12

Cruzó la calle con su paso de atleta y se detuvo en la esquina. Era mediodía. El sol caía a plomo sobre el parque, sobre la calle, sobre su cabeza y el muchacho se detuvo más tiempo que el que hubiera necesitado en otra ocasión para pensar y actuar en seguida. Eso lo perdió, porque por la calle soleada, brillando azul y blanca, bajo la luz cegadora, vio venir la perseguidora. Se quedó quieto: quizá no lo reconocieron. Pero la perseguidora chirrió y paró en seco. Los tres ocupantes bajaron bruscos, brutales.

—¡Tú! ¿Qué hases parado aquí?

—Noda. Espero la guagua.

—La guagua, ¿no? Ven acá, ¿tú no eres...?

—Sí, sí, ese mismo es. ¿Llamo?

—¡Pero en el atto!

Cuando comunicaron con la planta, dijeron el nombre. La voz del otro lado sonó violenta.

—Cumpla la orden.

—Pero, General, está desarmado.

—Cumpla la orden que se le ha dado.

—Oiga, mi General...

—Que lo mate, ¡coño!

El primer policía apretó la ametralladora y disparó casi encima de la orden. El muchacho cayó. En el suelo volvieron a dispararle. Pero por gusto.