3

El bar Enfrente presentaba aún pocos clientes en aquellas horas. La música también estaba algo más baja y se podía hablar sin tener que dar gritos. Leo se sentó frente a la barra y tras pedir su cerveza se quedó mirando la televisión, donde estaban emitiendo una película de temática gay. Al poco rato percibió que la clientela se movía y hablaban entre sí mirando hacia un punto en concreto. Desvió su vista hacia el lugar y se encontró ante un ejemplar de macho que hacía despertar a un muerto.

Aquel cuerpo de unos dos metros de altura, estaba formado de una musculatura casi perfecta, o debería decir perfecta a sus ojos. No era para nada un cuerpo de los que se llama de gimnasio extremo, ya me entendéis. Su musculatura estaba torneada en sus brazos que se dejaban ver por la camisa sin mangas que llevaba. Abierta casi hasta el ombligo, mostraba un torso ancho y donde destacaban sus pectorales como cortados a cuchillo o cincelados como las esculturas de los antiguos griegos. Un vello suave y pegado a la piel le confería ese aspecto de macho hispano. Sus piernas fuertes como las de un toro, quedaban al descubierto por los pantalones cortos vaqueros. El rostro muy masculino, con pronunciada barbilla perfectamente afeitada. El cabello largo negro azabache como sus ojos. Aquella melena se movía con sutileza al ritmo de sus pasos firmes y masculinos.

Todos le abrían camino y algunos se atrevían a decirle algo en voz baja. Él simplemente sonreía y Leo dejó de admirarlo volviendo su rostro hacia la pantalla de televisión. «Esperaba que fuera un buen ejemplar, como los prototipos de vampiros de los que tanto he leído y visto en películas, pero el cabrón éste los supera a todos. Que bueno está el hijo de puta». Se dijo para sus adentros. «No creo que con esa facha se fije en mí. Tendré que buscar otra forma de descubrirlo» continuó con sus pensamientos.

Aquel ejemplar de macho se acercó a la barra. Leo miró de soslayo al camarero que se deleitaba con el cuerpazo de aquel tipo. Pidió un botellín de agua y tras unos segundos se dirigió a Leo:

—¿Está este taburete ocupado?

—No. Todo tuyo.

Los clientes que iban llenando el local, mientras se acercaban a la barra a pedir, intentaban ligar con el nuevo, algunos tocaban sus brazos y le susurraban lo bueno que estaba. Uno a uno los fue despachando a todos, hasta que ya nadie le molestaba.

—Es curioso —habló dirigiéndose a Leo que continuaba mirando la televisión—, casi todos los tíos del local se han fijado en mí y tú ni te has inmutado.

—Si te soy sincero —se giró Leo hacia él— yo también me he fijado en ti. Es evidente que estás muy bueno. Posiblemente el mejor macho que ha pisado este barrio en mucho tiempo y claro está, que además no eres de aquí, sino ya te conoceríamos. Un elemento como tú no pasa desapercibido.

—Me llamo Andrey —se presentó tras soltar varias carcajadas.

—El mío es Leo. Me gusta la gente que se ríe con esa naturalidad.

—Encantado de conocerte.

Le ofreció la mano. Al apretarla percibió la fuerza de su musculatura en una mano de dedos muy varoniles y fríos.

—Igualmente, pero te diré que si pretendes ligar conmigo lo tienes claro, no busco un rollo.

—Un tipo duro.

—Más bien un tipo que está hasta los cojones de todo. Te informo que hace más de un año que no pisaba Chueca.

—Pues me alegro que lo hayas hecho. Me gusta la gente sencilla. Te diré que follar está bien y que en ocasiones lo necesito para satisfacer… Bueno, ya me entiendes —sonrió.

«Para satisfacer tus deseos primarios tanto sexuales como alimentarios» pensó Leo mirándole a los ojos, los cuales eran difíciles de penetrar en la negrura que presentaban. Ellos le habían delatado. Aquella mirada, sin duda, no era humana.

—¿Qué te ha llevado a estar tan cabreado con el ambiente?

—Pues que uno se cansa de todo. De los polvos fáciles y de los hombres que cuando eres feliz, se evaporan en el espacio.

—No todos son iguales. No juzgues a la ligera.

