34
Primero, colgaron al jefe. Después, a sus hermanos, uno por uno, delante de todo el pueblo, pero nadie dijo una palabra. Entonces, se dedicaron a sus sobrinos, hasta que una niña de doce años, que esperaba salvar así la vida de su padre, les habló de los extranjeros que habían pernoctado en la casa del jefe.
Prometieron a la niña que su padre se salvaría si les contaba todo cuanto sabía. Señaló al desierto para indicarles dónde habían enterrado el camión. Después de cavar veinte minutos, los soldados confirmaron que les había dicho la verdad.
Se pusieron en contacto con el general Hamil mediante el teléfono de campaña. Le costó creer que treinta miembros de la tribu de Zeebari hubieran desmontado el Cadillac y cargado las piezas por el desierto.
—Oh, sí —dijo la niña—. Sé que es verdad porque mi hermano cargó una rueda hasta la carretera que hay al otro lado del desierto —declaró, y apuntó con orgullo hacia el horizonte.
El general Hamil escuchó con atención, y después ordenó que colgaran al padre y al hermano de la niña.
Devolvió su atención hacia el mapa de la pared y pronto localizó la única ruta que podían haber tomado. Sus ojos siguieron el sendero que cruzaba el desierto hasta desembocar en otra carretera sinuosa, y luego dedujo la ciudad por la que deberían pasar.
Consultó el reloj de su escritorio: las cuatro y treinta y nueve minutos.
—Póngame con el puesto de control de Khalis —ordenó al joven teniente.
Aziz vio a lo lejos que un soldado inspeccionaba una furgoneta. Jasmin le advirtió que era el puesto de control, y desparramó el contenido de una bolsa entre ellos.
Aziz dio un golpe en el costado de la puerta, con cierto alivio al divisar solo a dos soldados; uno de ellos dormitaba plácidamente en una silla, al otro lado de la carretera.
Cuando el coche se detuvo, Scott oyó risas. Aziz entregó un paquete de Rothmans al guardia.
El soldado estaba a punto de dejarles pasar, cuando el otro se removió como un gato que hubiera pasado horas acostado sobre un radiador. Se levantó, avanzó con parsimonia hacia el coche y lo contempló con admiración, como tantas otras veces. Empezó a dar vueltas a su alrededor. Cuando pasó delante del maletero, le propinó una cariñosa palmada. El maletero se abrió unos centímetros. Scott lo cerró con suavidad, en tanto Jasmin tiraba un cartón de Rothmans al suelo, junto al coche.
El guardia fronterizo se movió con rapidez por primera vez aquel día. Jasmin le dedicó una sonrisa mientras recogía los cigarrillos, y susurró algo en su oído. El soldado miró a Aziz y se puso a reír, al mismo tiempo que un camión cargado con cajas de cerveza frenaba detrás de ellos.
—Adelante, adelante —gritó el primer soldado, al olfatear una recompensa todavía mayor.
Aziz se apresuró a obedecer y puso la segunda. Cohen casi salió disparado del maletero.
—¿Qué le has dicho a ese soldado? —preguntó Aziz, cuando se hubieron alejado.
—Le dije que eras marica, pero que yo volvería sola después.
—¿Es que desprecias la honra de la familia?
—Claro que no, pero ese también es un primo.
Aziz tomó la ruta del sur más larga, que rodeaba la ciudad, siguiendo el consejo de Jasmin. No pudo esquivar todos los baches, y de vez en cuando se oían gruñidos procedentes del maletero. Jasmin señaló un cruce y dijo a Aziz que debía parar allí. Recogió sus bolsas, pero dejó un poco de fruta en el asiento. Aziz paró junto a una carretera que conducía al centro de la ciudad. Jasmin bajó, sonrió y agitó la mano. Aziz le devolvió el saludo y se preguntó cuándo volvería a ver a su prima.
