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La fuga se inició la madrugada del 4 de julio en el sótano del número 21, el hogar de los Preston, que se encontraban de vacaciones en Malibú.
Cuando el ama de llaves mexicana abrió la puerta, pocos minutos después de la medianoche, sospechó lo peor. Una inmigrante ilegal, desprovista de Tarjeta Verde, vive cada día en el temor de recibir la visita de un funcionario gubernamental.
El ama de llaves se sintió aliviada cuando descubrió que los funcionarios trabajaban para la compañía del gas. No necesitó muchos acicates para acompañarles al sótano de la casa de piedra arenisca y enseñarles los contadores de gas.
Una vez dentro, solo tardaron unos segundos en llevar a cabo su trabajo. Aflojar dos válvulas de gas fue suficiente para que se produjera una pequeña fuga, cuyo olor hubiera alarmado a cualquier profano. El experto en explosivos aseguró a su jefe que no existían auténticos motivos de preocupación, siempre que los bomberos de Nueva York llegaran antes de veinte minutos.
El jefe pidió con calma al ama de llaves que llamara a los bomberos y les avisara de que había una fuga de gas en el número 21, capaz de provocar una explosión si no se tomaban las medidas adecuadas. Le proporcionó el número de teléfono.
El ama de llaves marcó el 911, y cuando por fin la pusieron con los bomberos, refirió el problema con voz temblorosa, añadiendo que sucedía en el 21 de la calle 75 Este, entre Park y Madison.
—Desalojen el edificio —ordenó el jefe de bomberos—. Llegaremos enseguida.
—Sí, señor —contestó el ama de llaves, que no tardó ni un segundo en salir a la calle. El experto se apresuró a reparar la avería que había provocado, pero el olor permaneció.
En honor a la verdad, los bomberos de Nueva York, con gran aparato de sirenas y escalerillas, llegaron siete minutos después a la calle 75. Después de que el jefe inspeccionara el sótano del número 21, se mostró de acuerdo con el funcionario (al que no había visto nunca) en que era preciso examinar también los números 17, 19, 23 y 25, sobre todo porque las tuberías del gas corrían paralelas al sistema de alcantarillado de la ciudad.
A continuación, el subdirector de la CIA se retiró al otro lado de la calle para contemplar las maniobras del jefe de bomberos. Como las sirenas habían despertado a casi todos los vecinos, no costó mucho convencerles de que salieran a la calle.
Dexter Hutchins encendió un puro y esperó. En cuanto hubo salido de la Casa Blanca, se dedicó a reunir un selecto equipo de agentes que citó dos horas después en un hotel de Nueva York para informarles, o mejor dicho, para informarles a medias. Porque en cuanto el subdirector les explicó que se trataba de una investigación de nivel 7, los veteranos comprendieron que solo les revelarían la mitad de la historia, y la mitad peor.
Tardaron todavía dos horas en descubrir la primera fisura, cuando un agente averiguó que los Preston, la familia del número 21, se habían ido de vacaciones. Dexter Hutchins y su experto en explosivos llegaron a la puerta del número 21 pocos minutos después de la medianoche. La mexicana inmigrante sin Tarjeta Verde resultó ser un mirlo blanco.
El subdirector volvió a encender el puro, sin apartar los ojos del portal. Exhaló un suspiro de alivio cuando Tony Cavalli y su padre salieron en bata, acompañados por el mayordomo. Decidió que lo más sensato sería esperar otro par de minutos, antes de pedir permiso al jefe de los bomberos para inspeccionar el número 23.
La operación habría podido llevarse a cabo mucho antes, si Calder Marshall no se hubiera opuesto a la idea de extraer la Declaración falsa de la bóveda de los Archivos Nacionales y ponerla a disposición de Dexter Hutchins. El Archivero había impuesto dos condiciones antes de acceder a la petición del subdirector: si la CIA no lograba reemplazar la copia por el original antes de las diez de la mañana, la dimisión de Marshall, con fecha 25 de mayo, sería presentada una hora antes de que el presidente o el secretario de Estado realizaran cualquier declaración.
—¿Y la segunda condición, señor Marshall? —había preguntado el presidente.
—Que se conceda permiso al señor Mendelssohn para actuar como custodio de la copia que obra en poder del subdirector en todo momento, a fin de que esté presente cuando localicen el original.