La conversación entre ellos se tornó amistosa y Leo comprendió que Andrey era un seductor en potencia. Sabía usar muy bien el timbre de su voz y sobre todo la mirada cuando se encontraba con la del otro. Suspiró, sabía que no podía caer en sus redes, pues si lo hacía, seguramente sería la próxima víctima.

—Por lo que me cuentas, has vivido muy intensamente la noche. La verdad que de esta ciudad conozco poco, hace unos meses que me trasladé aquí por razones de trabajo.

Leo estuvo a punto de preguntarle por su país de origen, pero omitió la pregunta. Le resultó curioso que su pronunciación del castellano fuera tan buena.

—Sí, he vivido mucho la noche madrileña —se quedó pensativo: «Tal vez si le cuento alguna de mis batallas, llegue la hora en que se tenga que retirar y…».

—¿Qué te parece si nos vamos a dar una vuelta? —le preguntó Andrey.

—Por mí encantado. Pero ¿estás seguro que te quieres venir conmigo y no elegir a algunos de los que aquí se encuentran? Con tu aspecto físico, puedes conseguir a quien desees.

—Y lo he hecho. Te elijo a ti. Me gustas.

Los dos se levantaron dirigiéndose a la puerta de salida ante las miradas de todos los que llenaban ya el local.

—Recuerda lo que te he dicho. No pienso acostarme contigo.

—Lo tengo presente y no te obligaré a nada que tú no quieras.

—Está bien, caminemos. Me gusta pasear por Madrid de noche. Resulta agradable a estas horas y con esta temperatura.

—Es lo que más me gusta de España, que tiene una temperatura muy agradable. Aunque en esta época, el sol es demasiado sofocante ¿Por qué no me cuentas cómo comenzó todo para ti en este ambiente? ¿Siempre has sabido que eras gay?

—Sí, desde niño tenía claro que me gustaban los tíos. El torso de un hombre desnudo me hacía detenerme. Cuando veía unas piernas fuertes en un pantalón corto, me provocaba ciertos estímulos, sin saber aún que era. En la adolescencia, cuando nos duchábamos después de un partido o las clases de gimnasia, me excitaba ver a mis compañeros desnudos y tenía que controlar mis erecciones y en la playa, siempre me fijaba en los paquetes que marcaban los bañadores de natación. Tan ajustados, tan pegados a la piel, marcando el miembro viril y las nalgas. Si sigo pensando en aquellos días, me voy a empalmar —se rió a carcajadas.

—Eres increíble. Continua.

—Pues eso, que siempre he sabido que soy maricón, o como más finamente suena: gay. Me encanta un buen revolcón con un tío y si es de los que meten y dejan meter, mucho mejor. Tú, ¿cómo descubriste que eras gay?

—Mi historia es mucho más compleja que la tuya, pero seguramente te la contaré. Te diré simplemente que creo en la sexualidad sin tabúes. Disfruto del sexo con hombres y con mujeres por igual.

—Yo eso nunca lo he entendido, aunque por supuesto que lo respeto. Pero no sé. Yo con una mujer sería un fracaso total.

—Eso no lo sabes si no lo pruebas.

—Pues a mi edad prefiero no probarlo. Mi primera vez me marcó y fue imborrable.

—¿Me la cuentas?

—Sí, pero estoy seco. Necesito una copa o por lo menos una cerveza.

—No me apetece entrar en ningún local.

—No te preocupes, compramos unas latas en algún local y nos acomodamos en la plaza Vázquez de Mella. A propósito, aún llevas tu botellín sin abrir.

—No soy de mucho beber. Entro en los locales y pido agua por pedirla. Es la única forma de estar tranquilamente un rato.

—Pues beber es importante para hidratarnos y más con el calor.

Caminamos hasta la plaza de Vázquez de Mella y tras comprar un par de latas de cerveza se sentaron en una zona de las escaleras.

Andrey se apoyó contra la pared, estiró una de sus piernas y la otra la dejó en ángulo de 90 grados.

—Espero con impaciencia tu historia.

—Está bien —destapó una de las latas y dio un trago—. Si bien mi temporada más loca comenzó a los 22 años cuando me independicé. Mi primer contacto con un chico lo tuve a mis 19 años y creo que era la primera o segunda vez que salía solo de noche. Algunos amigos me habían contado el ambiente que se respiraba por estas calles y decidí descubrirlo por mí mismo. Así que me arreglé con la ropa más sexy que tenía y me dejé caer por aquí.

