16

La contemplaba tendido, con la cabeza apoyada en la palma de su mano, mientras los primeros rayos del sol de la mañana se filtraban en la habitación. La joven se removió, sin despertarse, y Scott recorrió lentamente su espalda con un dedo. Ardía en deseos de que abriera los ojos para revivir los recuerdos de aquella noche:

En los primeros días, cuando Scott había visto a Hannah salir de la embajada jordana, vestida con aquellas prendas ordinarias, que sin duda habría elegido pensando en los gustos de Karima Saib, ya la había encontrado hermosísima. Algunos paquetes, cuando son despojados de su brillante envoltorio, frustran las expectativas. Cuando Hannah se había quitado el desastrado vestido de dos piezas que llevaba aquel día, no pudo creer que existiera en el mundo una mujer tan bella.

Apartó la única sábana que la cubría y admiró la visión que le había robado el aliento aquella noche. El cabello corto; se preguntó qué aspecto tendría cuando creciera y se derramara sobre sus hombros, como ella deseaba. La nuca, la tersa piel olivácea de la espalda, las piernas largas y bien torneadas.

Sus manos eran como las de un niño que hubiera abierto un paquete lleno de regalos y quisiera tocarlos todos a la vez. Recorrió con los dedos el espacio que separaba los hombros del arco de la espalda, con la esperanza de que se diera la vuelta. Se acercó un poco más y empezó a dar vueltas con un solo dedo alrededor de sus firmes pechos. Los círculos se fueron estrechando hasta tocar su suave pezón. Oyó su suspiro, y esta vez la joven se volvió y cayó en sus brazos. Sus dedos se cerraron sobre los hombros de Scott, cuando este la atrajo más cerca.

—No es justo, te estás aprovechando de mí —dijo medio dormida, mientras la mano de Scott ascendía por la parte interna de su muslo.

—Lo siento —dijo él. Apartó la mano y la besó en la mejilla.

—No tienes por qué. Por el amor de Dios, Simon, quiero que te aproveches de mí.

Hannah le acercó más su cuerpo. Scott siguió acariciando su piel, y cada vez descubría nuevos tesoros.

Cuando la penetró, ella emitió un suspiro diferente, el suspiro del amor matutino, más sereno y tierno que las exigencias de la noche, pero igualmente placentero.

Para Scott había sido una nueva experiencia. Aunque había hecho el amor muchas más veces de las que podía recordar, jamás había sido con el mismo entusiasmo.

Cuando terminaron de hacer el amor, ella apoyó la cabeza sobre el hombro de Scott y él apartó un pelo de su mejilla. Rezó para que la siguiente hora transcurriera con suma lentitud. Odiaba la idea de que ella regresara a la embajada, como haría en un momento u otro. No quería compartirla con nadie.

El sol de la mañana bañaba ahora la habitación, lo cual le indujo a preguntarse cuándo podría pasar otra noche entera con ella.

El jefe de la delegación comercial había sido llamado de nuevo a Ginebra urgentemente, y solo se había llevado una secretaria, dejando sola a Hannah en París durante todo el fin de semana. Ella ansiaba contarle a Simon el motivo del viaje, para que pasara la información a Kratz.

Había cerrado su habitación con dos vueltas de llave y abandonado la embajada por la escalera de incendios. Hannah le había dicho que se había sentido como una colegiala que se escapara de su dormitorio para acudir a una fiesta nocturna.

—Mejor que cualquier fiesta de la que me acuerde. —Fueron sus últimas palabras, antes de caer dormidos brazados.

El día había empezado cuando fueron de compras al bulevar Saint-Michel para adquirir ropas que ella no podía llevar y una corbata que él jamás habría exhibido antes de conocerla. Habían comido en un café y tardado dos horas en dar cuenta de una ensalada y una botella de vino. Habían paseado por los Campos Elíseos, cogidos de la mano como amantes, y luego hicieron cola para ver la exposición de Clodion en el Louvre. Una buena oportunidad para ilustrarla sobre algo de lo que creía entender, solo para descubrir que era él quien aprendía cosas nuevas. Le compró un sombrero flexible de turista en la tienda situada en la base de la Torre Eiffel y recordó que su aspecto siempre era magnífico, llevara lo que llevara.

