22. La prueba del agua
Estaba soñando con Surama, a quien ya veía sentada en el trono del rajá, con un dootèe azul, constelado de diamantes del Gujerat y de Visapur, cuando tres golpes muy fuertes, dados en la puerta de su dormitorio, le hicieron saltar de la cama.
—¡Entra! —exclamó con voz tonante—. ¿Es esta la forma de despertar a un lord?
El mayordomo, muy humilde, avanzó diciendo:
—Es mediodía, señor.
—¡Ah!, muy bien. No me acordaba ya de la orden que di. ¿Han preguntado por mí?
—Varias veces, señor; un oficial del rajá se ha presentado insistiendo en verle.
—¿No se han enfadado mis malayos?
—Han acabado por echarle escaleras abajo.
—¿Se ha roto una pierna por lo menos, ese pelmazo?
—Seguro que se ha magullado las costillas.
—Hubiera preferido que se rompiera el cuello —dijo Yáñez—. ¿Han vuelto los canallas que me acompañaron a la cacería?
—Sí, poco después de despuntar el sol.
—¡Bribones! Quién sabe lo que habrán dicho de mí, después del servicio que he prestado. Pero esta vez el rajá encontrará un hueso duro de roer, y el señor Teotokris tendrá poco motivo de risa. ¡Por Júpiter! Un lord no se ceja devorar como un pez del Brahmaputra.
Se arregló un poco y salió después de haber recomendado a los malayos que no se movieran. Parecía presa de viva agitación, de una sorda cólera; cosa más bien extraña en un hombre que parecía más flemático que un verdadero inglés.
En la puerta del salón real, encontró a un oficial.
—Ve a decir a tu señor que deseo verle —dijo con tono imperioso.
Dicho esto, entró en el magnífico salón, se tendió en uno de los divanes que se extendía a lo largo de las paredes de mármol, y se puso a fumar como si estuviera en su propia habitación.
No había transcurrido, un minuto, cuando las cortinas de seda que colgaban detrás del lecho-trono se abrieron y apareció el príncipe.
—¡Ah! Alteza —dijo Yáñez, tirando el cigarrillo y acercándose a la plataforma.
—Te he hecho llamar tres veces —dijo el rajá, con voz un poco dura.
—Dormía —contestó Yáñez, también secamente—. La caza me ha cansado mucho.
—He recibido el cuerno del rinoceronte que has matado, milord. Su propietario debía de ser un animal muy grande.
—Y también muy malo, alteza.
—Lo creo. Los rinocerontes están siempre de mal humor.
—No son solamente esas bestias las que tienen un humor negro; también hay hombres.
—¿Qué quieres decir? —preguntó el príncipe, fingiendo gran estupor.
—Que en su corte hay canallas, alteza.
—¿Qué me dices milord?
—Sí, porque mientras yo arriesgaba mi vida, para cumplir mi deber de gran cazador del rajá del Assam, otros trataban de asesinarme a traición —dijo Yáñez con cólera.
—¿Y de qué forma?
—Poniendo puntas de hierro bajo la silla del caballo que usted envió. El animal se encabritó en el momento en que era preciso que estuviera tranquilo para permitirme disparar; y si no hubiera habido una rama encima de mi cabeza, ahora no estaría aquí para contarle cómo terminó la caza.
—Haré buscar al culpable y le castigaré como merece —dijo el rajá—. Aunque no te oculto que será un poco difícil descubrirlo. Otra cosa es la culpa que has cometido tú, y que es gravísima. Esta mañana ha venido a verme el jefe del pueblo en que cazaste —que para desgracia tuya es uno de los más influyentes del reino— a decirme que tus hombres y tú matasteis la vaca sagrada, protegida por Brahma.
—Yo creía de buena fe que era un bisonte de la jungla.
—El jefe del pueblo sostiene lo contrario y te desafía a probarlo.
—¡Me desafía! —saltó Yáñez—. ¿A tiros, tal vez? Que venga y le saldaré la cuenta con una bala en la cabeza.
