27

Hamid al-Obaydi fue arrastrado hasta la Cámara del Consejo por dos guardias presidenciales y arrojado a una silla, que distaba varios metros de una larga mesa.

Levantó la cabeza y miró a los doce hombres que constituían el Consejo Supremo de la Revolución. Ninguno le miró, salvo el fiscal del Estado.

¿Qué había hecho para que esta gente decidiera arrestarle en la frontera, esposarle, encarcelarle, dejarle dormir sobre el suelo de piedra, sin tan siquiera ofrecerle la oportunidad de utilizar el retrete?

Todavía ataviado con la ropa que vestía al cruzar la frontera, estaba sentado ahora sobre sus excrementos.

Saddam levantó una mano y el fiscal del Estado sonrió. Pero al-Obaydi no tenía miedo de Nakir Farrar. No solo era inocente de cualquier cargo, sino que también poseía información necesaria para ellos. El fiscal del Estado se levantó lentamente.

—¿Se llama Hamid al-Obaydi?

—Sí —contestó al-Obaydi, y miró sin pestañear al fiscal del Estado.

—Se le acusa de traición y robo de propiedad estatal. ¿Cómo se declara?

—Soy inocente, y pongo por testigo a Alá.

—Si Alá va a ser su testigo, aceptará de buen grado que le formule unas sencillas preguntas.

—Responderé de buen grado a lo que quiera.

—Cuando regresó de Nueva York a principios de este mes, siguió trabajando en el ministerio de Asuntos Exteriores. ¿Es eso cierto?

—Sí.

—¿Una de sus responsabilidades era estar al día sobre la postura del gobierno en lo tocante a las sanciones de la ONU?

—Sí. Formaba parte de mi trabajo como secretario de embajada ante la ONU.

—Exacto. Y cuando llevaba a cabo tales inspecciones, descubrió que se habían levantado las sanciones sobre determinados artículos. ¿Estoy en lo cierto?

—Sí —respondió al-Obaydi, seguro de sí.

—¿Entre esos artículos se encontraba una caja fuerte?

—Sí.

—Cuando lo descubrió, ¿qué hizo al respecto?

—Telefoneé a la empresa sueca que había fabricado la caja para confirmar cuál era la última postura oficial, con el fin de plasmar los hechos en mi informe.

—¿Y qué descubrió?

Al-Obaydi vaciló, sin saber hasta qué punto conocía la verdad el fiscal.

—¿Qué descubrió? —insistió Farrar.

—Que la caja había sido recogida aquel día por un tal señor Riffat.

—¿Conocía usted al señor Riffat?

—No.

—¿Qué hizo a continuación?

—Telefoneé al ministerio de Industria, pues tenía la impresión de que era el responsable de la caja.

—¿Qué le dijeron?

—Que la responsabilidad ya no estaba en sus manos.

—¿Le dijeron también a qué manos había sido confiada?

—No me acuerdo bien.

—Bien, permítame que le refresque la memoria… ¿o debo llamar al secretario permanente con el que usted habló por teléfono aquella mañana?

—Tal vez dijera que ya no estaba en sus manos.

—¿Le dijo en qué manos estaba? —repitió el fiscal.

—Creo que dijo algo acerca de que el expediente había sido enviado a Ginebra.

—Quizá le interese saber que el funcionario lo ha confirmado por escrito.

Al-Obaydi inclinó la cabeza.

—Bien, una vez supo que el expediente había pasado a Ginebra, ¿qué hizo?

—Telefoneé a Ginebra y me dijeron que el embajador no podía ponerse. Dejé un mensaje para informar de mi llamada, y pedí que me llamara a su vez.

—¿De veras esperaba que le devolviera la llamada?

—Eso presumí.

—Eso presumió. ¿Qué escribió en su informe, en el expediente de las sanciones?

—¿El expediente? —preguntó al-Obaydi.

—Sí. Usted estaba redactando un informe para su sucesor. ¿Qué información le pasó?

—No me acuerdo.

