16. Entre panteras y tinieblas
En la India no es raro encontrar restos de ciudades y espléndidas pagodas no solamente en las junglas que tiempo atrás debieron de estar habitadas y cultivadas, sino también en medio de las más espesas selvas.
Los antiguos rajás, más caprichosos que los modernos, solían cambiar con frecuencia de residencia, sea para escapar a la vecindad de fieras peligrosas que no eran capaces de destruir, sea por cualquier motivo político. Fundar una nueva ciudad estaba entonces de moda, tanto más que la mano de obra era tan barata que con unos cuantos millones de rupias podía levantarse otra en brevísimo tiempo. Así pues es frecuente, aún hoy en día, encontrarse de repente ante ruinas grandiosas, semicubiertas por una tupida vegetación. La fertilidad del suelo, el gran calor y la humedad de la noche favorecen de modo extraordinario el desarrollo de la vegetación en aquella afortunada península.
Un campo abandonado, no conserva ninguna huella de cultivo pasados pocos meses. Bambúes, arbustos, banianos, pipal, taras, surgen como por encanto y lo hacen desaparecer todo. El calvero cultivado se transforma en un bosque casi impenetrable, o en una jungla que más tarde se convertirá en refugio seguro de tigres, panteras, rinocerontes y serpientes de mordedura fatal.
Por tanto no había que maravillarse si los piratas de Malasia, guiados por Bindar, habían encontrado aquel refugio. Por desgracia, no parecía deshabitado, como esperaban Sandokán y Tremal-Naik.
Aquel sordo gruñido y los dos puntos luminosos, les avisaron de que debían pagar el alquiler con balas de plomo.
—Vamos —dijo Sandokán—, tratemos de desalojar a los inquilinos.
—No se marcharán sin protestar —bromeó Tremal-Naik.
—En tal caso tendrán que vérselas con nosotros. ¿No temblará tu brazo, Kammamuri? Si nos quedamos a oscuras, no respondo del desalojo.
—La antorcha brillará constantemente ante las adnara.
—Ese es otro nombre.
—Los maharatos llamamos así a esas feas bestias.
—Ponte detrás de nosotros.
—Sí, Tigre de Malasia.
Sandokán se volvió para comprobar si sus hombres ocupaban sus puestos, cargó la carabina y las pistolas y avanzó hacia la puerta de la pagoda, subiendo los escalones.
Tremal-Naik le seguía, junto a Kammamuri que sostenía en alto la antorcha.
El pirata estaba tranquilo, como si se tratara de ir a visitar a unos buenos vecinos.
Sin embargo sus ojos no se separaban de los dos puntos luminosos, que seguían brillando entre las tinieblas, cerrándose a largos intervalos.
—¿Estará sola o tendrá un compañero? —se preguntó Sandokán, deteniéndose en el rellano.
—Temo, mi querido Sandokán, que la pagoda hospede a toda una familia —dijo Tremal-Naik—. Sé prudente porque las adnara son tan peligrosas como los tigres.
—Tal vez algo menos que nuestras panteras negras. Probemos a dar un buen golpe. Tú, por ahora, no dispares.
Se arrodilló y apuntó la carabina, mirando los dos puntos luminosos; iba a apretar el gatillo, cuando se apagaron bruscamente.
—¡Saccaroa! —refunfuñó el pirata—. ¿Se habrá dado cuenta esa fea bestia de que quería su piel, y se ha metido en la pagoda? Estos inquilinos se ponen fastidiosos. ¡Bueno! Iremos a buscarlos a su cubil. ¡Adelante, Kammamuri!
El maharato alzó la antorcha, cargó una pistola de dos aros —ya que con una sola mano no podía utilizar la carabina— y avanzó intrépidamente, con Sandokán y Tremal-Naik.
Los malayos y dayaks estaban dispuestos en forma de semicírculo en la base de la escalinata, dispuestos a acudir en ayuda de sus amos, en caso de que estos necesitaran su apoyo, o a cerrar el paso a las fieras.
Pero ni siquiera en aquella terrible situación habían olvidado al capitán de los sikhs y al faquir, a los que colocaron ante ellos para que no escaparan, cosa poco probable, sin embargo, porque los dos desgraciados estaban aún atados.