Siguió conduciendo hasta el extremo de la ciudad, pero no quiso correr el riesgo de dejar salir a sus compañeros, por si alguien les veía.
A unos tres kilómetros de Khalis, Aziz frenó en un cruce con dos letreros. Uno rezaba: «Tuz Khurmatoo 120 Km», y el otro: «Tuz Khurmatoo 170 Km». Miró en ambas direcciones, y luego bajó del coche, abrió el maletero, y los tres pasajeros descendieron. Mientras estiraban las piernas y respiraban hondo, Aziz indicó los postes. Scott no necesitó mirar el mapa para decidir la ruta que debían tomar.
—Hemos de coger la más larga —dijo—, y espero que aún nos crean en el camión.
Hannah cerró el maletero con fuerza, y los cuatro montaron en el coche.
Aziz corrió a sesenta kilómetros por hora en la carretera sinuosa, y sus tres pasajeros se ocultaban cada vez que un vehículo aparecía en el horizonte.
Los cuatro devoraron la fruta que Jasmin había dejado en el asiento.
Cuando pasaron ante un poste que indicaba veinte kilómetros para Tuz Khurmatoo, Scott dijo a Aziz:
—Quiero que pare en las afueras del pueblo y entre solo, para decidir si nos conviene atravesarlo. No olvide que del pueblo a la autopista solo hay cinco kilómetros, y puede haber soldados por todas partes.
—¿Y hasta la frontera kurda? —preguntó Hannah.
—Unos setenta kilómetros.
Scott siguió estudiando el mapa. Aziz condujo durante veinte minutos más, hasta que llegó a la cumbre de una colina y vio el contorno del pueblo recortado en el valle. Pocos momentos después, salió de la carretera y aparcó bajo unos cidros que les protegían del sol y de los ojos curiosos. Aziz escuchó con atención las instrucciones de Scott, bajó del coche y corrió en dirección a Tuz Khurmatoo.
La furia dejó sin palabras al general Hamil cuando el joven teniente le informó que el Cadillac había pasado el puesto de control de Khalis menos de una hora antes, y ningún soldado se había molestado en registrar el maletero.
Tras un mínimo de tortura, uno de ellos había confesado que los terroristas habrían contado con la complicidad de una joven que cruzaba casi cada día el control.
—Nunca más volverá a cruzarlo —se limitó a comentar el general.
La única información que pudieron obtener de ellos se refería a que el conductor del coche era primo de la chica y homosexual. Hamil se preguntó cómo lo habrían averiguado. Una vez más, el general se concentró en el mapa de la pared. Ya había dado orden de que un ejército de helicópteros, camiones, tanques y motos cubrieran cada centímetro de la carretera que comunicaba Khalis con la frontera, pero nadie había informado todavía sobre un Cadillac en la autopista. Se quedó perplejo, pues de haber dado media vuelta habrían ido a parar a los brazos de sus tropas.
Sus ojos escudriñaron todas las rutas entre el puesto de control y la frontera.
—Ah —dijo por fin—. Habrán tomado la carretera de las colinas.
El general siguió con el dedo una fina línea roja que desembocaba en la autopista principal.
—De modo que estáis ahí —dijo, y procedió a vociferar nuevas órdenes.
—Un kurdo se dirige hacia nosotros, señor —anunció Cohen, antes de que hubiera pasado una hora.
Aziz subía corriendo la pendiente sin dejar de sonreír. Había estado en Tuz Khurmatoo y la normalidad reinaba en el pueblo, pero la radio gubernamental alertaba sobre la presencia de cuatro terroristas que habían intentado asesinar al Gran Líder, y las carreteras principales estaban plagadas de soldados.
—Tienen buenas descripciones de los cuatro, pero el boletín radiofónico de hace una hora todavía decía que íbamos en el camión.
—Muy bien, Aziz —dijo Scott—. Crucemos el pueblo. Hannah, siéntate delante con Aziz. El sargento y yo nos tenderemos en la parte posterior. Cuando lleguemos al otro lado de Tuz, nos perderemos de vista y continuaremos hacia la frontera cuando oscurezca.
