12
Dejaron solo a Hamil al-Obaydi en el centro de la habitación. Después de que dos de los cuatro guardias le hubieran desnudado, el otro par había registrado minuciosamente toda su ropa, en busca de algo que pudiera poner en peligro la vida del presidente.
A un gesto del hombre que parecía ser el jefe, se abrió una puerta lateral y entró un médico en la habitación, seguido por un enfermero que cargaba una silla en una mano y un guante de goma en la otra. Dejó la silla junto a al-Obaydi, y le invitaron a sentarse. Obedeció. El médico examinó primero sus uñas y orejas, antes de indicarle que abriera la boca, para dar golpecitos con una espátula sobre cada diente. Después, colocó una abrazadera en su mandíbula para que la abriera más, lo cual le permitió inspeccionar con más lentitud cada hueco. Satisfecho, apartó la abrazadera. Entonces, pidió a al-Obaydi que se levantara, diera la vuelta, se abriera de piernas y se inclinara hasta tocar con las manos el asiento de la silla. Al-Obaydi oyó que el doctor se ponía en la mano el guante de goma, y al instante siguiente experimentó una oleada de dolor cuando le hundió dos dedos en el recto. Gritó y los guardias se pusieron a reír. Los dedos fueron extraídos con la misma brusquedad, y el dolor se repitió por segunda vez.
—Gracias, señor secretario —dijo el médico, como si hubiera tomado la temperatura a al-Obaydi—. Ya puede vestirse.
Al-Obaydi se arrodilló y recogió sus calzoncillos mientras el médico y el enfermero salían de la habitación.
Mientras se vestía, al-Obaydi no pudo por menos que preguntarse si cada miembro del Consejo de Seguridad sufría la misma humillación cada vez que Saddam convocaba una reunión del Consejo Supremo de la Revolución.
La orden de regresar a Bagdad para que al-Obaydi informara al Sayedi de los últimos movimientos, en palabras del embajador de la ONU, había embargado de temor a al-Obaydi; pese a que después de su última entrevista con Cavalli creía que tenía respuestas para cualquier pregunta que el presidente le formulara.
En cuanto al-Obaydi llegó a Bagdad después de un viaje aparentemente interminable a través de Jordania (los vuelos directos habían sido suspendidos, como parte de las sanciones de las Naciones Unidas), no se le permitió descansar ni cambiarse de ropa. Le habían conducido directamente a la sede del Ba’ath en un Mercedes negro.
Cuando al-Obaydi terminó de vestirse, se miró en un pequeño espejo de la pared. En esta ocasión, su apariencia era modesta comparada con las prendas que había dejado en su apartamento de Nueva York: trajes de Saks de la Quinta Avenida, jerseys Valentino, zapatos Church y un reloj de oro macizo Cartier. Todo esto había sido sustituido por una colección de ropas árabes baratas, guardadas en el último cajón de su ropero de Manhattan.
Al-Obaydi se volvió del espejo, y uno de los guardias le indicó que le siguiera, en tanto se abría por primera vez la puerta del fondo. El contraste con el entorno desnudo, casi de barracón, de la sala de examen le pilló por sorpresa: un pasillo alfombrado, decorado con pinturas y bien iluminado por candelabros que colgaban cada pocos pasos.
El secretario de embajada siguió al guardia por el pasillo, a cada paso que daba más consciente de la maciza puerta pintada de oro que se cernía delante de él. Cuando faltaban pocos pasos para llegar, el guardia abrió una puerta lateral y le introdujo en una antesala que calcaba la opulencia del pasillo.
Al-Obaydi se quedó solo en la habitación, pero nada más sentarse en el amplio sofá, la puerta volvió a abrirse. Al-Obaydi se puso en pie de un brinco, pero solo era una muchacha que traía una bandeja, en cuyo centro se veía una pequeña taza de café turco.
