29. En el Brahmaputra

Aquella noche nadie durmió tranquilo en Sadhja. El tumburà —el enorme y espléndido tambor, lleno de dorados y pinturas, de cintas y penachos de plumas de pavo real, que los indios emplean sólo en las grandes ocasiones— no dejó de redoblar ni un instante en la plaza de la pequeña ciudad.

Desde todos los pueblos situados en las pendientes o en las cimas de las vecinas montañas y en las hondas gargantas, se respondía a golpe de hula —otro tipo de tambor, de dimensiones inferiores al tumburà, pero que se oyen igualmente a distancias increíbles—, o se respondía con agudos sones de trompetas de cobre o con descargas de fusil.

Los valerosos montañeses de la frontera birmana, avisados por el incesante redoblar del tumburà de que se acercaba algún importante acontecimiento, acudían de todas partes, en grandes grupos y con todo su equipo de guerra: escudos de piel de bisonte o de rinoceronte, lanzas, carabinas, pistolones, cimitarras y afiladísimos tarwar. Tal vez imaginaban que un ejército birmano había cruzado la frontera y amenazaba la capital de su minúsculo estado, cosa que ya había ocurrido otras veces.

Lo que nadie suponía es que Surama, la hija de su adorado jefe, a quien habían llorado durante muchos años, fuera la causa de todo aquel alboroto.

Cuando al día siguiente, poco después del amanecer, Sandokán, Tremal-Naik y Surama entraron en Sadhja, conducidos por Bindar y seguidos por sus malayos y dayaks, un espectáculo bellísimo se ofreció a sus ojos.

En la vasta plaza de la ciudad, más de mil quinientos montañeses que vestían los pintorescos trajes de los kaltanos con amplios calzones variopintos, ancha faja roja llena de armas de fuego y blancas casacas con alamares amarillos o azulas y turbantes inmensos, estaban formados ordenadamente, divididos por compañías, con los jefes de los puebles en cabeza, llevando estos como único distintivo un penacho de plumas de sâras ondeando en sus frentes.

Khampur, que para aquella ocasión montaba un hermosísimo caballo enjaezado a la oriental, con una larga gualdrapa roja y guarniciones de oro, apenas vio llegar a Surama con sus protectores, desenvainó su cimitarra y la agitó en el aire, gritando con voz tonante:

—¡Saludad a la hija de Mahur, vuestro difunto señor! Viene a recibir el homenaje de sus fieles montañeses.

La orden fue seguida por un verdadero rugido, que parecía el estruendo de un alud y se propagó por las montañas y los valles.

—¡Salud a la rahni de Sadhja! ¡Salud! Después mil quinientas carabinas dispararon simultáneamente al aire, haciendo temblar las paredes poco sólidas de las casas.

—¡Salud a mis fieles montañeses! —gritó Surama, cuando el eco de las montañas y los valles dejó de repetir la descarga.

Khampur se adelantó hacia Sandokán, a quien reconocía como jefe de la expedición, y tras apearse del caballo, le dijo:

—Estarnos dispuestos para emprender la conquista de Gauhati. Sólo tienes que escoger los mil hombres que necesitas, sahib. Te prometo que te seguirán hasta las orillas del golfo de Bengala, si tú lo deseas.

—Escoge tú los mejores; les conoces mejor que yo.

—Como quieras, sahib.

—¿Están preparadas las barcas?

—Hace dos horas que espera la flotilla.

—¿Has embarcado los falconetes?

—Todos.

—Vamos a echar un vistazo mientras tú eliges los guerreros. Guíanos, Bindar.

—Aquí estoy, señor —contestó el muchacho.

Mientras Khampur escogía a los hombres que debían tomar parte en la peligrosa expedición, Sandokán, Tremal-Naik y Surama, seguidos por malayos y dayaks, bajaban hacia el río, que corría con estruendo entre dos inmensas murallas de granito de más de trescientos metros de altura, en las que los montañeses habían excavado cómodos escalones.

En la orilla, sólidamente ancladas, había una veintena de embarcaciones, entre bangle y poluar, de cincuenta a ochenta toneladas, construidas algo toscamente, pero que podían dar buen resultado.

