25

Cuando al-Obaydi regresó a París, recogió sus maletas en consigna y aguardó en la cola de taxis.

Dio una dirección al conductor, sin especificar que se trataba del anexo iraquí a la embajada de Jordania (uno de las consejos de la señorita Saib sobre París). No había avisado al personal de la embajada de que llegaría aquel día. Aún le quedaban quince días para la toma de posesión oficial de su cargo, y habría seguido hasta Jordania aquella misma noche de existir un vuelo de enlace. Una vez averiguado quién era el señor Riffat, sabía que debía regresar a Bagdad lo antes posible. Lo correcto serla informar primero al ministro de Asuntos Exteriores. De este modo, se guardaría las espaldas, garantizando al mismo tiempo que el presidente sabría exactamente quién era el responsable de alertarle sobre un posible atentado contra su vida, y qué embajador, pese a su parentesco, había descuidado la vigilancia.

El taxi dejó a al-Obaydi frente al anexo de la embajada, en Neuilly. Sacó las maletas del coche sin que el conductor, sentado inmóvil tras el volante, le ayudara.

La puerta de la embajada se abrió unos centímetros, luego por completo, y un hombre de unos cuarenta años bajó corriendo los peldaños hacia él, seguido de dos muchachas y un hombre más joven.

—Excelencia, Excelencia —exclamó el primer hombre—. Lo siento, ha de perdonarme, no teníamos ni idea de que llegaba hoy.

El hombre más joven cogió las dos maletas grandes, y las muchachas se ocuparon de las otras tres.

Al-Obaydi no se sorprendió al descubrir que el primer hombre era Abdul Kanuk.

—Nos dijeron que llegaría dentro de dos semanas, Excelencia. Pensábamos que aún seguía en Bagdad. Espero que no nos considere descorteses.

Al-Obaydi no intentó interrumpir la verborrea del administrador jefe, confiando en que se quedaría sin aliento, tarde o temprano. En cualquier caso, Kanuk no estaba dispuesto a quedar mal en su primer día.

—¿Desea su Excelencia realizar una rápida visita a nuestra sede, mientras las doncellas deshacen su equipaje?

Al-Obaydi aprovechó la invitación, pues suponía que algunas preguntas solo podría responderlas aquel hombre. No solo el administrador jefe ofició de guía durante la visita, sino que proyectó un verdadero torrente de habladurías. Al-Obaydi dejó de escuchar al cabo de escasos minutos; tenía cosas mucho más importantes en qué pensar. El primer vuelo a Jordania salía a la mañana siguiente, y necesitaba meditar en la forma de revelar sus descubrimientos al ministro de Asuntos Exteriores.

En algún momento de la visita al que sería su despacho, por cuya ventana se veía a la ciudad pasar de la luz mortecina del crepúsculo a la luz artificial de la noche, el administrador dijo algo que al-Obaydi no captó bien. Pensó que debería haberle prestado mayor atención.

—Lamento informarle de que su secretaria está de vacaciones, Excelencia. Como el resto de nosotros, la señorita Ahmed no le esperaba hasta dentro de dos semanas. Sé que pensaba volver a París unos días antes que usted, para tener tiempo de prepararlo todo.

—No hay problema —dijo al-Obaydi.

—Doy por sentado que ya conocerá a la señorita Saib, secretaria del viceministro de Asuntos Exteriores.

—Conocí a la señorita Saib en Bagdad —contestó al-Obaydi.

El administrador jefe asintió, y pareció vacilar un momento.

—Creo que descansaré un poco antes de cenar —dijo el embajador, aprovechando la breve interrupción en el flujo interminable de palabras.

—Ordenaré que envíen algo a su habitación, Excelencia. ¿Le parece bien a las ocho?

—Gracias —dijo al-Obaydi, en un intento de poner fin a la conversación.

—¿Guardo sus billetes y pasaporte en la caja fuerte, como siempre hacía con el antiguo embajador?

—Una buena idea —dijo al-Obaydi, contento de haber encontrado una forma de deshacerse del administrador jefe.

Scott colgó el teléfono y se volvió hacia Dexter Hutchins, que estaba reclinado en una cómoda butaca de cuero, frente a su escritorio, con las manos enlazadas detrás de la cabeza y una pregunta grabada en su cara.

—¿Dónde están?

—Kratz no quiso decirme el lugar exacto, por motivos obvios, pero a la marcha actual espera llegar a la frontera de Jordania antes de tres días.

—En ese caso, recemos para que el ministerio de Industria iraquí sea tan poco eficaz como nuestros expertos repiten una y otra vez. De ser así, nos concedería unos días más de ventaja. Al fin y al cabo, actuamos justo cuando se levantaron las sanciones, y hasta que aparecisteis en Kalmar, Pedderson no había oído ni pío desde hacía dos años.

