11
En la calle todo estaba tranquilo y la calma se extendía más allá de la esquina y llegaba hasta los curiosos que miraban con la misma curiosidad, con la misma alejada indiferencia, con temerosa apatía cuando salieron armados, cuando montaron en el auto, todavía cuando partieron. El primer auto rodó seguido del segundo auto hasta dos cuadras más arriba y dobló a la derecha suavemente, y al doblar, el sol brilló sobre el capó y el muchacho gordo, pálido, entrecerró los ojos y pensó que sería bueno tener espejuelos oscuros para protegerse del sol. La perseguidora apareció por entre la luz y la máquina frenó casi junto a ella. El cristal saltó en finas gotas vidriadas y la bala fue a estrellarse contra el techo, dejando un hueco regular en el parabrisas. Los otros pasajeros abandonaron la máquina, pero el muchacho gordo y blanco comenzó a disparar antes de salir, se movió con continuada agilidad y corrió hacia la perseguidora y disparé dentro y ésa era la última bala que tiraría: la pistola había quedado descargada, pero no era ésa la causa de que fuera su último disparo. El muchacho pálido y gordo, entrecerró tos ojos, giró sobre sí mismo y cayó al suelo, en una postura improbable: la mejilla derecha contra el pavimento, el brazo derecho bajo el cuerpo y el izquierdo extendido hacia atrás, con la palma hacia arriba. La sangre saltó brusca y corrió por su cara y su pelo y se estancó bajo su cabeza, formando un charco.