Aziz se sentó al volante y el Cadillac comenzó su lento viaje hacia Tuz.
La calle principal que atravesaba el pueblo debía tener unos trescientos metros de largo y anchura suficiente para dos coches. Hannah contempló las tiendecitas de madera y los hombres que envejecían sentados en peldaños y apoyados contra paredes. Un Cadillac viejo y sucio que atravesara el pueblo lentamente sería la comidilla del día, pensó. Entonces, vio el vehículo al fondo de la calle.
—Un jeep se acerca a nosotros —dijo con calma—. Cuatro hombres, uno sentado detrás con lo que parece una ametralladora antiaérea.
—Siga despacio, Aziz —dijo Scott—. Hannah, continúa hablando.
—Se encuentran a unos cien metros de nosotros y empiezan a demostrar interés.
Cohen señaló la bolsa de herramientas y agarró una llave inglesa. Scott escogió una llave de tuercas. Ambos se volvieron poco a poco y quedaron de rodillas.
—El jeep ha bloqueado la calle —dijo Hannah—. Tendremos que parar dentro de diez segundos.
—¿Estás segura de que son cuatro? —preguntó Scott.
—Sí. No veo más.
El Cadillac se detuvo.
—El jeep está parado a pocos metros de nosotros. Un soldado ha bajado, y otro le sigue. Dos se han quedado en el jeep, uno detrás de la ametralladora y el otro al volante. Nosotros nos ocuparemos de los dos primeros. Vosotros, de los otros dos.
—Entendido —dijo Scott.
El primer soldado llegó al lado del conductor cuando el segundo pasaba ante el parachoques situado a la derecha de Hannah. Tanto Aziz como Hannah tenían las manos sobre los apoyabrazos, con las puertas abiertas unos centímetros.
En cuanto Aziz vio que el primer soldado echaba un vistazo a la parte posterior y llevaba la mano a su pistola, abrió la puerta con tal rapidez que el crujido de las rodillas del soldado sonó como un balazo, al tiempo que el hombre se desplomaba en el suelo. Aziz se lanzó sobre él antes de que tuviera tiempo de recuperarse. El segundo soldado corrió hacia Hannah, mientras Scott saltaba del coche. Hannah descargó un golpe sobre su arteria carótida y otro en la base de la columna, impidiéndole desenfundar la pistola. Una bala no le habría matado más rápido. El tercer soldado empezó a disparar desde la parte posterior del jeep. Cohen se tiró al suelo, y el cuarto soldado saltó del vehículo y corrió hacia él, sin cesar de disparar. Cohen le arrojó la llave inglesa. El soldado se desvió unos centímetros y se interpuso en la línea de fuego de la ametralladora. Las balas cesaron al instante, pero Cohen ya se había abalanzado sobre su garganta. El soldado se desplomó como aplastado por una tonelada de ladrillos, y su pistola voló sobre la calle. Cohen le propinó un golpe en la yugular y otro en la nuca. El hombre empezó a sufrir espasmos y a retorcerse en el suelo. Cohen dedicó su atención rápidamente al hombre de la ametralladora, que les estaba apuntando. A diez metros de distancia, Cohen no podía alcanzarle de un salto, de modo que se lanzó a un lado del coche, mientras las balas llovían por la puerta abierta, dos de las cuales le alcanzaron en la pierna izquierda. Scott corrió hacia el jeep desde el otro lado. Antes de que el soldado pudiera girar la ametralladora hacia él, Scott se plantó de un brinco sobre el jeep.