Después de detenerse unos instantes en el umbral de la puerta, los cazadores entraron resueltamente en la pagoda. Una sala inmensa, de forma ovalada y casi desnuda —porque no había en ella más que montones de escombros caídos de las partes altas y anchas grietas a lo largo de las paredes—, se abría ante ellos. También el revestimiento interior, igual que el exterior, se había venido abajo, cubriendo el suelo de fragmentos de estatuas.
Sandokán y Tremal-Naik lanzaron en torno una rápida mirada, descubriendo con asombro que en aquella sala no había ninguna fiera.
—¿Adónde habrá escapado la pantera? —se preguntó Sandokán—. A través de las grietas de las paredes es imposible, porque no llegan al suelo.
—En guardia, amigo —recomendó Tremal-Naik—; puede estar escondida detrás de esos montones de escombros.
—No me parecen tan altos como para cubrirla. Por otra parte, lo sabremos en seguida.
Ante él había un gigantesco dado de piedra, que tal vez sirviera antaño para sostener una piedra de salagram o un lingam, o el trimurti de la religión hindú.
De un salto se subió en él, mirando en todas direcciones.
—Nada —dijo al cabo—. La pantera ha desaparecido.
—Sin embargo, no ha podido salir. Nuestros hombres la hubieran visto —dijo Tremal-Naik.
—¡Ah!
—¿Qué ocurre, ahora?
—Veo una puertecilla al extremo de la sala.
—Que conducirá probablemente a una galería —dijo el maharato.
—Con tal de que no haya una salida por ahí —dijo Tremal-Naik.
—En ese caso nos ahorraría el trabajo de cazarla —replicó Sandokán—. Vamos a ver si esa señora ha preferido dejarnos el alojamiento sin protestar.
Atravesaron la sala y llegaron muy pronto ante la puertecilla, que estaba abierta. Sandokán y Tremal-Naik advirtieron en seguida un olor agudo, selvático.
—Ha pasado por aquí —dijo el primero—. Cuidado con no dejaros sorprender.
—Esta galería debe de conducir a las habitaciones de los sacerdotes —añadió el bengalí—. En tal caso, tendremos que recorrer un buen trecho. Ponte detrás de nosotros Kammamuri.
Apoyaron las armas en el hombro para estar dispuestos a hacer fuego y se internaron en el estrecho pasadizo que tendía a subir.
Recorridos unos cincuenta pasos, se hallaron arre una escalera que describía una curva bastante acentuada.
—¡Saccaroa! —exclamó Sandokán, fastidiado—. ¿Dónde se habrá metido ese maldito animal?
—¡Calla! —interrumpió Tremal-Naik.
Se oyó un sordo gañido un poco más arriba. Señal de que la pantera estaba allí, y tal vez se preparaba a disputar el paso a los tres hombres.
Sandokán, resuelto a terminar de una vez, corrió escaleras arriba y al llegar al rellano vio una sombra que se alejaba velozmente por un segundo corredor.
—¡Haz luz, Kammamuri! —gritó.
El maharato se reunió con él rápidamente.
Viendo aún aquella sombra, el Tigre de Malasia disparó a toda prisa. La detonación, que resonó como un cañonazo entre las estrechas paredes, fue seguida por un aullido de dolor.
—¿Tocada? —preguntó Tremal-Naik, dando un salto adelante.
—¡No lo sé! —contestó Sandokán, que cargaba de nuevo el arma—. Escapaba ante mí, y no la veía muy bien. He hecho fuego a lo loco.
—Vamos a ver si hay huellas de sangre. Avanzaron cautelosamente, con ojos y oídos atentos, manteniéndose inclinados para ofrecer menos blanco en caso de un ataque repentino.
El corredor, abierto en el espesor de las paredes, giraba como si siguiera la curva de la inmensa pagoda. De vez en cuando, se abrían a izquierda y derecha unas pequeñas celdas, que en su tiempo debieron servir a los brahmanes o a los gurús.
De pronto Sandokán se detuvo, inclinándose hasta el suelo.
—¡Una mancha ce sangre! —exclamó.
