces golpes, y le hubiera sucedido una desgracia.

—Milord —dijo el oficial, deteniéndose ante él e inclinándose para que no pudieran oírle sus vecinos—, el rajá desea hablarle.

—¿Qué ha ocurrido?

—Lo ignoro; pero me ha pedido que le lleve ante él sin tardanza.

—Te sigo —contestó Yáñez, esforzándose por parecer tranquilo.

Los malayos, que estaban apoyados en la pared, viendo levantarse a su jefe, se prepararon a seguirle, pero el oficial dijo en seguida:

—El rajá desea hablar sin testigos a su gran cazador, de forma que debéis quedaros aquí. Es la orden que he recibido.

—Quedaos —dijo Yáñez, dirigiéndose a los malayos. Y les hizo con la mano un gesto que significaba: «Estad dispuestos a todo».

Luego siguió al oficial, mientras las danzas proseguían animadísimas y los instrumentos musicales hacían resonar sus alegres melodías en la amplia sala de los Elefantes.

Salieron por una de las dos puertas que se abrían a los dos lados del trono, y Yáñez se encontró en una sala amueblada con mucho gusto, con divanes, espejos y lámparas bellísimas.

El rajá estaba allí, sentado en un sillón de bambú apoyado en una cortina que sin duda ocultaba una puerta.

Sólo le acompañaban un ministro y dos oficiales de la guardia.

A la primera ojeada, Yáñez comprendió, por la expresión alterada de su rostro, que el rajá ya no estaba de buen humor.

—¿Qué desea de mí, alteza? —preguntó, deteniéndose a dos pasos del príncipe—. ¿Hay que organizar otra partida de caza?

—Tal vez, milord —contestó bruscamente el rajá—; pero dudo mucho de que esta vez te haga a ti el encargo.

—¿Por qué, alteza?

—Porque podrías ser tú la presa.

Con un esfuerzo prodigioso, Yáñez contuvo un estremecimiento, luego, mirando de frente al príncipe, le preguntó con frialdad:

—¿Está de broma alteza, o quiere estropear la fiesta?

—Ni una cosa ni otra.

—Entonces, explíquese mejor.

El rajá se puso en pie y, avanzando un paso, le preguntó a quemarropa:

—¿Quién es esa princesa india?

Por segunda vez, el portugués tuvo que hacer un violento esfuerzo para mantenerse tranquilo y no traicionarse.

—¿De qué princesa me habla, alteza? —preguntó, mientras palidecía a ojos vistas.

—De la que tiene su palacio ante la vieja pagoda de Tabri.

—¡Ah! —exclamó Yáñez, tratando de sonreír—. ¿Quien ha sido el imbécil que ha dicho que se trata de una princesa?

—No es preciso que te lo diga, milord. ¿Tú la conoces?

—Hace mucho tiempo.

—¿Quién es?

—Una india hermosísima, que descubrí en el Mysore, y que me acompaña siempre en mis viajes, porque ella me ama y yo la amo también. ¿Satisfecho, alteza?

—No —contestó secamente el príncipe.

—¿Qué más desea saber?

—El motivo que te ha impulsado a venir a mi reino.

—Ya se lo dije: la pasión por la caza mayor.

—En ese caso, no se llevan tantos hombres.

—Sólo tengo seis.

—¿Y los que ocupaban el templo subterráneo, que se me han escapado de entre las manos?

A pesar de su extraordinario valor, Yáñez titubeó.

—¿Cuáles? —preguntó tras un breve silencio—. No sé de qué hombres me habla.

—¿Tú no les conoces?

—No sé quiénes son, ni por qué motivo se han refugiado en esa pagoda.

—Es extraño que tu mujer no te haya hablado de ellos.

—¿Quién? —preguntó Yáñez con ímpetu.

—Esa que llaman la princesa.

—¡Que la muchacha conoce a esos hombres! ¿Quién le ha contado eso, alteza? ¡Es una infamia!

—Lo ha confesado ella misma. Yáñez se llevó las manos a la faja, en la que escondía sus pistolas, y miró ferozmente al príncipe. Una cólera inmensa le invadía por momentos. Había comprendido perfectamente, y sentía que la tierra se hundía bajo sus pies.