Pronto me sentí cómodo caminando y disfrutando del ambiente. Chicos jóvenes como yo, coqueteaban a las puertas de algunos locales y otros, más descaradamente en plena calle cuando veían pasar a alguien que les gustaba. Un cuarentón me tocó el culo:

—Yo sabría darle calor a ese culo tan prieto que tienes.

—Pues te vas a quedar con las ganas —le respondí.

Tres chicos que se encontraban apoyados contra una de las paredes, al lado de la puerta de un local, se echaron a reír a carcajadas al escuchar mi respuesta.

—Vosotros reíros, pero ya os gustaría probar este rabazo —el tío se agarró el paquete dirigiéndose a ellos con rabia.

—Eso no es un rabazo —le contestó uno de los chicos—. Esto sí que es un buen rabo —y se sacó la polla y aquel chaval dejó sin habla al cuarentón, mostrándole un pollón de unos 23 centímetros y grueso.

—Si lo superas, mi culo es tuyo —le retó uno de los compañeros.

—Y el mío —comentó el que se había sacado el pollón fuera.

El tío se fue sin decir nada y los chicos continuaron riéndose y tomando la cerveza. Estaba a punto de continuar mi camino cuando el de la polla grande me gritó:

—Tú eres nuevo por aquí ¿Verdad?

—Sí, lo soy. ¿Se nota tanto?

—Por tu desparpajo no, pero normalmente conozco a cada uno de los que frecuentan Chueca y a ti no te había visto nunca —me miró de arriba abajo—. Y estás muy bueno. Eres carne fresca y te aseguro que te van a entrar muchos, como lo ha hecho ese. ¿Te tomas una birra con nosotros?

—¿Por qué no? Mi nombre es Leo —me acerqué presentándome.

—El mío Adrián —me contestó el pollón rechazando mi mano y estampándome un beso en cada mejilla—. Los maricones nos besamos, no nos damos la mano, esos prejuicios los dejamos para los heteros.

—Está bien —le sonreí.

Adrián me tomó por los hombros y me presentó a sus amigos.

—El rubito de ojos azules es Juan. Esos ojos y ese pelo, lo hereda de su padre que es californiano. Conoció a su madre en España y no se pudo resistir a sus encantos —se rió mientras le golpeaba en un hombro—. Y este es nuestro osito, se llama Felipe, tiene algún quilito de más, pero eso le hace irresistible a muchos tíos. Sí, les encantan las barriguitas y el pelo en el pecho —le desabrochó dos botones y contemplé el abundante pelo que tenía en el pecho—. Ya ves, es como un felpudo con patas.

—Tú eres un cabrón —le contestó Felipe mientras se abrochaba de nuevo los bonotes.

—Son mis dos mejores amigos. Sin ellos estaría perdido. Nos conocemos desde la infancia cuando en vez de chupete nos mamábamos las pollas.

—Si pretendes estar mucho con nosotros —me comentó Juan—, te recomiendo que te compres aspirinas. No para de hablar. Es un loro sin plumas. Aunque alguna pluma suelta de vez en cuando.

—Yo no tengo pluma. Soy macho de pura cepa.

—Sí, pero un macho maricón —matizó Felipe.

—Esos son los mejores machos, que no te quepa la menor duda.

—Ya veo que os lleváis muy bien —intervine—. ¿Dónde está esa birra a la que me has invitado?

—Dentro. Ahora salgo con ella.

Adrián se internó en el bar y Felipe me habló:

—Es un buen tipo, sin duda el mejor, ya lo descubrirás, pero cuando lo hagas, jamás se lo digas. Le gusta mucho presumir.

—Ya me he dado cuenta —sonreí.

—De eso también presume y porque puede el muy cabrón. No veas cuando se pone duro ese tronco.

—¿Crece más?

—Y se ensancha más —contestó Juan—. A mí me la ha metido dos veces y pensé que iba a tener que amarrar los garbanzos del cocido con cordel, para que no se me escaparan. Te deja el culo abierto por un par de días.

—Pero lo hace bien —intervino Felipe.

—Así que sois folla amigos.

—Ya no. Ahora somos amigos. Lo de follar entre nosotros se terminó. Cuestión de prioridades.

—Así que él es activo y vosotros pasivos.