—Permítame que yo se lo recuerde. —El fiscal cogió una delgada carpeta marrón de la mesa—. «El ministerio de Industria ha enviado el expediente relativo a este tema a Ginebra. Llamé a nuestro embajador en Ginebra, pero no pude ponerme en contacto con él: Por lo tanto, no podré averiguar más hasta que me devuelva la llamada. Hamid al-Obaydi». ¿Escribió usted eso?

—No me acuerdo.

—No se acuerda de lo que le dijo el secretario permanente; no se acuerda de lo que escribió en su propio informe, cuando cabía la posibilidad de que hubieran robado una propiedad del estado, o algo peor… Volveremos después sobre el tema. ¿Quiere comprobar si se trata de su letra? —El fiscal se alejó de la mesa y tiró la hoja de papel frente a al-Obaydi—. ¿Es su letra?

—Sí, pero puedo explicarlo.

—¿Es esta su firma, al pie de la página?

Al-Obaydi se inclinó hacia delante, estudió la firma y asintió.

—¿Si o no? —Ladró el fiscal.

—Sí —respondió en voz baja Al-Obaydi.

—Aquella misma tarde, ¿visitó al general al-Hassan, el Jefe de la Seguridad del Estado?

—No. Él me visitó.

—Ah, he cometido un error. Fue él quien le visitó a usted.

—Sí.

—¿Le advirtió de que tal vez un agente enemigo se dirigía hacia Irak, tras haber descubierto una forma de cruzar la frontera, con la intención de, acaso, asesinar a nuestro líder?

—Yo no sabía eso.

—Pero sospechaba que algo extraño sucedía, ¿no?

—En aquel momento no estaba seguro.

—¿Confesó al general al-Hassan su incertidumbre?

—No.

—¿Porque no confiaba en él?

—No le conocía. Era la primera vez que nos encontrábamos. La anterior…

Al-Obaydi se arrepintió al instante de sus palabras.

—¿Qué iba a decir? —preguntó el fiscal.

—Nada.

—Entiendo. Bien, vayamos al día siguiente, cuando usted visitó, porque estoy seguro de que él no le visitó a usted, al viceministro de Asuntos Exteriores.

La frase suscitó algunas sonrisas, pero al-Obaydi no las pudo ver.

—Sí, una visita de rutina para hablar sobre mi traslado a París. Al fin y al cabo, era el anterior embajador.

—En efecto, pero ¿no es también su inmediato superior?

—Sí, lo es.

—¿Le habló de sus sospechas?

—No estaba seguro de si tenía algo que decirle.

—¿Le habló de sus sospechas? —preguntó el fiscal.

—No.

—¿Tampoco era de confianza? ¿O no le conocía bien?

—No estaba seguro. Quería más pruebas.

—Entiendo. Quería más pruebas. ¿Qué hizo a continuación?

—Viajé a París.

—¿Al día siguiente?

—No —contestó al-Obaydi, vacilante.

—¿A los dos días, tal vez? ¿A los tres?

—Tal vez.

—Entretanto, la caja iba camino de Bagdad. ¿Es eso cierto?

—Sí, pero…

—¿Y aún no había informado a nadie? ¿Es eso correcto? Al-Obaydi no respondió.

—¿Es eso correcto? —repitió el fiscal.

—Sí, pero aún quedaba suficiente tiempo…

—Suficiente tiempo ¿para qué? Al-Obaydi inclinó la cabeza.

—¿Para que usted se refugiara en la seguridad de nuestra embajada en París?

—No. Viajé a…

—¿Sí? ¿Adónde viajó?

Al-Obaydi comprendió que había caído en una trampa.

—¿A Suecia, quizá?

—Sí, pero solo porque…

—¿Quería comprobar que la caja estuviera de camino? ¿O solo fue de vacaciones, como dijo al ministro de Asuntos Exteriores?

—No, pero…

—Sí pero, no pero. ¿Fue de vacaciones a Suecia, o en representación del estado?

—Fui en representación del estado.

—Entonces, ¿por qué fue en clase turista, en lugar de cargar los gastos al estado?

Al-Obaydi no contestó.