—La has alcanzado —dijo Tremal-Naik—. Dentro de poco será nuestra.
Seguros de no encontrar gran resistencia por parte de la pantera, apresuraron el paso. Las manchas de sangre seguían cada vez más abundantes.
La bala de Sandokán debía de haber producido una gravísima herida. Sin embargo, la condenada bestia seguía su retirada a través del interminable corredor.
En un determinado momento, y cuando menos se lo esperaban, los tres cazadores se encontraron ante una sala más bien grande, llena de estatuas que representaban las eternas encamaciones de Visnú.
—¡Hemos llegado al final! —exclamó Tremal-Naik. Terminaba apenas estas palabras, cuando una inmensa masa cayó de improviso sobre ellos, derribándolos unos sobre otros, y apagando la antorcha.
Sandokán se levantó en seguida y disparó a ciegas, imitado a continuación por Kammamuri que no había soltado la pistola.
Tremal-Naik, más prudente, conservó su carga, temiendo una nueva ofensiva de la fiera. Esta, después de aquel gran salto que echó patas arriba a los cazadores, escapó, regresando al corredor.
—¡Esa pantera tiene el espíritu de Kali! —exclamó Tremal-Naik—. ¡En buen apuro estamos! ¿Quién tiene yescas?
—Yo no —contestó Sandokán.
—Tampoco yo —añadió Kammamuri.
—Tendremos que retirarnos a oscuras.
—Ya conocemos el corredor y creo que el regreso no-será difícil —contestó el Tigre de Malasia.
—¿Y si la pantera nos espera emboscada?
—Eso es lo que temo.
—Vuelve a cargar en seguida, y tú también Kammamuri. De un momento a otro podemos encontramos otra vez frente a la kerkal.
—Y también puede…
El maharato no terminó la frase. Un gruñido, que acabe en un soplo ardiente, le detuvo.
—¡Aquí hay otra pantera! —exclamó Sandokán, dando una rápida vuelta atrás.
—¡Cierto! —asintió Tremal-Naik—. La primera no estaba sola.
—¡En retirada!
—Y pronto —añadió el bengalí—. Aquí corremos peligro de que nos ataquen de frente y por la espalda.
Sandokán lanzó una imprecación.
—¡Volver atrás ahora, que ya estaba en nuestras manos!
—Las echaremos más tarde. ¡Ven, no perdamos tiempo!
Salieron de la sala, retrocediendo lentamente para no dejarse sorprender. Sólo Kammamuri, que ya había cargado de nuevo su pistola, volvía la espalda a la puerta para hacer frente a la primera pantera, escapada a través del corredor.
El momento era terrible, pero los tres valientes no habían perdido su calma admirable, aunque estaban más que seguros de que sufrirían un nuevo ataque antes de llegar a la pagoda y de reunirse con sus compañeros, quienes debían de estar muy inquietos al no verles volver después de los cuatro disparos.
—Mantengámonos unidos —dijo Sandokán a sus compañeros—. Si nos hemos quedado sin antorcha, por lo menos poseemos nuestras armas de fuego.
—Y apenas descubramos los ojos de las fieras, dispararemos —añadió Tremal-Naik.
En la profunda oscuridad que reinaba en el estrecho corredor, la retirada se efectuaba lentamente, ya que Sandokán y el bengalí tenían que retroceder dando cara a la sala.
Cuando Kammamuri iba a poner los pies en el primer escalón, vio relampaguear, a unos pocos pasos de distancia, los ojos verdosos de la kerkal que escapara a través del corredor.
—¡Patrón! —dijo retrocediendo—. Tengo delante a la fiera.
—Y la segunda nos sigue —contestó Sandokán—. Ahí están sus ojos.
Los tres hombres se detuvieron, apuntando sus armas contra aquellos cuatro puntos luminosos. Aunque estaban habituados a las más terribles aventuras, no se atrevían a hacer fuego por miedo a no alcanzar a sus adversarios.
Reinó entre ellos un breve silencio, roto por Sandokán:
—No pedemos quedarnos aquí eternamente. Además de las armas de fuego tenemos las cimitarras, y no temo un combate cuerpo a cuerpo. Tú, Kammamuri, dispara contra la pantera de la escalera; yo trataré de despachar a la otra.