Habían cenado en Maxim’s, pero solo un plato, pues ambos ya sabían que, en realidad, solo deseaban regresar al pequeño apartamento de Scott, en la orilla izquierda.

Recordó que había contemplado a Hannah quitarse cada prenda, como hipnotizado, hasta que ella se puso violenta y empezó a desnudarle. Fue casi como si no deseara hacerle el amor, como si esperara que la anticipación se prolongaría eternamente.

Nunca había experimentado nada semejante con una mujer, incluyendo a las ocasionales estudiantes promiscuas, con las cuales había sostenido relaciones de una noche, amoríos fugaces y remedos de amor. Y después, descubrió algo inusitado: el placer de dormir en sus brazos era tan estimulante como hacer el amor.

Su dedo descendió por la nuca de Hannah.

—¿A qué hora has de volver? —preguntó, casi en un susurro.

—Un minuto antes que el embajador.

—¿Y cuándo está prevista su llegada?

—Su vuelo sale de Ginebra a las once y veinte. Será mejor que esté en mi escritorio antes de las doce.

—Entonces, aún nos queda tiempo de hacer el amor una vez más —dijo Scott, mientras colocaba un dedo en sus labios.

Ella le mordió el dedo, despacio, con suavidad.

—Uy —se burló Scott.

—¿Solo una vez? —replicó la joven.

Debbie acompañó al secretario de embajada al despacho de Cavalli a las doce y veinte. Ninguno de ambos hombres comentó el retraso de al-Obaydi. Tony indicó la silla situada al otro lado del escritorio y aguardó a que su visitante tomara asiento. Por primera vez, el árabe le inquietaba.

—Como ya le dije ayer —empezó Cavalli—, nos encontramos en posesión del documento que necesita. Estamos dispuestos a intercambiarlo por la cantidad acordada.

—Ah, sí, noventa millones de dólares —dijo el iraquí. Juntó las puntas de los dedos bajo su mentón, mientras meditaba en sus próximas palabras—. En metálico cuando se efectúe la entrega, si no recuerdo mal.

—En efecto. Ahora, solo necesitamos saber dónde y cuándo.

—Necesitamos que el documento sea entregado en Ginebra a las doce del próximo martes, al señor Pierre Dummond, de la banca Dummond et Cie.

—Pero eso solo me deja seis días para encontrar la forma de sacarlo del país sin peligro y…

—Su dios creó el mundo en ese tiempo, si recuerdo bien el Génesis. Una historia de lo más necia; me paré en el Éxodo.

—La Declaración estará en Ginebra el martes a mediodía —afirmó Cavalli.

—Bien. Si el señor Dummond garantiza que el documento es auténtico, ha recibido instrucciones de transferir los noventa millones de dólares a cualquier banco del mundo que deseen. Si, por el contrario, no logran efectuar la entrega, o el documento resulta ser una falsificación, habremos perdido diez millones sin otra ganancia que una película de tres minutos rodada por un director mundialmente famoso. Ante tal eventualidad, un paquete similar a este será enviado al director del FBI y al comisionado de la Superintendencia de Contribuciones.

Al-Obaydi extrajo un grueso sobre de su bolsillo interior y lo tiró sobre la mesa. La expresión de Cavalli no se alteró cuando el secretario de embajada se levantó, hizo una reverencia y salió de la habitación sin decir palabra.

Cavalli estaba seguro de que iba a descubrir el significado de aquel «entre otras cosas».

Abrió el abultado sobre amarillo y dejó que el contenido se desparramara sobre el escritorio. Docenas de fotografías y documentos con números de series de billetes de banco sujetos a ellas. Contempló la fotografía de sí mismo enfrascado en una conversación con Al Calabrese frente al National Café, otra de él con Gino Sartori en el centro de la plaza de la Libertad, y otra con el director sentado en el carrito portacámara, mientras hablaban con el antiguo jefe del Departamento de Policía. Al-Obaydi también había tomado una foto de Rex Butterworth cuando entraba en el hotel Willard, y del actor, sin peluca, sentado en el tercer coche, y entrando más tarde en la limusina, frente a la zona de carga y descarga de los Archivos.