Zumbaban balas por todas partes cuando los dos cayeron en la parte posterior. Scott todavía asía su llave. Se incorporaron al instante, y Scott descargó la llave sobre el cuello del soldado. Este levantó un brazo para aminorar el impacto, pero la rodilla izquierda de Scott se hundió en su entrepierna. El soldado se derrumbó cuando el segundo golpe de la herramienta le rompió limpiamente el cuello. Quedó tendido en la calle, como un nadador inmovilizado en plena braza. Scott permaneció inmóvil sobre él, como hipnotizado, hasta que Aziz se tiró a sus piernas y le derribó. Scott no paraba de temblar.
—Siempre cuesta la primera vez —comentó el kurdo.
Los cuatro se habían desplegado para espiar la reacción de los transeúntes. Cohen trepó con dificultades al jeep, sangrando por la pierna izquierda, y se sentó delante de la ametralladora.
—No dispare hasta que yo se lo diga —gritó Scott, mientras inspeccionaba la calle. No había nadie a la vista.
—¡A tu izquierda! —dijo Hannah.
Scott se volvió y vio a un anciano vestido con un largo dishdash blanco y un keffiyeh a topos blancos y negros en la cabeza. Un grueso cinturón colgaba flojamente alrededor de su cintura. Caminaba poco a poco hacia ellos, con las manos en alto.
—Los ancianos del pueblo me han enviado porque soy el único que habla inglés —dijo. El hombre temblaba y hablaba a trompicones—. Creemos que ustedes son los terroristas que intentaron matar a Saddam.
Scott no dijo nada.
—Váyanse, por favor. Salgan enseguida de nuestro pueblo. Cojan el jeep y nosotros enterraremos a los soldados. De ese modo, nadie sabrá que pasaron por aquí. De lo contrario, Saddam nos matará a todos. Sin dejar a nadie.
—Dígale a su gente que no queremos hacerles daño —respondió Scott.
—Le creo —dijo el viejo—, pero váyanse.
Scott se apresuró a despojar al soldado más alto de su uniforme, mientras Cohen apuntaba al viejo con la ametralladora. Aziz desnudó a los otros tres, mientras Hannah sacaba la bolsa de Scott del Cadillac y saltaba a la parte posterior del jeep.
Aziz tiró los uniformes dentro del jeep y se puso al volante. El motor todavía estaba en marcha. Retrocedió y describió un semicírculo, al tiempo que Scott se sentaba a su lado. Aziz se dirigió lentamente hacia la salida de Tuz Khurmatoo. Cohen giró la ametralladora en dirección al pueblo, al tiempo que golpeaba su pierna izquierda con el puño.
Scott observó que algunos aldeanos salían a la calle y empezaban a arrastrar a los soldados sin ceremonias. Otro subió al Cadillac e intentó dar marcha atrás para introducirlo en una callejuela. Al cabo de pocos momentos, todos desaparecieron de su vista. Scott inspeccionó la carretera.
—Faltan otros cinco kilómetros para la autopista —dijo Aziz—. ¿Qué quiere que haga?
—Solo tenemos una posibilidad de cruzar esa frontera. De momento, métase en ese bosquecillo. No saldremos a la autopista hasta que sea de noche.
Consultó la hora. Eran las siete y treinta y cinco. Hannah notó que caía sangre sobre su cara. Levantó la vista y vio las profundas heridas de la pierna de Cohen. Rasgó de inmediato su yashmak e intentó contener la hemorragia.
—¿Está bien, Cohen? —preguntó Scott, preocupado.
—No peor que cuando me mordió una mujer en Tánger. Aziz se puso a reír.
—¿Qué le hace tanta gracia? —preguntó Hannah, sin dejar de limpiar la herida.
—Porque fue por culpa suya —explicó Cohen.
Después de que Hannah terminara de vendar las heridas, los cuatro se pusieron los uniformes iraquíes. Mantuvieron fija la vista en la carretera durante una hora, por si aparecían soldados. Algunos campesinos a lomos de mulos, y otros a pie, pasaron en ambas direcciones, pero el único vehículo que vieron fue un viejo tractor que regresaba a su pueblo, concluida la jornada laboral.