—No creo que sea capaz de tanto —dijo el rajá, con una ligera sonrisa—. Quiere desafiarte a probar lo contrario.
—¡Cómo! ¿Pretende tener razón?
—Eso mantiene.
—¿Dónde está ese sinvergüenza?
El príncipe cogió un mazo de plata que había sobre una mesilla y dio tres golpes sobre un disco de bronce colgado de la pared.
En seguida se abrió la puerta del magnífico salón y entró el viejo indio, acompañado por el oficial y los sikhs, que habían asistido a la muerte de la vaca sagrada.
Al verles, Yáñez no pudo contener un movimiento de cólera. Comprendía que se preparaban a tenderle una segunda emboscada, tal vez más peligrosa que la primera.
—¡Bribones! —murmuró—. Estos bandidos sirven al maldito griego.
El rajá se había tendido sobre su lecho-trono, apoyándose en un gran cojín de seda carmesí, bordada en oro, mientras una mano, pasando entre las cortinas, le tendía un soberbio narguile de cristal azul, ya encendido, con un largo tubo de piel roja y la boquilla de marfil.
El jefe del pueblo avanzó hacia la plataforma y se echó tres veces al suelo, sin que el rajá se dignara responder a aquel humillante saludo.
—¡Ah! Estás aquí viejo bribón —dijo Yáñez con desprecio—. ¿Qué quieres?
—Solamente justicia —contestó el indio.
—¿Después de que te he librado del rinoceronte? ¡Bonito agradecimiento el tuyo!
—Me has matado la vaca sagrada y quién sabe qué calamidades caerán sobre el pueblo. Los daños que produjo el rinoceronte no serán nada, en comparación con los que nos vendrán ahora.
—Eres un imbécil.
—No, soy un indio que adora a Brahma.
Yáñez iba a enviar al infierno al dios, pero se contuvo a tiempo.
El rajá se había incorporado un poco y, tras mirar unos instantes tanto al jefe como al europeo, dijo lanzando al aire una nubecilla de humo.
—¿Qué quieres, Kadar?
—Justicia, rajá.
—Este hombre blanco a quien yo he nombrado gran cazador de mi corte, sostiene que estás en un error.
—Yo tengo testigos.
—¿Y qué dicen?
—Que el sahib ha matado la vaca sagrada, a pesar de darse cuenta de que no era un jungli-kudgia.
—¡Eres un canalla! —gritó Yáñez.
—Calla, milord —dijo el rajá con acento severo—. Yo estoy administrando justicia y no debes interrumpirnos ni a Kadar ni a mí.
—Muy bien, escuchemos a este bribón, que no conoce el agradecimiento.
—Sigue, Kadar —dijo el rajá.
—Aquella vaca había sido consagrada a Brahma, para que protegiese mi pueblo, tal como manda la costumbre. Nadie podía matarla, ni hubiera osado cometer tan execrable crimen. Ahora Brahma se vengará y, ¿qué ocurrirá con nuestras plantaciones? La miseria más espantosa caerá sobre todos nosotros, y acabaremos por morir de hambre.
—Te regalaré otra; así tu dios se calmará.
—No será la misma.
—Pues no sé qué quieres.
—Tu castigo.
—Yo no la he matado para hacer una afrenta a tus creencias religiosas.
—Sí.
—Mientes como un sudra.
—Apelo a estos hombres.
—Es verdad —dijo el oficial que le había acompañado a la cacería—. Tú ordenaste disparar a tus hombres para disgustar a este hombre y ofender a todos los habitantes del pueblo.
—¿También tú me acusas?
—Y también los sikhs.
Yáñez se contuvo a duras penas y, dirigiéndose al rajá, que estaba vaciando un enorme vaso de licor, proporcionado por la mano misteriosa que le había dado el narguile, le dijo:
—No dé crédito a estos miserables, alteza.
El rajá tragó el líquido con un esfuerzo, y contestó, entrecerrando los ojos:
—Son ocho los que te acusan, milord, y según nuestras leyes, yo debo creerles a ellos porque son muchos.