—¿Y yo? —preguntó Tremal-Naik.
—Te quedarás en la reserva —contestó el Tigre de Malasia.
Sacó con precaución la cimitarra, sin separar los ojos de los dos puntos fosforescentes que brillaban siniestramente en las profundas tinieblas, la apretó entre los dientes y apuntó despacio, para estar seguro del tiro.
Por su parte, Kammamuri apuntó con su pistola que, como ya se ha dicho, era de doble cañón.
Los tres disparos formaron una sola detonación. Al rápido resplandor de la pólvora, los cazadores vieron a las dos fieras que saltaban hacia delante, y se precipitaron escaleras abajo.
Tremal-Naik, que fue el primero en llegar abajo, oyó un gruñido en el descansillo y disparó, más por iluminar —aunque fuese un solo instante— la galería que porque creyera acertar.
Le contestó un aullido, luego una masa rodó escaleras abajo, yendo a caer sobre Sandokán, quien se había detenido en el último escalón.
—¡Ah, canalla! —rugió el pirata, que tuvo tiempo de empuñar la cimitarra antes de caer.
Levantó el arma y la dejó caer con fuerza sobre aquel cuerpo que se debatía a su lado, gritando:
—¡Toma! ¡Toma!
La cimitarra, manejada por aquel brazo de hierro, hirió a fondo por dos veces.
—¡Escapemos! —gritó en aquel momento Tremal-Naik—. Nuestras armas están descargadas.
Los tres corrieron locamente a través del corredor y ya iban a entrar en la pagoda cuando oyeron fuera una descarga.
—Nuestros hombres han matado a la otra —dijo Sandokán, corriendo hacia la puerta.
No se equivocaba. En el rellano yacía una gigantesca pantera, una de las más grandes que había visto en su vida, en medio de un charco de sangre.
Su espléndida piel estaba acribillada de proyectiles.
—Sahib —dijo Bindar, adelantándose—, temíamos que te hubiera ocurrido una desgracia.
—La pagoda es nuestra —dijo simplemente Sandokán—; ocupémosla.
—¿Estará muerta la otra? —preguntó Kammamuri.
—Mi cimitarra está llena de sangre, y cuando yo golpee ni un tigre puede resistir. Ahora, para mayor precaución, dispón que queden centinelas ante las dos puertas, y tratemos de descansar unas horas, que nos hace buena falta.
Los malayos y dayaks deshicieron sus paquetes, extendiendo sobre el suelo alfombras y mantas, e incluso algunos almohadones para sus jefes; otros encendieron antorchas y las clavaron en los escombros.
El viejo Sambigliong eligió a los centinelas, poniendo tres ante la puertecilla que conducía a la escalinata de la puerta principal, ya que no era improbable que se presentaran más fieras.
Después de asegurarse de que el faquir y el comandante de los sikhs tenían intactas sus ataduras, Sandokán y Tremal-Naik se tendieron sobre las alfombras, no sin tomar la precaución de poner a su lado las armas, aunque se consideraban completamente a salvo de una invasión por parte de los soldados del rajá.
El resto de la noche transcurrió tranquilo. Sólo algunos chacales, atraídos por la luz insólita que brillaba en el interior de la pagoda, se atrevieron a subir la escalinata a lanzar algún aullido.
No considerándolos peligrosos, los hombres de guardia no se molestaron en saludarles a tiros, prefiriendo economizar las municiones.
Preparado y devorado el desayuno, Sandokán envió a la jungla a la mirad de sus hombres, para prevenir cualquier sorpresa, y luego hizo que llevaran al faquir ante él.
El pobre hombre, que ya esperaba sufrir un interrogatorio, temblaba como si tuviera fiebre, y de la frente le caían gruesas gotas de sudor.
—Siéntate —dijo con rudeza Sandokán, que estaba tendido cómodamente sobre una alfombra, al lado de Tremal-Naik—. Ha llegado la hora de a justar cuentas.
—¿Qué quieres de mí, señor? —gimió el desgraciado, mirando con terror al antiguo jefe de los piratas de Mompracem, que le contemplaba como si intentara hipnotizarle.