—Estoy de acuerdo, pero temo que Pedderson sea el eslabón débil en la cadena de Kratz.

—Cuando se corren esos riesgos, ningún plan es completamente seguro —le recordó Dexter.

Scott asintió.

—Y si Kratz se encuentra a menos de tres días de la frontera, tendrás que coger un vuelo para Ammán el lunes por la noche, suponiendo que el señor O’Reilly haya terminado ya las firmas.

—Creo que ese problema está resuelto.

—¿Por qué? Aún le faltaba copiar un montón de nombres, la última vez que miré el pergamino.

—No serán tantos, porque el señor Mendelssohn llegó desde Washington esta mañana para ofrecer su opinión, la única que interesa a Dólar Bill.

—Vamos a verlo —dijo Dexter, y saltó de la butaca. Mientras caminaban por el pasillo, Dexter preguntó:

—¿Cómo va la biblia de Bertha? Esta mañana hojeé varias páginas de la introducción, y ni siquiera entendí por qué cambian las luces de rojo a verde.

—Solo un hombre conoce a Madame Bertha más íntimamente que yo, y en este momento se está consumiendo en Escandinavia —contestó Scott, mientras subían por los peldaños de piedra hacia la estancia secreta de Dólar Bill.

—También me he enterado de que Charles te ha diseñado un par de pantalones especiales —dijo Dexter.

—Y a la medida exacta —sonrió Scott.

Cuando llegaron ante la puerta, Dexter hizo ademán de abrir, pero Scott se lo impidió.

—¿No crees que deberías llamar? Puede que esté…

—La próxima vez, querrás que le llame «señor».

Scott sonrió cuando Dexter llamó con suavidad. Como no obtuvo respuesta, abrió la puerta. Entró de puntillas y vio a Mendelssohn inclinado sobre el pergamino, lupa en ristre.

—Benjamin Franklin, John Morton y George Clymer —murmuró el conservador.

—Clymer me dio muchos problemas —comentó Dólar Bill, que estaba mirando la bahía por la ventana—. Eran los malditos garabatos del hombre, que tuve que hacer de una tirada. Encontrará unas doscientas copias en la papelera.

—¿Podemos acercarnos a la mesa? —preguntó Dexter.

Dólar Bill se volvió hacia ellos y les indicó con un ademán que entraran.

—Buenas tardes, señor Mendelssohn. Soy Dexter Hutchins, subdirector de la CIA.

—¿Es que podría ser otra cosa? —preguntó Dólar Bill. Dexter hizo caso omiso del comentario.

—¿Cuál es su opinión, señor? —preguntó.

Dólar Bill siguió mirando por la ventana.

—Es tan buena como la copia que se exhibe actualmente en los Archivos Nacionales.

—Es usted muy generoso, señor —dijo Dólar Bill, que se había vuelto hacia ellos.

—Pero no entiendo por qué ha escrito correctamente palabra «británicos», y no con las dos tes del original —dijo Mendelssohn, quien devolvió de nuevo su atención al documento.

—Por dos motivos —contestó Dólar Bill, mientras seis ojos suspicaces le miraban fijamente—. Primero, si se produce el cambio, Saddam no podrá afirmar que aún posee el original.

—Muy listo —dijo Scott.

—¿Y segundo? —preguntó Dexter, que aún sospechaba de los motivos del irlandés.

—Impedir que el profesor traiga esta copia e intente hacerla pasar por el original.

Scott lanzó una carcajada.

—Siempre piensa como un criminal —dijo.

—Y será mejor que usted también lo haga durante estos días, si quiere aventajar a Saddam Hussein —replicó Dólar Bill.

En aquel momento, Charles entró en la habitación con una pinta de Guinnes sobre una bandeja de plata.

Dólar Bill dio las gracias a Charles, cogió su recompensa de la bandeja y se encaminó a un rincón de la habitación para disfrutar de su primer trago.

—¿Puedo preguntar…? —empezó Scott.

—En una ocasión, derramé el preciado néctar sobre una plancha de un billete de cien dólares que me había costado tres meses de preparativos.

—¿Y qué hizo después? —preguntó Scott.

—Me decanté por la segunda mejor plancha, lo cual me envió al talego durante cinco años. —Hasta Dexter se sumó a las carcajadas—. Sin embargo, en esta ocasión levanto mi vaso por Matthew Thornton, el último signatario del documento. Le deseo buena salud dondequiera que esté, pese a las malditas «tes» del nombre.

—¿Ya puedo llevarme la obra maestra? —preguntó Scott.

—Aún no, jovencito —dijo Dólar Bill—. Me temo que todavía deberá padecer mi compañía una noche más —añadió. Dejó el vaso sobre el antepecho de la ventana y se acercó al documento—. Mi principal problema ha sido la lucha contra el tiempo. En opinión del señor Mendelssohn, el pergamino tiene un aire de 1830. ¿Estoy en lo cierto, señor conservador?