—Bastarán —dijo Sandokán, tras echar una rápida ojeada a la flotilla—. Cada embarcación puede llevar cómodamente unas cincuenta personas bajo cubierta.

—¿Por qué bajo cubierta? —preguntó Tremal-Naik.

—Hasta Gauhati, debemos pasar por honrados traficantes que van a vender sus mercancías en Bengala —contestó Sandokán—. Quiero llegar a la capital de incógnito y sin despertar sospechas. Si el rajá —o mejor dicho, el griego— supieran lo que proyectamos, reunirían todas las tropas del Assam, cosa que no debe ocurrir. Nuestro golpe de mano debe ser fulminante. Una vez haya caído el rajá, nadie se preocupará de correr en su defensa; el pueblo aceptará sin más los hechos consumados y aclamará a su joven y bella rahni. Es así como se hace la política en tu país, ¿no es cierto?

—Tu destino era ser un gran hombre de Estado —contestó Tremal-Naik.

—También Yáñez me lo decía —observó Sandokán, riendo.

Los primeros grupos de montañeses llegaban en aquel momento, precedidos por sus respectivos jefes.

Sandokán dio a sus hombres las órdenes para el embarco.

Ante todo escogió el mejor poluar de la flotilla, armado con seis falconetes, que podía servir muy bien de barco almirante, en especial si lo tripulaban los malayos —hábiles marineros y formidables artilleros— embarcando en él a Surama, Tremal-Naik, Kammamuri y los misioneros.

Hizo falta una hora para que los montañeses embarcaran y se acomodaran de la mejor forma posible bajo les puentes, ya que debían ir escondidos hasta llegar bajo los muros de la capital del rajá, para no despertar la alarma, que podía producir consecuencias incalculables.

A las siete de la mañana, la flotilla levó anclas, descendiendo el Brahmaputra en grupos de tres o cuatro embarcaciones, mezclándose bangle y poluar, porque sólo estos últimos iban armados de falconetes.

Durante el primer día de navegación no hubo incidentes. Sólo encontraron unas pocas embarcaciones que remontaban la corriente, llevando cargamentos de arroz para los habitantes de las montañas.

El segundo día transcurrió de la misma forma.

Nadie había hecho caso de aquel número un tanto insólito de navíos, ya que el Brahmaputra no es muy frecuentado a pesar de ser una de las mayores arterias fluviales de la India septentrional.

Tanto los hombres de Sandokán como los bateleros de Khampur reinaron vigorosamente todo el día y, favorecidos por la corriente que se deslizaba rápidamente y por el viento que soplaba con fuerza de levante, llegaron por la noche ante la embocadura del canal que conducía al pantano de los cocodrilos.

—Debemos detenernos en nuestro viejo refugio durante unos días —dijo Sandokán a Tremal-Naik—. Es preciso que nos aseguremos ante todo la ayuda de los sikhs y que tratemos de tener noticias de Yáñez antes de caer sobre Gauhati.

—¿Y si hay alguna embarcación del rajá en el pantano?

—La abordaremos y la echaremos a pique —contestó resueltamente el Tigre de Malasia.

Luego, levantando la voz gritó:

—¡Eh, Kammamuri!, da orden a nuestros hombres de embocar el canal.

El poluar que marchaba a la cabeza de la flotilla, cambió en seguida de ruta y se metió en el paso, seguido por todas las demás embarcaciones, que habían recibido previamente la orden de ajustarse a los movimientos de la llamada nave almirante.

Como Sandokán había supuesto, no había ninguna embarcación del rajá en el pantano.

Los sikhs, expulsados por el fuego —que ya debía de haber devorado por completo la jungla de Benar—, y desesperando de encontrar a sus adversarios, habían regresado sin duda a Gauhati, de forma que la flotilla de los montañeses pudo echar anclas sin ser estorbada en un extremo del pantano, cerca de una ribera cubierta de tupidas plantas, escapadas, quién sabe por qué casualidad, al incendio espantoso que había devorado la jungla en toda su extensión.

Mientras las tripulaciones preparaban la cena. Sandokán hizo llamar a Bindar y al demjadar de los sikhs.