Dejó el café sobre la mesa contigua al sofá, hizo una reverencia y se marchó tan silenciosamente como había entrado. Al-Obaydi jugueteó con la taza, consciente de que había caído en la costumbre occidental de preferir el capuchino. Bebió el líquido negro y lleno de posos por puro deseo nervioso de hacer algo.
Transcurrió una lenta hora, y se puso cada vez más nervioso. En la habitación no había nada para leer, y lo único que se podía mirar era el inmenso retrato de Saddam Hussein. Al-Obaydi aprovechó el tiempo para repasar cada detalle de lo que Cavalli le había dicho, y deseó tener a mano su maletín, que los guardias le habían arrebatado mucho antes de llegar a la sala de examen.
Durante la segunda hora, su confianza empezó a desvanecerse. Durante la tercera, empezó a preguntarse si saldría vivo del edificio.
De pronto, la puerta se abrió y al-Obaydi reconoció el destello rojo y amarillo del uniforme de la Guardia Presidencial de Saddam, la Hemaya.
—El presidente le recibirá ahora. —Fue lo único que dijo el joven oficial.
Al-Obaydi se puso en pie y le siguió a toda prisa por el pasillo en dirección a la puerta pintada de oro.
El oficial llamó, abrió la puerta maciza y se apartó para que el secretario de embajada entrara a la reunión del Consejo Supremo de la Revolución.
Al-Obaydi se quedó inmóvil y esperó, como un prisionero en el banquillo de los acusados a la espera de que el juez le permitiera sentarse. Sabía que nadie estrechaba la mano del presidente, a menos que se le invitara expresamente. Contemplo a los doce hombres reunidos y reparó en que solo dos, el primer ministro Tariq Aziz y el fiscal del Estado Nakir Farrar, llevaban traje. Los otros diez miembros vestían uniformes militares, aunque no iban armados. La única pistola, aparte de la que exhibía el general Hamil, comandante de la Guardia Presidencial, y los dos soldados armados erguidos detrás de Saddam, estaba sobre la mesa, delante del presidente, en el lugar donde otros jefes de estado tendrían la agenda.
Al-Obaydi se dio cuenta con pavor de que los ojos del presidente no se habían apartado de él ni un momento desde que entró en la sala. Saddam agitó su puro Cohiba en dirección al secretario de embajada, para indicarle que ocupara el asiento vacío al otro extremo de la mesa.
El ministro de Asuntos Exteriores miró al presidente, quien asintió. Entonces, concentró su atención en el nervioso hombre sentado en la silla del final.
—Este, como ya sabe usted, señor presidente, es Hamid al-Obaydi, nuestro secretario de embajada en las Naciones Unidas, al cual honró con la responsabilidad de cumplir su orden de robar la Declaración de Independencia a los infieles norteamericanos. Siguiendo sus instrucciones, ha vuelto a Bagdad para informarle en persona de los progresos logrados. No he tenido aún la oportunidad de hablar con él, señor presidente, y por tanto le ruego que me perdone si parezco, al igual que usted, ansioso de información.
Saddam agitó de nuevo el puro para indicar al ministro de Asuntos Exteriores que podía proseguir.
—Quizá podría empezar, señor secretario. —Al-Obaydi se sintió sorprendido por un tratamiento tan formal, como si sus dos familias no se conocieran desde hacía generaciones, pero admitió que demostrar amistad ante Saddam equivalía a una confesión de conspiración—, por pedirle que nos ponga al día sobre los progresos del imaginativo plan del presidente.
—Gracias, señor ministro de Asuntos Exteriores —contestó al-Obaydi, como si fuera la primera vez que le veía. Se volvió hacia Saddam, cuyos ojos negros seguían fijos en él—. Para empezar, señor presidente, permítame agradecerle el honor de haberme confiado esta tarea, sobre todo recordando que la idea ha emanado de su Excelencia.
Todos los miembros del Consejo concentraban su atención en el secretario de embajada, pero al-Obaydi observó que, de vez en cuando, volvían la vista en dirección a Saddam para tomar nota de sus reacciones.