El aludido asintió y levantó los brazos, como si se disculpara por osar mencionar una imperfección tan nimia.

—¿Y qué podemos hacer? —preguntó Dexter Hutchins.

Dólar Bill tocó un interruptor y las lámparas de xenón que colgaban sobre su escritorio se encendieron y bañaron de luz la habitación, como si fuera el decorado de una película.

—Mañana por la mañana, a las nueve, el pergamino rondará 1776. Pese a que, debido a la falta de tiempo, unos míseros años me impedirán alcanzar la perfección, sigo confiado en que nadie advertirá la diferencia en Irak, a menos que cuenten con una máquina de fechar de carbono 14, y sepan utilizarla.

—Entonces, nuestra única esperanza reside en que aún no hayan destruido el original —dijo Dexter Hutchins.

—Ni por asomo —replicó Scott.

—¿Por qué estás tan seguro?

—El día que Saddam destruya el pergamino, querrá que todo el mundo sea testigo. De eso estoy seguro.

—En ese caso, creo que se impone un brindis —dijo el irlandés—. Con el permiso de nuestro anfitrión, por supuesto.

—¿Un brindis, Bill? —dijo el subdirector, sorprendido—. ¿En quién piensa? —preguntó, suspicaz.

—En Hannah —dijo el irlandés—. Sea quien sea.

—¿Cómo lo ha sabido? —preguntó Scott—. Nunca he mencionado su nombre.

—No es necesario, porque lo va escribiendo por todas partes, desde los reversos de los sobres hasta los cristales entelados, Debe de ser una dama muy especial, profesor.

Levantó el vaso y dijo:

—Por Hannah.

El administrador jefe esperó pacientemente a que la criada se llevara la bandeja en que había servido la cena al embajador. Después, cerró la puerta de su habitación, situada al otro extremo del pasillo.

Esperó otras dos horas, hasta estar seguro de que el embajador se había acostado. Convencido de que era el único inquilino de la embajada que continuaba despierto, bajó de puntillas a su despacho y buscó un número telefónico de Ginebra. Lo marcó lenta y concienzudamente. La respuesta tardó en llegar.

—Necesito hablar con el embajador —susurró.

—Su Excelencia se acostó hace rato —dijo una voz—. Tendrá que llamar mañana por la mañana.

—Despiértele. Dígale que llama Abdul Kanuk desde París.

—Si insiste…

—Insisto.

El administrador jefe esperó un rato, hasta que una voz adormilada se puso al teléfono.

—Será mejor que valga la pena, Abdul.

—Al-Obaydi ha llegado a París inesperadamente, dos semanas antes de lo esperado.

—¿Me despiertas en plena noche para decirme eso?

—Pero no llegó directamente de Bagdad, Excelencia. Dio una pequeña vuelta.

—¿Por qué estás tan seguro? —preguntó la voz, más despejada.

—Porque tengo su pasaporte en mi poder.

—Pero está de vacaciones, idiota.

—Lo sé, pero ¿por qué iba a pasar el día en una ciudad que no suele atraer turistas?

—Déjate de acertijos. Si has de decirme algo, dilo ya.

—A primera hora del día de hoy, el embajador al-Obaydi visitó Estocolmo, según el sello de su pasaporte, pero regresóa París por la noche. Esa no es mi idea de unas vacaciones.

—Estocolmo… Estocolmo… Estocolmo… —repitió su interlocutor, como si intentara captar su significado. Una pausa—. La caja fuerte. Por supuesto. Habrá ido a Kalmar para examinar la caja de Sayedi. ¿Qué ha descubierto que considera mejor ocultarme? ¿Conoce Bagdad sus manejos?

—No tengo ni idea, Excelencia —dijo el administrador—, pero sé que volará a Bagdad mañana.

—Si está de vacaciones, ¿por qué vuelve a Bagdad tan pronto?

—Quizá ser el jefe de la delegación comercial de París no le parece suficiente recompensa, Excelencia. Quizá se haya fijado un premio mayor.

Siguió una larga pausa, antes de que la voz de Ginebra hablara de nuevo.

—Has hecho bien, Abdul. Despertarme ha sido una buena idea. Lo primero que haré mañana por la mañana será telefonear a Kalmar. Lo primero —repitió.

—Me prometió, Excelencia, si permite que llame su atención una vez más…

Tony Cavalli informó a su padre en cuanto Martin les hubo servido una copa.

—Detenido por pelearse en un bar —dijo su padre, después de escuchar el informe de su hijo.

—Sí. —Cavalli dejó una carpeta sobre la mesa, a su lado—. Y encima, sentenciado a treinta días.