Dexter Hutchins comprendió que su única alternativa era aceptar las condiciones de Marshall. El subdirector clavó la vista en el Conservador, que se erguía entre Scott y el expertoen explosivos, frente al número 21. Dexter Hutchins se vio obligado a admitir que la apariencia de Mendelssohn cuadraba más con la de un funcionario de la compañía del gas que la de cualquier otro miembro de su equipo.
En cuanto Hutchins vio que dos de sus agentes salían del número 19, aplastó el puro y cruzó la calle en dirección al jefe de los bomberos. Sus tres colegas le siguieron a unos pasos de distancia.
—¿Ya podemos echar un vistazo al número 23? —preguntó en tono indiferente.
—Por mí, no hay problema —contestó el jefe de bomberos—, pero los propietarios insisten en que el mayordomo les acompañe.
Hutchins asintió. El mayordomo guio a los cuatro hasta el vestíbulo, luego al sótano, y desde allí al armarito que albergaba el depósito de gas. Les aseguró que no había percibido el menor olor a gas antes de irse a la cama, poco rato después de que su amo se retirara.
El experto en explosivos llevó a cabo su trabajo con destreza, y en pocos momentos el sótano olió a gas. Hutchins recomendó al mayordomo que, por su propio bien, saliera a la calle. Martin aceptó a regañadientes, cubriéndose la nariz y la boca con un pañuelo, y les dejó solos para que localizaran la fuga.
Mientras el experto reparaba la avería, Scott y Dexter empezaron a investigar todas las habitaciones del sótano. Scott fue el primero en entrar en el estudio de Cavalli y descubrir el pergamino que colgaba en la pared, en el lugar exacto donde Dólar Bill les había prometido que estaría. Al cabo de escasos segundos, los otros dos se reunieron con ellos. Mendelssohn lanzó una mirada de ternura al documento. Examinó la palabra «brittánicos», alzó el marco de cristal y lo depositó sobre la mesa de la sala de juntas. Scott abrió la cremallera de la bolsa de herramientas que uno de los agentes le había proporcionado unas horas antes, y que contenía destornilladores de todos los tamaños, cuchillos de todas las longitudes, escoplos de diversas anchuras y hasta un pequeño taladro, en suma, todos los elementos necesarios para un enmarcador profesional.
El Conservador inspeccionó la parte posterior del marco y pidió un destornillador de tamaño mediano. Scott eligió uno y se lo pasó.
Mendelssohn quitó lenta y metódicamente los ocho clavos que sujetaban las dos grandes abrazaderas de acero a la parte posterior del marco. Después, dio la vuelta al cristal. Dexter Hutchins deseó fervientemente que se diera más prisa.
El Conservador, ajeno a la impaciencia del subdirector, rebuscó en la bolsa hasta escoger el escoplo apropiado. Lo encajó entre las dos piezas de cristal laminado, en la esquina superior derecha del marco. Al mismo tiempo, Scott extrajo del cilindro que le había suministrado Mendelssohn la copia de la Declaración que habían cogido de los Archivos Nacionales aquella noche.
Cuando el Conservador levantó la placa de cristal superior y la dejó sobre la mesa de la sala de juntas, Scott adivinó por su sonrisa que creía estar contemplando el original.
—Démonos prisa —dijo Dexter—, o empezarán a sospechar.
Dio la impresión de que Mendelssohn no atendía a los apremios del subdirector. Examinó una vez más la palabra «brittánicos» y, ya satisfecho, concentró su atención en los cincos «Geo» y el único «George», antes de inspeccionar, primero con rapidez, y luego lentamente, el resto del pergamino. La sonrisa no abandonó su cara ni un momento.
Sin decir nada, el Conservador enrolló el original, y Scott lo sustituyó por la copia de los Archivos Nacionales. Una vez colocadas las dos hojas de cristal, aseguró las dos abrazaderas metálicas.
Mendelssohn depositó el cilindro en la bolsa, mientras Scott colgaba la copia en la pared.
Ambos escucharon el profundo suspiro de alivio exhalado por Dexter Hutchins.
—Salgamos de aquí, por el amor de Dios —dijo el subdirector, justo cuando seis policías, armados con pistolas, irrumpían en la habitación y les rodeaban.
—¡Quietos! —gritó uno. Mendelsohn se desmayó.