—Un hombre con la conciencia tranquila, no temblaría como tú —dijo Sandokán, encendiendo el cibuc y lanzando al aire una espesa nube de humo—. Ahora, cuéntame cómo te las has arreglado, con un solo brazo útil, para secuestrar a la muchacha.
—¡La muchacha! —exclamó el faquir, alzando los ojos—. ¿Qué historia me cuentas, sahib? Ya te he dicho que no sé rada.
—Así que no has ido a casa de una señora india para librarla del mal de ojo.
—Tal vez sí: pero no sabría decirte quién era.
—Entonces te lo dirá un hombre que asistió a la ceremonia.
—Hazle venir —contestó el gussain, pero su voz no era nada firme.
—¡Kabung! —gritó Sandokán.
El malayo, que había permanecido escondido tras un montón de escombros, se levantó y se situó frente al faquir, preguntándole.
—¿Me reconoces?
Tantia le miró largamente, con una mirada que traducía profunda inquietud; luego haciendo acopio de toda su energía, contestó:
—No; no te he visto nunca.
—¡Mientes! —gritó el malayo—. Cuando pasaste la jofaina ante los ojos de la joven india, yo estaba sólo a tres pasos de distancia de ti.
El gussain se estremeció ligeramente, pero contestó en seguida:
—Te equivocas: un rostro con una piel tan fea, no se me habría olvidado tan fácilmente. Te lo repito; no te he visto nunca.
—Un hombre con un brazo anquilosado y un ramito en el puño no se olvida así como así —replicó el malayo—. Fuiste tú; lo afirmo solemnemente.
El gussain se encogió de hombros, sonrió irónicamente y dijo:
—Este hombre es un loco o ha jurado perderme. Pero Tantia no es tan estúpido como para caer en la infame emboscada preparada por este miserable.
—Es demasiado astuto para comprometerse —dijo Tremal-Naik—. Pero el interrogatorio ha comenzado apenas y no acabará tan aprisa.
—Es cierto —dijo Sandokán—. Acusa, Kabung.
—Yo digo que este hombre se presentó en el palacio de la joven india —continuó el malayo—, que pidió permiso para descansar, que le dejaron solo y luego, durante la noche, desapareció, llevándose al ama. ¡Que lo niegue, si se atreve!
—Me atrevo —contestó el faquir.
—De forma que no quieres confesar por cuenta de quién has actuado —observó Sandokán.
—Yo soy un pobre hombre que sólo desea irse lo antes posible al kailasson. Mi cuerpo no serviría ni para la cena de un tigre.
—Kammamuri —dijo Sandokán—, este hombre no ha desayunado todavía, tráele un plato de curry. Igual que cedió Kaksa Pharaum, cederá este obstinado.
El maharato, que estaba removiendo el guiso contenido en una olla de hierro, que le hacía lagrimear abundantemente, llenó un recipiente y lo colocó ante el gussain.
—Come —dijo Sandokán—; después seguiremos la-conversación.
Tantia olió el arroz, condimentado con drogas muy fuertes y sacudió la cabeza, diciendo con voz resuelta:
—¡No!
Sandokán sacó una pistola de la faja, la cargó y acercando el frío cañón a una sien del prisionero, le dijo:
—O comes o te vuelo la cabeza.
—¿Qué contiene este curry? —preguntó el faquir, apretando los dientes.
—Cómelo, te digo.
—¿Me prometes que no contiene un veneno?
—No tengo ningún interés en suprimirte: al contrario, deseo que vivas. ¿Te decides o no? Te concedo un minuto.
El faquir vaciló un instante, luego cogió la cuchara que le tendía Kammamuri con una sonrisa irónica y se puso a comer, haciendo horribles muecas.
—Demasiada pimienta en este curry —observó—. Tienes un mal cocinero.
—Buscaré otro —contestó Sandokán—. De momento confórmate con el que hay.
El faquir, al ver que no dejaba la pistola, siguió comiendo aquella mezcla infernal, que debía de quemarle el estómago. Pero como los indios acostumbran poner mucha pimienta en sus alimentos, especialmente en el curry, el gussain debía de notar menos sus ardientes efectos.
