6
Scott oyó el timbre del teléfono al llegar a la escalera. Su mente aún daba vueltas a la clase matinal que acababa de dar, pero subió la escalera de tres en tres, abrió la puerta del apartamento y descolgó el teléfono, tirando a su madre al suelo.
—Scott Bradley —dijo, mientras recogía la fotografía y la devolvía a su sitio.
—Te necesito en Washington mañana. En mi despacho a las nueve en punto.
A Scott siempre le impresionaba que Dexter Hutchins se presentara y que diera por sentado que su trabajo para la CIA era más importante que su compromiso con Yale.
Scott empleó casi toda la tarde en solucionar el problema de las clases con dos colegas comprensivos. No podía aducir la excusa de que se encontraba indispuesto, porque todo mundo sabía que nunca se había ausentado por enfermedad en sus nueve años de docencia, así que recurrió al «problema de mujeres», que siempre despertaba la simpatía de los profesores más antiguos y evitaba que hicieran demasiadas preguntas.
Dexter Hutchins jamás entraba en detalles por teléfono pero todos los periódicos de la mañana publicaban fotos de Yitzhak Rabin en el momento de llegar a Washington para entrevistarse por primera vez con el presidente Clinton.
Scott sacó la carpeta embutida entre Impuestos e Indemnizaciones y extrajo todo cuanto contenía sobre el nuevo ministro israelí. Su política hacia Estados Unidos no parecía diferir en exceso de la practicada por su predecesor.
Era más educado que Shamir, más conciliador y cortés en su acercamiento, pero Scott sospechaba que, en caso de producirse una pelea a cuchillo en un bar de los barrios bajos, Rabin sería de los que saldrían ilesos.
Se reclinó en la silla y se puso a pensar en una rubia llamada Susan Anderson, que había estado presente en la última entrevista que había celebrado con el nuevo secretario de Estado. Si acudía a la reunión, quizá valiera la pena viajar a Washington.
Un hombre silencioso estaba sentado en un taburete situado al final de la barra. Vació las últimas gotas de su vaso, que había permanecido casi vacío de Guinnes durante todo el rato, pero el irlandés siempre confiaba en que el movimiento despertaría la simpatía del camarero, que sería lo bastante amable para llenar el vaso vacío. Pero este camarero en particular, no.
—Bastardo —masculló. Siempre eran los jóvenes quienes carecían de corazón.
El camarero no conocía el auténtico nombre del cliente. De hecho, lo conocían muy pocas personas, fuera del FBI y del departamento de Policía de San Francisco.
El expediente que obraba en poder de este último concedía a William O’Reilly la edad de cincuenta y dos años. Cualquiera le habría adjudicado sesenta y cinco, no solo por sus ropas raídas, sino por las arrugas pronunciadas de su frente, las bolsas bajo los ojos y los centímetros de más alrededor de la cintura. O’Reilly lo achacaba a tres pensiones alimenticias por divorcio, cuatro sentencias de cárcel y demasiados asaltos en su juventud, cuando era boxeador aficionado. Nunca lo achacaba a la Guinnes.
El problema había empezado en el colegio, cuando O’Reilly descubrió por pura casualidad que podía copiar las firmas de sus compañeros de clase cuando firmaban vales para retirar dinero del banco del colegio. Cuando finalizó su primer año en el Trinity College de Dublín, podía falsificar tan bien firma del director y del tesorero que llegaron a convencerse de que le habían adjudicado una tesorería.
Mientras pasaba una temporada en la Institución para delincuentes de St. Patrick, Sean El falsificador le introdujo en los billetes de banco. Cuando abrieron las puertas para saliera, al joven aprendiz ya no le quedaba nada que aprender de su maestro. Bill descubrió que su madre no deseaba acogerle de nuevo en el seno familiar, de modo que falsificó la firma del cónsul norteamericano en Dublín y partió hacia el nuevo mundo.
A los treinta años, había grabado su primera plancha de un dólar. Su trabajo fue tan bueno que, durante el juicio que siguió a su descubrimiento, el FBI reconoció que la falsificación era una obra de arte, que jamás habría sido detenido sin la ayuda de un soplón. O’Reilly fue sentenciado a seis años y la redacción de sucesos del San Francisco Chronicle le bautizó como Dólar Bill.
Cuando Dólar Bill salió de la cárcel, se dedicó a los de veinte y, más adelante, cincuenta, y sus sentencias aumentaron en proporción directa. Entre sentencia y sentencia, se apañó para conseguir tres esposas y tres divorcios. Otra cosa que su madre jamás habría aprobado.