—Me complace comunicarle que el equipo liderado por el señor Cavalli…
Saddam levantó una mano y miró al fiscal del Estado, quien abrió un grueso expediente que tenía delante.
Nakir Farrar, el fiscal del Estado, era el segundo hombre más temido del régimen iraquí. Todo el mundo conocía su reputación. Graduado en jurisprudencia con todos los honores en Oxford, presidente de la asociación estudiantil, asiduo cliente del Lincoln’s Inn, donde al-Obaydi le había conocido por primera vez, aunque Farrar no hubiera reparado en su existencia. Destinado a ser el primer Consejero Real iraquí de la historia, la invasión de la decimonovena provincia provocó que los ingleses le expulsaran del país, pese a la intercesión de varias personas importantes. Farrar regresó a una ciudad que había abandonado a la edad de once años y ofreció de inmediato su talento a Saddam Hussein. Al cabo de un año, fue nombrado fiscal del Estado. Se rumoreaba que él, personalmente, había elegido el cargo.
—Cavalli es un delincuente de Nueva York, señor presidente, quien, por el hecho de poseer un título de abogado y un bufete privado, proporciona una pantalla legal a la operación.
Saddam asintió y devolvió su atención a al-Obaydi.
—El señor Cavalli ha terminado los preparativos y su equipo ya está dispuesto a ejecutar las órdenes del presidente.
—¿Se ha fijado ya una fecha? —preguntó Farrar.
—Sí, señor fiscal del Estado. El 25 de mayo. Clinton pasará todo el día en la Casa Blanca, ocupado por la mañana con los que redactan sus discursos, y por la tarde con el equipo encargado de llevar a la práctica la política sanitaria de su mujer. —El embajador iraquí en la ONU había advertido a al-Obaydi que nunca se refiriera a Clinton como «el presidente»—. Por tanto, ese día no asistirá a actos públicos, lo cual habría imposibilitado nuestra misión.
—Dígame, señor embajador —habló el fiscal del Estado—, ¿el abogado del señor Cavalli consiguió un permiso para cerrar la calle entre la Casa Blanca y los Archivos Nacionales, durante el tiempo que Clinton se halle ocupado en sus reuniones internas?
—No, señor fiscal del Estado. No obstante, la oficina del alcalde ha dado permiso para rodar una película en la avenida de Pennsylvania, desde la calle 13 Este. La calle solo permanecerá cerrada cuarenta y cinco minutos. Parece que este alcalde no es tan fácil de convencer como sus predecesores.
Algunos miembros del Consejo expresaron su estupor.
—¿No es tan fácil de convencer? —preguntó el ministro de Asuntos Exteriores.
—Quizá «persuadir» sería la palabra más precisa.
—¿Y cómo se llevó a cabo esta persuasión? —preguntó el general Hamil, que estaba sentado a la derecha del presidente y solo conocía una forma de persuasión.
—Una contribución de doscientos cincuenta mil dólares al fondo destinado a su reelección.
Saddam rio, y los demás le imitaron.
—¿El Archivero sigue convencido de que será Clinton quien le visite? —preguntó el fiscal del Estado.
—Sí. Poco antes de marcharme, Cavalli envió a ocho de sus hombres, que fingían componer un equipo de reconocimiento preliminar del Servicio Secreto, a efectuar una inspección. El Archivero no pudo ser más solícito, y Cavalli tuvo tiempo de sobra para examinarlo todo. Así le será más sencillo cambiar la Declaración de Independencia el 25 de mayo.
—Pero en el caso de que consigan apoderarse del original, ¿han llevado a cabo preparativos para entregárselo a usted? —preguntó el fiscal del Estado.
—Sí —contestó con seguridad al-Obaydi—. Tengo entendido que el presidente desea que el documento sea entregado a Barazan al-Tikriti, nuestro venerado embajador en las Naciones Unidas en Ginebra. Cuando haya recibido el pergamino, y no antes, autorizaré el pago final.