Cavalli tamborileó con los dedos sobre la mesa. Fue entonces cuando recordó aquel extraño hormigueo en su mente. Era al-Obaydi a quien había visto entre la multitud el día anterior. Había subestimado al iraquí. Quizá había llegado el momento de llamar a su hombre en el Líbano e informarle de la cuenta bancaria suiza que había abierto a nombre del secretario de embajada.

No. Eso debería esperar a que los noventa millones hubieran sido pagados.

—¿Qué hago, Simon, si me ofrece un empleo?

Scott vaciló. No tenía ni idea de lo que el Mossad decidiría en ese caso. Sabía exactamente lo que él deseaba que Hannah hiciera. Era inútil plantear la cuestión a Dexter Hutchins, porque no habrían vacilado ni un momento en ordenarle que siguiera utilizando a Hannah para sus propios fines.

Hannah se volvió hacia lo que Scott describía con sorna como la cocina.

—Quizá deberías preguntar al coronel Kratz qué debo hacer —sugirió, al ver que él no contestaba—. Explícale que el embajador quiere que ocupe el lugar de Muna, pero que ha surgido otro problema.

—¿Cuál? —preguntó Scott, nervioso.

—La estancia del embajador en su cargo finaliza a principios del mes que viene. Tal vez le pidan que siga en París, pero el administrador jefe va diciendo a todo el mundo que será llamado de vuelta a Bagdad y le nombrarán viceministro de Asuntos Exteriores.

Scott no dijo nada.

—¿Qué pasa, Scott? ¿Eres incapaz de tomar decisiones a estas horas de la mañana? —Scott siguió callado—. Estás tan patético de pie como en la cama —bromeó.

Scott decidió que había llegado el momento de contárselo todo. No iba a esperar ni un minuto más. Salió de la cocina, la tomó en sus brazos y le acarició el pelo.

—Hannah, necesito… —empezó, pero el teléfono sonó. Se soltó para ir a contestar.

Escuchó unos momentos antes de contestar a Dexter Hutchins.

—Sí, claro. Te volveré a llamar en cuanto haya tenido tiempo de pensarlo.

«¿Qué estará haciendo ese hombre en plena noche?», se preguntó Scott mientras colgaba el auricular.

—¿Otra amante? —preguntó Hannah, sonriente.

—Mis editores quieren saber cuándo terminaré el manuscrito. Ya he sobrepasado el plazo.

—¿Y cuál ha sido tu respuesta?

—Actualmente, estoy aturdido.

—¿Solo actualmente? —dijo Hannah, y apretó su nariz con el dedo.

—Bueno, quizá permanentemente —admitió él.

Ella le dio un beso en la mejilla.

—He de volver a la embajada, Simon —susurró—. No me acompañes, es demasiado peligroso.

Él la retuvo entre sus brazos y quiso protestar, pero se conformó con un:

—¿Cuándo volveremos a vernos?

—Cuando la esposa del embajador tenga ganas de nadar otra vez —contestó Hannah. Se soltó—. Pero seguiré recordándole lo bien que le sienta a su figura, y que tal vez debería hacer más ejercicio.

Lanzó una carcajada y se marchó sin añadir nada más. Scott se quedó de pie junto a la ventana, esperando a verla reaparecer. Odiaba el hecho de no poder telefonear, escribir o ponerse en contacto con ella siempre que le apeteciera. Deseaba enviarle flores, cartas, tarjetas y notas para decirle cuánto la amaba.

Hannah salió corriendo a la calle, sonriente. Levantó la vista y envió un beso a Scott antes de desaparecer por la esquina.

Otro hombre, que estaba aterido y cansado por las horas de espera, también la miraba, pero no desde la ventana de una habitación caldeada, sino desde un portal de la acera opuesta.

En cuanto Scott desapareció de su vista, el hombre salió de las sombras y siguió a la segunda secretaria del embajador hacia la embajada.