Su tercera esposa hizo todo cuanto pudo por enderezarle, y la reacción de Bill fue falsificar documentos solo cuando podía conseguir otro trabajo (el pasaporte esporádico, el permiso de conducir o la tarjeta de la seguridad social ocasionales), nada demasiado delictivo, aseguró al juez. El juez no tuvo de acuerdo y le envió a chirona otros cinco años.
Esta vez, cuando le soltaron, nadie se puso en contacto con él, de modo que se dedicó a hacer tatuajes en ferias ya desesperado, pinturas en las aceras, las cuales, cuando llovía, le permitían seguir fiel a la Guinnes.
Bill levantó el vaso vacío y contempló una vez más al camarero, que le devolvió una mirada de absoluta indiferencia. No se fijó en el joven bien vestido que se había sentado a su lado.
—¿Puesto invitarle a una copa, señor O’Reilly? —dijo una voz que no reconoció. Bill paseó la vista a su alrededor, suspicaz.
—Estoy retirado —declaró, con el temor de encontrarse ante otro de aquellos detectives jóvenes de paisano, pertenecientes al departamento de Policía de San Francisco, que todavía no habían cubierto su cuota mensual de arrestos.
—En ese caso, no le importará beber con un antiguo presidiario, ¿verdad? —dijo el joven, con un leve acento del Bronx.
Bill vaciló, pero la sed ganó.
—Una pinta de Guinnes —pidió, esperanzado.
El joven levantó una mano, y esta vez el camarero reaccionó al instante.
—¿Qué quiere? —preguntó Bill, después de tomar un trago y comprobar que el camarero no podía oírle.
—Su talento.
—Ya le he dicho que estoy retirado.
—Y le oí la primera vez, pero lo que necesito no es delictivo.
—¿Qué espera obtener de mí? ¿Una copia de Monna Lisa, o solo de la Carta Magna?
—Algo mucho más normal que eso.
—Invíteme a otra —dijo Bill, contemplando el vaso vacío que descansaba sobre la barra—. Escucharé su proposición, pero le advierto que estoy retirado.
Después de que el camarero llenara el vaso de Bill por segunda vez, el joven se presentó como Angelo Santini, y explicó a Dólar Bill lo que tenía en mente. Angelo se alegró de que, a las cuatro de la tarde, no hubiera nadie más en el local.
—Pero si hay miles en circulación —objetó Dólar Bill—. Pueden encontrarlas donde quieran, comprar una buena reproducción en cualquier tienda para turistas.
—Tal vez, pero no una copia perfecta —insistió el joven.
Dólar Bill dejó su bebida sobre la barra y meditó sobre la frase.
—¿Quién quiere una?
—Es para un cliente que colecciona manuscritos raros. Y pagará bien.
Como mentira, no estaba mal, pensó Bill. Tomó otro sorbo de Guinnes.
—Tardaría semanas —dijo, casi en voz baja—. En cualquier caso, debería trasladarme a Washington.
—Ya le hemos encontrado un lugar adecuado en Georgetown, y estoy seguro de que localizaremos todos los materiales que necesite.
Dólar Bill reflexionó sobre esa afirmación unos momentos.
—Olvídelo. El trabajo sería excesivo. Como ya le hecho, tardaría semanas y, encima, tendría que abandonar la bebida —añadió, y dejó su vaso vacío sobre la barra—. Ha de comprender que soy un perfeccionista.
—Por eso he viajado de una punta a otra del país para encontrarle —dijo el joven en voz baja. Dólar Bill vaciló y miró al joven con más atención.
—Quiero veinticinco mil ahora y otros veinticinco mil terminar, con todos los gastos pagados —dijo el irlandés.
El joven no dio crédito a su buena suerte. Cavalli le ha autorizado a gastar un máximo de cien mil dólares, si le garantizaba el artículo terminado. Entonces, recordó que su jefe no confiaba en nadie que no regateara.
—Diez mil cuando lleguemos a Washington y otros veinte mil al terminar.
Dólar Bill jugueteó con su vaso vacío.
—Treinta mil al terminar, si no consigue diferenciarle del original.
—Pero será preciso que identifiquemos la diferencia. Conseguirá sus treinta mil si nadie lo logra.
A la mañana siguiente, una limusina negra de ventanillas ahumadas frenó ante el hospital de la universidad estatal de Ohio. El chófer aparcó en el espacio reservado a T. Hamilton McKenzie, tal como le habían indicado.