—¿Treinta días? —repitió su padre, incrédulo. El anciano hizo una pausa—. ¿Qué instrucciones le has dado a Laura?

—La he retirado de la circulación hasta el 15 de julio, cuando Dólar Bill salga en libertad.

—¿Dónde le han encerrado esta vez? ¿En la prisión del condado?

—No. Según los registros del tribunal del distrito en Fairmont, le han encerrado en la penitenciaría estatal.

—Por una pelea en un bar —dijo el anciano—. Es absurdo. Contempló la Declaración de Independencia que colgaba en la pared, detrás del escritorio. Calló unos momentos.

—¿A quién tenemos dentro?

Cavalli abrió la carpeta y extrajo una hoja de papel.

—Un oficial y seis internos.

Le pasó el papel, satisfecho de haberse anticipado a la petición de su padre.

El viejo estudió la lista de nombres durante un rato, y luego se humedeció los labios.

—Eduardo Bellatti es la persona adecuada —dijo, y miró a su hijo—. Si no recuerdo mal, fue condenado a noventa y nueve años por acribillar a un juez que se cruzó en su camino.

—Correcto, y aún mejor, mataría a cualquiera por un paquete de cigarrillos. Si liquida a Dólar Bill antes del 15 de julio, nos ahorrará de paso un cuarto de millón.

—Algo no va bien —dijo el anciano, mientras jugueteaba con su whisky, que aún no había tocado.

—Quizá ha llegado el momento de profundizar un poco más —añadió, casi como si hablara para sí. Repasó otra vez la lista de nombres.

Al-Obaydi despertó temprano a la mañana siguiente, ansioso por llegar a Bagdad e informar al ministro de Asuntos Exteriores de lo que había averiguado. En cuanto pisara suelo iraquí prepararía un extenso informe por escrito. Dio vueltas en su mente a las líneas generales.

Primero, explicaría al ministro de Asuntos Exteriores que, mientras llevaba a cabo una comprobación rutinaria de las sanciones, había averiguado que la caja encargada por el presidente ya viajaba camino de Bagdad. Al descubrirlo, había empezado a sospechar que un enemigo del estado podía estar implicado en un intento de asesinar al presidente. Sin saber en quién confiar, había utilizado su iniciativa, así como tiempo y dinero propios, para descubrir quién estaba detrás del complot. A los pocos momentos de revelar los detalles al ministro de Asuntos Exteriores, Saddam averiguaría sobre quién recaía la responsabilidad de la caja y, aún más importante, quién había descuidado la seguridad del presidente.

Una llamada a la puerta interrumpió sus pensamientos.

—Entre —dijo, y apareció una criada con una bandeja, sobre la que descansaban dos tostadas carbonizadas y una taza de espeso café turco. Cuando salió, al-Obaydi se levantó, se dio una ducha helada (bien a su pesar) y se vistió a toda prisa. Tiró el café por el lavabo y dejó las tostadas.

El embajador salió de su habitación y bajó un tramo de escaleras para ir a su despacho, donde encontró al administrador jefe detrás del escritorio. ¿Estaría sentado en su silla un momento antes?

—Buenos días, Excelencia —dijo—. Espero que haya dormido bien. Estaba confirmando la reserva de su vuelo.

—Muy amable —dijo al-Obaydi, sin apenas ocultar su irritación.

Kanuk hizo una reverencia.

—Me encargaré de que le reciban en el aeropuerto cuando regrese, Excelencia, y esta vez todo estará preparado para su llegada. Entretanto, iré a buscar su pasaporte, con su permiso.

Al-Obaydi se sentó detrás de su escritorio. Se preguntó cuánto tiempo ocuparía el cargo de jefe de la delegación comercial, una vez Saddam averiguara que le había salvado la vida.

Tony marcó un número por su línea privada.

El subdirector de la cárcel descolgó el teléfono y confirmó que estaba solo, en respuesta a la primera pregunta de Cavalli. Reflexionó sobre la segunda pregunta antes de contestar.

—Si Dólar Bill se halla en algún rincón de esta cárcel, está mejor escondido que la declaración de ingresos de Leona Helmsley.

—En los archivos del tribunal del condado consta que te lo entregaron el 16 de junio por la noche.

—Es posible que conste, pero nunca hizo acto de aparición. Y no se tardan ocho días en ir desde el tribunal del condado de San Francisco hasta aquí, a menos que le hayan traído andando. Quizá no sería mala idea —añadió con una carcajada nerviosa.

Cavalli no rio.

—Mantén la boca cerrada y los oídos abiertos, y llámame en cuanto sepas algo. —Fue todo cuanto dijo, antes de colgar el teléfono.

Cavalli se quedó una hora más en su despacho después de que su secretaria se marchara, pensando en el siguiente paso que convenía dar.