—Haré venir a mis hombres.
—Los siervos no pueden atestiguar ante los guerreros. Su casta es demasiado baja.
—Entonces, ¿qué debo hacer?
—Confesar que has matado la vaca en un momento de enojo y dejarte castigar. El delito es grave.
—De forma que tendré que aceptar alguna pena.
—Si tú fueras súbdito mío, tendría que hacerte aplastar la cabeza por mi elefante verdugo, como mandan nuestras leyes; pero como eres extranjero, y por añadidura inglés, y yo no quiero tener problemas con el virrey de Bengala, con gran sentimiento por mi parte, tendré que expulsarte del estado.
—Le juro, alteza, que estos hombres han mentido.
—¡Te desafío! —gritó el jefe—. Ven conmigo a intentar la prueba del agua. Si permaneces más rato que yo sumergido, la razón será tuya.
—¿Qué me propones, tunante?
—Te propone la prueba del agua.
—¿En qué consiste?
—Se trata de echarse a las aguas del Brahmaputra, de bajar a lo largo de un palo hasta el fondo del río y de resistir lo más posible. El primero que salga, no tendrá razón.
—¡Ah! —exclamó Yáñez.
Contempló al viejo de pies a cabeza y le dijo fríamente:
—¿Para cuándo la prueba?
—Para mañana por la mañana, sahib, si te va bien.
—De acuerdo, yo demostraré al rajá que mientes.
—Entonces le haré dar cincuenta garrotazos —dijo el príncipe dando a entender con un gesto que la audiencia había terminado.
Yáñez se inclinó ligeramente y fue el primero en salir, no sin haber lanzado a sus acusadores una mirada de profundo desprecio y de haber escupido sobre los zapatos rojos que calzaba el oficial.
—Me tienden otra emboscada —murmuró, subiendo las escaleras que conducían a su departamento—. Pero también esta vez os equivocáis, bribones: me quedaré aquí mal que os pese. No sabes que, aun siendo europeo, ahora soy medio malayo, la raza más antigua del mundo.
El chitmudgar le esperaba a la puerta de sus habitaciones presa de una vivísima ansiedad, porque el buen hombre apreciaba sinceramente al gran cazador de la corte.
—¿Qué hay, milord? —preguntó.
—Me las arreglaré bien —contestó Yáñez—. Me tiende sus redes, pero no desespero de escurrirme entre las mallas. Luego vendrá mi turno, y ajustaré las cuentas a todos estos bribones. Tráeme la comida y no me preguntes más.
A pesar de sus preocupaciones, comió con envidiaba apetito, luego escribió un billete a Surama, encargando; Kabung que lo llevara. Quería advertirla de cuanto ocurría y de la pésima situación en que empezaba a encontrarse.
Las emboscadas del griego —demasiado poderoso por el momento— empezaban a preocuparle, aunque estaba bien decidido a hacer frente a aquel aventurero.
Pasó la velada charlando con sus malayos y fue a acostarse temprano para estar dispuesto por la mañana a pasar la prueba del agua.
Si hubiese estado en otro país, hubiera acogotado a sus acusadores y tal vez al rajá, pero hallándose casi solo en una corte que le podía echar encima centenares de guerreros, Yáñez —que no era ningún estúpido— se veía obligado a aceptar los acontecimientos a pesar suyo.
Sin embargo, aun turbándole graves preocupaciones durmió tan bien como de costumbre, fiando en su propia audacia y sobre todo en su fortuna y en el apoyo del formidable Tigre de Mompracem, el vencedor de los thug; y de su no menos formidable jefe.
Cuando el reloj de la torre que se alzaba sobre palacio daba las cinco, le despertó el chitmudgar que le traía el té.
—Milord —dijo el fiel mayordomo—, el jefe del pueblo, los jueces del rajá y los testigos han salido ya hacia el Brahmaputra y un elefante le espera en la plaza.