A medida que transcurrían los minutos, comprendieron que los aldeanos habían cumplido su promesa y no se habían puesto en contacto con patrullas del ejército.
Cuando Scott ya no pudo ver la carretera que se extendía ante ellos, repasó su plan por última vez. Todos aceptaron que las alternativas eran limitadas.
La frontera más próxima se encontraba a unos setenta kilómetros de distancia, pero Scott ya era consciente del peligro que representaban para cualquier pueblo que atravesaran. Sospechaba que su plan era imperfecto, pero no podían remolonear mucho tiempo en las colinas. Los soldados iraquíes no tardarían en invadir toda la zona.
Scott inspeccionó los uniformes. Mientras continuaran adelante, sería difícil que alguien les identificara en la oscuridad, pero cuando llegaran a la autopista, no podrían detenerse más de unos pocos segundos. Todo dependía de acercarse lo máximo posible a la frontera sin ser localizados.
Cuando Scott dio la orden, Aziz desvió el vehículo hacia la carretera sinuosa en dirección a la autopista, que distaba cinco kilómetros. Cubrió la distancia en cinco minutos, y durante ese tiempo no se cruzaron con ningún vehículo, pero en cuanto llegaron a la autopista, vieron que estaba atestada de camiones, jeeps, e incluso tanques, que circulaban en ambas direcciones.
Ninguno pudo ver las dos motos, el tanque y los tres camiones que salieron de la autopista y se dirigieron a toda velocidad por la carretera hacia Tuz Khurmatoo.
Aziz corría tanto como le era posible, mientras Cohen continuaba sentado detrás de la ametralladora. Scott mantenía la vista clavada en la carretera, con la boina calada. Hannah iba sentada al lado de Cohen, inmóvil, con una pistola en la mano. El primer cartel indicaba que faltaban sesenta kilómetros para la frontera. Por un momento, la visión de un pozo de petróleo que seguía bombeando a lo lejos distrajo a Scott. Nadie habló a medida que la distancia a Kirkuk se reducía de cincuenta y cinco a cuarenta y seis, y luego a treinta y dos, pero a cada poste indicador y pozo de petróleo, el tráfico se iba espesando y su velocidad disminuía rápidamente. El único alivio consistía en que ninguna de las patrullas que pasaban manifestaba el menor interés por el jeep.
A los pocos minutos, los soldados de la Guardia Republicana de Saddam invadieron el pueblo. Incluso en la oscuridad, bastaron diez balas y otros tantos minutos para descubrir dónde estaba el Cadillac, y otras treinta balas para localizar las tumbas anónimas de los cuatro soldados muertos.
El general Hamil escuchó al oficial cuando telefoneó para darle los detalles. Se limitó a preguntar la frecuencia de radio del jeep destacado en Tuz Khurmatoo a primera hora de la tarde. El general colgó el teléfono, consultó su reloj y tecleó la frecuencia.
El tono se prolongó un rato.
—Aún deben de estar buscando un camión o un Cadillac rosa —decía Scott, cuando el teléfono de la radio sonó. Los cuatro se quedaron petrificados.
—Conteste, Aziz —dijo Scott—. Escuche con atención, y averigüe lo que pueda.
Aziz descolgó el teléfono, escuchó un breve mensaje, y luego dijo en árabe:
—Sí, señor. —Y colgó—. Han encontrado el Cadillac, y ordenan a todos los jeeps que se presenten en el puesto del ejército más próximo —explicó.
—Tardarán poco en descubrir que no es uno de sus hombres quien conduce este jeep —dijo Hannah.
—Con suerte, aún nos quedan unos veinte minutos —dijo Scott—. ¿Cuánto falta para la frontera?
—Catorce kilómetros —contestó Aziz.
El general sabía que debía ser Zeebari, de lo contrario habría contestado con el código numérico de la Guardia Republicana.