—¿Fue porque no quería que nadie se enterara de su viaje a Suecia, cuando sus superiores pensaban que estaba en París? —continuó preguntando el fiscal.

—Sí, pero…

—Después ya fue demasiado tarde. ¿Es eso lo que trata de decirnos?

—No. No he dicho eso.

—Entonces, ¿por qué no cogió un teléfono y llamó a nuestro embajador en Ginebra? ¿Fue porque tampoco confiaba en él, o porque él no confiaba en usted?

—¡Ni una cosa ni otra! —gritó al-Obaydi.

Se puso en pie de un salto, pero los guardias le cogieron por los hombros y le devolvieron a la silla.

—Ahora que ya se ha desfogado un poco —dijo con calma el fiscal—, tal vez podamos continuar. Viajó a Suecia, a Kalmar para ser exactos, para reunirse con un tal señor Pedderson, al que sí telefoneó. —El fiscal volvió a consultar sus notas—. ¿Cuál fue el propósito de dicha visita, una vez confirmado que no fue de vacaciones?

—Intentar averiguar quién había robado la caja.

—¿No fue para asegurarse de que la caja seguía la ruta que usted había planeado?

—Por supuesto que no —gritó al-Obaydi—. Fui yo quien descubrió que Riffat era el agente del Mossad Kratz.

—¿Usted sabía que Riffat era un agente del Mossad? —preguntó el fiscal, en un tono que combinaba burla e incredulidad.

—Sí. Lo descubrí cuando estuve en Kalmar.

—Pero usted dijo al señor Pedderson que el señor Riffat era un hombre muy concienzudo, un hombre en el que se podía confiar. ¿Estoy en lo cierto? Al menos, ya hemos encontrado a alguien de su confianza.

—No quería que Pedderson supiera lo que yo había descubierto, así de sencillo.

—No quería que nadie supiera lo que había descubierto, diría yo, como pienso demostrar. ¿Qué hizo a continuación?

—Volví a París.

—¿Pasó la noche en la embajada?

—Sí, pero solo fue una escala antes de volar a Jordania.

—Ya examinaremos su viaje a Jordania cuando llegue el momento, pero ahora me gustaría saber por qué, cuando regresó a nuestra embajada en París, no llamó de inmediato a nuestro embajador en Ginebra para informarle de lo que había descubierto. No solo se encontraba el embajador en su residencia, sino que recibió una llamada de otro miembro de la embajada después de que usted se acostara.

Al-Obaydi comprendió de repente que Farrar lo sabía todo. Intentó serenar sus pensamientos.

—Mi único interés era regresar a Bagdad para informar al ministro de Asuntos Exteriores del peligro que corría nuestro líder.

—Por lo tanto, volvió a toda prisa para alertar al ministro de Asuntos Exteriores. Pasó una noche en París, pero no se tomó la molestia de Llamar a Bagdad o a Ginebra.

—No. Quería presentar un informe completo.

—¿Y dónde está ese informe completo?

—Pensaba escribirlo en el viaje de Jordania a Bagdad.

—Muy conveniente. ¿Aconsejó usted a su fiel amigo el señor Riffat que llamara al ministerio de Industria para averiguar si le esperaban?

—No. Si eso fuera cierto, ¿por qué me habría esforzado tanto para que nuestro líder tuviera la Declaración?

—Me alegro de que mencione la Declaración —dijo con suavidad el fiscal del Estado—, porque también me desconcierta el papel que jugó usted en ese caso concreto. Pero antes, permítame la pregunta, ¿confiaba en que nuestro embajador en Ginebra se ocuparía de que la Declaración fuera enviada a Bagdad?

—Sí.

—¿Llegó a Bagdad sana y salva? —preguntó el fiscal mientras desviaba la vista hacia el arrugado pergamino, todavía clavado en la pared detrás de Saddam.

—Sí.

—Entonces, ¿por qué no confió sus descubrimientos sobre la caja al mismo hombre, recordando que era su responsabilidad?

—Esto era diferente.