—Ha llegado el momento de actuar —les dijo—. Estamos a punto de jugar la baza decisiva.

—Yo estoy a tus órdenes, sahib —dijo el jefe de la guardia—. He tenido tiempo de conocerte y prefiero servirte a ti, y no al rajá y a su favorito: dos bribones que no han hecho nunca nada bueno.

—Yo espero que te conviertas en un buen oficial de la rahni, porque es a la muchacha a quien corresponde el trono, y no a mí —contestó Sandokán—. Y ahora tomemos los últimos acuerdos.

—Te escucho.

—¿Estás seguro de que ninguno de tus guerreros te traicionará?

—No tengas la más mínima duda sobre eso. Yo respondo por todos. ¿Qué debo hacer?

—Ante todo, apoderarte del favorito del rajá.

—¿Y después?

—Liberar inmediatamente al hombre blanco que está preso en uno de los subterráneos del patio de honor. De momento, le confiarás a él el mando de tus tropas. Es un hombre con quien puedes contar como conmigo, y de un valor a toda prueba. Debes hacer lo que él te diga.

—¿He de quedarme en palacio?

—Si ves que los assameses oponen resistencia a mis hombres, corre en nuestra ayuda y atácalos por la retaguardia. ¿De cuántos hombres podrá disponer el rajá, sin contar con los tuyos?

—De tres o cuatro mil.

—¿Con artillería?

—Dos docenas de cañones viejos.

—¿Y los hombres son duros?

—Los cipayos resistirán tenazmente, sahib, pero son sólo unos ochocientos.

—No les dejaré el tiempo de atrincherarse —dijo Sandokán—. Entraremos en la ciudad por sorpresa. Ahora tú, Bindar.

—Manda, señor —dijo el joven indio, que esperaba a ser interrogado.

—Tú acompañarás al demjadar y tratarás de conseguir noticias del capitán Yáñez.

—De eso me ocupo yo, sahib —dijo el jefe de la guardia—. Apenas llegue a la corte, interrogaré a mis hombres.

—¿Pero tú cómo justificarás tu prolongada ausencia? —preguntó Tremal-Naik, que asistía al coloquio junto con Khampur y Surama—. El rajá querrá saber dónde has estado.

—Ya he pensado en esto —contestó el demjadar—. Le diré que traté de dar caza a los secuestradores de su primer ministro Kaksa Pharaum, y que las investigaciones me llevaron muy lejos de Gauhati. El rajá no dudará de lo que le diga.

—Entonces, tú, Bindar, vendrás a reunirte con nosotros mañana mismo —dijo Sandokán, dirigiéndose al joven indio—. Espero tus noticias antes de zarpar.

—Antes del crepúsculo estaré aquí, señor.

—Cuento contigo.

Sandokán hizo echar al agua una pequeña gonga, que había hecho embarcar en su poluar antes de abandonar Sadhja, y luego indicó al demjadar y a Bindar que embarcaran, diciendo:

—Hasta mañana por la noche: suceda lo que suceda, recordad que no volveré a Sadhja con estos valientes montañeses.

Los dos hombres bajaron al gonga, empuñaron los remos y se alejaron rápidamente, desapareciendo muy pronto entre las tinieblas.

—Ahora —dijo Sandokán—, podemos cenar.

Durante aquella noche ningún acontecimiento molesto turbó la calma que reinaba entre las tripulaciones de la flotilla, de forma que todos pudieron dormir tranquilamente, a pesar del ensordecedor concierto de los chacales y de los roncos gruñidos de los numerosos cocodrilos, que daban vueltas en tomo a las embarcaciones con la esperanza de que algún remero fuera a caer entre sus mandíbulas, abiertas de par en par.

Al día siguiente Sandokán —aunque no dudaba verdaderamente de la fidelidad del demjadar— siguiendo su receloso instinto, envió un grupo de montañeses, dirigidos por Kammamuri, hacia la boca del canal, y otro, bajo el mando de Sambigliong, hacia la jungla, para tener vigilados el río y los alrededores.

No obstante, aquellas precauciones fueron completamente inútiles, porque el primer grupo no vio más que alguna bangle cargada de añil, que iba río abajo, y el segundo no descubrió más que alguna manada de perros salvajes entre las cenizas de la jungla.