—Yo soy versátil al igual que Adrián —comentó Juan.

—Vale. La verdad que el rol tampoco es que me importe mucho —les sonreí.

—Bueno. A ti todavía no se te puede considerar un amigo —me miró con malicia Juan—. Así que si te apetece sexo con alguno de nosotros, sólo tienes que pedirlo.

—¿Qué tiene que pedir? —preguntó Adrián sacando unas cervezas en vasos de plástico y entregándonos una a cada uno—. Odio beber en estos vasos, pero no dejan sacar los de cristal a la calle.

—Tus amigos me comentaban que entre vosotros ya no folláis porque sois amigos, pero que como yo soy nuevo, si quiero tener sexo con vosotros, que os lo pida.

—Sí, es una pena. Ahora la amistad entre nosotros prevalece sobre el sexo y por una parte lo lamento, el culo de Juan es una delicia —me miró a mí por detrás. Y el tuyo no está nada mal.

—De momento no me apetece sexo y menos con lo que gastas tú entre las piernas.

—La sé usar muy bien. Nadie se ha quejado hasta la fecha. Las pollas como todo, es cuestión de saber y no pretender taladrar. Un culo hay que saber tratarlo, no son todos iguales. ¿Os apetece dar una vuelta?

Afirmamos con la cabeza y recorrimos aquellas calles, incluso nos paseamos por Hortaleza y Fuencarral viendo los escaparates de ropa y de las nuevas tiendas de marca que estaban abriendo. Casi todo el rato Adrián y yo íbamos delante hablando de nuestras cosas y detrás Felipe y Juan, quienes en un momento determinado decidieron irse. Argumentaron que preferían salir al día siguiente que era viernes y así poder descansar. Aunque en realidad, semanas más tarde supe que lo hicieron para que Adrián y yo nos quedáramos a solas. Intuyeron y era cierto, que los dos conectamos a la primera. Como te puedes imaginar, por lo que te he dicho al principio, aquella noche fue mi primera vez con un tío y desde luego que tuvo que sudar mucho y usar mucho lubricante para poder abrirme el culo con aquel pollón que gastaba el muy cabrón. Los dos nos follamos durante un periodo de más de tres horas y jamás, por mucho que he follado con otros, he sudado más y he disfrutado tanto. Con Adrián cada polvo era distinto. Era muy juguetón en el sexo y se entregaba y daba todo de si en cada momento sexual. Su tremendo trabuco lo usaba muy bien, como había dicho, era un experto, con lo joven que era, penetrando; te hacía gozar hasta límites insospechados, sus entradas comenzaban siendo suaves, lentas y metiéndola poco a poco. Cuando veía que el ano se adaptaba a su grosor, la metía más y más hasta que su abundante pubis acariciaba las nalgas. Aquella primera vez y algunas más, no pude remediar lanzar un grito entre el placer y el dolor. Siempre se quedaba en ese momento muy quieto y dependiendo de la postura, te acariciaba el pecho o la espalda, se inclinaba para besarte la nuca o la boca y mientras, sentías aquel pollón dentro de ti, cálido y latiendo como si tuviera corazón propio. Cuando le penetrabas, gozaba como un cabrón, su rostro se desencajaba, te sonreía o se mordía los labios. Decía que mi polla era perfecta para su ano, y la verdad que tenía un culo muy ardiente, de los que te gusta embestir y sentir como sus paredes te van a derretir de un momento a otro el látex del condón.

Él compartía piso con otro gay y sus habitaciones estaban separadas por el gran salón. La habitación de él tenía cuarto de baño, con lo que si queríamos, no salíamos para nada de la habitación. Tras cada polvo nos dábamos una ducha y volvíamos frescos a la cama y de nuevo a gozar como dos animales.

Al día siguiente, viernes, quedamos los cuatro y así fueron pasando las semanas y el contacto con aquellos tres colegas se convirtió en algo habitual.

—¿Follaste con los otros dos?

—No. Sólo con Adrián. Juan y Felipe se encargaban de desaparecer en un momento de la noche y a nosotros nos faltaba tiempo para ir a la casa a revolcarnos como fieras. Pero… ¿Sabes lo bueno?

—Dime.