—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez—; esos bribones tienen prisa por verme salir asfixiado. Veremos si dentro de una hora ese viejo lobo tendrá la espalda rota a bastonazos o si yo estaré viajando hacia la frontera de Bengala. Dame un buen vaso de licor, chitmudgar, para que se me caliente un poco la sangre. ¿Y cómo está el favorito?
—Me han dicho que se ha levantado ya y que asistirá a la prueba.
—¡Pardiez! Tiene la piel tan dura como un cocodrilo ese aventurero. Otra vez, en lugar de la cimitarra, emplearé armas de fuego, con balas forradas de cobre. Si he matado un rinoceronte, también agujerearé la piel a ese griego del archipiélago. Esperemos la ocasión.
Vació la taza de té y el vaso que le había traído el mayordomo y bajó. En la plaza, ante la escalinata de mármol del palacio real, le esperaban cinco malayos, porque Kabung no había vuelto aún del palacio de Surama.
Un elefante suntuosamente enjaezado, con una inmensa gualdrapa de terciopelo rojo y gruesos colgantes de plata en las orejas y sobre la frente, le esperaba.
—Parte, mahout —dijo subiendo rápidamente la escala de cuerda y acomodándose en la caja, que estaba cubierta por una cúpula pequeña de madera, pintada de blanco y con arabescos dorados—; haz trotar al animal.
Los malayos le habían seguido, instalándose frente a él.
—Amigos —les dijo Yáñez—, ocurra lo que ocurra, guardad quietas vuestras armas, tanto las de fuego como las armas blancas. Dejad que me las arregle yo solo. Estoy jugando una carta que puede hacerme perder la partida. Sed prudentes y no os mováis si no os doy la señal de hacerlo.
El elefante se había puesto en marcha, a paso largo.
Como era aún muy temprano, había pocas personas por las calles de la capital; la mayoría de las que circulaban eran sudras, provistos de enormes cestos destinados a contener las provisiones. Ver pasar elefantes era una cosa tan corriente que nadie se fijaba en ellos, de manera que Yáñez pudo llegar a las orillas del río casi inadvertido.
Sin duda la prueba tenía un carácter privado y no público, porque durante la noche el rajá había hecho levantar una especie de recinto, cuyas alas extremas terminaban en el río.
Numerosos personajes, todos pertenecientes a la corte, estaban ya reunidos. También el viejo indio había llegado y charlaba con tres jueces escogidos por el rajá, sentados sobre una alfombra colocada frente a dos palos plantados en el lecho del Brahmaputra, a dos metros de distancia uno del otro, en un lugar donde el agua era muy profunda.
Viendo llegar al gran cazador, todos los invitados interrumpieron sus conversaciones, mirándole con viva curiosidad. Tal vez esperaban descubrir en el rostro del europeo una cierta preocupación ante aquella prueba, nueva para él; pero debieron de quedarse decepcionados.
Yáñez estaba tan tranquilo como de costumbre y saboreaba pacíficamente el humo de su cigarrillo.
—Aquí estoy, viejo canalla —dijo después de atravesar el recinto, deteniéndose ante el viejo indio—. Tal vez esperabas que no viniera.
—No —contestó secamente Kadar.
Los tres jueces se levantaron, inclinándose ante el gran cazador, luego el más anciano, dijo:
—¿Sabe de qué se trata, milord?
—Me lo ha explicado el rajá —contestó Yáñez—. ¡Bah! Un baño no hace ningún mal en esta estación, incluso servirá para despertarme el apetito.
—Tiene que resistir todo lo que pueda.
—Cansaré fácilmente a este viejo bribón.
—Lo veremos, sahib —dijo Kadar, con tono irónico.
—Si no quieres reventar asfixiado, tendrás que sacar la cabeza.
—Sí, después de la tuya.
—Aún no me conoces.
Se quitó la chaqueta, los pantalones y las botas, conservando sólo la camisa y los calzoncillos, y de un salto alcanzó la orilla, diciendo:
—Ven, tunante.
—Un momento, milord —dijo uno de los jueces—; cuando haya llegado a su palo, espere nuestra señal antes de sumergirse.