Sus otras órdenes eran recoger a un paciente a las diez y conducirle al hospital de la universidad de Cincinnati y Holmes.
A las diez y diez, dos enfermeros trajeron a un hombre corpulento en una silla de ruedas. Al ver el coche aparcado en el sitio del decano, la guiaron hacia él. El chófer salió y abrió la puerta posterior. Pobre hombre, pensó, con la cabeza toda cubierta de vendajes, y unas rendijas para los labios y la nariz. Se preguntó si habría sufrido quemaduras.
El hombre corpulento subió al asiento posterior, se hundió en el lujoso tapizado y estiró las piernas.
—Voy a ponerle el cinturón de seguridad —dijo el conductor, y recibió un breve cabeceo como respuesta.
Volvió a su asiento y bajó la ventanilla para despedirse de los dos enfermeros y del hombre mayor de aspecto distinguido que se erguía detrás. El chófer nunca había visto un rostro tan agotado.
La limusina se alejó a velocidad moderada. Habían advertido al conductor de que no rebasara el límite de velocidad en ningún momento.
Un gran alivio inundó a T. Hamilton McKenzie cuando el coche desapareció por el camino privado del hospital. Esperaba que la pesadilla terminara por fin. La operación había durado siete horas, y la noche anterior había dormido profundamente por primera vez desde hacía semanas. La última orden recibida indicaba que volviera a casa y esperara la liberación de Sally.
Cuando la mujer que había dejado cinco dólares sobre la mesa del Olentangy Inn le había expuesto sus exigencias, había considerado la empresa imposible. No desde un punto de vista ético, como había insinuado, sino porque jamás había pensado lograr una semejanza tan exacta. Le habría gustado hablarle de injertos, del epitelio externo y la dermis, lo improbable de… Pero cuando vio al hombre anónimo en su despacho, comprendió de repente por qué le habían elegido. Tenía casi la misma estatura, tal vez un poco más bajo (apenas dos centímetros), y pesaría entre dos y cuatro kilos menos, pero unas alzas en los zapatos y unos cuantos Big Macs solucionarían ambos problemas.
El cráneo y las facciones eran notables y guardaban un sorprendente parecido con el original. En realidad, al final solo había sido necesario realizar una rinoplastia y un injerto parcial. Los resultados eran buenos, muy buenos. El cirujano dio por sentado que el cabello rojo del hombre era irrelevante, porque podrían afeitarle la cabeza y aplicarle una peluca. Con una nueva dentadura y un buen maquillaje, solo su familia podría advertir la diferencia.
Varios grupos diferentes ayudaron a McKenzie durante las siete horas que duró la operación. Les dijo que necesitaba ayuda cada vez que empezaba a cansarse. Nadie cuestionaba a T. Hamilton McKenzie en el hospital, y solo él había visto el resultado final. Había cumplido su parte del trato.
Aparcó el Ford Taurus (el coche más popular de Estados Unidos) a cien metros de la casa, pero no antes de girarlo en la dirección por la que se iría.
Se cambió de zapatos en el coche. La única ocasión en que casi la capturaron fue cuando se le pegó barro a las suelas de sus zapatos y el FBI lo había rastreado hasta pocos metros del lugar que ella había visitado unos días antes.
Se colgó el bolso del hombro y salió a la carretera. Caminó poco a poco hacia la casa.
Habían elegido bien el emplazamiento. La granja se encontraba a varios kilómetros del edificio más próximo, que era un establo vacío, al final de una senda que ni amantes desesperados se atreverían a seguir.
No se veían señales de vida en la casa, pero sabía que estaban allí, esperando, vigilando todos sus movimientos. Abrió la puerta sin llamar y vio a uno de ellos en el vestíbulo.
—Arriba —dijo, y señaló.
La mujer no contestó, pasó a su lado y empezó a subir la escalera.
Fue sin vacilar hacia el dormitorio y encontró a la joven sentada en el borde de la cama, leyendo un libro. Sally se volvió y sonrió a la mujer delgada ataviada con el vestido verde Laura Ashley, con la esperanza de que hubiera traído otro libro.
La mujer hundió una mano en el bolso y sonrió con timidez, antes de sacar un libro y entregarlo a la muchacha.
—Gracias —dijo Sally, quien cogió el libro, echó un vistazo a la cubierta y le dio la vuelta para leer el resumen argumental.
Mientras Sally se enfrascaba en el prometedor relato, la mujer soltó la larga cuerda fruncida sujeta a los dos lados de su bolsa de la compra.