—Que nos hicimos amigos, aunque en esta ocasión amigo con derecho a roce, a los dos nos gustaba disfrutar de nuestros cuerpos y nuestras pieles. Pero surgió una complicidad entre los dos como no te puedes imaginar. Una sola mirada, un único gesto y los dos sabíamos qué hacer, qué decir o dónde ir. Felipe y Juan se extrañaban muchas veces, porque sin palabras, nuestras acciones eran automáticas.

—¿Te enamoraste de él?

—No. Ya te he dicho que nos hicimos amigos y aunque es cierto que en muchas ocasiones una amistad con un fuerte lazo de complicidad, lleva al amor, en nuestro caso no fue así. Cada uno tomó un rumbo, un camino que seguir, el que teníamos como destino.

—¿Os seguís viendo?

—Sí, de vez en cuando, no todo lo que deseáramos, porque cada uno tiene sus obligaciones. Pero somos de esos amigos, que aunque estemos una temporada alejados el uno del otro, cuando el uno necesita al otro, sabe que estará ahí y no le fallará.

—Entiendo.

—Por tu expresión, parece como si tú nunca hubieras tenido un amigo.

—Y es verdad, no he conocido la amistad. Casi todas las personas que han entrado en mi vida, ha sido por conveniencias, algo que por una parte está bien. No se sufre.

—Pero tampoco se vive. La amistad amigo mío, es uno de los grande dones que el ser humano tiene y cuando surge debe cuidarse, conservarse y mantenerse. Es bueno tener amigos.

—Quizás tengas razón.

—Estoy hablando mucho de mí y aún no me has contado nada de ti.

—Esta noche es tu noche, ya habrá tiempo de que te cuente alguna de mis experiencias. Además —miró hacia el cielo—, ya va siendo hora de retirarme. Mañana tengo que trabajar y me gusta dormir mis horas.

—Está bien.

Leo se levantó y Andrey hizo lo propio. Caminaron hasta Cibeles donde se despidieron tomando cada uno el autobús que le acercara a casa. En aquel autobús Leo pensó en Andrey. En ningún momento de la noche había dado el menor síntoma de seducirle. Tal vez no era su tipo, o tal vez esa noche ya había cenado. Pero en todo momento se había comportado como una persona normal. ¿Se habría confundido? ¿Su instinto le habría jugado una mala pasada con el deseo de encontrase con aquel ser? Fuera como fuese, lo que tenía claro es que Andrey guardaba algunos secretos. Si era el vampiro o no, ya lo descubriría, pero ante todo, le apetecía conocer más profundamente al hombre con el que había pasado la noche conversando, sentados en unas escaleras de una plaza alejados del bullicio y del deseo carnal.

Sin duda lo había atrapado. De una manera u otra lo había hecho. Tal vez su porte sereno y tranquilo, su belleza desmedida, sus pocas palabras templadas dejándole hablar, su mirada profunda y llena de misterio.

Suspiró mientras a través de la ventana iba reconociendo las calles que le acercaban a su hogar. Un hogar que permanecía solitario desde el día en que Eloy lo abandonara y él decidiera no regresar al ambiente. Esa noche lo hizo de nuevo, con un único propósito. Se sonrió. ¿Estaba jugando a detectives? ¿Resultaba tan vacía su vida que se tenía que inventar una nueva para salir de aquella soledad, de aquella monotonía, de aquella…? Dicen que la soledad lleva a la locura y tal vez él estaba cayendo en ella, aunque era aún joven y se sentía pletórico. ¿Quién era Andrey? No se había vuelto a interesar por un tío desde que Eloy lo hechizó con su personalidad. Eloy, Andrey, Andrey, Eloy. Ni siquiera se parecían salvo en su porte, pues Eloy también poseía un cuerpo que él mismo lo definía como su toro personal. ¿Por qué tenía que regresar de nuevo a su mente aquel cabrón, que sin hacerle nunca daño, le hizo tanto llorar al final?

Tocó el botón para solicitar su parada, se levantó y agarrado a la barra esperó a que el autobús se detuviera y abriera las puertas. El poco viento que rodeaba la noche era cálido. Camino despacio, sin pensar en nada, dejando que sus pasos le acercaran a la puerta de su edificio y tras abrir la puerta, subir las escaleras y entrar en la casa, se despojó de sus prendas introduciéndose en la cama. Un breve pensamiento o deseo fue el último en brotar en su mente antes de quedarse dormido: «Quiero saber más de ti Andrey, deseo saber quién eres».