—Un momento también vosotros, señores jueces —añadió a su vez Yáñez—. Os advierto que, si no actuáis lealmente, os haré acogotar por mi escolta.
Dicho esto saltó al agua, seguido por Kadar, y con cuatro brazadas llegó hasta su palo, agarrándose a él con fuerza para que no le arrastrara la corriente.
Se había hecho un profundo silencio entre los espectadores. Los tres jueces de pie en la orilla esperaban a que los dos hombres estuvieran dispuestos. De pronto, el más anciano levantó un brazo, gritando con voz tonante:
—¡Abajo!
Yáñez y el viejo jefe se hundieron en el mismo momento, dejándose resbalar unos metros a lo largo del palo, apretando las piernas en torno a este.
Todos los espectadores se habían precipitado a la orilla, contemplando con atención los dos palos, a los que el ímpetu de la corriente hacía oscilar. Una viva ansiedad se pintaba en todos los rostros.
Transcurrió un minuto, pero no reapareció ninguna de las dos cabezas. La corriente proseguía su marcha burbujeando sobre los dos sumergidos.
Pasaron unos segundos más; luego apareció bruscamente un cráneo, pelado y brillante como una bola de billar; luego emergió el rostro de Kadar, terriblemente alterado.
Una salva de invectivas cubrió al desgraciado.
—¡Canalla!
—¡Estúpido!
—¡No eres bueno para nada!
—¡Vete a cultivar los campos!
—¡Te has dejado vencer por el blanco!
—¡Carroña!
Medio asfixiado, Kadar contestaba sólo con violentos golpes de tos y contorsiones de mono. Sus ojos estaban inyectados en sangre y jadeaba.
Transcurrieron otros tres o cuatro segundos, y Yáñez salió, a flote, aspirando ruidosamente una larga bocanada de aire. No estaba en tan malas condiciones como Kadar. Más desarrollado que el delgado indio, con pulmones más rapaces y más habituado también a las largas inmersiones, había resistido mejor la peligrosa prueba. Viendo cerca a su adversario, completamente humillado, le dijo irónicamente:
—Ya te dije que no me ganarías. Ve a ofrecer tu espalda al bastón del verdugo y consuélate, porque tienes la piel dura y poca carne sobre los huesos. Dejó el palo, y nadó hasta la orilla. Los espectadores, que habían puesto todas sus esperanzas en Kadar, le acogieron con un silencio glacial.
Sólo el juez más anciano le dijo:
—Ha vencido, milord, de forma que tenía razón usted y ese miserable recibirá el castigo que se merece, a menos que usted solicite gracia para él.
—A los canallas de su especie no la concedo nunca —contestó el portugués.
Se secó lo mejor que pudo con un dootèe que le dio uno de sus malayos, se vistió rápidamente y abandonó el recinto, sin saludar a nadie, mientras seguían lloviendo invectivas sobre el desgraciado Kadar, quien continuaba agarrado al palo, por miedo a recibir una acogida aún peor de sus compatriotas.
—Al palacio real —dijo el portugués, subiendo al elefante.
Diez minutos más tarde, avisado por un oficial que le esperaba en la base de la escalinata de mármol, entraba en la sala del trono, donde le esperaba el rajá.
—Sé que has ganado la prueba —le dijo el príncipe con una benévola sonrisa—, y me alegro de ello.
—Pues yo muy poco. Vuestra justicia india está muy por debajo de la inglesa, alteza.
—Es la misma desde hace millares de años, y yo no tengo tiempo para modificarla. ¿Qué puedo hacer ahora por ti? Te debo una recompensa por la muerte del rinoceronte.
—Ya sabe, alteza, que me he puesto a su servicio sin ninguna exigencia. Deje que vaya a reposar: es todo le que pido.
—Ya pensaré en la mejor forma de mostrarme generoso contigo, milord.
Yáñez, que parecía un tanto enojado, se inclinó sin añadir palabra y subió a su departamento.