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Era su hermano y había caído del otro lado del río. Lo supo cuando vio que no corría junto a él. Entre el estruendo y el silbido de los obuses, creyó haber oído, «¡Candito! ¡Candito!», pero siguió corriendo por sobre las chinas pelonas. Por fin lo vio.
Hace señales de tregua con su pañuelo mientras desanda el camino. El otro hombre, el de la barba tupida y el moño tras la cabeza sujeto por una peineta grande, el hombre fornido, ágil, el otro hombre, su hermano, ahora estaba tumbado bocarriba con la cabeza en el agua y el cuerpo doblado hacia la orilla. Una de sus piernas se agitaba con un temblor repetido. Toda la camisa estaba cubierta por una mancha parda que se extendía. Su cabeza se viró en dirección del agua y la pierna dejó de golpear contra el suelo.
Trataba de moverlo hacia la orilla, de cargar con él, mientras evitaba las balas. Una o dos pegaron en el agua, cerca. Tiró de él por la pierna con una mano mientras la otra sostenía la escopeta.
Ya estaban en tierra firme. Lo cargó. Se irguió un poco y arrancó a caminar.
Vadeó la orilla hasta más allá de los jagüeyes y comenzó a atravesar la corriente.
No oyó las balas. Cualquiera habría pensado que resbaló en el fango. Pero cayó hacia atrás y no se movió. El otro hombre cayó sobre él y sus cuerpos formaron una cruz. Nunca supo que el otro hombre, su hermano, había muerto antes que él creyera oir su nombre.
La batalla duró 21 días y cuando las lluvias cesaron, el río se convirtió en arroyo, en un hilo de agua, en una zanja fangosa, en un polvero. Sus cadáveres se secaron al sol, se pudrieron en las noches húmedas y los huesos asomaron asombrosamente blancos por entre los jirones de color verde-olivo.
El mulato grande se llamaba Juan Cáceres. El guajirito rubio se llamaba Cándido Plasencia. Ninguno tenía galones.