Ahora ya sabía en qué vehículo viajaban, y hacia qué frontera se dirigían. Descolgó el teléfono y ladró otra orden. Dos oficiales le acompañaron cuando salió corriendo del despacho hacia un patio situado en la parte posterior del edificio. Las hélices de su helicóptero personal ya habían empezado a girar lentamente.
Aziz fue el primero en divisar la larga cola de camiones cargados de petróleo que esperaban cruzar la frontera oficiosa. Scott echó un vistazo al carril interior y preguntó a Aziz si podía circular por una faja tan estrecha.
—No es posible, señor —respondió el kurdo—. Acabaríamos en la cuneta.
—Entonces, no hay otra alternativa que tirar por en medio, Aziz trasladó el jeep al centro de la calzada e intentó desesperadamente mantener la velocidad. De entrada, consiguió desembarazarse de los camiones y esquivar el tráfico que venía en dirección contraria. El primer problema se presentó a seis kilómetros de la frontera, cuando un camión del ejército que se dirigía hacia ellos no quiso apartarse.
—¿Lo saco de la carretera? —preguntó Aziz.
—No —dijo Scott—. Continúe, Aziz, pero prepárese a saltar y ponerse a cubierto entre los camiones. Después, nos reagruparemos.
Cuando Scott estaba a punto de saltar, el camión cruzó la carretera y terminó en la cuneta del otro lado.
—Ahora, todos saben quiénes somos —dijo Scott—. ¿Cuántos kilómetros faltan para la aduana, Aziz?
—Cuatro y medio, cinco a lo sumo.
—Pues pisa a fondo.
De todos modos, era consciente de que Aziz corría lo máximo posible. Habían logrado recorrer un kilómetro en un minuto, cuando un helicóptero se cernió sobre ellos, y un foco barrió toda la autopista. El radioteléfono del jeep volvió a sonar.
—Olvídalo —gritó Scott, mientras Aziz intentaba ceñir el jeep al centro de la carretera y mantener la velocidad. Pasaron la señal de los tres kilómetros, cuando el helicóptero giró en redondo, seguro de haber localizado a su presa, y el haz del foco cayó sobre el vehículo.
—Un jeep se acerca por la retaguardia —dijo Cohen, y se volvió para observarlo.
—Deshágase de él —ordenó Scott.
Cohen obedeció. Lanzó los primeros disparos hacia el parabrisas, y la segunda ráfaga contra los neumáticos, facilitada su tarea por el foco del helicóptero. El jeep perseguidor se salió del carril y chocó contra un camión que venía en dirección contraria. Otro lo sustituyó a los pocos segundos. Hannah recargó la pistola en tanto Cohen concentraba su atención en la retaguardia.
—Dos kilómetros —gritó Aziz, esquivando los camiones que circulaban a ambos lados del carril. El helicóptero planeó sobre ellos y empezó a disparar de forma indiscriminada, alcanzando a vehículos que corrían en ambas direcciones.
—No olvide que la mayoría no tiene ni idea de lo que está pasando —recordó Scott.
—Gracias por ayudarme a comprender la lógica de la situación, profesor —respondió Cohen—, pero tengo la sensación de que el helicóptero sí lo sabe.
Cohen disparó sobre el segundo jeep en cuanto se puso a su alcance. Esta vez, se limitó a frenar, provocando que el coche de detrás se incrustara en su parte posterior, efecto que se repitió con todos los jeeps perseguidores. De pronto, la carretera quedó despejada por detrás, como si el de Aziz hubiera sido el último coche en pasar un semáforo en verde.
—Un kilómetro y medio —anunció Aziz, en tanto Cohen se volvía para concentrar su atención en el frente y Hannah recargaba la automática con el último cargador.
Scott distinguió las luces de un puente que se alzaba delante: la fortaleza de Kirkuk, en la parte de la colina que, según Aziz, señalaba el puesto de aduanas. El helicóptero dio media vuelta y roció de balas la carretera. Cuando Aziz se internó en el puente, notó que el neumático delantero de su lado estallaba.