Cuando hubo terminado, se golpeó el vientre con la mano izquierda, diciendo:
—También esta sopa pasará.
—Veremos si tu estómago es tan sólido —replicó Sandokán—. Ahora tú, Tremal-Naik. El bengalí y Kammamuri agarraron al gussain por debajo de los brazos y le pusieron de pie.
—¿Qué más queréis de mí? —preguntó el desdichado con terror.
—Aún no hemos terminado —contestó Tremal-Naik—. ¿Creías escapar tan fácilmente? ¿Quieres evitar el resto? Pues entonces, confiesa.
—¡Ya os he dicho que no sé nada! —chilló Tantia—. No tomé parte en el secuestro de esa mujer. Y ya podéis arrancarme la lengua torturarme…, no podré deciros lo que no he hecho.
—Ya veremos —dijo Tremal-Naik.
Le empujaron fuera y le hicieron bajar la escalinata, deteniéndole ante un agujero muy profundo, que dos malayos estaban cavando.
—Ya bastará —dijo Sandokán a los dos piraras, tras echar un vistazo al hoyo—. El hombre no es gordo, todo lo contrario.
El gussain retrocedió dos pasos, mirando con turbación a Sandokán y a sus dos compañeros.
—¿Qué queréis hacer conmigo? —preguntó, rechinando los dientes—. Recordad que soy un faquir, un hombre santo que tiene la protección de Brahma.
—Llámale para que venga a librarte —recomendó Sandokán.
—Vosotros no gozaréis las delicias del kailasson, cuando se os lleve la muerte.
—Me contentaré con el paraíso de Mahoma.
—El rajá me vengará.
—Está demasiado lejos; además, en este momento no tiene tiempo de ocuparse de ti. ¿Quieres hablar sí o no?
—¡Malditos todos vosotros! —aulló furioso el gussain—. ¡Lanzo contra vosotros el mal de ojo!
—Mi cimitarra lo hará pedazos —contestó Sandokán—. Metedle dentro.
Los dos malayos se apoderaron del faquir, que con un solo brazo disponible opuso muy escasa resistencia, y le metieron en el agujero, dejando fuera la cabeza y el brazo izquierdo, que ya nadie hubiera podido doblar sin rompérselo.
Hecho esto, empezaron a echar paletadas de tierra con el fin de rodear e inmovilizar por completo aquel delgadísimo cuerpo.
El gussain —que quizás había adivinado a qué espantoso suplicio le condenaban sus verdugos—, lanzaba gritos espantosos, pero no producían ningún efecto en Sandokán ni en Tremal-Naik.
—Ahora, la olla —dijo el Tigre de Malasia, cuando el faquir quedó enterrado.
Uno de los dos malayos corrió a la pagoda y regresó trayendo una especie de cubeta de metal, llena de agua transparente y la puso ante Tantia, a unos pasos de distancia.
—Cuando tengas sed ya la cogerás —dijo entonces Sandokán.
Al ver el agua, el gussain revolvió los ojos y sus labios se fruncieron.
A cincuenta pasos de la escalinata se alzaba un espléndido laurel bajo el cual los malayos habían extendido unas alfombras y colocado algunos almohadones.
Sandokán y Tremal-Naik, seguidos por Kammamuri, se dirigieron hacia el árbol y se tendieron bajo su densa sombra, encendiendo sus pipas. El gussain no dejaba de chillar como un condenado, pidiendo agua.
La pimienta empezaba a hacer efecto, atenazándole las entrañas.
—Ahora el otro —dijo el Tigre de Malasia—. Kammamuri, ve a buscar al demjadar.
—¿Formaremos el tribunal bajo este árbol? —bromeó Tremal-Naik.
—Estamos más seguros aquí que en la pagoda.
—¡No lo sé, amigo! Tú olvidas que estamos en medio de la jungla.
—Mientras mis hombres batan los bambúes, no tenemos nada que temer.
—¿Vamos a dictar otra sentencia?
—Todo depende de la buena o mala voluntad del prisionero.
En aquel momento volvía Kammamuri con el capitán de los sikhs.