—Desde luego, y demostraré al Consejo hasta qué punto. ¿Cómo fue pagada la Declaración?

—No entiendo.

—Se lo aclararé. ¿Cuál fue el acuerdo sobre los pagos? —insistió el fiscal.

—Se pagarían diez millones en cuanto el contrato se aceptara, y otros cuarenta millones contra entrega de la Declaración.

—¿Qué parte de ese dinero, dinero del estado, se guardó usted?

—Ni un centavo.

—Bien, vamos a ver si eso es cierto. ¿Dónde se llevaron a cabo los intercambios de esas enormes cantidades de dinero?

—El primer pago se efectuó en un banco de Nueva Jersey, y el segundo a Dummond et Cie., uno de nuestros bancos de Suiza.

—¿Insistió usted, si no he entendido mal, en que el primer pago debía realizarse en metálico?

—Se equivoca. Fue la otra parte quien insistió.

—Muy apropiado, pero, una vez más, solo contamos con su palabra, porque nuestro embajador en Nueva York ha declarado que fue usted quien insistió en que el primer pago se efectuara en metálico. Quizá también él le malinterpretó. Hablemos del segundo pago, y corríjame si le he malinterpretado. —El fiscal hizo una pausa—. ¿Fue pagado directamente a Franchard et Cie.?

—Exacto.

—¿Y usted recibió, creo que se dice «una comisión», después de cada pago?

—Por supuesto que no.

—Bien, pero lo que sí es cierto es que, como el primer pago fue en metálico, sería difícil demostrar lo contrario. Pero en cuanto al segundo pago…

El fiscal del Estado hizo una pausa para que se asimilara el significado de sus palabras.

—No sé de qué está hablando —replicó al-Obaydi.

—Será otro lapsus de su memoria, porque durante su ausencia, cuando volvió desde París para informar al presidente del peligro que corría su vida, usted recibió una comunicación de Franchard et Cie. que, como la carta iba dirigida a nuestro embajador en París, terminó sobre el escritorio del viceministro de Asuntos Exteriores.

—No me he puesto en comunicación con Franchard et Cie.

—No lo estoy insinuando —dijo el fiscal, y avanzó hasta detenerse a escasos centímetros de al-Obaydi—. Estoy insinuando que ellos se comunicaron con usted. Porque le enviaron su último estado de cuentas bancario, a nombre de Hamid al-Obaydi, fechado el 25 de junio de 1993, en el cual aparecía el ingreso de un millón de dólares en su cuenta del 18 de febrero de 1993.

—No es posible —replicó al-Obaydi, en tono desafiante.

—¿No es posible? —dijo el fiscal, y tiró una copia del estado de cuentas delante de al-Obaydi.

—Es fácil de explicar. La familia Cavalli intenta vengarse porque no pagamos los cien millones que prometimos al principio.

—Venganza, dice usted. ¿No es real el dinero? ¿No existe? ¿Es eso un simple trozo de papel? ¿Un producto de nuestra imaginación?

—Sí —respondió al-Obaydi—. Esa es la verdad.

—En tal caso, quizá pueda explicarnos por qué fueron retirados de esa cuenta cien mil dólares el día después de que usted estuviera en Franchard et Cie.

—No es posible.

—¿Otra imposibilidad? ¿Otro producto de nuestra imaginación? Entonces, ¿usted no ha visto esta orden de reintegro de cien mil dólares que le envió el banco unos días más tarde? La firma posee un notable parecido con la que aparece en el informe sobre las sanciones, que usted aceptó antes como auténtica.

El fiscal sostuvo en alto ambos documentos, hasta que tocaron la nariz de al-Obaydi. Este examinó las dos firmas y comprendió la jugada de Cavalli. El fiscal procedió a firmar su sentencia de muerte, antes de que al-Obaydi hubiera podido explicarse.

—Ahora, sin duda, pedirá al Consejo que crea que fue Cavalli quien falsificó su firma, ¿verdad?

Una carcajada general recorrió la mesa. Al-Obaydi sospechó que el fiscal sabía que había dicho la verdad.