Una hora antes del crepúsculo, los montañeses que vigilaban por el río, señalaron la presencia de una gonga, tripulada por dos hombres, que avanzaba a toda velocidad hacia el canal.

La noticia, trasmitida inmediatamente a Sandokán, despertó viva ansiedad entre la tripulación.

—¡No puede ser más que Bindar! —exclamó, radiante, el Tigre de Malasia.

—¿Y el otro? —preguntaron a una Surama y Tremal-Naik.

—Será un barquero, amigo suyo.

En efecto, un cuarto de hora después, apareció la pequeña embarcación, dirigiéndose a todo remo hacia el barco almirante.

Un grito de júbilo salió de los labios de Sandokán.

—¡Bindar y Kabung, el jefe de la escolta de Yáñez!

El gonga que se deslizaba como un alción, abordó el poluar bajo la popa y en un abrir y cerrar de ojos sus dos tripulantes subieron a bordo.

Todos se agruparon en torno a los recién llegados para interrogarles. Sandokán les hizo enmudecer con un gesto imperioso.

—Primero tú, Bindar —dijo.

—Todos los sikhs están a tus órdenes —contestó el joven assamés—. El demjadar les ha decidido con pocas palabras.

—¿Cuántos son?

—Cuatrocientos.

—¿Esperan nuestro ataque?

—Sí, jefe.

—¿Y Yáñez?

—Sigue preso, pero le tratan con toda consideración; el demjadar le ha avisado ya para que esté preparado.

—¿No le han desterrado?

—No.

—¡Ah! —exclamó Surama, con una explosión de alegría—. ¡Mi amado sahib blanco!

—Silencio, muchacha —dijo rudamente Sandokán—. ¿Y por qué no le han conducido aún a la frontera bengalí?

—Me ha dicho el demjadar que el favorito envió correos a Calcuta para comprobar si el capitán es verdaderamente un lord inglés.

—Y en el caso de que no lo sea, hacerle matar —añadió Sandokán—. ¿Han regresado?

—No, sahib.

—Cuando lleguen, su amo no reinará ya en el Assam. Ahora tú, Kabung.

—Por medio del mayordomo que el rajá había puesto a disposición de su gran cazador, avisé al capitán Yáñez que no tenía nada que temer.

—¿No hay peligro de que le envenenen?

—No, porque el carcelero es pariente del mayordomo y primero hace probar a un perro los alimentos destinados al preso.

—Surama, te recomiendo a ese mayordomo y a su pariente —dijo Sandokán, dirigiéndose a la joven—. Quizás esos dos hombres hayan salvado la vida a tu prometido.

—No les olvidaré, Sandokán; te lo prometo.

—¿Tienes algo que añadir, Kabung? —preguntó el Tigre de Malasia.

—Querría pedirte un favor.

—Dime.

—Vengar a mis amigos, los que formaban la escolta del capitán Yáñez —dijo el malayo, con voz conmovida.

El rostro de Sandokán se ensombreció.

—No era preciso que lo pidieras, amigo —dijo con voz aguda—. Ya sabes que el Tigre de Malasia no perdona. Todos ellos serán vengados.

Luego, volviéndose hacia Khampur, el jefe de los montañeses, le dijo:

—Ordena a todas las tripulaciones que leven anclas a medianoche, y que los falconetes estén cargados y a punto para ser transportados a la ciudad. Probablemente necesitaremos algo de artillería, para contrarrestar la de los assameses, si tienen tiempo de dispararla.

—Serás obedecido, sahib —contestó el montañés—. Todos mis hombres están impacientes por combatir y por dar una corona a la hija de Mahur.

—Dales las gracias de mi parte —dijo Surama—, y diles que nunca olvidaré que debo mi trono a los valientes montañeses de Sadhja.

—Ven, Tremal-Naik —dijo Sandokán—. Vamos a hacer nuestros planes.

Exactamente a medianoche, la flotilla levaba anclas y, con los poluar a la cabeza, por ser los mayores y mejor armados, abandonaba silenciosamente el pantano de los cocodrilos, descendiendo por el Brahmaputra en dos columnas.