—¡Alteza! —dijo con voz amenazadora—, ¿qué han hecho con la muchacha?

—Está en nuestro poder.

—¡Miserables! —tronó Yáñez con acento terrible—. ¿Cómo os habéis atrevido…?

El rajá que con la excitación de los licores que había bebido poco antes, tenía un ánimo insólito, contestó prontamente:

—¿Desde cuando un príncipe absoluto ha de pedir permisos a los extranjeros, milord?

—Os he prestado valiosos servicios.

—Y yo te he pagado.

—A un hombre como yo no se le compra con diez mil ni con veinte mil rupias. ¿Me comprende, alteza?

Se arrancó de los dedos los dos anillos y los echó al suelo con desprecio, diciendo:

—Mire lo que hago yo con sus regalos. Que los recojan sus siervos.

El rajá, un tanto espantado por aquel estallido de ira y aquella acción, permaneció silencioso, limitándose a fruncir el ceño.

—Alteza —prosiguió Yáñez, con rabia concentrada— ha obrado usted no como un príncipe sino como un malandrín. Recuerde, no obstante, que soy súbdito inglés, y lord además, que mi mujer está bajo la protección del gobierno inglés, y que en las fronteras de Bengala hay tropas suficientes para invadir este estado y conquistarlo.

—Me has ofendido, milord —dijo el rajá con cólera.

—No me importa. Devuélvame a la muchacha o yo…

—¿Qué te atreverías a hacer?

—Olvidaré que me encuentro ante un príncipe.

—Y yo te responderé invitándote a deponer las armas.

—¡A mí! —gritó Yáñez, dando un salto atrás.

—A ti; debes de llevar alguna bajo la faja.

—Cuando un inglés está en países aún bárbaros, no deja nunca sus pistolas.

—Entonces, me veré obligado a hacértelas quitar por la fuerza.

Yáñez cruzó los brazos sobre el pecho, y, mirándole fijamente, dijo en tono de desafío:

—Prueba, y verás lo que sucede aquí.

El rajá, visiblemente asustado por la audacia del portugués, permanecía silencioso, dirigiendo los ojos a uno u otro de sus guardias, como para pedirles protección.

Su ministro, que temblaba como presa de fiebre, se batía en una prudente retirada hacia una de las puertas de la sala de los Elefantes.

—¿Y pues? —preguntó Yáñez, viendo que el rajá no se decidía a reanudar la conversación.

—Milord —dijo por fin el príncipe, recuperando un poco de valor—, ¿olvidas que tengo aquí más de doscientos sikhs, dispuestos a dar su sangre por mí?

—Échamelos encima: les espero.

—Entonces, depón las armas.

—¡Nunca!

—¡Acabemos! —gritó el rajá exasperado—. Oficiales, desarmad a este hombre.

—¡Ah! ¿Es así como tratas a tu gran cazador? —gritó Yáñez.

En tres saltos atravesó la habitación y se precipitó en la sala, gritando:

—¡A mí, malayos!

Había sacado sus pistolas, apuntándolas hacia la puerta, dispuesto a fulminar a los dos oficiales, si le seguían.

Al oír la voz de su jefe, y viendo que se precipitaba entre las bailarinas empuñando las armas, los malayos saltaron hacia él como tigres, apuntando sus carabinas hacia la muchedumbre.

Un grito de terror resonó en la inmensa sala.

—¡Fuera todos! —rugió Yáñez—, si no queréis que ordene disparar.

Bailarinas, músicos y espectadores, que estaban desarmados y sabían ya cuánta era la audacia del gran cazador, se precipitaron confusamente hacia la puerta que daba al patio, empujándose y tratando de llegar lo antes posible al aire libre. Rugían presa de un terrible espanto, creyendo de buena fe que la escolta del gran cazador se preparaba a disparar contra ellos.

Yáñez aprovechó la confusión para cerrar las dos puertecillas de bronce macizo, que daban a las habitaciones vecinas, atrancándolas para impedir que los sikhs irrumpieran en la sala.

—Ahora —dijo—, preparémonos a vender cara la vida, amigos. Sabed que todo ha sido descubierto, que han secuestrado a Surama y que no se sabe nada de Sandokán.