El presidente asintió para demostrar su aprobación. Al fin y al cabo, el venerado embajador en Ginebra era su medio hermano. El fiscal del Estado prosiguió su interrogatorio.
—¿Cómo estaremos seguros de que nos entregan el original, y no una copia excelente? —preguntó—. ¿Qué les impedirá entrar y salir de los Archivos Nacionales, pero sin cambiar los documentos?
Una sonrisa se dibujó por primera vez en los labios de al-Obaydi.
—Tomé la precaución, señor fiscal del Estado, de exigir tal prueba —contestó—. Cuando la falsificación sustituya al original, continuará siendo exhibida al público. No dude de que yo estaré entre el público.
—No ha respondido a mi pregunta —replicó el fiscal del Estado—. ¿Cómo sabrá que el nuestro es el original?
—Porque en el documento original, escrito a mano por Timothy Matlock, hay un pequeño error ortográfico que ha sido corregido en la copia ejecutada por Bill O’Reilly.
El fiscal del Estado se reclinó en su asiento a regañadientes cuando su amo levantó una mano.
—Otro delincuente, Excelencia —explicó el ministro de Asuntos Exteriores—. En este caso, un falsificador, responsable de la falsificación del documento.
—Bien —dijo el fiscal del Estado, y se inclinó de nuevo hacia delante—, si el error continúa en el documento que se exhibirá el 25 de mayo en los Archivos Nacionales, usted sabrá que tenemos una copia y no pagará ni un centavo más. ¿Correcto?
—Sí, señor fiscal del Estado —dijo al-Obaydi.
—¿Qué palabra del original está mal escrita? —preguntó el fiscal del Estado.
Cuando el secretario de embajada la reveló, Nakir Farrar contestó:
—Muy apropiado. Cerró el expediente.
—Sin embargo, necesitaré tener a mano el pago final —continuó al-Obaydi—, en caso de que cumplan su parte del trato y entremos en posesión del pergamino auténtico.
El ministro de Asuntos Exteriores miró a Saddam, quien asintió de nuevo.
—Lo tendrá a su disposición el 25 de mayo —dijo el ministro de Asuntos Exteriores—. Me gustaría comentar algunos detalles con usted antes de que regrese a Nueva York, siempre que esta entrevista cuente con el beneplácito del presidente.
Saddam agitó una mano para indicar que tal petición le era indiferente. Sus ojos seguían fijos en al-Obaydi. El secretario de embajada no estaba seguro de si debía marcharse o esperar más preguntas. Se decantó por la cautela, y continuó sentado en silencio. Pasó un rato antes de que nadie hablara.
—Supongo que sentirá curiosidad, Hamid, acerca de por qué concedo tanta importancia a ese inútil pedazo de papel.
Como el secretario de embajada nunca había visto antes en persona al presidente, se quedó sorprendido al ser interpelado por su nombre.
—No me compete a mí indagar en los razonamientos de su Excelencia —contestó.
—Sin embargo, no sería humano si no se preguntara por qué deseo gastarme cien millones de dólares y, al mismo tiempo, correr el riesgo de un ridículo internacional, si usted fracasa.
Al-Obaydi reparó en aquel «usted» con cierta inquietud.
—Sería fascinante saberlo, Sayedi, si deposita su confianza en esta alma abyecta.
Los doce miembros del Consejo volvieron la vista hacia el presidente para calibrar su reacción ante el comentario del secretario de embajada. Al-Obaydi comprendió al instante que había ido demasiado lejos. Siguió sentado, aterrorizado, durante lo que consideró el silencio más largo de su vida.