Scott vio con claridad el puesto de control kurdo, mientras el helicóptero descendía para intentar detenerles. Una cascada de balas golpeó el capó del jeep, rebotó en el puente y atravesó el parabrisas. Cuando el helicóptero se alejó, Scott levantó la vista y, durante un segundo, sus ojos se encontraron con los del general Hamil.
Scott acabó de romper el destrozado parabrisas, y descubrió que dos hileras de soldados les esperaban, con los rifles apuntando al jeep.
Detrás de los soldados había dos estrechas salidas para aquellos que querían entrar en el Kurdistán y dos entradas más al otro lado para los que salían de Kirkuk.
Las dos salidas al Kurdistán estaban bloqueadas por vehículos parados, en tanto las dos entradas estaban despejadas. En aquel momento, nadie mostraba el menor interés por entrar en el Irak de Saddam.
Aziz decidió que deberían cruzar la carretera en diagonal para colarse por una de las entradas pequeñas; aun a riesgo de encontrarse frente a un vehículo que viniera en dirección contraria, en cuyo caso estarían atrapados. La velocidad seguía descendiendo, y notaba que el borde de la rueda delantera izquierda ya tocaba el suelo.
Cuando estuvieron a tiro, Cohen abrió fuego sobre la hilera de soldados. Algunos respondieron, pero logró derribar a varios antes de que los demás se dispersaran.
A unos cien metros de distancia, y todavía desacelerando, Aziz imprimió un giro pronunciado al jeep e intentó lanzarlo hacia la segunda entrada. El jeep golpeó el muro de la derecha, se internó en el corto y oscuro túnel, rebotó en el muro de la izquierda y salió a tierra de nadie, entre los dos puestos fronterizos.
—¡Siga, siga! —aulló Scott cuando surgieron del túnel. Docenas de soldados se lanzaron en su persecución desde territorio iraquí.
Aziz desvió el coche a la izquierda y lo encaró hacia la frontera del Kurdistán, a unos cuatrocientos metros de distancia. Aplastó el acelerador, pero el velocímetro no superó los tres kilómetros por hora. Otra hilera de soldados, procedentes esta vez de la frontera kurda, apareció ante ellos, con los rifles apuntados al jeep, pero ninguno disparó.
Cohen giró en redondo cuando una bala perdida se incrustó en la parte posterior del jeep y otra pasó rozando su hombro. Disparó una nueva andanada hacia la frontera iraquí, y los que pudieron se apresuraron a protegerse detrás del puesto de control. El jeep avanzó unos cuantos metros más, hasta detenerse con un sollozo entre las dos fronteras no oficiales que la ONU se negaba a reconocer.
Scott miró hacia la frontera kurda. Cien peshmergas abrieron fuego, pero no contra el jeep. Scott se volvió y vio que otra hilera de soldados avanzaba vacilante desde suelo iraquí. Hannah y él empezaron a disparar con sus pistolas, mientras Cohen lanzaba otra andanada, que cesó bruscamente. Los soldados, que habían iniciado la retirada, comprendieron que el enemigo había agotado las municiones.
Cohen saltó del jeep y sacó la pistola.
—¡Vamos, Aziz! —gritó, al tiempo que se agachaba junto a la puerta del conductor—. Tendremos que cubrirles para que el profesor consiga pasar la frontera con su jodida Declaración.
Aziz no contestó. Su cuerpo estaba derrumbado sobre el volante, y la bocina sonaba intermitentemente. El radioteléfono continuaba sonando.
—¡Esos bastardos han matado a mi kurdo! —gritó Cohen. Hannah cogió la bolsa de lona, mientras Scott levantaba a Aziz del jeep. Entre los dos lo transportaron hacia la frontera del Kurdistán.
Otra hilera de soldados iraquíes avanzó hacia el jeep. Scott y Hannah cada vez estaban más cerca de la patria de Aziz. Oyeron disparos que pasaban cerca. Cohen corrió hacia los iraquíes.