Era este un hermoso ejemplar de indio montañés, de excepcional robustez, con una larga barba muy negra —que daba realce a su piel apenas bronceada— y dos ojos llenos de fuego.
Le habían desatado las manos y saludó militarmente a Sandokán y Tremal-Naik, llevándose la diestra al inmenso turbante blanco, con el casquete rojo bordado en oro, que le cubría la cabeza.
—Siéntate, amigo —le dijo el Tigre de Malasia—. Tú eres un guerrero y no un gussain.
El demjadar, que conservaba una calma digna de un verdadero soldado, obedeció sin pestañear.
—Quiero que me digas si has tomado parte en el secuestro de una princesa india junto con el faquir.
—Yo nunca he tenido ninguna relación con ese hombre —contestó el sikh, casi con desprecio—. Yo soy musulmán, como todos mis compatriotas, y no me ocupo de los santones.
—Entonces, no sabes nada del secuestro.
—Es la primera vez que oigo hablar de eso. Además, yo no me ocuparía de una cosa así. Afrontar a los enemigos, ¡sea!; luchar con mujeres que no pueden defenderse, ¡jamás! Los sikhs de la montaña son guerreros.
—¿Quién te ha encargado que nos atacaras?
—El rajá.
—¿Quién había dicho a su alteza que habitábamos en te pagoda subterránea?
—Yo estoy acostumbrado a obedecer a las personas que me pagan y no a preguntarles por sus asuntos —contestó el capitán.
—¿Cuánto te da al año el rajá?
—Doscientas rupias.
—Si alguien te ofreciera mil, ¿dejarías al rajá?
Los ojos del demjadar relampaguearon.
—Piénsalo —dijo Sandokán, a quien no había escapado aquel relámpago que traicionaba una intensa codicia—. Sobre esto me contestarás más tarde, ahora quiero saber otras cosas.
—Habla, sahib.
—¿Eres tú quién manda la guardia real?
—Sí, soy yo.
—¿De cuántos hombres se compone?
—De cuatrocientos.
—¿Todos valientes?
Una sonrisa casi despectiva apuntó en los labios del demjadar.
—Los sikhs de la montaña saben morir y no cuentan a sus enemigos —dijo luego.
—¿Cuánto reciben tus hombres tras un año de servicio?
—Cincuenta rupias.
—¿Qué piensas de la oferta que te he hecho?
El demjadar no contesto: parecía hacer un cálculo difícil.
—Despacha, no tengo tiempo que perder —apremió Sandokán.
—El rajá del Mysore y el guicovar de Baroda, que son los príncipes más generosos de la India, no me darían tanto —contestó finalmente el sikh.
—¿Así que por esa suma tú aceptarías dejar al rajá del Assam y ponerte a las órdenes de otras personas?
—Sí, con tal de que paguen. Nosotros somos mercenarios.
—¿Aunque esa persona se sirviera de ti y de tus hombres para caer sobre el rajá del Assam? El demjadar se encogió de hombros.
—Yo no soy assamés —contestó luego—. Mi patria está en las montañas.
—¿Responderías de la fidelidad de tus hombres si se les ofrecieran doscientas rupias a cada uno?
—Sí, sahib, por completo —contestó el demjadar—. A todos esos montañeses les he enrolado yo, y sólo a mí obedecen.
—Te haré dar un adelanto de quinientas rupias, pero por ahora no debes abandonar mi campamento, y no dejarán de vigilarte.
—No sería necesario, porque tienes mi palabra, pero haz lo que quieras. Es mejor no fiarse, y yo en tu lugar, haría lo mismo.
—Ahora puedes marcharte; debo ocuparme del faquir. ¡Kammamuri! —llamó a continuación.
El maharato, que estaba acurrucado delante de Tantia, escuchando, impasible, los feroces aullidos del desgraciado acudió prontamente.
—¿Cómo va? —preguntó Sandokán, mientras el demjadar se alejaba.
—El gussain no puede resistir más: está rabioso.
—Vamos a ver si se decide a hablar. Ven, Tremal-Naik: no perderemos el día.
—Presiento ya que la corona de Surama no está lejos —dijo el bengalí.
—También yo, amigo; ahora solo es cuestión de paciencia.