—En ese caso, permitiré que comparta mi secreto, Hamid —dijo Saddam, y sus ojos negros escrutaron al secretario de embajada—. Cuando recuperé la decimonovena provincia para mi amado pueblo, me encontré en guerra no solo con los traidores a quienes habíamos invadido, sino con la fuerza combinada del mundo occidental, y ello pese a mi acuerdo previo con la embajadora norteamericana. ¿Y por qué?, tuve que preguntarme, cuando todo el mundo sabía que en Kuwait gobernaban unas pocas familias corruptas, muy poco interesadas en el bienestar de su pueblo. Le diré por qué. Petróleo, en una palabra. Si la decimonovena provincia hubiera exportado granos de café, no habría visto entrar en el Golfo ni a un bote de remos norteamericano armado con una catapulta.
El ministro de Asuntos Exteriores asintió y sonrió.
—¿Y quiénes fueron los líderes que se aliaron contra mí? Thatcher, Gorbachev y Bush. De eso hace menos de tres años. ¿Y qué les ha ocurrido desde entonces? Thatcher fue destituida por sus propios partidarios; Gorbachev fue depuesto por un hombre del que se había desprendido solo un año antes, y cuya posición actual parece bastante inestable; Bush sufrió una humillante derrota a manos del pueblo norteamericano. Pero yo sigo siendo el Supremo Líder y Presidente de mi país.
Una salva de aplausos estalló al instante, y enmudeció en cuanto Saddam volvió a hablar.
—Eso constituye una amplia recompensa para mi pueblo, pero no para mí, Hamid. Porque el lugar de Bush ha sido ocupado por ese tal Clinton, que no ha aprendido nada de los errores de sus predecesores, y que ahora también quiere desafiar mi supremacía, pero esta vez mi intención es humillarle, además de a los infieles norteamericanos, mucho antes de que tengan la oportunidad de hacerlo ellos. Y lo haré de tal manera que Clinton no podrá recuperar su credibilidad en toda su vida. Mi intención es convertir a Clinton y al pueblo norteamericano en el hazmerreír del mundo.
Las cabezas de los congregados continuaron asintiendo.
—Ya ha sido testigo de mi capacidad de dirigir la codicia de su propio pueblo hacia el deseo de robar el documento más sagrado de la historia de su nación. Y usted, Hamid, es el vehículo elegido para lograr que mi genio sea reconocido.
Al-Obaydi inclinó la cabeza.
—En cuanto esté en posesión de la Declaración, aguardaré pacientemente hasta el 4 de julio, cuando todo Estados Unidos se disponga a pasar un tranquilo domingo celebrando el Día de la Independencia.
Ninguno de los presentes habló cuando el presidente hizo una pausa.
—Yo también celebraré el Día de la Independencia, pero no en Washington o Nueva York, sino en la plaza Tahrir, rodeado de mi amado pueblo. Cuando yo, Saddam Hussein, presidente de Irak, me halle ante los medios de comunicación de todo el mundo, reduciré a cenizas la Declaración de Independencia de Estados Unidos.
Hannah yacía despierta en la cama de su habitación, más o menos como la niña que había sido quince años antes, cuando pasó su primera noche en el internado.
Había recogido las maletas de Karima Saib en la cinta transportadora del aeropuerto Charles de Gaulle, temerosa de lo que podía encontrar en su interior.
Un chófer la había recogido, según lo convenido, pero como no había hecho el menor esfuerzo por entablar conversación, no tenía ni idea de lo que la esperaba cuando se detuvieran ante la embajada de Jordania. Sus dimensiones la sorprendieron.
El hermoso caserón, situado a espaldas del bulevar Maurice Barres, había sido mansión del difunto Aga Khan. El anexo iraquí ocupaba dos plantas completas, prueba tangible de que los jordanos no deseaban enemistarse con Saddam.
Al entrar en el anexo de la embajada, la primera persona con quien se encontró fue Abdul Kanuk, el administrador jefe.
No parecía un diplomático, y lo demostró en cuanto abrió la boca. Kanuk la informó de que el embajador y su secretaria principal, Muna Ahmed, estaban ocupados en diversas reuniones, por lo cual debía deshacer las maletas y esperar en su habitación hasta que la llamaran.