—Ya he oído bastante —dijo la única persona de la sala que osaría interrumpir al fiscal del Estado.

Al-Obaydi levantó la vista en un último intento de atraer la atención del presidente, pero todos los miembros del Consejo, salvo el fiscal del Estado, miraban hacia la cabecera de la mesa y asentían en señal de acuerdo.

—Otros asuntos más importantes exigen la atención del Consejo.

Movió la mano como si estuviera ahuyentando a una mosca molesta.

Dos soldados se adelantaron y apartaron a al-Obaydi de su vista.

—Ha sido mucho más fácil de lo que esperaba —comentó Cohen, en cuanto dejaron atrás el control iraquí.

—Demasiado fácil —dijo Kratz.

—Es bueno saber que en este viaje hay un pesimista y un optimista —dijo Scott.

Cuando entraron en la autopista, Cohen procuró no superar los setenta y cinco kilómetros por hora. Los camiones que circulaban en dirección contraria, camino de Jordania, pocas veces contaban con más de dos de sus cuatro faros en buenas condiciones, y en ocasiones, desde lejos, parecían motos, de modo que los adelantamientos eran peligrosos. En cualquier caso, lo más importante era vigilar los camiones que les precedían; para estos, un faro trasero rojo constituía todo un lujo.

Kratz siempre había pensado que el trayecto de cuatrocientos cincuenta kilómetros desde la frontera a Bagdad era demasiado largo para recorrerlo de un tirón, y había decidido que descansarían cuando se encontraran a unos sesenta kilómetros de la capital. Scott preguntó a Cohen a qué hora calculaba que llegarían a su punto de descanso.

—Suponiendo que no me estrelle contra un camión aparcado, abandonado en mitad de la carretera, o desaparezca en un bache, imagino que llegaremos alrededor de las cuatro, a las cinco como máximo.

—Me dan mala espina esos vehículos del ejército que infestan la carretera. ¿Qué estarán haciendo? —preguntó Kratz, que no había pegado ojo desde la frontera.

—Yo diría que es un batallón en maniobras, señor. No me parece tan raro, y creo que no debemos preocuparnos por ellos, a menos que vayan en la misma dirección que nosotros.

—Quizá tenga razón —dijo Kratz.

—No pensaría ni un momento en ellos si hubiera cruzado la frontera legalmente —comentó Scott.

—Es posible. En cualquier caso, sargento —dijo Kratz a Cohen—, avíseme en cuanto observe algo que considere extraño.

—¿Como una mujer de bandera, por ejemplo?

Kratz no contestó. Se volvió hacia Scott para hacerle una pregunta, pero descubrió que había vuelto a dormirse. Envidiaba la facilidad de Scott para dormir en cualquier sitio y en cualquier momento, sobre todo sometido a semejante tensión.

El sargento Cohen siguió conduciendo, no siempre en línea recta, pues debía esquivar los ocasionales tanques quemados o grandes cráteres, recuerdos de la guerra. Atravesaron ciudades pequeñas y pueblos deshabitados en apariencia. Pasados unos minutos de las cuatro, Cohen salió de la autopista y se internó por una senda muy estrecha. Siguió conduciendo otros veinte minutos, y se detuvo cuando la pista terminó en un reborde elevado.

—Ni un buitre nos encontraría aquí —dijo Cohen cuando paró el motor—. ¿Permiso para fumar un cigarrillo y echar una cabezada, coronel?

Kratz asintió y miró a Cohen mientras este saltaba de la cabina y ofrecía un cigarrillo a Aziz. Después, desaparecieron detrás de una palmera. Examinó con cautela el paisaje que les rodeaba y decidió que Cohen tenía razón. Cuando regresó al camión; descubrió que Aziz y el sargento ya estaban dormidos, mientras Scott estaba sentado en el reborde y contemplaba el sol que surgía detrás de Bagdad.

—Qué hermosa visión —dijo, cuando Kratz se sentó a su lado, como si hablara consigo mismo—. Solo Dios pudo crear un amanecer tan bello como este.

—Algo va mal —masculló Kratz.