Sally abrió el libro por el primer capítulo, tras haber decidido que iba a leer cada página muy poco a poco. Al fin y al cabo, ignoraba cuándo se produciría el siguiente regalo.
El movimiento fue tan rápido que ni siquiera notó la cuerda alrededor del cuello. La cabeza de Sally saltó hacia atrás y las vértebras se rompieron con un chasquido. Su barbilla se derrumbó sobre el pecho.
Empezó a manar sangre de su boca, que resbaló por su barbilla y manchó la cubierta de Tiempo de amar y tiempo de…
El chófer de la limusina se quedó sorprendido cuando un policía de tráfico le hizo señas justo antes de internarse en la rampa de salida a la autopista. Estaba seguro de no haber superado el límite de velocidad. Entonces, vio la ambulancia por el retrovisor y se preguntó si solo quería pasarle. Miró de nuevo hacia delante y comprobó que el guardia motorizado le indicaba con firmeza que frenara.
Obedeció de inmediato la orden, desconcertado. La ambulancia se detuvo detrás. El policía desmontó de su moto, se acercó a la puerta del conductor y dio unos golpecitos en la ventanilla. El chófer tocó un botón y la ventanilla descendió en silencio.
—¿Algún problema, oficial?
—Sí, señor, se ha producido una emergencia —contestó el policía, sin levantar el visor—. Su paciente ha de regresar de inmediato al hospital de la universidad estatal de Ohio. Han surgido complicaciones imprevistas. Le trasladarán a la ambulancia y yo la escoltaré de vuelta a la ciudad.
El asombrado conductor asintió varias veces.
—¿Y también debo volver al hospital?
—No, señor. Usted continuará hacia Cincinnati e informará a su empresa.
El chófer volvió la cabeza y vio a dos enfermeros vestidos con monos blancos de pie junto al coche. El policía cabeceó y uno de ellos abrió la puerta, en tanto el segundo soltaba el cinturón de seguridad para ayudar a su paciente a bajar.
El chófer vio por el retrovisor que los enfermeros conducían al hombre corpulento hacia la ambulancia. La sirena de la moto devolvió su atención al policía, que guiaba a la ambulancia rampa arriba, para que cruzara el puente sobre la autopista y empezara su trayecto de vuelta a la ciudad.
El cambio había exigido menos de cinco minutos, y el conductor de la limusina continuaba algo aturdido. Entonces, lo que tendría que haber hecho en cuanto vio al policía, o sea telefonear a la sede de Cincinnati.
—Estábamos a punto de llamarte —dijo la chica de centralita—. Ya no necesitan el coche, de modo que puedes volver.
—Por mí encantado. Solo espero que el cliente pague factura.
—Pagaron en metálico por adelantado el jueves pasado. El chófer colgó el teléfono y empezó su viaje a Cincinnati, pero algo le reconcomía. ¿Por qué el policía se había queda tan cerca de la puerta, impidiéndole salir, y por qué había levantado su visor? Desechó tales pensamientos. Mientras la compañía hubiera cobrado, no era su problema.
Salió a la autopista, pero no vio que la ambulancia hacía caso omiso de las señales que indicaban el centro de la ciudad y se sumaba al tráfico que circulaba en dirección contraria. El hombre sentado detrás del volante también estaba llamando a su sede.
—Todo salió como se había planeado, jefe. —Fue su contestación a la primera pregunta.
—Bien —dijo Cavalli—. ¿Y el chófer?
—De vuelta a Cincinnati, sin haberse enterado de nada.
—Bien —repitió Cavalli—. ¿Y el paciente?
—Bien, me parece —dijo el chófer, mientras observaba por el retrovisor.
—¿Y la escolta policial?
—Mario se desvió por una carretera lateral para poder cambiarse y ponerse su uniforme de Federal Express. Nos alcanzará dentro de una hora.
—¿Cuánto falta para el siguiente cambio? El conductor examinó el cuentakilómetros.
—Unos ciento treinta y cinco kilómetros, justo después de cruzar la frontera estatal.
—¿Y después?
—Cuatro cambios más entre ese punto y la Gran Manzana. Conductores nuevos y un coche diferente cada vez. El paciente debería estar con ustedes alrededor de la medianoche de mañana, aunque tal vez deba parar en uno o dos lavabos por el camino.
—Nada de lavabos —dijo Cavalli—. Le sacáis de la autopista y que lo haga detrás de un árbol.