En el estrecho aposento apenas había sitio para una cama y dos maletas. Supuso que habría servido de almacén antes, de que la delegación iraquí se trasladara. Cuando logró abrir la maleta de Karima Saib, no tardó en descubrir que solo los zapatos de la mujer le iban a su medida. Hannah no supo si sentir alivio por los gustos de la Saib, o angustia por las pocas prendas que podía utilizar.
Aquella noche, Muna Ahmed, la secretaria principal, se reunió en la cocina con ella para cenar. Daba la impresión de que las secretarias de la embajada recibían el mismo trato que los criados. Hannah logró convencer a Muna de que era mejor de lo que ella esperaba, sobre todo porque solo podían utilizar el anexo de la embajada jordana. Muna explicó que, en lo concerniente al Cuerpo Diplomático de Francia, el embajador iraquí era tratado como simple jefe de la delegación comercial, aunque siempre debían dirigirse a él como «Su Excelencia» o «embajador».
Durante los primeros días de su nuevo empleo, Hannah se sentó en la habitación contigua a la del embajador, al otro lado del escritorio de Muna. Pasó la mayor parte de su tiempo retorciéndose los dedos. Hannah descubrió enseguida que nadie se interesaba demasiado por ella, siempre que terminara los trabajos que el embajador le dejaba en el dictáfono. En realidad, ello se convirtió en el principal problema de Hannah, pues tuvo que bajar el ritmo para dar la impresión de que Muna era más eficiente. El único detalle que Hannah siempre olvidaba era ponerse las falsas gafas.
Por las noches, después de cenar, Hannah averiguaba por mediación de Muna todo cuanto podía esperarse de una mujer iraquí en el extranjero, incluyendo cómo evitar los avances de Abdul Kanuk, el administrador jefe. A la segunda semana, su curva de aprendizaje había descendido, y Hannah descubrió que el embajador ya confiaba en su talento. Intentó no demostrar excesiva iniciativa.
En cuanto terminaban su trabajo, Hannah y Muna debían permanecer en el edificio, y no tenían permiso para abandonarlo de noche, como no fuera acompañadas por el administrador jefe, una perspectiva que no atraía a ninguna de las dos. Como Muna demostraba escaso interés hacia la música, el teatro o frecuentar cafés, pasaba el tiempo en su habitación leyendo los discursos de Saddam Hussein.
A medida que los días transcurrían lentamente, Hannah empezó a abrigar la esperanza de que el agente del Mossad en París se pusiera en contacto con ella, con el fin de que la enviaran de vuelta a Israel para preparar su misión, si bien no tenía ni idea de quién podría ser. Se preguntaba si había uno en la embajada. A solas en su habitación, daba rienda suelta a las especulaciones. ¿El chófer? Demasiado lento. ¿El jardinero? Demasiado torpe. ¿La cocinera? Cabía la posibilidad: la comida era tan mala como para suponer que se trataba de su segunda ocupación. ¿Abdul Kanuk, el administrador jefe? Difícil, pues, como recordaba al menos tres veces al día, era primo de Barazan al-Tikriti, medio hermano de Saddam Hussein y embajador en Ginebra ante las Naciones Unidas. Kanuk era también el mayor charlatán de la embajada, y en una sola noche proporcionó más información a Hannah acerca de Saddam Hussein y su cortejo que el embajador en una semana. De hecho, el embajador apenas hablaba de Sayedi en su presencia, y cuando lo hacía siempre se mostraba circunspecto y respetuoso.
Fue durante la segunda semana cuando Hannah fue presentada a la esposa del embajador. No tardó en descubrir que era ferozmente independiente, en parte por ser medio turca, y no se consideraba obligada a permanecer encerrada siempre en el recinto de la embajada. Hacía cosas que se consideraban osadas según los parámetros iraquíes, como acompañar a su marido a fiestas, e incluso se sabía que bebía sin esperar a que la invitaran. Lo más importante para Hannah era que iba a nadar dos veces por semana a una piscina pública cercana, en el bulevar Lannes. El embajador se mostró de acuerdo, tras un poco de persuasión, en que sería aceptable para la nueva secretaria acompañar a su mujer.