No nos queda más que morir, pero nosotros, viejos tigres de Mompracem, no tememos la muerte. ¿Tenéis muchas municiones?

—Cuatrocientas balas —contestó Burni.

—¡Lástima que Kabung no haya regresado a tiempo!

Tendríamos una carabina más. ¿Por qué no habrá vuelto?

—¿No le habrán asesinado, capitán? —dijo uno de los cinco malayos.

—Puede ser —contestó Yáñez—. Le vengaremos también a él. De momento, Burni, tú ocuparás el puesto de Kabung.

—De acuerdo, capitán.

En aquel instante, se oyó un sonoro golpe —que parecía producido por una maza de metal— en una de las puertas que comunicaban con las habitaciones, seguido por una voz imperiosa, que gritaba:

—¡Abrid! ¡Orden del rajá!

Yáñez, que se dirigía hacia la gran puerta de bronce creyendo que el ataque más intenso llegaría por aquella parte, volvió atrás, gritando a su vez:

—¡Ve a decir a su alteza que su gran cazador no desea recibir órdenes por el momento!

—Si no obedeces, haré derribar las puertas.

—Y detrás de las puertas encontrarás unos hombres dispuestos a hacerte frente, porque estamos resueltos a vender cara nuestra piel.

—¿Te niegas, milord?

—Sí.

—¿Es tu última palabra?

—La última —contestó Yáñez.

La voz dejó de oírse.

Yáñez se acercó a la puerta que daba al patio, y se puso a escuchar.

Fuera había un rumor de voces, como si se hubieran reunido muchos hombres ante la puerta.

—Serán los sikhs del rajá —murmuró—. ¡Por Júpiter! El asunto se pone serio. ¡Y no poder advertir a Sandokán! ¿Cómo acabará todo esto? No podremos resistir indefinidamente, y esta puerta, aunque sea sólida, acabará por caer.

De repente, se estremeció.

Había oído un bramido espantoso, como el de un elefante furioso, cerca de la puerta.

—¡En esto no había pensado! —exclamó—. ¡A mí, malayos!

Los cinco hombres se replegaron rápidamente hacia el centro de la sala.

—¿Qué hemos de hacer, capitán Yáñez? —preguntó Burni.

—Coged todos estos divanes y estas sillas y levantad una barricada detrás de la gran puerta de bronce.

Aún no había terminado de hablar, y ya los malayos empezaban el trabajo. Pocos minutos les bastaron a aquellos hombres infatigables para levantar detrás de la puerta una barricada imponente, más para estorbar el paso del elefante que rara detenerlo. Sin embargo, Yáñez estaba seguro de derribarlo a tiros, antes de que pudiera lanzarse a través de la sala.

—Detrás de estos divanes, nos defenderemos de maravilla —dijo a los malayos—. Que permanezca un solo hombre de guardia en las puertecillas. De momento atacarán por aquí.

En aquel instante, se oyó fuera otro bramido, más formidable que el primero, seguido por unos gritos. Eran los cornacas que excitaban al animal para que se lanzara contra la puerta.

—¡Todos en torno mío! —ordenó Yáñez—. Ocurra lo que ocurra, no abandonéis la barricada, o moriréis aplastados por las puertas de bronce.

Un gran ruido metálico, hizo temblar las paredes de la vasta sala, y oscilar espantosamente las macizas puertas de bronce.

El elefante había dado el primer empujón con su cuarto trasero.

—¡Qué prodigiosa fuerza la de estos paquidermos! —murmuró Yáñez—. Con siete u ocho golpes como este se abrirá paso.

Transcurrió medio minuto de angustiosa expectativa para los sitiados, luego la puerta recibió otro golpe que la hizo vacilar de arriba a abajo. Parecía como si hubiera estallado una granada, o que los atacantes hubieran prendido fuego a un mortero de gran calibre.

Siguieron un tercero y un cuarto golpe, cada vez más violentos. Al quinto, las puertas arrancadas de sus goznes cayeron sobre los divanes con un ruido ensordecedor, aplastando buen número de ellos, pero reforzando al mismo tiempo la barricada con su masa.

—¡Amigos! —gritó Yáñez, que ya estaba preparado para aquella caída—. Preparémonos a dar a estos indios una lección que haga época.