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El auto frena junto a la salida de la calle Egido. Baja un hombre. Baja otro hombre, otro y otro más. Los guardianes de la puerta retroceden. El primer hombre cae. Muerto. El segundo hombre es herido. Pierde los espejuelos. Las balas vienen de detrás. En el café de la esquina hay unos soldados y dos marineros disparando. Bien cubiertos. El hombre que ha perdido los espejuelos camina a tientas hacia la entrada del edificio, por Colón. El más joven de los hombres cruza la calle. Va hacia el parque. Corre. Siente algo que corre tras él. Mira. El asfalto, la acera y la yerba saltan en pedazos hacia arriba. Una ametralladora criba sus huellas. Corre. Se refugia tras la estatua. La estatua es de mármol. El mármol que forma la mano del hombre de la estatua, salta. A la mano le falta un dedo. El muchacho va a disparar. No lo hace. Mira la pistola. Es solamente hierro. Está vacía. Va a tirarla, pero no lo hace. Vuelve a correr. Los huecos de las balas siguen su carrera. Él corre en zig zag. Las balas corren tras él, en zig zag.