Scott llegó a París el domingo. Le habían dado la llave de un pequeño apartamento situado en la avenida de Messine, y le habían abierto una cuenta en la Société Générale del bulevar Haussmann, a nombre de Simon Rosenthal.
Tenía que telefonear o enviar un fax a Langley solo después de haber localizado al agente del Mossad. Ningún otro agente había sido informado de su existencia, y había recibido la orden de evitar todo contacto con cualquier agente destinado en Europa con el que hubiera trabajado en el pasado.
Scott dedicó los dos primeros días a descubrir los nueve lugares desde los que podía observar la puerta principal de la embajada jordana sin ser visto por nadie del edificio.
A finales de la semana había empezado a comprender por primera vez lo que querían decir los agentes con la expresión «horas de soledad». Incluso echó de menos a algunos de sus estudiantes.
Se ciñó a una rutina. Cada mañana, antes de desayunar, corría siete kilómetros en el Parc Monçeau, antes de empezar el turno matutino. Todas las noches pasaba dos horas en un gimnasio de la calle de Berne, antes de preparar su solitaria cena en el apartamento.
Scott empezó a temer que el agente del Mossad no fuera a salir nunca del edificio, y se preguntó si aún seguía en la embajada. Daba la impresión de que la única mujer que entraba y salía a su capricho era la esposa del embajador.
Y el martes de la segunda semana, inesperadamente, alguien más salió del edificio, acompañando a la mujer del embajador. ¿Sería Hannah Kopec? Solo tuvo tiempo de echar un vistazo antes de que el coche se alejara.
Siguió al Mercedes, adoptando siempre un ángulo que dificultaría al chófer atisbarle por el retrovisor. Las observó con atención. En las fotografías que le habían enseñado en Langley, Hannah Kopec tenía el pelo largo y negro. Ahora lo llevaba corto, pero no cabía duda de que era ella.
Scott continuó cien metros más, dobló a la derecha y aparcó el coche. Volvió sobre sus pasos, entró en el edificio y compró un billete de espectador que le costó dos francos. Subió a la galería que dominaba la piscina. Cuando seleccionó un asiento discreto, la agente del Mossad ya estaba nadando de un lado a otro. Scott solo tardó un momento en calibrar su esbeltez, pese a ir embutida en la versión iraquí de un traje de baño. Solo bajó el ritmo cuando la esposa del embajador apareció en el borde de la piscina. A partir de aquel momento, la Kopec se limitó a nadar como cualquier persona normal.
Unos cuarenta minutos después, cuando la esposa del embajador salió de la piscina, la Kopec aceleró de inmediato el ritmo y cubrió cada largo en menos de un minuto. Al cabo de diez, salió del agua y se dirigió a los vestidores.
Scott volvió a su coche, y cuando las dos mujeres reaparecieron dejó que el Mercedes se adelantara antes de seguirlas hasta la embajada.
Aquella noche, envió un fax a Dexter Hutchins para informarle que la había visto y procuraría ponerse en contacto con ella.
A la mañana siguiente, compró un par de bañadores.
Hannah se fijó en él por primera vez el jueves. Nadaba a gran velocidad y ejecutaba cada largo en unos cuarenta segundos. Tenía aspecto de haber sido atleta. Intentó mantener su ritmo, pero al cabo de cinco largos la superó. Vio que salía del agua después de otra docena de largos y se encaminaba a los vestidores masculinos.
La mañana del lunes siguiente, la esposa del embajador informó a Hannah de que el martes no podría ir a nadar, pues debía acompañar al embajador a Ginebra para entrevistarse con el medio hermano de Saddam Hussein. El administrador jefe, que parecía enterado de todos los detalles, ya había hablado a Hannah del asunto.
