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Caminó rápido por el callejón y sintió el ruido del motor que se acercaba. Dio media vuelta y regresó con rapidez a la calle que había dejado detrás. Caminó rápidamente y dobló en la siguiente esquina. Ya no oía el motor, pero seguía caminando rápido. Al llegar a la avenida dobló a la izquierda y se pegó a la pared. Entonces vio la microonda azul y negra que se enfrentaba a él, levantaba el hocico al llegar a la loma y avanzaba calle abajo a su encuentro. Oyó la voz y no pudo oir lo que dijo, pero pudo imaginarlo: «¡Ése, ése mismo es, Coronel»! El coronel saltó de la perseguidora todavía en movimiento y levantó la ametralladora. «¡Pégate a la pared con las manos bien altas!» El muchacho lo miró, no dijo nada y despacio dio media vuelta y se pegó a la pared. Otro policía lo registró: «Ah, armadito y todo, ¡Qué bien!». El muchacho miró a la pared y a la luz del atardecer distinguió las rugosidades del repello, la poca uniformidad de la pintura y vio una hormiga que caminaba con trabajo pared hacia arriba. «¡Quítense!» La hormiga cruzó un pellejo de pintura, se perdió y volvió a aparecer más arriba. Ahora estaba frente a sus ojos. «¡Quítense quítense ¡carajo!» La hormiga siguió su camino, indiferente, ajetreada. «Ya verá!». La hormiga saltó contra el hombre porque la pared tembló. Se hicieron uno, dos, diez desconchados, redondos, parejos, en sucesión. El muchacho pegó contra la pared y cayó hacia atrás. El coronel siguió disparando. Cuando se le agotaron las balas, caminó hasta el muchacho y lo insultó y lo pateó y lo escupió. Finalmente, sacó su pistola y le metió una bala en la nuca. El tiro, los insultos, el salivazo, la patada eran igualmente inútiles: el muchacho se llamaba Frank y ahora estaba muerto.