—¡Habéis matado a mi kurdo, bastardos! ¡Habéis matado a mi kurdo!
Un iraquí cayó, otro cayó, otro retrocedió. Otro cayó, otro retrocedió, y Cohen continuaba avanzando hacia ellos. De pronto, cayó de rodillas, pero siguió arrastrándose hacia delante, hasta que una ráfaga le derribó en medio de un charco de sangre, a escasos metros de la frontera iraquí.
En tanto Hannah y Scott entraban con el fallecido kurdo en su patria, los soldados de Saddam arrastraron el cuerpo del judío hasta Irak.
—¿Por qué fueron desobedecidas mis órdenes? —chilló Saddam.
Durante unos momentos, ninguno de los reunidos alrededor de la mesa habló. Todos sabían que las oportunidades de volver vivos a la cama aquella noche eran escasas.
El general Hamil volvió la cubierta de un grueso expediente y examinó una nota manuscrita.
—La culpa fue del mayor Saeed, señor presidente —afirmó el general—. Fue él quien permitió a los infieles escapar con la Declaración, y por eso su cuerpo cuelga ahora en la plaza Thorir, para que el pueblo lo contemple.
El general escuchó con suma atención la siguiente pregunta del presidente.
—Sí, Sayedi —aseguró a su amo—. Los guardias de mi propio regimiento mataron a dos de los terroristas. Eran los miembros más importantes del comando. Fueron los dos que lograron escapar de la custodia del mayor Saeed antes de que yo llegara. Los otros dos eran el profesor norteamericano y la chica.
El presidente formuló otra pregunta.
—No, señor presidente. Kratz era el jefe del comando, y yo en persona detuve al infame líder sionista antes de interrogarle en profundidad. Fue durante el interrogatorio cuando descubrí que el plan original era asesinarle, Sayedi, y yo me ocupé de que fracasara, como en otras ocasiones anteriores.
El general carecía de una respuesta bien ensayada a la siguiente pregunta del presidente, y experimentó un gran alivio cuando el fiscal del Estado intervino.
—Quizá podamos darle la vuelta a todo el asunto y sacarle provecho, Sayedi.
—¿Cómo es eso posible —gritó el presidente—, cuando dos de ellos han escapado con la Declaración y nos han dejado con una copia inútil, que todo el mundo capaz de escribir correctamente la palabra «británicos» comprenderá de inmediato que es una falsificación? No, seré yo quien se convierta en el hazmerreír del mundo, no Clinton.
Todos los ojos se clavaron en el fiscal.
—No tiene por qué ser necesariamente así, señor presidente. Sospecho que cuando los norteamericanos vean el estado en que se encuentra su querido tesoro, no tendrán prisa en volver a exhibirlo en los Archivos Nacionales.
El presidente no le interrumpió esta vez, y el fiscal continuó.
—También sabemos, señor presidente, que gracias a su genio, el pergamino que se exhibe actualmente en Washington ante el cándido público norteamericano es, para citarle, «una copia inútil, que todo el mundo capaz de escribir correctamente la palabra “británicos” comprenderá de inmediato que es una falsificación».
El presidente compuso una expresión de concentración.
—Quizá ha llegado el momento, Sayedi, de informar a la prensa mundial de su triunfo.
—¿Mi triunfo? —repitió el presidente, perplejo.
—Pues sí, Sayedi. Su triunfo, por no mencionar su magnanimidad. Al fin y al cabo, fue usted quien dio la orden de entregar la estropeada Declaración al profesor Bradley, después de que el gánster Cavalli intentara vendérsela.
El presidente meditó unos momentos.
—Hay un dicho en Occidente —añadió el fiscal— acerca de matar dos pájaros de un tiro.
Siguió otro largo silencio, durante el cual nadie dio su opinión, hasta que el presidente sonrió.