—No entiendo por qué no la han invitado a usted también —dijo la cocinera aquella noche.
El administrador jefe guardó silencio un par de minutos, hasta que Muna salió de la cocina para ir a su habitación. Entonces, reveló algo a Hannah que la inquietó.
Al día siguiente, Hannah recibió permiso para ir a nadar sola. Se alegró de tener una excusa para ausentarse del edificio, sobre todo porque Kanuk se encontraba al frente de la delegación, en ausencia del embajador. Como se había reservado el Mercedes, Hannah fue en metro al bulevar Lannes. Cuando se dispuso a iniciar sus treinta largos, se llevó una decepción al no ver por ninguna parte al hombre que nadaba tan bien. Al terminar el ejercicio se aferró al borde, cansada y sin aliento. De pronto, observó que el hombre nadaba hacia ella por la calle exterior. Cuando tocó el borde, se volvió apenas y dijo con claridad:
—No se mueva, Hannah. Vuelvo enseguida.
Hannah supuso que la recordaba de sus tiempos de modelo, y su inmediata reacción fue alejarse, pero esperó a que regresara, por si era el agente del Mossad al que Kratz se había referido.
Le observó mientras nadaba hacia ella, y sus temores fueron aumentando a cada momento. Cuando tocó el borde, se detuvo de repente.
—¿Está sola? —preguntó.
—Sí.
—Ya me lo parecía. La esposa del embajador suele desplazar mucha agua, sin apenas avanzar. Por cierto, soy Simon Rosenthal. El coronel Kratz ordenó que me pusiera en contacto con usted. Traigo un mensaje.
Hannah se sintió bastante estúpida cuando se estrecharon las manos, los dos aferrados al borde de la piscina.
—¿Conoce la avenida Bugeaud?
—Sí —contestó.
—Estupendo. Nos veremos en el bar de la Porte Dauphine dentro de quince minutos.
Salió de la piscina con un solo movimiento y desapareció en dirección al vestidor de hombres antes de que la joven pudiera contestar.
Algo más de quince minutos después, Hannah entró en el bar de la Porte Dauphine. Paseó la vista por el salón y le localizó sentado en una silla de madera de respaldo alto, bajo un mural grande y colorido.
Él se levantó para recibirla y pidió otro café. Advirtió que solo debían pasar juntos unos minutos, porque Hannah debía volver a la embajada sin retrasarse. Mientras sorbía el primer café auténtico que probaba desde hacía semanas, Hannah le examinó con mayor atención, y empezó a recordar lo agradable que era beber con alguien interesante. La siguiente frase del hombre la devolvió con brusquedad al mundo real.
—Kratz planea sacarla de París dentro de poco.
—¿Por algún motivo en particular?
—Se ha fijado fecha para la operación en Bagdad.
—Gracias a Dios.
—¿Por qué dice eso? —se interesó Scott, arriesgándose a formular su primera pregunta.
—El embajador está a la espera de ser llamado a Bagdad para ocupar un nuevo cargo. Tiene la intención de pedirme que le acompañe. Eso es lo que va diciendo el administrador jefe a todo el mundo, excepto a Muna.
—Avisaré a Kratz.
—Por cierto, Simon, he conseguido cierta información que tal vez Kratz considere útil.
El hombre cabeceó y escuchó, mientras Hannah le refería detalles sobre la organización interna de la embajada, y sobre las idas y venidas de diplomáticos y hombres de negocios que hablaban en público contra Saddam, mientras intentaban cerrar tratos con él al mismo tiempo. La interrumpió al cabo de unos minutos.
—Será mejor que se vaya. Es posible que ya la echen de menos. Trataré de arreglar otro encuentro cuando sea posible —añadió.
La joven sonrió, se levantó y salió sin mirar atrás. Aquella noche, Scott envió un mensaje en clave a Dexter Hutchins en Virginia, para comunicarle que había establecido contacto con Hannah Kopec.
Una hora después, llegó un fax con una sola instrucción.